Capítulo dieciséis

Ryld temblaba mientras caminaba por el bosque. Había caído la noche y con ella llegó el frío. El piwafwi aún estaba mojado por la lluvia de la víspera, y un día entero de caminata no había sido suficiente para secarlo. En el cielo, por encima de las ramas que lo cubrían todo, la capa de nubes se disgregaba. El cielo era violáceo, el color de una vieja magulladura.

El mundo a su alrededor se oscureció al desvanecerse el último rayo del sol, pero un rato después, advirtió que se volvía más brillante. La infravisión sucumbía a la pálida luz gris que llenaba la superficie del mundo en el momento del ocaso y amanecer, aun cuando faltaba mucho para éste. Confundido, se detuvo, y levantó la mirada hacia el entramado de ramas.

Se elevaba la luna llena.

Cuando ésta asomó entre las copas de los árboles, impregnándole todo de una luz plateada, ya no sintió frío. Un calor arreboló sus mejillas y sintió que se le aceleraba la sangre. Los pelos de sus brazos estaban erizados, como si acabara de estremecerse, y al tiempo sentía fiebre.

—Que Lloth me proteja —dijo en un susurro ahogado, mientras miraba el mordisco en la muñeca—. Ese mocoso me infectó.

La luz de la luna brilló más y con ello la ansiedad de Ryld aumentó. Unos destellos rojos parpadearon ante sus ojos y el pulso le martilleaba los oídos. Ya sentía cómo perdía el control, las ropas ajustadas, tirantes, pequeñas. Apenas era capaz de contener el ansia de arrancárselas. Miró enloquecido al bosque que lo rodeaba, deseando adentrarse en él y correr, correr y correr…

Se esforzó por mantener el control. Metió la mano en un bolsillo del piwafwi y sacó la ramita de belladona que le había dado el abuelo de Yarno. Las hojas eran de un verde apagado y tenía una flor en forma de campanilla. Arrancó una hoja, se la metió en la boca y masticó. Un gusto amargo se la llenó, dejándole la lengua seca. Siguió otra hoja, otra y la flor…, después tiró la ramita pelada.

Esperó.

El anhelo de arrancarse la ropa y correr hacia el bosque que había sentido momentos antes desapareció. Se sentía mareado. Intentó dar un paso, trastabilló y estuvo a punto de caer. En el último momento se agarró a un árbol para mantener el equilibrio. El bosque se volvía más brillante, la luz de la luna ofuscaba su vista. Algo le pasaba en los ojos.

Sacó la espada corta con dificultad, miró la superficie pulida y vio en sus pupilas que hasta el rojo del iris había desaparecido. Con una mueca, bajó la espada, esperó un momento y recordó que no la había envainado. Intentó meterla en la vaina pero falló, la clavó en el suelo. Incapaz de sostenerse en pie, cayó plano en la tierra apelmazada junto al arma. Sobre él, los árboles parecían sombras grises que rielaban de un lado a otro como si estuvieran bajo el agua.

Tirado allí, mientras observaba cómo el bosque giraba sobre él, se preguntó si iba a morir. La belladona había detenido su transformación en hombre lobo; pero ¿a qué coste? El corazón le latía acelerado y sentía la piel seca y caliente. Intentó humedecerse los labios, pero era demasiado esfuerzo. Sólo era capaz de descansar, inhalar el olor de la tierra húmeda y las hojas secas con cada respiración entrecortada.

La respiración. Eso era algo que aún controlaba.

Ryld recuperó sus recuerdos de los entrenamientos de Melee-Magthere. Una de las pruebas iniciales requeridas para entrar implicaba mantener la concentración en momentos de violencia física. Ordenaron a los iniciados que se desnudaran, se sentaran con las rodillas cruzadas en el suelo de la sala de prácticas con los ojos cerrados y se concentraran en la respiración. En ese momento pensó que la prueba estaba diseñada para enseñarles a abstraerse del frío suelo de piedra, pero estaba equivocado. Uno de los maestros se paseaba entre las filas, mientras dejaba caer ciempiés sobre la piel de los alumnos. Los insectos eran tan largos como un dedo y mordían nada más posarse, inyectando un veneno que corría como el fuego por las venas de los estudiantes. A aquellos iniciados que gritaban o boqueaban les daban un golpe en la cabeza. Si gritaban por segunda vez les daban más fuerte. Una tercera, y les decían que abandonaran Melee-Magthere y no volvieran nunca.

Ryld era un poco consciente del estudiante que a su espalda gritó por tercera vez, y escuchó con una parte de la mente cómo le ordenaban que se marchara. Oyó su sollozo ahogado mientras obedecía. Se obligó a profundizar en la meditación, al tiempo que se daba ánimos para lo que sabía que vendría después. Cuando el ciempiés cayó sobre su muslo no se sobresaltó. Mientras le mordía la carne como la punta de un espetón calentado al fuego, permaneció tranquilo… respirar por el orificio nasal izquierdo, soltarlo por el derecho, por el izquierdo, por el derecho…

Entonces el ciempiés se escurrió por la ingle, sus cientos de patas hormiguearon y movió la cabeza a uno y otro lado como si buscara otro punto en el que morder. Entre dos latidos de su corazón, casi olvidó cómo respirar. Sintió que su corazón se aceleraba, mientras el instinto le gritaba que se pusiera en pie, para quitarse de encima aquel bicho repugnante.

Entonces recordó la vida antes de Melee-Magthere; la vida en las Hacinas, y el momento, años antes, en que los nobles habían ido de cacería. Entonces sólo tenía seis años, pero se acordaba yaciendo allí, lleno de ampollas por la bola de fuego que diezmó a tantos cuerpos. Para sobrevivir, se vio obligado a quedarse paralizado, hacerse el muerto mientras los cazadores reclamaban sus trofeos: dientes, orejas y de vez en cuando toda una cabeza. Ryld aprendió entonces a controlar la respiración, hacerla superficial y lenta, inaudible por encima del ruido de las espadas al cortar carne. Por fortuna, no consideraron dignas de trofeo las partes de un chico huesudo y pequeño.

Al recordar esa prueba, encontró la fuerza para abstraerse del hormigueo del ciempiés y su segundo y doloroso mordisco.

Cuando terminó, los maestros asintieron, admitiendo la fortaleza de Ryld y otros cinco estudiantes. Fue incapaz de caminar durante diez días.

Tumbado en el bosque, montado en las olas de la guerra entre la enfermedad y la belladona, usó lo que había aprendido ese día. Se concentró en la respiración, en sacar aire, el lento llenado de sus pulmones y la parsimoniosa exhalación que seguía, ralentizando el pulso acelerado. Expulsó el calor de su piel, imaginando que fluía con cada respiración. Despacio, el cuerpo volvió a la normalidad y se estremeció.

Sin embargo, los ojos aún veían las imágenes fantásticas que la belladona dibujaba. Los árboles seguían siendo de color gris sobre un cielo tachonado de estrellas muy brillantes. La luna arrastraba una cola de brillantes estrellas en su estela. Dolía con sólo mirarla. Unas sombras danzaban en el bosque. Salió una de entre las demás y se formó el cuerpo de una mujer.

—Halisstra… —suspiró Ryld, pero vio que estaba equivocado.

La mujer era una drow pero no era Halisstra Melarn. Estaba desnuda, su pelo blanco le caía por debajo de la cintura. Mientras se acercaba a Ryld, sus ojos febriles advirtieron que tenía la piel cubierta del rocío del anochecer. Las gotas cubrían el cuerpo, resplandecían bajo la luz de la luna como estrellas sobre el cielo negro de la piel.

Permaneció ante él un momento, lo miraba con unos ojos que reflejaban la luz, igual que dos lunas crecientes. Entonces tocó la empuñadura de la espada que, sin querer, había clavado en el suelo. Los dedos delgados trazaron un desganado círculo alrededor del cuero del mango. A ojos de Ryld parecía que los dedos danzaban. Separó los labios, pero en vez de palabras oyó las notas de una flauta. La tonada era de algún modo acogedora y dura al mismo tiempo. Durante todo el tiempo, la mujer miraba a los ojos de Ryld, como si intentara ver su alma. Con la mano cerrada alrededor de la empuñadura de la espada.

Algo crujió en el bosque. Sorprendida, la mujer levantó la cabeza, al tiempo que un pequeño lobo negro salía del sotobosque. Con los colmillos al descubierto y un gruñido, saltó hacia su pecho. Cuando golpeó, la mujer estalló en un millón de motas de luz. El lobo continuó el salto como si nada. Observó cómo desaparecía en el bosque, confirmando su idea anterior: era una alucinación. La mujer, el lobo… nunca habían estado allí.

Algo cálido y húmedo le acarició la oreja. Era una nariz. Entonces un cuerpo caliente y peludo se tendió junto a él. Una lengua le lamió la mejilla, y le miraron unos ojos oscuros.

Ryld no se movió ni dijo nada. Continuó concentrado en su respiración, obligando al resto del veneno de belladona a abandonar su cuerpo con cada exhalación.

Al final se sumió en el ensueño.

Cuando se percató de lo que lo rodeaba, era de día. Oyó un crujido, olió a carne asada y se dio la vuelta para ver a Yarno agachado sobre un fuego. El chico sostenía una ramita en el que estaba empalado el cuerpo de una animalito de cuatro patas. Estaba limpio y bien ensartado. Ryld identificó al animal por la cola. Era una rata. Yarno la apartó de las llamas.

—Necesitarás fuerzas —dijo—. Come.

Ryld se sentó y se sacudió los restos de sopor. Se puso en pie y movió los hombros, los brazos, los dedos. Todo estaba en perfecto orden; ya no le quedaban restos del veneno en el cuerpo. Se acuclilló y aceptó la rata.

—Gracias —dijo—. No he comido rata desde que era niño.

Yarno lo observó con el entrecejo fruncido. Observó que el niño intentaba discernir si se estaba riendo de él. Ryld sonrió y mordió la carne, masticando con placer.

Yarno se apartó el mechón que le caía en la frente y sonrió.

—Es bueno, ¿no? —preguntó el chico.

—Desde luego —respondió Ryld, mientras se limpiaba la grasa de la comisura de la boca con la mano.

Yarno se levantó y echó tierra sobre el fuego con el pie. Luego rascó el suelo como un perro.

—Ahora el abuelo se encuentra mejor —le dijo a Ryld.

—Mis maestros me enseñaron bien —respondió éste—, y tengo mucha práctica vendando heridas. —Miró las manchas de mugre que cubrían el cuerpo pálido y desnudo de Yarno, y añadió—: Lo primero que tienes que hacer con una herida es limpiarla con agua caliente, como hice con tu abuelo. Luego vendarla con ropa limpia y hervida. Recuérdalo…, podría salvarte la vida algún día.

—Lo recordaré —dijo el chico.

Ryld frunció la nariz. Lo dudaba. Yarno parecía atraer la suciedad como la luz a una mariposa. Y tenía pulgas, como descubrió al sentir la mordedura en el pecho de uno de esos bichos. El recuerdo del hombre lobo que dormía a su lado debía de ser real. De la noche pasada, ¿qué era real y qué era alucinación?

Se puso en pie y miró el suelo del bosque. Aparte de las huellas de un lobo pequeño y de un chico descalzo, no veía nada más.

—Yarno —preguntó—, cuando me encontraste la noche pasada, ¿había una mujer a mi lado?

Yarno se encogió de hombros.

—¿Sobre qué saltaste?

Yarno miró el suelo.

—No lo recuerdo —respondió al fin y volvió a encoger los hombros—. Nunca lo hago.

Ryld asintió, comprendió. Impulsado a la locura por la luz de la luna llena, no tenía el control de sus actos ni su mente. Era extraño que hubiera buscado y protegido a Ryld, por la sed de sangre tendría que haberle mordido el cuello. Quizá el olor a belladona lo había apartado, pero entonces, ¿por qué recordaba al chico durmiendo a su lado, manteniéndolo caliente durante toda la noche?

Sacó la espada corta del suelo, limpió el fango de la punta y la envainó.

—¿En qué dirección está el templo? —preguntó Ryld.

Yarno señaló, luego cruzó una mirada con Ryld que el maestro de armas habría tomado como un desafío si el chico fuera un espadachín.

—¿Qué harás cuando llegues? —preguntó Yarno.

—Rescatar a Halisstra —dijo Ryld con la mirada hosca—. Si aún vive.

—¿Y si no? —preguntó Yarno—. ¿Matarás a las sacerdotisas para vengar su muerte?

—Tanta como pueda, antes de matarme —dijo.

—Bien —dijo Yarno.

El chico levantó la cabeza como si oyera algo. Miró en la dirección que acababa de señalar.

Ryld también lo oía: el clamor de una docena o más de cuernos de caza, amortiguado por la distancia, provenientes del templo.

—Mejor me voy —dijo Yarno, con los ojos llenos de miedo—. El abuelo me necesita.

El chico se transformó en lobo y se adentró en el bosque.

Ryld se volvió y corrió en dirección contraria, hacia el sonido. Mientras se abría paso entre los árboles, apartando las ramas con los hombros, un pensamiento se repetía en su mente.

Halisstra había confesado el asesinato de una de las sacerdotisas del templo; y era casi seguro que la castigarían por el crimen.

¿Era Halisstra a la que estaban cazando?