Capítulo quince

Valas se impulsó fuera del remolino de agua, mientras se preguntaba cómo iba a contactar con los otros. Transformado por completo, era incapaz de respirar aire. Sus manos y pies eran palmeados, y la rabadilla se le había alargado hasta formar una cola plana. Después de que le cayeran los últimos mechones de pelo, sobre la piel le había crecido una membrana gris verdosa que segregaba una capa legamosa que mantenía alejado el frío. Estaba atrapado bajo el agua, incapaz de escalar hasta el túnel donde esperaban sus compañeros.

Al menos aún tenía todo el equipo. Tocó su grueso cinturón de cuero con la hebilla de acero en forma de cabeza de rote. Quizá, con la ayuda de la fuerza mágica que le prestaría, podría escalar por dentro de la impetuosa catarata. Pero mientras nadaba hacia la superficie para echar un vistazo recordó que la catarata dibujaba un arco. Durante la mayor parte de su hipotética escalada, el agua estaba a sus buenos tres o cuatro pasos de la pared, demasiado lejos para zambullir la cabeza mientras ascendía por la pared de roca.

Desilusionado, se dejó caer bajo la superficie del lago. No había salida.

Entonces recordó su mochila encantada.

Se la sacó de los hombros y se la puso al revés, en el pecho. Abrió la tapa superior. El agua se precipitó al espacio interdimensional del interior de la mochila. Cuando estuvo llena —el equivalente a unos treinta odres—, la cerró. Muchos de los objetos que contenía la mochila se estropearían, pero era un sacrificio que importaba poco ante su supervivencia.

Valas nadó por debajo de la catarata, luchando contra la corriente con poderosos aleteos de la cola. El agua retumbaba en sus oídos y lo empujaba hacia el fondo, pero al fin vio una zona oscura: la base del acantilado. La corriente lo presionó contra la roca antes de que estuviera preparado, pero un instante más tarde encontró un asidero. Para su sorpresa, notó que unas garras emergían de las yemas de sus dedos y que lo ayudaban a sostenerse. Con los músculos tensos, resistió la corriente que intentaba separarlo de la pared y empezó a subir.

Cuanto más cerca estaba de la superficie, más fuerte caía la catarata. Resbaló dos veces y casi se hundió hasta el fondo del lago, pero se las ingenió para quedar colgado de una mano. Agitando la cola, se impulsó hacia la pared. Al final su cabeza emergió a la superficie.

Se encaramó, en busca de asideros para las manos y los pies en el resbaladizo precipicio. Mientras ascendía contenía el aire, o más bien el agua, en los pulmones. Cuando ya no pudo más la exhaló por la boca, un proceso que se parecía a vomitar, porque estaba fuera del agua, abrió la mochila y metió la cabeza dentro. Inhaló con fuerza, luego la cerró y continuó hacia arriba.

Poco a poco se acercó a la boca del túnel. Cuando estaba quizá a un paso o dos del borde, Pharaun se asomó. Era evidente que la magia había advertido al mago de la presencia de Valas, no había forma de oír a alguien escalando por la pared por encima del trueno de la catarata. El mago lanzó un conjuro.

Valas, a ojos de Pharaun un monstruo que surgía del lago, agitó una mano palmípeda en un intento desesperado de detener el ataque mágico que iba a lanzar sobre él. Sacudió la cabeza y señaló los kukris enfundados.

Pharaun, instintivamente, llevó los dedos índices a sus ojos y los bajó en un instante, soltando el conjuro. Valas sintió un baño de energía mágica en su piel y se sobresaltó. Hundió las garras en las hendiduras de las que colgaba y esperó a que la muerte se lo llevara.

Más arriba, Pharaun abrió unos ojos como platos.

¡Valas! Eres tú. ¿Qué ha pasado?, dijo en el lenguaje de los signos.

Con un suspiro que hizo que el agua le cayera por la barbilla, Valas se dio cuenta de que estaba a salvo. Pharaun lo había reconocido por los kukris. El conjuro le permitía ver a través de la deformidad de Valas.

Espera, dijo, e inhaló una vez más de la mochila.

Valas escaló hasta donde estaba Pharaun y subió por encima del borde, hasta el túnel. Resbaló y se agarró a una roca para no caer catarata abajo.

Quenthel, Danifae y el musculoso Jeggred aún esperaban en la orilla. Las víboras del látigo de Quenthel levantaron la cabeza y se estremecieron, alarmadas, cuando vieron a Valas. Jeggred olisqueó el aire y mostró los colmillos, pero Pharaun les dijo que era su compañero. Danifae miró a Valas con una expresión de asco, frunció un poco los labios y volvió la cara.

—¿Bueno? —preguntó Quenthel—. ¿Encontraste el barco del caos?

Valas negó con la cabeza. Usó el lenguaje de signos para contar su historia, mientras metía la cabeza bajo el agua cada vez que lo necesitaba. Pharaun escuchó con atención, frunció el ceño cuando Valas habló de su captura y luego hizo un gesto de felicitación cuando el mercenario describió su huida. Sin embargo, la expresión de Quenthel no cambió. Su boca estaba tensa, sus ojos resplandecían.

—Tu demonio mentía. El barco no está aquí —dijo, al volverse hacia Pharaun, mientras las serpientes se retorcían.

—¿Mi demonio? —dijo Pharaun con una ceja levantada.

—Estamos igual que al principio —dijo Quenthel—. Tendrías que haber seguido interrogando a Belshazu sobre los portales. Ese cuento sobre un barco del caos es una mentira para desviarnos.

—¿Desviarnos de qué? —preguntó Pharaun, que se volvió—. El único portal cercano está en tu imaginación. Y en primer lugar, la brillante idea de invocar a un demonio fue tuya.

A Valas no le gustó la expresión de los ojos del mago. Una vez más, Pharaun y Quenthel estaban a punto de llegar a las manos. El maestro de Sorcere escondió una mano tras la espalda y flexionó los dedos, preparado para lanzar un conjuro. Jeggred se colocó detrás de su tía, preparado para saltar al cuello de Pharaun si hacía algún movimiento sospechoso. Danifae, mientras, cruzó los brazos y lanzó una mirada desafiante a Pharaun, al tiempo que se apartaba de la trayectoria del conjuro que podía lanzar.

Valas, disgustado por las interminables disputas y preparado para morir, después de informar, golpeó el suelo con la parte plana del kukri. Las chispas salieron disparadas de la hoja como las ondas de una piedra lanzada a un estanque, y crepitaron a los pies de Pharaun y Quenthel. Los dos dieron un salto atrás y Quenthel sacó el látigo de inmediato.

—Varón insolente —dijo con desprecio.

Las víboras escupieron, los colmillos goteaban veneno.

Valas vio que anhelaba azotarlo con el látigo.

Por favor, hazlo, dijo. Es la manera más rápida.

Quenthel frunció el ceño, confundida por la respuesta, pero la mente de Pharaun de nuevo demostró su rapidez.

—No hay necesidad de eso, valioso mercenario —dijo el mago—. Puedo devolverte tu cuerpo drow.

Valas pestañeó. Se olvidó por completo del látigo de víboras.

¿Puedes?, preguntó el mercenario. Pero no tienes magia curativa…

—Eso es verdad, pero…

Quenthel se volvió con un movimiento torpe, obligada a inclinarse por el techo bajo.

—No puedes hacer nada. No harás nada. Valas volverá al lago y continuará la búsqueda del barco —dijo al mago.

—Acabará capturado si lo envías de nuevo —objetó Pharaun—. No tiene modo de protegerse. Esta vez los aboleths se lo comerán.

Enmudeció, con aire pensativo.

—Igual que se han comido a otros que se atrevieron a cruzar sus aguas —continuó el maestro de Sorcere—. Incluido, quizá, cualquier mane que sobreviviera después del naufragio. Y si se comieron a algunos de esos demonios y adquirieron sus recuerdos…

Quenthel comprendió finalmente.

—Los aboleths sabrían dónde se hundió el barco del caos —acabo la frase por él mientras las víboras se retorcían de expectación.

—¿Cómo se llama la matriarca de la ciudad? —preguntó Pharaun al volverse hacia Valas.

O-o-t-h-o-o-n, deletreó Valas en el lenguaje de signos.

Pharaun asintió y miró el lago. Para Valas era evidente que el mago reflexionaba. Intentaría reunirse con la matriarca de Zanhoriloch, para pedirle información. Tenía conjuros poderosos, incluido uno que confiaba que lo protegería de la magia mental de los aboleths. El explorador estaba seguro de que el mago manejaría la situación, pero eso ya lo había pensado antes.

Entonces surgió la sorpresa.

—También iré yo —dijo Danifae.

Quenthel empezó a objetar, pero luego cruzó una mirada pensativa con la prisionera de guerra. Después de un vistazo a los inquietantes movimientos de las víboras, Valas imaginó las preguntas que revolotearían por la mente de Quenthel.

¿Danifae se ofrecía a vigilar a Pharaun para asegurarse de que seguía leal a Quenthel, con la esperanza de recuperar el favor de su superior? ¿O tenía algún otro motivo más egoísta en mente? Al final pareció no importar, pues Quenthel asintió.

Valas hundió la cabeza para respirar, luego extendió el brazo y golpeó ligeramente la bota del mago.

Dijiste que tenías algo que no era magia curativa que podría ayudarme, recordó a Pharaun.

El mago asintió. Metió la mano en un bolsillo del piwafwi y sacó una crisálida de color pardo. La desmenuzó entre el pulgar y el índice, y dejó que los fragmentos cayeran sobre la cabeza de Valas. Entonces, mientras agitaba las manos sobre los copos pegados al cráneo del mercenario, empezó un conjuro.

—¡Exhala! ¡Rápido! —le gritó Pharaun, después de arrodillarse.

Valas lo hizo y un instante más tarde sintió una distorsión que le hizo temblar todo el cuerpo mientras el conjuro hacía efecto. La cola se encogió hasta el cóccix como un caracol que se retira a su concha y sus dedos fusionados se separaron, desapareciendo las membranas. El pelo brotó en la cabeza, y la piel de sus manos, piernas y pecho hormigueó mientras la membrana que cubría su cuerpo desaparecía.

El explorador tosía con violencia, expulsando el resto de agua de sus pulmones. Aunque dolía no le importaba, sentía alivio. Pharaun le había devuelto el cuerpo.

Excepto por un detalle. Al bajar la mirada a las manos, Valas vio que las cicatrices estaban en lugares equivocados.

—¿Qué conjuro acabas de lanzar? —resolló.

Pharaun, de rodillas, dirigía otro conjuro sobre él, uno que no requería ningún componente material. Valas vio que los hombros del mago bajaban cuando lo completó y supo que le había costado una parte de sí mismo.

—Te polimorfé —dijo Pharaun al terminar—. Moldeé tu cuerpo en una buena imitación de la antigua apariencia, si se me permite decirlo. Hasta que alguien lo disipe. Da gracias de que Ryld no esté aquí, blandiendo su espada.

Valas, que aún estaba en el agua, extendió los dedos para admirar su forma y asintió.

—Te lo agradezco —dijo.

Cruzó una mirada con Pharaun, aclarando que no hablaba de la ausencia del maestro de armas sino de la presencia del mago.

Pharaun asintió e hizo una reverencia ante Quenthel que bordeó la insolencia.

—Con tu venia, matrona, empezaré el estudio de los conjuros que necesito. Luego yo…, Danifae y yo nos dirigiremos a Zanhoriloch para hablar con esa Oothoon.