Capítulo catorce

Gomph sintió que la sangre le bañaba la cara mientras miraba, horrorizado, al ilita. Si no estuviera atrapado en la maldita esfera habría despachado a la criatura de un modo expeditivo, lanzándole un conjuro mortal sin dudarlo un instante, pero estaba a su merced. Cada idea fugaz que pasara por su mente la oiría el ilita como si lo dijera en voz alta. Ninguno de los secretos —o los secretos de Sorcere— estaba a buen recaudo, a menos que fuera capaz de no pensar en ellos. Ese esfuerzo sólo conseguiría que afloraran a la superficie de su mente. Lo único bueno de la situación era que los tentáculos estaban al otro lado del cristal. No podían entrar y atacarle, al igual que él no podía lanzar su magia al exterior para aplastarlos.

El lenguaje telepático del ilita era otra cosa. Penetraba en la esfera sin esfuerzo.

¿Sorcere? ¿Qué edificio es?

Se formó una imagen fugaz en la mente de Gomph: la torre de Sorcere esculpida en la estalagmita, orgullosa entre los otros dos edificios de la Academia: la pirámide de Melee-Magthere y el templo de ocho patas de Arach-Tinilith.

Gomph soltó una maldición y fijó la mente en cualquier otra cosa, pero era demasiado tarde. El ilita ascendió hasta que sacó la cabeza del agua. Miró a la derecha, hacia el extremo norte de la ciudad, los ojos blancos buscaban la gruta elevada que se abría a la caverna principal de Menzoberranzan. Levantó los tentáculos ligeramente y empezó a mover la boca.

Una chispa brillante de energía mágica envolvió al ilita. El lago y la orilla desaparecieron. Con el corazón en un puño, Gomph se dio cuenta de que las cosas iban peor de lo que esperaba. Su captor no era un ilita ordinario, sino uno capaz de lanzar hechizos.

Gomph reconoció de inmediato el lugar adonde les había transportado el conjuro del ilita. Estaban en la amplia caverna que llevaba del Dominio Oscuro a Tier Breche. Había duergars por toda la caverna, muchos de ellos heridos. Otros, que llevaban hachas enormes y escudos mellados por los combates, corrían por un túnel y los oficiales los empujaban hacia Tier Breche, que estaba iluminado por los fogonazos de conjuros explosivos.

Sin embargo, otros enanos grises, justo a la entrada del túnel, se ocupaban de montar las máquinas de asedio y las protecciones. Trabajaban sin descanso, incluso cuando una ocasional bola de fuego o hielo o un rayo sobrepasaban las defensas que habían situado dentro de Tier Breche. Pozos ardientes de roca fundida o piedras quebradas atestiguaban la fuerza de los estallidos.

Gomph lo veía todo, pero no oía los gritos de los duergars, que inclinaban la cabeza ante el recién llegado ilita, ni olía las explosiones sulfurosas. La esfera lo encerraba en un mundo lleno del ruido de su respiración, que se hizo más rápida al descubrir que el ejército de Gracklstugh no sólo había alcanzado Menzoberranzan, sino que había establecido una cabeza de puente en Tier Breche. Los duergars atacaban los tres edificios más fortificados de la ciudad, aparte de las casas nobles.

Con las manos apoyadas en las paredes curvas de su prisión, forzó la mirada, en busca de las arañas de jade que debían guardar el túnel. No se las veía por ninguna parte.

Ahora, sirven a un amo diferente, dijo el ilita con una sonrisa burlona. Como harán los drows, muy pronto. El ejército ya está dentro de Menzoberranzan.

«¿El ejército de quién? —se preguntó Gomph—. De ilitas, no, seguro, o el que me transportaba habría dicho “nuestro ejército”. ¿Los duergars de Gracklstugh han llegado a Menzoberranzan solos?».

La respuesta llegó rápida.

Sí. Y los tanarukks marchan con ellos. Los drows no aguantarán ante su poder combinado.

Gomph no tenía manera de saber si era verdad o no. Si consiguiera librarse de la esfera usaría su magia para rechazar al enemigo. Pero para eso necesitaba encontrar a un mago que conociera el conjuro preciso, y entrar en Sorcere, en especial, en sus aposentos, donde el liche drow había lanzado el conjuro de confinamiento. Por desgracia, ambas cosas estaban al otro lado de las fuerzas duergars.

«¿O están…?», pensó Gomph con la mirada en el ilita.

A propósito, dejó que su mente insistiera en esa idea.

La respuesta estaba teñida de arrogancia.

Por supuesto que conozco el conjuro, pero ¿por qué debería usarlo para liberarte? Todos tus secretos serán míos, a su tiempo. Desollaré tu mente, capa por capa, como la piel de una…

El ilita se calló a media frase, con la mirada en alguien que se acercaba. Los largos dedos purpúreos aferraron la esfera. El ilita la agarró con ambas manos, ocultando su contenido. Frotó los dedos contra el cristal, manchando la superficie con el limo que cubría sus palmas. Gomph se apoyó en los pies y las manos mientras el ilita bajaba la mano que ahora sostenía la esfera. Gomph gateó para mirar por la única parte clara que quedaba en la superficie de cristal.

Uno de los duergars estaba frente al ilita, con la cara a la altura de la esfera. Como todos los de su raza, el enano tenía una piel pálida y gris, una nariz chata que parecía aplastada por una maza y era calvo. Llevaba ropas moteadas del negro y gris de la piedra, pero la coraza de bronce estaba tan impoluta y sin abolladuras que apostaría a que era mágica. Blandía una gran hacha cuya cabeza de doble hoja se arremolinaba con formas fantasmales, probablemente las almas atrapadas de los que había matado, o eso parecía.

El enano gris no inclinaba la cabeza para hablar con el ilita, sino que mantenía la mirada a la altura de la cintura del desollador mental. El duergar en ocasiones bajaba los ojos hacia la esfera y hacía repetidos gestos hacia Tier Breche.

Al levantar la mirada, Gomph vio que los tentáculos del ilita se movían al sacudir la cabeza. El enano gris, que evidentemente pensaba que se dirigía a otro duergar, señaló la esfera.

Con una premura que sorprendió a Gomph, el ilita se inclinó sobre el enano. Los cuatro tentáculos se aferraron al rostro. El duergar atacó con el hacha, pero el ilita había previsto ese movimiento y contraatacó con magia. El cuerpo del enano se puso rígido, con el hacha levantada sobre la cabeza. Los tentáculos se flexionaron y la cabeza del duergar se abrió como un melón. Uno de los tentáculos se relajó y mientras los demás sostenían la cabeza, empezó a meter bocados del cerebro en la boca del ilita. Gomph, asqueado por el espectáculo, apartó la cara del cristal.

Los demás duergars se volvieron con miradas de horror. Uno o dos echaron mano a las armas, cruzaron una mirada con los ojos blancos del ilita y, de repente, se relajaron. Gomph se imaginó lo fácil que sería para el ilita nublar las mentes simples de aquellos soldados duergars. Se preguntó lo que verían al mirarlo —uno de los suyos, lo más probable—. Los obligó a no pensar en el oficial muerto, su cráneo roto o su cerebro a medio comer. Uno por uno, los confundidos enanos grises volvieron a lo que hacían.

Acabada la cena, el ilita arrancó el hacha de la mano del enano y dejó que el cuerpo se desplomara.

Ahora, dijo, me dirás cómo entrar en Sorcere.

Gomph miró la gran hacha. Era evidente que al ilita le importaba menos la guerra que las ganancias personales.

Quieres magia, comunicó Gomph al ilita.

Si, respondió el desollador mental.

Quieres entrar en Sorcere antes de que lo hagan los duergars.

El siguiente pensamiento del ilita fue más vacilante, como si admitiera un secreto innombrable.

, dijo.

Quieres saber si hay una puerta trasera para entrar en Sorcere, respondió Gomph con una sonrisa, pero, si quieres sonsacarme esa información a la fuerza, te llevará mucho tiempo. En el momento en que la descubrieras, los duergars estarían dentro. Te quedarás con las migajas de lo que no destruyan o saqueen. Pero te ofrezco una alternativa. Ayúdame a salir de esta esfera y te premiaré, de buen grado te daré la magia que anhelas.

¿Qué magia?

En mis siglos de experimentación, he desarrollado conjuros poderosos que otros magos y hechiceros no han llegado ni a imaginar.

Gomph sintió que los zarcillos de la magia mental profundizaban en su mente.

Esos conjuros ya no están en mi mente, le dijo. Están en mis habitaciones privadas, en Sorcere.

Gomph dejó que su mente se demorase en su despacho, en el enorme escritorio que dominaba la habitación sin ventanas. Hecho de hueso pulido, tenía varios cajones que se abrían a espacios extradimensionales. Cada uno de ellos tenía incrustado un cráneo diferente. Gomph se imaginó sentado en la silla de detrás del escritorio, mientras extendía la mano hacia una calavera y luego ponía los dedos en las cuencas de los ojos. El cajón se abría, revelaba un anaquel con dos botellas. Eran de oro, cada lado con una ventana en forma de sello de cristal verde, de la cual surgía un brillo. Cada uno de los sellos, en la escritura drow, representaba la misma palabra: «Recuerda».

¿Qué son?, preguntó el ilita.

Las llamo botellas de pensamiento, dijo Gomph. Cada una contiene un poderoso conjuro; y todas las ideas que llevaron a su creación. Estos conjuros son tan poderosos que no me atrevo a usarlos; pero tan incomparables que, una vez creados, no puedo arriesgarme a perderlos. Para evitar la tentación, creé esas botellas para contenerlos. Cualquiera que consuma el contenido ganará no sólo el conjuro sino la sabiduría para crearlos.

Cuando esté dentro de Sorcere me los quedaré, dijo el ilita.

No, a menos que me liberes, dijo Gomph. El cajón sólo se abrirá con mi tacto.

El archimago dejó que su mente se recreara en un experimento que dirigió al construir y encantar el escritorio. Dejó la puerta del estudio poco protegida, y observó con magia clarividente cómo un aprendiz forzaba la puerta e intentaba abrir el escritorio. Acababa de poner los dedos en las cuencas de los ojos cuando se puso rígido e intentó gritar. De su boca no salió más que un gañido; sin embargo, antes empezó un horrible marchitamiento. El pelo blanco cayó a mechones como la paja seca y los ojos se arrugaron como setas desecadas y cayeron de las cuencas. La piel se irritó, y luego se abrieron unas grietas de las que caía un polvo marrón: sangre seca. Se fue encogiendo despacio, disminuyendo hasta que lo único que quedó fue un montón de ropas polvorientas donde antes hubo un drow.

Impresionante, dijo el ilita.

Gracias, respondió Gomph.

Otra bola de fuego sobrepasó el muro de asedio y aterrizó a poca distancia de ellos, esparciendo pegotes de lava. La roca fundida resbaló por el ilita como el agua por un cristal. Era evidente que estaba protegido con un conjuro.

¿Entonces, hay trato?, preguntó Gomph. ¿Me liberarás y recibirás las botellas de pensamiento?

Debes mostrarme un modo de entrar en Sorcere, dijo el ilita. Está protegido por conjuros para evitar las intrusiones mágicas, ¿no?

Una buena conjetura, comunicó Gomph con una sonrisa. Pero hay una parte del edificio que no está protegida, porque existe en su pseudoplano: un pozo vertical que da acceso a mi estudio. Si puedes llevarnos allí, te mostraré cómo encontrar la puerta.

Tráela a tu mente, ordenó el ilita.

Gomph aplacó su irritación, no estaba acostumbrado a que le dieran órdenes.

Por supuesto, respondió. Ah… ¿en todo caso, cómo te llamas?

Sluuguth.

Si el ilita había dicho la verdad, Gomph tenía un arma contra la criatura. Desde luego que el desollador mental también lo sabía, lo que significaba que no tenía intención de dejarlo vivo. Todo pasó por la mente de Gomph en un instante (era de esperar que demasiado fugaz para que Sluuguth lo advirtiera) y empezó a concentrarse en el acceso al pozo. Sentía cómo Sluuguth lo observaba mentalmente, estudiaba el lugar al que estaba a punto de teletransportarse con mucho cuidado.

Un círculo de luz púrpura se formó junto a ellos. Sluuguth entró en él y un instante más tarde levitaba en el interior del pozo. Parecía extenderse hacia el infinito en ambas direcciones y las paredes eran de una negrura tan absoluta que tenían una apariencia palpable. Si no hubiera estado atrapado en la esfera, su nariz se habría visto asaltada por el hedor rancio e infecto del pseudoplano, el hedor de las criaturas deformes que lo llamaban hogar.

¿Dónde está la puerta?, preguntó Sluuguth.

Gomph indicó una zona oscura que parecía más sólida que el resto.

Disipa su magia, luego empuja, comunicó Gomph.

Sluuguth hizo lo que le dijo. Unas runas antes invisibles destellaron cuando la luz estalló en el interior del polvo de diamante que habían usado para inscribirlas. Cuando la luz se desvaneció, Sluuguth abrió la puerta de un empujón, revelando el despacho de Gomph.

La cámara estaba desordenada: secuelas de la batalla de Gomph con el liche Dyrr. El enorme escritorio del centro de la sala estaba astillado en varios sitios por las cuchillas giratorias del conjuro del liche, y la losa de mármol del suelo se veía agrietada allí donde golpeó el bastón de Dyrr. Una de las estanterías estaba hecha una ruina. Los pergaminos caídos, pisoteados. Como signo del desdén que sentía por la magia de Gomph, el liche los dejó donde estaban después de atraparlo en la esfera.

Las velas rojas que ardían perpetuamente, situadas en candelabros de pared hechos con manos de esqueletos, aún iluminaban, y una silla tapizada detrás del escritorio había sobrevivido relativamente indemne. La otra, donde se habría sentado un visitante, estaba de lado, con las patas hechas añicos. Más allá había una puerta de mármol negro con runas brillantes.

En cuanto al gólem piedraraña que luchó en un esfuerzo por salvar a Gomph, lo único que quedaba de él era un brazo tirado en una esquina.

Sluuguth, que aún levitaba en el pozo, señaló y metió el dedo en la habitación. De inmediato, una de las paredes de la sala explotó en un triángulo de llamas cuando un sello liberó un elemental de fuego. Sin embargo, la magia de Sluuguth fue más rápida. De su dedo surgió un rayo de energía y golpeó al elemental, congelándolo. El elemental de fuego colgó de la pared, atrapado por la cintura, los brazos extendidos sobre la cabeza. Sólo se movían sus ojos. Unas llamas blancas miraron a Sluuguth mientras entraba en el despacho.

No me advertiste de eso, dijo el ilita, al tiempo que agitaba los tentáculos mientras hacía un gesto hacia el elemental.

No era necesario, respondió Gomph. Ahora volvamos a nuestros negocios. Libérame. Sitúa la esfera sobre la silla que está detrás del escritorio.

Mientras los tentáculos se retorcían y hacía un remedo de sonrisa, Sluuguth hizo lo que le pedían. Entonces, sin más preámbulos, empezó a lanzar un conjuro. Las manos de tres dedos empezaron una serie de gestos —Gomph pensó que reconocía una parte del conjuro que negaba el confinamiento, pero los componentes somáticos parecían más complicados de lo necesario— y un estallido sónico impactó a Gomph cuando la esfera se rompió.

Por un momento se retorció entre dimensiones, su cuerpo se liberaba de la magia que lo confinaba, sus oídos resonaban con el tañido del badajo de una campana…, y apareció sentado en la silla. Con una mirada triunfante, empezó a levantar el dedo en el gesto insignificante que se requería para activar un segundo sello invisible en la pared. Unas elipses entrelazadas succionarían a Sluuguth hacia una prisión bidimensional.

Para.

El dedo de Gomph no se movería. Ni era capaz de imaginárselo en movimiento. Algo le atenazaba la mente y le aplastaba la voluntad. Gomph sentía la presencia infecta de Sluuguth.

Con el corazón acelerado, el archimago se dio cuenta de lo que debía de haber sucedido. Al lanzar el conjuro que le daba la libertad, el ilita había urdido un segundo conjuro, uno que ralentizó su cuerpo. Le había dado el tiempo suficiente a Sluuguth para lanzar el conjuro de dominación mental que lo esclavizaba.

Gomph se quedó quieto en la silla, a la espera de la siguiente orden del ilita. Si hubiera sido capaz, habría gemido de frustración. Tuvo cuidado de no pensar en los sellos de las paredes. El primero pretendía darle a Sluuguth una sensación falsa de seguridad después de vencer con tanta facilidad al elemental del fuego, como Gomph sabía que pasaría. El segundo para atrapar al desollador mental después de que estuviera libre. Pero el cuidadoso plan del archimago se había ido al infierno, tan roto como los restos de la esfera que ensuciaban el suelo.

Sluuguth se puso detrás de Gomph y apareció por encima de su hombro.

Abre el cajón.

Gomph se inclinó, metió los dedos en las cuencas de los ojos y tiró. El cajón se abrió, con las dos botellas dentro.

Sácalas, ordenó Sluuguth.

Gomph hizo lo que le decía, y puso las dos botellas sobre el escritorio. Se puso tenso. Seguro que el ilita lo mataría o al menos lo encerraría una vez superada la magia del escritorio.

En cambio, Sluuguth le dio una última orden.

Escoge uno.

Los dedos de Gomph se cerraron alrededor de la botella más cercana. Un instante más tarde, por orden de Sluuguth, se abrieron, y escogió la segunda botella.

Bébetela, ordenó Sluuguth.

Con esas palabras, Gomph supo que la segunda parte de su plan también había fallado.

Hacía décadas, creó las botellas de pensamiento por si se convertía en cautivo de una criatura que pudiera leer la mente. Decía la verdad cuando dijo que no tenía ni idea de lo que había en ellas, pero dejó una pista de información en su mente: si se daba la situación debería ofrecérselas a su captor. Pero la partida de sava había dado un giro radical. Lo que había en la botella que sus manos traidoras estaban abriendo, estaba a punto de hacer su efecto en Gomph.

Una parte de su mente gritó, pero una voz diminuta y domeñada siguió muda. Despacio, inexorable, el archimago de Menzoberranzan la llevó a sus labios y bebió.