Capítulo trece

Andzrel Baenre, maestro de armas de la casa Baenre, dirigía las tropas desde la caverna. Los mensajeros iban y venían sin descanso a través de la media docena de túneles que desembocaban allí. Traían novedades de la batalla por la vía de entrada en Menzoberranzan. Soldados de la casa Baenre defendían la salida norte de la caverna de Ablonsheir.

Aunque débil, Andzrel oía el choque del acero cuando las espadas drows repelían las hachas de batalla tanarukks. Un grupo de duergars intentó forzar la entrada a través de un túnel que rodeaba la salida, para acabar enredado en las telarañas invocadas por un mago de la compañía de Andzrel. El último informe indicaba que las telarañas ardían. Los semiorcos, semidemonios tanarukks, por lo que parecía, intentaban abrirse paso por allí, desentendiéndose de sus aliados duergars atrapados en los hilos pegajosos. El hedor de pelo y carne quemada flotaba por el túnel.

En las cavernas al oeste de donde estaba, las tropas de Baenre obligaron a un grupo de duergars a retirarse hasta un faerzress y les lanzaron esferas luminosas. Al parecer, esa exhibición pirotécnica fue bastante espectacular: los honderos que dispararon quedaron cegados.

Más guerreros de la casa Baenre, que esperaban en los flancos, en el recodo del túnel, avanzaron tras los honderos para dar el golpe de gracia a los cegados duergars.

Andzrel anhelaba tomar parte en ello. Avanzar por los serpenteantes y angostos pasillos del Dominio Oscuro, espada en mano, luchando contra el enemigo, cara a cara, en los estrechos límites de los túneles. Sin embargo, estaba subido a una estalagmita rota, dirigiendo las tropas que se encaminaban a la batalla, mientras él permanecía atrás.

Intentó imaginarse que era una araña en el centro de la red, sensible a las vibraciones de la batalla que venían de todas direcciones, y respondiendo a ellas, pero no ayudaba. Quería una excusa para sacar la espada por Lloth y enfrentarse al enemigo en una gloriosa batalla, como sucedió en los Pilares del Infortunio, cuando arrancó una victoria de las fauces del engaño.

Pero la defensa de los túneles iba muy bien. Alertadas por Triel, las matronas concentraron un gran número de tropas en el sudeste de la ciudad, y consiguieron que el avance enemigo se detuviera por completo. Los duergars parecían haberse retirado, dejando sólo a los tanarukks en la lucha. Y como la Legión Flagelante constaba de miles de efectivos, obligar a que ese ejército pasara por esos túneles estrechos era como empujar un melón por el cuello de una botella. Sin embargo, seguían enviando tropas. Era como si esperaran que los túneles estuvieran indefensos.

Con un suspiro, Andzrel dejó que su atención vagara. Posó la mirada en un jirón de humo que entraba por el túnel de la derecha. Se elevaba sin parar hacia una grieta estrecha que recorría todo el techo, gracias a corrientes de aire sorprendentemente rápidas. Entonces se escabulló dentro de la rendija y desapareció.

La siguió, un momento más tarde, otro hilo de humo; que tenía una forma curiosa, con zarcillos que parecían brazos y piernas. Éste también se desvaneció en la grieta. Entonces apareció una tercera vaharada de humo, con una protuberancia al frente que parecía como un peludo…

De pronto, al darse cuenta de lo que veía, Andzrel ladró una orden al joven oficial que estaba a su lado.

—¡Teniente! ¡El humo…, dispárele!

Con una rapidez nacida de un entrenamiento riguroso y una obediencia absoluta, el teniente levantó el brazo y disparó la ballesta de la muñeca en la dirección indicada. Un virote emponzoñado silbó por el aire hacia el blanco.

En vez de atravesar el humo y golpear la piedra, se hundió en algo blando, con un golpe seco. Un instante después, se materializó un tanarukk en el aire. Cayó, agitando las extremidades, hacia el suelo de la caverna. El hacha de batalla que llevaba aterrizó con un fuerte ruido metálico a su lado. Murió antes de chocar contra el suelo, el virulento veneno drow había hecho su trabajo.

El teniente puso de inmediato otro virote en la ballesta y examinó el techo.

—Maestro Andzrel —graznó—, ¿de dónde vino?

Andzrel miró por el túnel por el que había venido el tanarukk. No aparecieron más volutas de humo, parecía el último.

Bajos y robustos, con una mandíbula inferior y unos colmillos prominentes, tenían una cresta de cuernos que al cruzarles la frente les daban apariencia de tontos. Sin embargo, la estratagema era de todo menos tonta.

—La pregunta más importante, teniente, es adonde se dirigían los tanarukks —dijo Andzrel—, y cuántos se han infiltrado. Si no recuerdo mal, las grietas conducen a la caverna principal.

Un mensajero apareció por un túnel lateral.

—Buenas noticias, señor —jadeó el hombre—. No sólo aguantamos… parecen retirarse. El enemigo ha desaparecido.

Mientras Andzrel maldecía, cosa que sorprendió al mensajero, que esperaba alegría por parte del oficial al mando, la vanguardia de la compañía de la casa Barrison Del’Armgo entró al trote en la caverna. Eran los refuerzos enviados, al fin, por la segunda casa, después de que las tropas de Baenre aseguraran los túneles.

Andzrel bajó de un salto de la estalagmita rota y se acercó a grandes zancadas hacia la capitana, una fémina delgada con armadura de adamantita y el cabello recogido en un moño.

—¡Capitana! —gritó, prescindiendo de la reverencia habitual debida al rango, y la capitana de Barrison Del’Armgo, al ser fémina, evidentemente lo superaba en rango—. Dé media vuelta a la compañía. Marcha de vuelta a la caverna principal.

Los ojos de la capitana resplandecieron con un rojo más profundo mientras sus mejillas se arrebolaban de ira. Se detuvo al instante, y los soldados que la seguían hicieron otro tanto.

—¿Quién demonios te crees que eres? —dijo, al tiempo que bajaba la mirada hacia él—. Puede que seas el maestro de armas de la casa Baenre, pero sólo eres un…

—No es momento para discusiones —dijo Andzrel con voz tensa, su energía compensaba su altura—. El enemigo se ha infiltrado y está a punto de entrar en la ciudad. La casa Barrison Del’Armgo está en su trayecto. ¿Vale tu orgullo lo mismo que la casa, capitana?

Ésta vaciló y giró sobre los talones.

—¡Media vuelta! —ordenó—. ¡Volvemos a la caverna principal! ¡Al trote!

La mirada que cruzó con Andzrel de reojo mientras se alejaba con la compañía era tan afilada como la punta de una daga. Cuando el combate con los tanarukks y duergars terminara, perdido o ganado, Andzrel sabía que tendría que enfrentarse a una nueva batalla.

—Estás al mando —dijo, volviéndose hacia el teniente de la casa Baenre—. Ordena a la mitad de la compañía que se retire a la caverna principal mientras la otra mitad continúa defendiendo los túneles.

—¿Y tú, señor? —preguntó, después de levantar las cejas—. ¿Dónde estarás?

Entonces, al darse cuenta de su impertinencia, bajó la mirada.

—Me aseguraré de que la capitana de Barrison Del’Armgo sigue las órdenes —dijo con una sonrisa. Sacó la espada—. Y es de esperar que les dé una pizca de esto a los tanarukks.

Triel, flanqueada por el mago de la casa y la sacerdotisa que en ese momento le hacía de asistente personal, estaban en el balcón que rodeaba el Gran Montículo, en el punto en que se unían la estalagmita y la estalactita. Muy abajo, procedente de la base de la meseta de Qu’ellarz’orl, llegó el estruendo de la batalla. De algún modo, una banda de tanarukks se había infiltrado entre las tropas que había apostado en los túneles, alcanzando el bosque de setas. Los sombreros blancos de los hongos impedían que Triel lo observara todo, pero de vez en cuando uno de los bejines explotaba debido al ocasional golpe de una espada o un hacha, y una nube de luminiscentes esporas azules llenaba el aire.

Entre los combatientes se distinguían los uniformes plateados de las tropas. La compañía de la casa Baenre, bajo las órdenes de Andzrel, junto a otra de la casa Barrison Del’Armgo, luchaban en una tarea de contención, con el fin de evitar que los tanarukks avanzaran hacia el centro de la caverna. Mientras los soldados de infantería cargaban repetidas veces contra los tanarukks, para intentar rechazarlos hasta la cerca, dos escuadrones de tropas montadas de la casa Baenre atacaban los flancos del enemigo, los lagartos corrían a toda prisa por las paredes.

Rechazaron al enemigo hasta la pared de la gran caverna. Pero justo cuando Triel pensaba que los empujarían hacia el túnel o los aplastarían, los más cercanos a la boca del túnel se apartaron. Se apoyó en la balaustrada. Esperaba que saliera un general tanarukk por la brecha de las tropas, pero lo que emergió la hizo sonreír.

Era una araña de jade. Tres veces más alta que un drow, aquel autómata mágico era uno de los que guardaban las entradas a Menzoberranzan. Construidos con jade tratado con magia, se movían con agilidad. Eran tan cautivadores por su belleza como mortales.

—Ahora veremos algo divertido —dijo el mago gordinflón que estaba junto a Triel.

Triel asintió. No le importaba demasiado Nauzhror, su primo lejano. Había ascendido a archimago de Menzoberranzan por la desaparición de Gomph, pero llevaba las ropas con engreída cursilería, como si se las hubiera ganado. Triel dirigió su comentario a Wilara, la sacerdotisa que estaba a su izquierda.

—Las arañas les meterán el miedo a Lloth en el cuerpo —rió entre dientes.

Wilara acompañó a la matrona. Sin embargo, su sonrisa se heló de pronto, cuando la araña de jade, en vez de atacar a los tanarukks, avanzó entre las filas de tanarukks.

—En nombre de la Reina Araña, ¿qué…? —susurró la sacerdotisa.

Wilara obtuvo respuesta a la pregunta inconclusa un momento después, cuando la araña chocó de bruces con los soldados de la casa Baenre. Levantó a uno con las mandíbulas y lo partió en dos. Entonces, mientras dejaba que los trozos cayeran, continuó la carga, abriéndose paso entre setas y drows por igual.

—Que Lloth nos ayude —dijo Nauzhror con voz ahogada—. Se han hecho con el control de uno de los autómatas.

Mientras la araña de jade avanzaba, los drows se retiraban confundidos. Uno o dos se postraron ante ella y acabaron destrozados.

La araña continuó su implacable avance, y pronto varios drows yacían despanzurrados tras ella. En unos instantes, la araña había abierto una brecha en las tropas y el bosque de setas; un hueco del que los tanarukks se apresuraron a sacar provecho.

—¡Atacad, malditos seáis! —gritó Triel mientras el enemigo cargaba.

Los soldados drows estaban demasiado lejos para oírla, pero por fortuna, uno de sus oficiales —probablemente Andzrel, a juzgar por la armadura negra y la capa— los cohesionó. Cayeron sobre los tanarukks desde todas partes y cerraron el hueco que había abierto la araña, con rapidez. Pero mientras el enemigo se retiraba una vez más hacia la pared de la caverna, la araña de jade continuaba su avance. Se alejó de los enemigos y el bosque de setas. Escaló la cuesta que llevaba de Qu’ellarz’orl hasta el complejo de la casa Baenre. Se movía rápido y en unos momentos llegó ante la barrera.

Vaciló un momento justo delante de la valla que rodeaba el complejo, como si contemplara la magia que fluía por los hilos brillantes de plata de la verja y se volvió hacia una de las estalagmitas a las que estaba fijada. Mientras la guardia de la casa observaba confundida desde los balcones, el autómata escaló la roca con tanta facilidad como una araña viva, subiendo hasta un punto justo por encima de la verja. Saltó por encima y empezó a acercarse al centro del complejo.

Triel entornó los ojos al ver adonde se dirigía. La araña de jade se encaminaba hacia la estructura central de la casa Baenre: el gran templo abovedado de Lloth.

Wilara se quedó con la boca abierta al descubrir el rumbo de la araña.

—¿Se atreven a atacar nuestro templo? —gritó la sacerdotisa.

Nauzhror, con una mirada de reojo a Triel, explotó con la ira apropiada a la situación.

—¡Insolencia! ¡Que las telarañas de Lloth los ahoguen!

Su mascota, una araña de pelaje castaño del tamaño de un puño, se movió de un hombro a otro, inquieta por el movimiento violento del mago.

Triel frunció los labios, sin decir nada. El templo podía ser el blanco, pero el ataque no era el objetivo del caudillo enemigo. Una araña de jade, o incluso una docena de ellas, haría pocos destrozos al edificio. Estaba segura de que la incursión era una demostración para que todos vieran que Lloth retiraba su favor a la casa preferida. Tenía que detener a la araña, pero cualquiera que lo hiciera ante un edificio consagrado a Lloth incurriría en la ira de la diosa.

En circunstancias normales, al menos.

Triel anhelaba rezar a Lloth, rogarle que le dijera lo que debía hacer, pero sabía cuál sería la respuesta: silencio. La matrona de la primera casa estaba sola y si no detenían a la araña de jade, la debilidad de Menzoberranzan se haría evidente para todos. Los varones de la casa Baenre, que luchaban con tanta valentía para rechazar al enemigo a los túneles, flaquearían. Si llegaban a convencerse de que Triel y las demás féminas habían perdido el favor de Lloth por alguna falta, o que la diosa había dado la espalda a todos los drows para siempre, incluso llegarían a enfrentarse a las matronas.

Eso no podía ser.

—El enemigo conoce nuestra debilidad —dijo Triel con rapidez—. Deben pensar que Lloth ha muerto y quieren demostrarlo.

A su lado, Wilara se tensó. Entonces, asombrosamente, contradijo a la matrona.

—No —dijo la sacerdotisa, mientras sacudía la cabeza y la larga trenza ondeaba como una serpiente—. La diosa responderá. Debe hacerlo.

Las víboras del látigo de Triel sisearon su enfado, pero Triel hizo caso omiso. Dadas las circunstancias no castigaría la vehemencia de Wilara.

—Lloth aún podría despertar —dijo, tanto para tranquilizarse como para calmar a la sacerdotisa—. Mi hermana Quenthel aún no se ha rendido, así que nosotros tampoco deberíamos hacerlo. Pero, por el momento, tenemos que confiar en nosotras mismas. Y en otras formas de magia. ¿Conoces el conjuro que transforma la piedra en carne? —preguntó, después de volverse hacia Nauzhror.

—Sí, matrona —contestó—. Pero si la transformamos en carne, se convertirá en una araña viva. El problema persistirá. No podemos matarla.

—Exacto —dijo Triel. Mientras hablaba, sacó una de las cajas de varitas que colgaban de su cinturón—. Pero en el momento que terminemos no será una araña. —Sacó una delgada varita de hierro, en cuya punta había un trozo de ámbar con los restos disecados de una polilla—. Tan pronto como lances tu conjuro, la transformaré en otra cosa, algo grande y lo bastante peligroso para haberse abierto paso entre nuestras tropas. Pero algo que nuestros soldados no tendrán problema en atacar.

—Un plan engañoso, matrona. Digno de la mismísima Lloth —comentó Nauzhror con una sonrisa.

Al bajar la mirada, Triel vio que la araña casi había alcanzado el templo.

—Deja de adularme —ordenó—. Teletranspórtanos abajo al instante.

Nauzhror pronunció las palabras del conjuro, y un latido del corazón más tarde el balcón pareció tambalearse mientras él y Triel se contraían entre las dimensiones. En un abrir y cerrar de ojos estaban frente a las puertas del gran templo. Dos docenas de guardias de la casa que permanecían allí sin saber qué hacer se quedaron pasmados cuando su matrona apareció repentinamente ante ellos. Algunos hicieron una reverencia y otros miraron un instante a Triel para centrar sus ojos en la araña de jade que se acercaba a toda velocidad.

Nauzhror, con la cara pálida mientras la enorme araña acortaba la distancia, empezó a pronunciar un conjuro. Apuntó un dedo, del que surgió un estrecho haz de intensa luz roja, pero el temblor de la mano hizo que el rayo vacilara y falló el blanco por varios pasos.

Triel agarró la mano de Nauzhror y la enderezó. El haz alcanzó al autómata y el jade se tornó carne. Triel activó la varita.

La araña cambió a la forma que tenía en mente: una criatura de dos piernas de músculos poderosos, garras y mandíbulas enormes, y una cabeza redonda de insecto. Tenía el cuerpo cubierto de placas quitinosas y las antenas salían de resquicios cerca de la cabeza, donde se unían las placas. Sorprendida por su repentina transformación, la criatura trastabilló hasta detenerse, las antenas se agitaban nerviosas, y cerró las mandíbulas con un chasquido.

—Matrona —jadeó Nauzhror—. ¿Una masa sombría?

—¿Convincente, no? —dijo Triel, con una sonrisa abyecta. Se volvió a los soldados que estaban cerca y ordenó—: Soldados de la casa Baenre, os han engañado con una ilusión. ¡Defendedme!

Como un solo hombre, los soldados se lanzaron a la carga, espada en mano. El autómata transformado contraatacó. Sus mandíbulas partieron en dos a un soldado y casi le arrancaron la cabeza a otro. Entonces un teniente de la guardia de la casa, pequeño y con dos trenzas colocadas tras las orejas, saltó ante la masa sombría. No llevaba armadura y su única arma era una pequeña ballesta atada a la muñeca izquierda. Apuntó a conciencia mientras el monstruo, que aún no se sentía seguro sobre las dos patas, avanzaba hacia él y disparó.

El virote alcanzó a la masa sombría en la garganta, en un punto en el que se unían las placas quitinosas. Se hundió hasta las plumas en la carne blanda y estalló con energía mágica. Las chispas vetearon el cuerpo del monstruo. Éste enderezó las antenas, que sisearon como cabello ardiendo. La masa sombría vaciló y se desplomó.

El teniente, al que Triel tardó en reconocer como uno de sus sobrinos, un varón llamado Vrellin, se arrodilló frente a ella.

—Matrona —dijo sin levantar la mirada—. No he conseguido reconocer la amenaza. Mi vida es tuya.

Cerró los ojos y levantó la cabeza para mostrar el cuello desnudo.

Triel soltó una carcajada.

El ruido sobresaltó a Vrellin. Dubitativo, levantó la mirada; sin mirar a Triel a los ojos. Era un varón que sabía cuál era su lugar.

—Matrona, ¿te ríes de mí? —preguntó con voz tensa—. ¿Mi vida vale tan poco que no piensas quitármela?

Triel extendió los dedos y acarició la cabeza del teniente; una caricia tan etérea como una telaraña.

—Por lo que acabas de hacer, teniente, la diosa te recompensará…, en esta vida o en la otra.

Mientras hablaba, Triel se preguntó si eso sería verdad. Entonces algo llamó su atención al otro lado de la gran caverna: unas líneas de luz roja y mortecina, que se elevaban en el aire y bajaban. Parecían venir del fondo de Tier Breche, en algún punto entre Sorcere y Arach-Tinilith.

Blasfemó en voz baja mientras caía en la cuenta del punto de origen —el túnel que daba acceso a Tier Breche desde el exterior de Menzoberranzan— y lo que debía de ser la fuente de luz: proyectiles de fuego mágico, capaces de quemar incluso la roca, igual que los que destruyeron Ched Nasad.

Bombas quemapiedras.

Menzoberranzan sufría un ataque desde un segundo frente y, a juzgar por los fuegos que florecían en los edificios en la caverna lejana, usaban las bombas quemapiedras con gran efectividad contra las instituciones más apreciadas de Menzoberranzan: Sorcere, Melee-Magthere y Arach-Tinilith, el más sagrado de los templos de Lloth.

Apartó los ojos y miró la base de la meseta de Qu’ellarz’orl. Los drows al final habían rechazado a los tanarukks hacia los túneles. Todo lo que se veía del combate era unos pocos cuerpos esparcidos.

—Que el Abismo se los lleve —juró Triel en voz baja—. Era sólo una distracción.

Aliisza estaba holgazaneando en una de las alfombras afelpadas dispuestas por el suelo y sorbía su copa de vino de armilaria. Kaanyr se había paseado de un lado a otro por la caverna que le hacía de cuartel en el campo de batalla. Se detuvo cerca del trono, una silla enorme construida con los huesos de sus enemigos, una pieza de mobiliario abominable que había insistido en llevarse a la campaña. Entre gruñidos, dio una patada al brasero que estaba a su lado.

—¡El Abismo se lleve a Nimor! —gritó, con la piel resplandeciente de calor—. Prometió que los drows estarían desconcertados, incapaces de organizar una defensa coherente. Ahora mi ejército está atascado e impotente, mientras los duergars se llevan toda la gloria.

Las ascuas esparcidas sobre las alfombras ya empezaban a humear. Aliisza recogió una de ellas y la movió por la palma de la mano. El calor le hacía cosquillas en la mano.

—¿Por qué no llevas tus tropas al norte y te unes al ataque duergar? —sugirió, sus alas negras enfatizaron la pregunta formulada.

—¿Y darles la oportunidad a los drows para que nos ataquen por la retaguardia y en un territorio que conocen bien? —Vhok negó con la cabeza y añadió—: Tu comprensión, o ignorancia, de la táctica me asombra. A veces me pregunto de qué lado estás, Aliisza.

Ella dejó a un lado la copa y se puso en pie. De puntillas le cogió la cabeza a Kaanyr Vhok, la inclinó y le dio un beso en la boca.

—Estoy de tu lado, Kaanyr —murmuró.

El semidemonio apartó la cara.

—Este Nimor empieza a irritarme —refunfuñó—. Me prometió el botín de las casas nobles, una vacua promesa. Incluso sin Lloth, Menzoberranzan demuestra ser, como apuntó acertadamente Horgar, dura de roer. Y si Lloth vuelve de repente…

Enmudeció, perdido en sus reflexiones, mirando uno de los pequeños fuegos que brotaban en la alfombra que estaba a sus pies.

—Ese grupo de drows que espiaste, en Ched Nasad… —dijo.

Aliisza estaba ocupada acariciando con la nariz el cuello ardiente del semidemonio.

—¿Mmm? —ronroneó.

—¿Qué hacen?

—¿Importa eso? —preguntó Aliisza.

—Podría… —dijo Vhok—. Tengo otro trabajito para ti. Quiero que los encuentres… y, más importante, descubras en qué andan metidos. Si estoy en lo cierto, a lo mejor necesitamos reconsiderar nuestras alianzas.

Aliisza irguió la cabeza y sonrió, no por la traición que sugería Kaanyr Vhok, sino por la idea de volver a ver a Pharaun.

Desde luego, era delicioso.