Halisstra estaba sentada con las piernas cruzadas en el húmedo suelo de roca de una caverna cuya única salida estaba muy alta. Las paredes estaban cubiertas de pinturas, sus líneas seguían el contorno natural de las rocas. Unos drows a tamaño real se estiraban hacia el techo, con las manos extendidas y los ojos brillantes de extasiado deseo. Todas las figuras eran adultas, pero cada una tenía un cordón umbilical que culebreaba hacia el suelo de la caverna, como si de una raíz se tratara.
Las muñecas de Halisstra ya no estaban atadas, pero no escaparía, al igual que las figuras pintadas no se apartarían del lienzo rocoso. Las paredes eran al menos de tres veces su altura y se curvaban hacia el interior para formar el techo, donde, en el centro había un agujero, todo lo cual hacía que la escalada fuera imposible sin la ayuda de magia.
Le quitaron con cuidado todos los objetos mágicos y las armas. Y la maldición que le lanzaron las sacerdotisas le impedía hacer signos o hablar, con lo que no podía usar magia bae’qeshel.
Después de que Ryld se fuera, la sacerdotisa que mató al troll teletransportó a Halisstra a la cueva. Luego desapareció. La primera hija de la casa Melarn permaneció allí durante un día entero. Al principio paseaba impaciente por la cueva, buscando un modo de salir. Cuando al final aceptó el hecho de que estaba atrapada, se dejó vencer por el sueño. Una vez despierta, observó que el círculo de cielo se tornaba gris y luego negro. La lluvia había cesado, pero aún estaba nublado.
No se veían ni la luna ni las estrellas. Al mirar arriba, casi llegaba a imaginarse que estaba en la Antípoda Oscura; que sobre la cueva había un túnel o un pasillo, pero la brisa, impregnada de olor a tierra y plantas, que soplaba por el agujero destruía esa ilusión, igual que el retumbo del trueno en la distancia. Y también los helechos que rodeaban la entrada como una línea de pelo mientras las gotas de agua se escurrían por sus tallos mojados.
Del exterior llegó el sonido de unos cantos. Las voces de las sacerdotisas que se habían reunido para decidir el destino de Halisstra, acompañadas por una flauta y el rápido choque de las espadas, un ruido entrecortado de sonidos metálicos que marcaban el ritmo. Pensó que sería su imaginación, pero sonaba como si la canción alcanzara su punto álgido. Dio por hecho que una de las seguidoras de Eilistraee aparecería en cualquier momento y le diría cómo iba a morir.
Se preparó para lo inevitable. De un modo u otro, por la magia de la diosa traidora o el frío acero de una espada, la iban a matar. Las sacerdotisas se habrían dado cuenta de que sólo quería ganar tiempo cuando había jurado fidelidad a Eilistraee. Llegaba el momento de rezar y prepararse para la entrada en el siguiente reino; pero ¿a qué diosa rezar?
Halisstra conocía cientos de plegarias para suplicar a Lloth —que podía recitar con las manos, usando el lenguaje silencioso— pero pasarían inadvertidas. Lloth se había desvanecido y ya no escuchaba plegarias ni castigaba a los blasfemos. La Red de Pozos Demoníacos estaba falta de almas de muertos, y tenía que asumir que los fieles de Lloth desaparecían en el olvido, al igual que Lloth.
¿Debía rezar a Selvetarm, el campeón de Lloth? Suponía que aún estaría enzarzado con Vhaeraun y no podría escucharla…, o peor, estaría muerto. ¿Había allí algún dios que escuchara?
Halisstra se estremeció, acercó las rodillas al pecho y las rodeó con los brazos. Al menos Ryld estaba a salvo. Rendirse lo había salvado. Empezaba a descansar la barbilla en una rodilla cuando dio un respingo al tocar el corte de la espada de Ryld. La herida era diminuta, no más grande que la uña del dedo pulgar, pero quemaba como una marca grabada al fuego. Se había abierto y sangraba de nuevo, aunque el mentón de Halisstra apenas la había tocado.
La canción acabó. Arriba se oyó el susurro de las hojas. Levantó la mirada para ver a Feliane. La sacerdotisa se había limpiado el tinte negro del rostro y su piel era de un blanco enfermizo. Al mirarla, pensó que debía estar equivocada, que el cielo no estaba encapotado, pues la luna asomó entre las nubes y, durante un momento, un resplandor plateado iluminó a Feliane. Desapareció, y de nuevo vio claramente la cara de la sacerdotisa.
¿Y bien?, preguntó Halisstra en el lenguaje de los signos. ¿Cuál es mi destino? ¿La canción… o la espada?
La canción, respondió Feliane.
Halisstra asintió con gravedad y se levantó. Quería enfrentarse a la muerte de pie.
Estoy preparada, señaló, con los dedos crispados.
En el semblante redondo de Feliane se dibujó una sonrisa. Para un drow sería el regodeo del triunfo, pero parecía tan inocente y candorosa que por un momento creyó que era una sonrisa cálida. Halisstra apartó esa estúpida idea de su cabeza y permaneció rígida, a la espera.
Feliane empezó a cantar en alto drow. Detrás de ella, Halisstra oyó un coro de mujeres, aunque la de Feliane era la más fuerte.
Escapa de la oscuridad, asciende a la luz.
Vuelve la cara al cielo, criatura élfica.
Baila en el bosque, canta con la brisa.
Reclama tu lugar bajo la luz de la luna entre flores y árboles.
Presta tu fuerza al necesitado; combate el mal con acero.
Únete a la cacería; no te arrodilles ante otros dioses.
Expurga al monstruo interior y al exterior.
Su sangre te limpia, no lo dudes.
Confía en tus hermanas; presta tu voz a su canción.
Al unirte al círculo, los débiles son fuertes.
Feliane metió la mano en el agujero, como invitándola. Su piel pálida adquirió un brillo lunar.
A Halisstra le costó un momento captar la importancia de la canción y el gesto. No era una ejecución sino una invitación. Y no a la vida, sino a unirse al círculo. Unirse a las sacerdotisas de Eilistraee.
Halisstra entornó los ojos. Tenía que ser alguna clase de truco.
—¿Confiar? —dijo en voz alta, sorprendida de haber recuperado el habla.
No necesitaba dejar que el desprecio que sentía influyera en su voz; la palabra ya tenía una connotación negativa en lengua drow, implicaba debilidad, franqueza. Pensó en las alianzas que intentó construir entre sus hermanas y cómo la habían traicionado. Intentó tenderle la mano a Norendia, al contarle a su hermana lo del bardo que le enseñó la magia bae’qeshel. Días más tarde, ese bardo cayó de uno de los paseos de la ciudad. Más tarde, Jawil, la segunda de las hijas Melarn después de Halisstra, intentó matarla. Cuando Halisstra se fue a pedir ayuda a Norendia, acabó apuñalada por la espalda. Por suerte, la magia de Halisstra fue lo bastante fuerte para salvarla… y matar a sus dos hermanas.
—Confiar —murmuró de nuevo.
Detrás de Feliane, vio a la sacerdotisa que había matado al troll. La mujer miró abajo, sonrió y se apartó del agujero.
Las ideas pasaron por la mente de Halisstra, rápidas como rayos. Usaría la magia bae’qeshel para hechizar a Feliane y que le entregara una cuerda, luego aturdiría al resto de sacerdotisas de Eilistraee con un doloroso estallido sónico y escaparía. Pero cada destello de inspiración dejaba atrás una sombra de duda, inquietante como el trueno lejano.
¿Realmente quería escapar? ¿O había un eco de verdad en el juramento que había prestado antes? Se sintió arrastrada al mundo de la superficie, aunque no era capaz de explicar la razón, ni a Ryld ni a sí misma. Pero ahora empezaba a comprender. Siempre había pensado que la traición y el egoísmo eran marcas distintivas de los drows, pero empezaba a ver que podía ser de otra forma.
Los que vivían en la superficie no sólo confiaban unos en otros, también deseaban extender esa confianza hacia ella. Incluso pese a saber que había matado a una de sus sacerdotisas y podría hacer lo mismo con ellas. Su fe en la capacidad de redención era fuerte, aun cuando sólo se basaban en la palabra de una sacerdotisa moribunda.
¿O estaba allí?
De algún lugar de arriba llegó el sonido de una flauta, unas notas vacilantes. A Halisstra le recordó los sonidos que hacía la espada de Seyll cuando luchó contra las estirges. Y la nota penetrante que las derribó. ¿Fue cosa de la magia de Eilistraee? ¿Halisstra ya había sido aceptada por la diosa?
Feliane esperó con paciencia, la mano aún extendida, mientras Halisstra luchaba contra sus dudas. El cuerpo entero de la sacerdotisa elfa brillaba. Su pelo parecía vivo y cubierto de estrellas centelleantes, la sonrisa era tan brillante como la luna creciente. La diosa la había llenado, transformado. Miró a Halisstra con el amor de una madre, apremiándola a aceptarlo.
Entre temblores, Halisstra levantó las manos por encima de la cabeza, igual que las figuras pintadas en las paredes.
—Acepto, Eilistraee —dijo Halisstra—. Te serviré.
Sintió que una lágrima caía por su mejilla y, enfadada, se dijo que era una gota de los helechos de arriba. Después se dio cuenta de que no importaba.
Feliane también lloraba.
La sacerdotisa elfa empezó a cantar y Halisstra sintió que su cuerpo era más ligero. El suelo se alejó de sus pies mientras flotaba hacia arriba, atraída por el conjuro de Feliane. La fronda de helechos hacía que el agujero del techo pareciera demasiado estrecho para pasar, así que cruzó los brazos sobre el pecho. Mientras atravesaba el agujero, las plantas mojadas le rozaron el rostro y la obligaron a cerrar los ojos. Su cuerpo se apretó contra ellos, salió de la cueva y sintió docenas de manos que la tocaban, que la guiaban. Las sacerdotisas rodeaban la abertura, la apartaban de la cueva, la abrazaban, cantaban.
Escapa de la oscuridad, asciende a la luz…
Halisstra abrió los ojos, levantó la mirada y vio la luna llena entre las nubes. La cara de la diosa le sonrió mientras le caían lágrimas de alegría.
—¡Eilistraee! —gritó Halisstra—. ¡Soy tuya!
—La diosa te da la bienvenida a su religión —le susurró Feliane al oído—. Ahora debes prepararte para tu prueba.
Ryld, perplejo, frunció el entrecejo mientras examinaba las huellas del barro. Aún seguía la pista del animal —estaba seguro—, pero sus pisadas habían cambiado. De repente. En un punto en el que la bestia se había detenido, la huella se tornaba más parecida a la de un pie desnudo de drow, pero con marcas profundas frente a cada dedo que debían de ser de garras. Le recordaban las huellas de un orco, pero la zancada, a partir de ese punto, era diferente. La bestia se había alzado para caminar sobre dos pies, no cuatro. El patrón de las pisadas, sin embargo, aún era como las zancadas de un cuadrúpedo.
Con la espada corta en la mano, siguió las huellas. La criatura había intentado no dejar huellas andando sobre rocas o troncos y vadeando un río, pero no le costó seguirlo. Estaba habituado a rastrear enemigos sobre la piedra desnuda de las cavernas y los túneles. Y el barro hacía que rastrear fuera un juego de niños.
Finalmente advirtió una estructura pequeña en las profundidades del bosque. Estaba hecha de madera desbastada. La construcción, de una sola habitación, tenía una apariencia descuidada, como si fuera a desplomarse en cualquier momento. La puerta colgaba en ángulo, fijada al marco por una bisagra oxidada, y el techo estaba cubierto de musgo y plantas frondosas. La leña, que una vez había estado apilada contra la pared, estaba esparcida por el suelo, manchada por brotes de hongos. Un agujero en el techo de la cabaña marcaba el punto donde había estado la chimenea. Rodeado de un montón de botellas rotas y cazuelas herrumbrosas, que habían sido arrastradas fuera, el refugio parecía totalmente abandonado.
Pero algo se movía en su interior.
Ryld se arrebujó en el piwafwi y avanzó despacio entre los árboles. Sintió algo bajo la bota, y el hedor de excremento fresco le llegó hasta la nariz. Frunció los labios. Ni siquiera en las Hacinas de Menzoberranzan, la gente defecaba tan cerca de su hogar. Quien vivía en el refugio no era mejor que un animal, pensó el maestro de armas mientras se limpiaba la bota contra el suelo.
Levantó la mirada justo a tiempo de ver una pequeña forma negra que avanzaba como un rayo hacia él. Era el mismo tipo de animal que rastreaba, pero no ése. Cuando la bestia hundió los colmillos en la muñeca con la que usaba la espada, los instintos guerreros de Ryld tomaron el mando.
Agarró a la criatura por el cogote con la mano libre y usó su inercia para lanzarla contra un árbol. Ésta, atontada, se tambaleó, sacudiendo la cabeza.
Ryld descargó la espada en un ataque dirigido a la garganta del animal, pero éste era más rápido de lo que esperaba. La hoja se hundió en el árbol cuando la bestia rodó para esquivarla.
Ryld arrancó la espada y se volvió hacia la criatura. Vio que se enderezaba sobre las patas traseras y levantaba las delanteras en un gesto inequívoco de rendición. Movió la boca y pronunció palabras que eran medio ladrido, medio lenguaje:
—¡Espera! —jadeó con un extraño acento en bajo drow—. Amigo.
Ryld dudó, pero mantuvo la espada en alto.
—¿Hablas? —preguntó el maestro de armas.
La criatura asintió y cerró los ojos cuando la sacudió un temblor. Aparecieron calvas en el pelaje, mostrando una piel pálida. Su hocico se encogió y acható. Las patas de cuadrúpedo se contrajeron con un suave crujido de cartílagos y se transformaron en manos y pies.
Cuando la transformación se completó, un joven humano desnudo estaba donde antes se hallaba el animal. Si fuera drow, Ryld le habría echado unos veinte años, pero los humanos maduraban más rápido. El rapaz no tendría más allá de doce años. Tenía el pelo negro y enmarañado, y las manos y los pies tan sucios como los de un pilluelo de las Hacinas.
—¿Qué clase de criatura eres? —preguntó Ryld.
El chico pronunció una palabra que Ryld no comprendió. Hablaba uno de los lenguajes del mundo de la superficie. Al ver que Ryld no comprendía, cambió al bajo drow.
—Una mezcla de lobo y humano —respondió—. Me transformo.
—¿Lobo?
—El animal peludo que camina a cuatro patas —respondió el humano.
El maestro de armas asintió.
—¿Dónde está el otro lobo humano? —preguntó Ryld—. El gris.
Paseó la mirada por el bosque y la cabaña, furioso por haber bajado la guardia un momento.
—Estoy solo.
—Mentiroso —profirió Ryld. Dio un paso al frente, amenazando al chico con la espada—. ¿El grande es pariente tuyo? ¿Por eso intentas protegerlo?
—No tengo parientes. Murieron en una cacería el año en que nací —explicó el chico. No sólo se quedó en el lugar, sino que le devolvió la mirada a Ryld. Mostraba bastante temple para ser sólo un niño—. Los mató tu gente.
—¿Por eso aprendiste a hablar drow? ¿Eras un esclavo? —dijo Ryld después de pensar en lo que acababa de decir el chico.
—Mi abuelo lo era, pero escapó.
—¿El lobo gris? —especuló Ryld—. ¿Ése es tu abuelo? ¿Dónde está?
—No está aquí —respondió el chico, mientras lanzaba una mirada como casual al bosque en dirección opuesta al refugio. Pero aquella mirada tenía demasiada intención.
Esa mirada le dijo a Ryld lo que necesitaba saber. La mentira era transparente como el cristal.
El maestro de armas bajó la mano y le agarró del pelo.
—Ya veo —dijo Ryld—. Vamos a hablar con él.
Medio arrastró al chico hasta la cabaña.
—Si quieres que el chico viva, muéstrate. Dame información y os perdonaré la vida —anunció Ryld, después de detenerse ante la puerta y poner la espada en el pecho del chico.
No hubo respuesta del interior del refugio, excepto un gruñido. Mientras, el chico se retorcía, intentando liberarse desesperadamente. Ryld lo tiró al suelo y le puso la bota en el pecho. Levantó la espada, demasiado furioso para esperar mucho más.
—¡Detente! —jadeó una voz masculina—. Te diré… lo que quieras… saber.
Ryld levantó la mirada y vio a un humano de cabello gris y barba hasta el pecho, apoyado en el dintel del refugio, con una sucia manta sobre los hombros. Su cara tenía una expresión demacrada, y la pantorrilla derecha estaba muy amoratada e hinchada. Tenía el pie destrozado. Era un revoltijo sangriento, como si hubiera caído en una trampa y lo hubiera arrancado de ella.
El chico gritaba algo a su abuelo en un lenguaje que Ryld no comprendía, pero sus gestos hacían evidente que apremiaba al hombre para que escapara.
El hombre de pelo gris, que parecía tener siglos, pero era probable que no tuviera más de cincuenta años, bajó la mirada hacia su pie destrozado.
—¿Correr? —le preguntó al chico; hablando en drow, para que Ryld lo entendiera—. ¿Cómo? —Luego sostuvo la mirada a Ryld y preguntó—: ¿Qué quieres saber?
—¿Tienen las sacerdotisas de Eilistraee un templo en este bosque?
De pronto el chico dejó de forcejear y miró a Ryld.
—¿No eres parte de la cacería? —preguntó.
Una sonrisa sombría apareció en la cara del viejo.
—No lo es. O no preguntaría. —Entonces, para Ryld, dijo—: Suelta a mi nieto…, y te diré dónde está el templo.
Ryld apartó el pie del pecho del chico. Al instante, el chico se puso en pie. Permaneció vigilante, un poco encorvado, con los brazos doblados como si pensara transformarse en lobo.
El hombre rió entre dientes, luego le hizo un gesto al chico.
—Yarno, déjalo. Lo veo por su mirada. Es un enemigo del templo. Y el enemigo de nuestro enemigo…
—Es tu amigo —completó Ryld.
—¿Tienes magia curativa…, amigo? —dijo el viejo después de asentir.
—Primero responde a mis preguntas —dijo Ryld—. Y veré qué puedo hacer para curarte.
El viejo lo sorprendió con una sonrisa.
—No es para mí —dijo—. Es para ti. Tu muñeca.
Ryld bajó la mirada a donde le había mordido el chico. Los incisivos del muchacho le habían rasgado la piel, y por el dorso de la mano corría un hilillo de sangre.
—Sólo es un rasguño —dijo.
El viejo sacudió la cabeza.
—Díselo, Yarno. No lo sabe.
—¿Decirme qué? —preguntó Ryld, desconfiado.
—Somos licántropos —dijo el chico—. La mayoría de las veces cambiamos de forma porque queremos, pero cuando hay luna llena nos transformamos en lobos queramos o no. No podemos controlarlo. Atacamos a todo el mundo, incluso a nuestros amigos. Cuando despertamos por la mañana, no recordamos lo que hemos hecho.
—¿Tu familia está maldita? —preguntó Ryld, sin preocuparse por saber lo que quería decir «luna llena».
—Malditos no —dijo el viejo—. Enfermos. Es una enfermedad que se transmite… a través de los mordiscos.
—Nos llaman monstruos —añadió Yarno en un susurro atormentado—. Nos cazan.
Ryld asintió, comprendía el dolor del muchacho. La vida como licántropo en el bosque sería muy parecida a vivir en los barrios bajos de Menzoberranzan.
Recordó su infancia. Siempre temía al siguiente grupo de nobles borrachos para los que era un deporte arrasar las calles, matando a los miserables con rayos mágicos, acuchillando inocentes cuando cabalgaban sobre sus lagartos. Y las víctimas se desangraban hasta la muerte sobre las piedras sucias de un callejón.
El chico, Yarno, miraba a Ryld intensamente, con un brillo de persistente dolor. Era humano, pero mirar sus ojos era como mirar un espejo. Ryld separó los labios y casi pronunció las palabras en voz alta: «A mí también me cazaron. Comprendo»… Entonces hablo el abuelo.
—Tengo belladona —dijo—. Los parientes de Yarno la plantaron en el bosque, con la esperanza de que el chico se librara. Éste fue su hogar. —Se detuvo para recuperar aliento, y continuó—: La hierba te sentará mal, pero si la comes…, puede que evites la enfermedad.
Ryld asintió y envainó la espada.
—Dime dónde está el templo, y veré qué puedo hacer para limpiarte la herida y enderezar esos huesos. Luego pensaré en lo de la belladona.