Pharaun descansaba en el suelo del bosque, con la mirada fija en los enfadados ojos de cinco serpientes siseantes. Sus colmillos desnudos goteaban veneno, las bocas abiertas de par en par. Las víboras, rojas y negras, tiraban de la empuñadura del látigo del que nacían.
La mujer que sostenía el flagelo bajó la mirada hacia Pharaun con ira apenas contenida. Más alta y fuerte que el maestro de Sorcere, era una figura imponente. Pharaun no le veía la cara (la brillante luz que caía del cielo lo deslumbraba, y la convertía en una silueta oscura con pelo blanco como el hueso), pero su voz era tan venenosa como los siseos de las serpientes.
—Pisaste esa araña a propósito —dijo Quenthel.
—No —replicó, mientras se estremecía a causa de la nieve derretida que empapaba su elegante camisa y le helaba la espalda. Era un consuelo que los demás miembros del grupo se hubieran dispersado en diferentes direcciones para reconocer el terreno; que no estuvieran allí para verlo en una postura tan indigna—. No veo absolutamente nada con esta condenada luz. ¿Dejaría que mis pantalones llegaran a este estado si viera lo suficiente para rodear las zarzas que los desgarran? Si había una araña en el camino, no sabía que estuviera ahí.
Miró a su izquierda, al lugar que Quenthel había señalado. Mientras miraba en esa dirección, apartó la mano derecha de la espalda.
Una de las serpientes del látigo siseó una advertencia a su señora, pero demasiado tarde. En el momento en que la mano de Pharaun estuvo libre, pronunció la palabra que despertó la magia de su anillo. Al instante, la arandela de acero que le rodeaba el dedo se desplegó, extendiéndose hasta formar una espada. Rápida como el pensamiento, atacó a las serpientes.
Las víboras retrocedieron, escapando a duras penas de la hoja. Quenthel dio un salto atrás, y la cota de mallas tintineó. Pharaun se puso en pie apresuradamente y la puso en apuros con la espada.
—¡Jeggred! —gritó Quenthel, con el piwafwi arremolinándose a su espalda mientras esquivaba la danzarina espada—. ¡Defiéndeme!
Pharaun metió la mano en uno de los bolsillos de su piwafwi y sacó un pellizco de polvo de diamante. Lo esparció a su alrededor, mientras gritaba las palabras de un conjuro. Se levantó una bóveda de fuerza a su alrededor, que brillaba como un cuenco boca abajo.
Y en el momento justo. Un instante después de que se materializara la cúpula, una vaga forma drow surgió del bosque. El draegloth saltó sobre la bóveda, y las garras de sus manos grandes chirriaron como el alarido de los condenados mientras pugnaban por asirse a la superficie dura como el diamante. El semidemonio saltó una y otra vez sobre la cúpula, pero resbalaba.
Al final se rindió y se sentó junto a la barrera mágica, con las manos pequeñas crispadas en puños sobre el suelo, mientras, frustrado, flexionaba las grandes. Clavó los rojos ojos en Pharaun, desafiante, alzó la barbilla, movimiento que hizo que se agitara la melena de pelaje blanco que le cubría los hombros.
Pharaun dio un respingo ante el hedor del aliento del draegloth, deseando que la barrera mágica fuera capaz de bloquear olores.
Detrás de Jeggred, Quenthel tenía un ojo puesto en la espada que revoloteaba sobre su cabeza y se protegía con la rodela que llevaba en el brazo. Las serpientes del látigo le lanzaban siseos, y una de ellas se estiró con el propósito inútil de partir el arma. Quenthel ya empezaba a dirigir la mano hacia el tubo de pergaminos que llevaba en la cintura. Se detuvo. Parecía reacia a malgastar la poca magia que le quedaba en una rencilla tan insignificante.
—Aleja a tu sobrino, y hablemos —sugirió Pharaun. Entornó los ojos y levantó la mirada hacia el cielo azul—. Y apartémonos del sol, antes de que convierta en polvo esa bonita rodela de adamantita que llevas.
Enfurecida, Quenthel frunció el entrecejo ante la arrogancia de Pharaun. Pensaba que, aunque fuera un maestro de Sorcere, como varón debía recordar cuál era su lugar. Sintió deseos de usar los conjuros que en el pasado le había otorgado Lloth para prenderlo en una telaraña y someterlo a un millar de lentas torturas, pero la Reina de las Arañas se había quedado muda. A excepción de los que contenían los pergaminos, no tenía más conjuros que lanzar.
—Jeggred —exclamó—. Retírate.
De mala gana, Jeggred se alejó de la barrera.
—Eso está mejor —dijo Pharaun.
Levantó la mano derecha, con los dedos extendidos, y pronunció una palabra de activación. La espada se contrajo, y luego retrocedió hacia la mano y se enroscó en el anillo. Empezó a gesticular para anular la barrera y se detuvo al ver la tensión de Jeggred.
—Debería recordarte, Quenthel, que soy capaz de matar a ese engendro demoníaco con una palabra —advirtió Pharaun.
—Jeggred lo sabe —dijo Quenthel, mientras la indiferencia convertía su bello rostro en una máscara inexpresiva— y toma sus decisiones.
Jeggred soltó un gruñido (no estaba claro si a Quenthel o a Pharaun) y escupió a la pared mágica. Se puso en pie y se adentró en el bosque.
Pharaun disipó la barrera.
—Ahora —dijo mientras se arreglaba sus elegantes pero gastadas ropas y se atusaba un mechón de pelo que le caía por la frente—, pido disculpas por pisar a una de las hijas de Lloth, pero te aseguro que fue un accidente. Cuanto antes abandonemos las Tierras de la Luz, mejor. No sólo revolucionamos todo Minauthkeep al matar al sumo sacerdote de la casa Jaelre…
—Fue decisión tuya, no mía —exclamó Quenthel. Luego, sonrió—. Aunque Tzirik merecía morir.
Las serpientes del látigo expresaron su conformidad con un siseo.
Pharaun asintió, contento de que estuviera de acuerdo en que esa muerte había sido necesaria. La magia de Tzirik permitió al grupo viajar por el Plano Astral hasta la Red de Pozos Demoníacos, el reino de la diosa. Allí descubrieron por qué las sacerdotisas de Lloth ya no eran capaces de usar su magia: la diosa había desaparecido. Su templo parecía estar abandonado; la puerta, sellada con una enorme piedra negra esculpida con su cara.
Sin embargo, no tuvieron tiempo de descubrir si eso había sido una decisión de Lloth. Como Pharaun esperaba, Tzirik los traicionó, usando su magia para invocar al dios al que servía. Vhaeraun atacó la cara de piedra y estuvo a punto de abrir una brecha cuando el campeón de Lloth (el dios Selvetarm) apareció para defenderla.
Al darse cuenta de que Tzirik no tenía intención de dejarlos volver, Pharaun ordenó a Jeggred que matara a Tzirik diciéndole al draegloth que la orden provenía de Quenthel. La muerte del sacerdote expulsó al grupo fuera de la Red de Pozos Demoníacos, y allí quedaron los dioses. Por lo que sabía Pharaun, Selvetarm y Vhaeraun aún seguían luchando.
Si Vhaeraun ganaba y conseguía destruir a Lloth, se iniciaría una nueva era para los drows. El Señor Oculto apoyaba a los varones contrarios al matriarcado; su victoria incitaría a los disgustados varones de Menzoberranzan a una insurrección aún mayor que la que ya había sufrido la ciudad. Pero si Selvetarm conseguía defender a la Reina Araña, Lloth volvería y restituiría su magia, confiriendo de nuevo poder a los conjuros de sus sacerdotisas. No importaba lo que sucediera, Pharaun quería estar con el vencedor; o en todo caso, que pareciera que servía a sus intereses.
—Como estaba diciendo —continuó Pharaun—, no sólo nos busca la casa Jaelre, sino que este lugar está plagado de elfos del bosque. Cuanto antes volvamos bajo tierra, mejor.
Calló para contemplar la espesura, entornando los ojos por efecto de la luz del sol que rebotaba en la blanca nieve, medio derretida, que cubría los árboles y el suelo por igual. El mago lamentaba su decisión de haber teletransportado al grupo allí. Su conjuro les permitió escapar de la fortaleza de los Jaelre, pero el portal que esperaba usar para alejarse de ellos sólo funcionaba en una dirección. Estaban atrapados en la superficie, junto a la boca de una cueva poco profunda.
—Me pregunto si alguno de los otros ya ha descubierto un modo de descender —murmuró Pharaun.
A modo de respuesta, Valas Hune surgió del bosque. Salió tras unos enmarañados matorrales en un silencio que sólo en parte se debía a la cota de mallas encantada que llevaba. Un par de kukris mágicos colgaban de su cinto, y en el jubón llevaba prendidos varios talismanes encantados confeccionados por más de una raza de la Antípoda Oscura. El mercenario, con los ojos un poco húmedos por la luz solar, lucía su habitual barbilla contraída. Siempre estaba tenso y preparado, como si esperara recibir un puñetazo. Su piel negra estaba entrecruzada con docenas de líneas de un gris mortecino, desdibujadas herencias de dos siglos erizados de combates.
—Hay un templo en ruinas a poca distancia. Está construido alrededor de una caverna —dijo Valas, que movió la cabeza en dirección al punto del que venía.
Los ojos de Quenthel centellearon, y las serpientes del látigo se quedaron paralizadas, prestando atención.
—¿Conduce a los Reinos Subterráneos? —preguntó.
—Sí, matrona —dijo Valas, con una ligera reverencia.
Pharaun dio un paso adelante y con un brazo rodeó los hombros del explorador.
—Bien hecho, Valas —dijo en tono cordial—. Siempre dije que eras capaz de oler un túnel a un kilómetro de distancia. ¡Guíanos! Estaremos de vuelta en Menzoberranzan en un abrir y cerrar de ojos, aplacaremos nuestra bien ganada sed con los mejores vinos de…
—Creo que no. —Quenthel estaba con los brazos en jarras, las serpientes imitaban su mirada venenosa—. La diosa ha desaparecido, probablemente a causa de un ataque. Debemos encontrarla. —Frunció el entrecejo—. Pharaun, ¿no sugerirás que le demos la espalda a Lloth? Si es así, estoy segura de que la matrona se las arreglará para que recibas el debido castigo.
Valas miró a Pharaun y Quenthel, y dio un paso a un lado, para librarse del brazo del mago.
—¿Darle la espalda a Lloth? —preguntó Pharaun, mientras reía entre dientes para esconder su nerviosismo—. De ningún modo. Sólo sugiero que sigamos las órdenes de la matrona. Nos pidió que descubriéramos qué le había sucedido a Lloth, y lo hicimos. Puede que aún no tengamos todas las respuestas, pero tenemos piezas importantes del rompecabezas. La matrona, sin duda, quiere que le informemos de lo que hemos descubierto hasta ahora. Puesto que el archimago ya no responde a mis mensajes, no es seguro que reciba nuestras noticias. Pensé que deberíamos informarle en persona.
—Sólo es necesario que vaya uno —dijo Quenthel—. Pero no serás tú. Tienes deberes más importantes. —Calló un rato, pensando—. Eres capaz de invocar demonios, ¿no?
Pharaun levantó una ceja.
—Tengo conjuros de invocación, sí —dijo—. Pero ¿qué tiene que ver con…?
—Volveremos a la Red de Pozos Demoníacos; esta vez, físicamente —respondió Quenthel—. Y con un guía más fiable que Tzirik.
—¿Un demonio? —preguntó Valas, estremecido. El taciturno explorador vio la mirada de Quenthel. Se dio cuenta de que pensaba en voz alta, e hizo una reverencia—. Como ordenes, matrona.
Pharaun fue más directo.
—Pongamos que invoco un demonio, ¿cómo podemos confiar en que no nos haga papilla, y mucho menos obligarlo a ser nuestro guía en una excursión por el Abismo? Ni siquiera al archimago Gomph se le ocurriría llamar a un demonio sin un pentáculo de oro para dominarlo. Estamos en tierra de nadie, en los Reinos de la Superficie, por si no te has dado cuenta. ¿Dónde se supone que conseguiré los componentes de los conjuros para…?
—Jeggred.
Pharaun parpadeó, preguntándose si había oído lo que acababa de decir Quenthel.
—Jeggred —repitió—. Usaremos su sangre. Dibujarás el diagrama de invocación con ella.
—Ah… —Pharaun maldijo por lo bajo cuando advirtió que, por desgracia, Quenthel tenía razón. La sangre de un draegloth era capaz de someter a un demonio, pero sólo a uno: el que engendró al hijo de la matrona Baenre, el padre de Jeggred.
Pharaun no tenía intención de encontrárselo, en carne y hueso o de otra manera, pero sabía que apenas tenía elección si quería mantener su fingida y aparente lealtad a Lloth, necesaria si deseaba conservar su posición como maestro de Sorcere. Al igual que Valas, hizo una reverencia.
—Como ordenes, matrona —dijo con un deje sarcástico para recordarle que el título era huero. Podría ser matrona de Arach-Tinilith, en Menzoberranzan, pero ya no era una de sus iniciadas. Hizo un gesto en la misma dirección que Valas les había indicado—. Vamos a lanzar el conjuro bajo tierra, ¿no? Me gustaría apartarme de esta condenada luz del sol.
Cuando Valas y Quenthel se pusieron en marcha, Pharaun hizo como que les seguía. Se detuvo, recogió una ramita y la usó para coger un trozo de telaraña que había en el camino. Lloth estaría muda pero las pegajosas redes tejidas por sus hijas aún eran útiles como componente en más de un conjuro. La metió en un bolsillo y se apresuró para alcanzar a los demás.