MIÉRCOLES

AMANECIÓ lloviendo y la feria, que casi resucitó el día anterior, volvió al luto. Plinio se acostó tan fatigado que a las ocho no había amanecido. Tuvo su mujer que darle un toque.

—Pero Manuel, hijo mío. ¿Es que estás malo?

Salió con el paraguas en ristre y a buen paso, camino del Ayuntamiento, a tomarle declaración al Giocondo. Pero antes se le presentó un quehacer. Al llegar a la plaza, le dijo Maleza, que venía de desayunar, que lo esperaba una chica.

—¿Una chica? ¿Quién?

—Es una ferianta. Hija de unos turroneros que vienen ya hace muchos años.

—Bueno, pásamela. ¿Cómo está el Cachondo?

—Tranquilo y antipático.

Pasó a su despacho, dejó el paraguas de pie sobre una escupidera y sentado en su sillón aguardó unos momentos.

Bueno, no era tan chica. Tendría unos veinticinco años largos. Algo gordita, llevaba pantalones blancos y el pelo negro peinado a tirón. Y sobre todo tenía ojos. Unos ojos muy redondos y casi saltones, pero de muy escaso parpadeo.

—Usted dirá.

—Quiero hablarle de Manolo.

—¿Quién es Manolo?

—Él cantor, el que se firma el Giocondo.

—Bueno, pues tú dirás.

—Él no ha hecho nada malo. Él y yo somos novios y nos veíamos por el Parque todas las noches. Yo estaba con él ayer cuando empezó a llegar gente… Me dijo que me fuese y eché a correr.

—Pero tú no eres del pueblo.

—No, señor, vengo para la feria. Soy de Jijona.

—Entonces es un noviazgo corto.

—Nos conocimos el año pasado en la feria de Albacete. Él iba con un conjunto que luego se deshizo. Tiene mal genio y no se lleva bien con la gente… Desde entonces ha ido a verme a algunas ferias… El pobre sufre mucho, es muy desgraciado.

—Entonces, ¿tú crees que sólo sale contigo?

—Sí… Vamos, como no le salga así algún ligue rápido.

—Pues él no dice eso… Ya sabrás lo de anoche.

—Sí…, ya me lo han contado. Es que le gusta presumir de mujeriego. Siempre se está echando faroles el pobre…

—¿Y de qué vive?

—Ya sabe, canta, aunque ahora no tiene trabajo. Su madre le manda algo. Él es huérfano de un militar.

—¿De dónde es?

—De Teruel. Pero no para en ningún sitio.

—¿Tus padres saben que andas con él?

—No… Yo quería decirle a usted esto para que no le pase nada. No crea lo que dice la gente ni lo que dice él… Anoche lo convencí para que se venga a Albacete, que ahora es la feria. No le hagan nada, por favor. Todos dicen que usted es muy bueno.

—Esto es cosa del Juez…, pero no creo que resulte nada importante.

—Que nadie sepa lo mío.

—Haré lo posible.

La de Jijona, con su culo gordísimo envuelto en los pantalones blancos, salió con gesto muy triste, ésa es la verdad. Como si las palabras del guardia no la hubieran tranquilizado mucho. Plinio, antes de interrogar al Giocondo, decidió ir a la Posada del Rincón a ver su equipaje y referencias.

El posadero lo subió hasta el cuartuchín, en el que había cama de hierro, palanganero, mesilla y una maleta vieja por todo mueblaje. Entraba la luz del corralón por un ventano oblongo.

—¿Qué tal huésped es?

—Vaya jaleo que nos armó anoche… No es malo. Un poco rarillo. Muy callado. Siempre está en la cama.

—¿Tú crees que es tan mujeriego como dice?

—No sé…, mire usted.

—¿Paga bien?

—Sí; ya digo que no tenemos motivo de queja.

En la percha de ganchos de hierro, colgaba un pantalón de mahón y una sahariana gris claro. En la mesilla de noche, revistas de ésas de Soraya y de la Callas. En la maleta, que no podía cerrarse, mudas viejas, una gabardina cotosa, pañuelos, un jersey azul, y una colección de revistas pornográficas a todo color.

En un rincón de la habitación, la guitarra. Y pegadas en la pared, sobre la cama, fotografías de conjuntos y cantantes modernos.

—¿No hay más?

—No, Jefe… Bueno, debajo de la cama tiene un gramófono.

Plinio levantó los bajos de la colcha y echó un ojeo. Era un tocadiscos pequeño y malo, y esparcidos por el suelo un montón de discos.

Plinio quedó con el posadero echando un cigarro en el patio. Ahora ya, sin arrieros, estas posadas de pueblo han venido a menos. Las grandes cuadras, vacías. Los patios, sin carros, si acaso con algún tractor o motocicleta. Por una ventana se oía una radio muy fuerte. En el zaguán había montones de puertas de hierro nuevas, pintadas de verde. Al fondo del patio, unos niños hacían correr a las gallinas.

Volvió al Ayuntamiento y entró en el cuerpo de guardia a ver al Giocondo. Seguía en la hamaca donde durmió y tomaba el último sorbo de un vaso de café con leche. Al ver entrar a Plinio no se inmutó. Con la mayor tranquilidad encendió un cigarrillo. Todavía tenía la cara bastante hinchada y pintada.

—¿Qué, estás ya más reposado, barbas? —le dijo el guardia con buen tono. El hombre no se estremeció.

—Te he hecho una pregunta.

—Lo que hayan de hacer conmigo que sea pronto, que aquí me aburro —dijo mirando hacia la ventana.

—Descuida, que dentro de unos minutos irás ante el Juez.

—El Juez de aquí, ¿es de paz o de guerra? —dijo con sonrisa suficiente.

—Te advierto que me gustaría ayudarte.

—Hombre, ya comenzamos con los paternalismos hipócritas… A mí no me ha ayudado nadie en la vida.

—Nunca he creído lo que la gente dice de ti.

—Usted es un servidor de la carroña. Un integrista.

—Tú eres inocente.

—¿Inocente de qué?

—De las desvirgaciones que dicen. Tú no te tiras ni al río.

—Pues está usted equivocao. Yo en mi vida sólo me dedico a cantar y a chingar.

—No digas exageraciones. Cantar, sí que cantas, pero chingar, como tú dices, menos que un motocarro…, ¿y sabes por qué?

El Giocondo se encogió de hombros con aire despectivo.

—… Porque los hombres, cuando tienen aventuras, no las pregonan por ahí.

El barbas, después de mirarle de frente, bajó los ojos.

—Bueno —dijo al fin con falso desprecio y volviendo la espalda—, no me gusta hablar con sicarios.

—Me das mucha lástima, de verdad. Y venía con la intención de echarte una mano, pero veo que no quieres.

—No, señor, no quiero manos sucias.

Plinio movió la cabeza sinceramente pesaroso, como diciendo «no tiene remedio», y sin decir palabra salió, echó la llave y marchó a desayunar a la buñolería de la Rocío.

Allí le esperaban el Faraón y don Lotario.

—Anda, Jefe, que anoche las pasó usted bastante moraítas —le dijo ella como recibimiento.

—Y tú vas a hacer el favor de no mandarnos anónimos, porque eso es un delito.

—¿Yo?… ¿Pero qué le pasa a este hombre, señor Faraón?

—Coño, ¿y qué dice ese anónimo? —preguntó el Faraón haciéndose el serio.

—Ya lo sabes tú bien, so fariseo… Que el desvirgador general es don Lotario.

—Hombre, eso está bien… ¿Y por qué yo fariseo?

Las mujeres que había comprando churros quedaron mirando al veterinario con gesto incrédulo.

—Son éstos muy bromistas —(don Lotario).

—¿Pero es posible, señor albéitar, que a su edad le achaquen a usted esas inmoralidades? —dijo la Rocío con gesto de circo.

—Ni para don Lotario ni para mí quiero bromas de esa clase —dijo el Jefe cuando no hubo otra parroquia en la tienda—. Ya lo sabéis.

—Jesús, María y José, y qué calumnia. Y to es porque está cabreao, porque no encuentra lo que busca.

—Anda, pon unas copas y calla.

—Por ahí va Simón Bolívar —le dijo don Lotario que en aquel momento miraba a la calle.

—¿Hacia dónde?

—Hacia la botica de don Gerardo.

—¡Simón! ¡Simón!

Simón Bolívar, vestido de negro riguroso, con boina y sin corbata, se volvió al oírle y quedó fijo en la esquina de la farmacia. Alto y fuerte, tenía siempre cara de pocos amigos. Ahora, de luto y bajo el paraguas, menos.

—Perdona, Simón.

—¿Qué hay, Manuel?

—Me gustaría haber hablado ya contigo, pero con tanto jaleo no he podido —dijo amparándose en el paraguas de Bolívar.

—¿Y qué se tercia? —preguntó adusto.

—Nada importante. Que quiero que charlemos.

—¿De qué?

—Hombre, éste no es el sitio adecuado.

—¿Digo que de qué?

—De tu hija…, naturalmente.

—Yo no tengo nada que hablar de mi hija.

—No puedes negarte a ayudar a la Justicia. Puedes saber algo, cualquier insignificancia, que nos sea útil.

—Nada, Manuel. Mi hija se ahorcó y tenemos que dejarla descansar en paz. Ella sabría los motivos.

Plinio se mesó la barba varias veces, según acostumbraba cuando quería imponerse calma.

—Mira, Simón, te lo pido por favor. Es importante. A las doce te espero en mi despacho.

—Yo no tengo nada que decir.

—Pero yo sí tengo qué preguntarte.

—Voy a la barbería y si salgo a tiempo, iré.

—Te espero a las doce.

Y sin añadir palabra dio media vuelta y volvió a la buñolería.

Antes que el Juez comenzase a tomar declaración al Giocondo, guardias y demás testigos, Plinio tuvo una larga conversación con él, contándole la entrevista con la de Jijona y el registro de su cuarto de la Posada del Rincón. Cuando salió del despacho, haciendo antesala, junto al secretario, estaban los dos guardias atropellados, varias mujeres, tres jóvenes y el Giocondo Manolo entre otra pareja de guardias. Sentado en una silla y con la muleta en la entrepierna miraba a todos con cara de desprecio.

Plinio salió sin decir nada y marchó a su despacho. Al poco llegó el Alcalde, se sentó con él y le escuchó todas las diligencias de aquella mañana.

A las doce en punto se presentó Simón Bolívar con el paraguas chorreando. Se quitó la boina y dejó ambas cosas en el perchero. El afeitado reciente le azuleaba la cara morena.

—Siéntate.

—Bueno, aquí estoy a cumplir órdenes… No dirás que no soy obediente a la autoridad.

Plinio quedó mirándole fijamente. Algo le había sorprendido que lo dejó como pensativo.

—Te agradezco mucho la venida —dijo al fin—. La gente no hace más que hablar tonterías y hay que poner las cosas en su sitio…

Simón no respondió. Quedó mirándolo fijo, en espera de ver por dónde iba.

Plinio carraspeó por hacer algo y ofreció un «caldo». Liaron.

—Oye, Simón —dijo entre llamas—. ¿Qué crees de verdad que le pasó a tu hija?

—Ya te dije aquel día que no lo sabía —respondió con cara triste y despectiva.

—Tu hija tenía novio, ¿no?

—Creo que sí.

—No, Simón, no lo crees. Lo sabes cierto.

—Bueno, ¿y qué?

—¿Cómo estaban esas relaciones cuando tu hija hizo lo que hizo?

—Yo qué sé.

—Sí lo sabes.

—Yo no me metía en sus cosas —dijo cerrando los puños sobre la mesa y apretando los labios.

—Sin embargo, dos días antes de la muerte de tu hija Rosita, tuviste una conversación con Niceto, su exnovio, el de Alcázar de San Juan.

—Eso es mentira.

—Eso es verdad. Estuviste hablando con él sentado en un banco del Paseo de la Estación a eso de las diez de la noche. ¿Qué te dijo?

—Está bien. Hablé con él, ¿y qué pasa? Son cosas como de familia que no le importan a nadie. Se habían disgustado por cosas suyas y vino a ver si yo podía mediar y arreglar algo.

—¿Ah, sí?… ¿De modo que él quería arreglarse con tu hija y buscó tu mediación? No eres tú hombre para que te pida nadie arreglos de esa clase.

—Entonces, ¿qué crees que me dijo?

—Eso es lo que quiero saber.

—Pues te vas a quedar con la gana. Mi hija se suicidó y eso no es un crimen… Yo creo que él estaba celoso sin motivo… (y esto te lo digo porque me da la gana y no por deber, que conozco las leyes), y ella, desesperada, hizo la locura.

—¿Por qué estaba celoso?

—Imaginaciones, fantasías. Se dejó arrastrar por las habladurías que andan por el pueblo sobre si hay uno que hace o deja de hacer con las mujeres.

—Ya. Eso es otra cosa. ¿Te dio algún nombre concreto?

—No. ¿Qué nombre me iba a dar?

—Soy yo quien pregunta.

—He dicho que no… Él con sus celos fue el causante de la muerte de mi hija.

—Pero al acusarla así debió decir algo muy concreto.

—A mí, no… Yo quise quitarle esas sospechas de la cabeza, porque conocía bien a mi hija, pero él se cerró en banda… O no lo sabía, que es lo más fijo.

—¿Y cómo quedasteis?

—Lo mandé al cuerno.

Se hizo silencio y Plinio quedó otra vez mirándolo pensativo.

—¿Por qué me miras así? ¿Es que tengo monos en la cara?

—Hemos terminado, Simón. Gracias por tu información. Es cuanto quería saber. Bolívar, un poco escamado, se puso la boina, tomó el paraguas y salió sin decir adiós. En seguida entró don Lotario.

—¿Qué novedades, Manuel?

—Vamos en seguida a Alcázar. Le explicaré por el camino —dijo a la vez que se guardaba unas tijeras que había sobre la mesa.

Por la Alameda de Cervera ya no llovía. Fueron derechos a la tienda de Niceto, que se disponía a cerrar en aquel momento. Al ver a los de Tomelloso se quedó un poco perplejo.

—Hola, Niceto. Vamos a pasar un poco a la tienda que hablemos.

Niceto abrió sin rechistar y se quedaron junto al mostrador, sin necesidad de pasar al despachito estrecho.

—Oye, Niceto. ¿Qué fuiste a hablar con tu suegro Simón Bolívar la noche siguiente de romper con ella?

—¿Yo?

—Sí, venga, lo sé todo. ¿Qué le dijiste? Niceto agachó la cabeza.

—¿Le dijiste lo que te había contado su hija, que se acostaba con otro?

—No.

—Entonces, ¿qué? ¿Que mediase para arreglaros?

Niceto calló.

—Fuiste como un calzonazos a decirle que ella andaba con otro.

—Le digo que no —respondió confuso.

—Bien, es igual… Lo único que te pido es que me permitas cortarte unos pelillos del flequillo, muy poquitos. No se te van a notar —añadió Plinio muy decidido y aproximándose a él con las tijeras en la mano.

Niceto lo miró sin comprender. Con susto y extrañeza a la vez.

—¿Pero?…

—No hay pero que valga… Es para meterlos en un guardapelos que tengo muy hermoso.

Y el muchacho, con las manos medio levantadas, como intentando defenderse, no le fuese a cortar otra cosa, se dejó trasquilar el mechón.

—Don Lotario, guarde usted bien estos pelitos de Niceto. Bueno, hijo, perdona el corte, a lo mejor nos volvemos a ver.

Y Niceto quedó completamente hecho un lío, con cara de no comprender por dónde iban las cosas. Ya en el coche dijo Plinio:

—Corra usted a ver si llegamos al pueblo antes que Canuto cierre la barbería.

—¿Más pelos? Te advierto que el Niceto este es un tripa chica incapaz de matar una mosca.

—Sí, más pelos.

—Pues va a ser una mañana peluda…

—¿Y qué? ¿No le gustan a usted las mañanas peludas?

—Lo que no me gusta, Manuel, es verte tan obcecado.

—¿No dice usted que soy tan listo?

—Lo digo y lo diré siempre. Pero una cosa es la listeza y otra la obcecación. Y los listos os obcecáis también. Y a ti se te ha metido en la chinostra que el emigrado era aparcero de las tetas de la Rosita Bolívar con su novio Niceto… Dios quiera, Manuel, que sea pálpito fecundo y no baldío. Porque empeñado en ese camino sin luces…, o al menos yo no las veo, a lo mejor estás abandonando otros más dichosos.

—¿Por ejemplo?

—Averiguar como Dios manda la vida y milagros de Antonio Rosamerino, el emigrado, en los días que estuvo en el pueblo.

—Ya averigüé lo que podía.

—No, señor. Te has conformado con lo que te ha dicho el tío y cuatro amigotes. Y ahí, seguro que hay más meollo.

Plinio se limitó a mecer los hombros.

—Mire usted, don Lotario —dijo al cabo de un buen trozo de carretera—, el único motivo para que hayan matado a un hombre como el emigrante son los celos. No tiene negocios; pasa aquí sólo unos días al año; no tiene dineros y lo seguro, vamos, casi seguro, es que lo pillaron tirándose a una.

—No, a una no, a la Bolívar. Que te conozco.

—Yo no digo tanto… Que en estas cosas ya se sabe que el desenlace suele ser una sorpresa.

—Qué coño, no me vengas con cuentos. Eso no pasa nada más que en las películas y en las novelas policíacas que hacen para tontos. En las historias de policías verdaderos las cosas van más por lo derecho.

Diez kilómetros antes del pueblo la carretera estaba mojada, pero ya no llovía y se notaba cierto despeje por el este.

En la plaza había gentes arrimadas al Juzgado. Sin duda seguía el interrogatorio del Giocondo y sus testigos. La cruzaron y tiraron por la calle de la Independencia hasta la peluquería de Canuto. Eran las dos, pero todavía quedaba un cliente que arreglaba su yerno, mientras él, con las gafas puestas, sentado y con una jaula sobre los muslos, cambiaba el agua y echaba alpiste a un pájaro. Al ver entrar a los de la Justicia quedó mirándolos con extrañeza, por encima de las gafas.

—Coño, ¿vosotros por aquí y a estas horas? ¿Es que he matado a alguien?

—No, hombre, no. Que venimos a que nos cuentes cosas de pájaros.

—Menudos pájaros estáis hechos vosotros. Con los gafas, la boina y la bata blanca, el hombre volvió la jaula a su sitial, junto a otras cinco colgadas en la pared a distintas alturas. Cuando en la barbería había poca gente y estaban callados, a lo mejor, excitados por el cri-cri de las tijeras, los cinco o seis canarios de Canuto empezaban la competencia de cánticos, y daban ganas de que no acabasen nunca de rasurarlo a uno. Así, de mañana, entrando el sol por la ventana, sin prisas, daba gusto estarse en la peluquería oyendo los cánticos y mirándose con melancolía en las lunas grandes. Echaron cigarros y cuando se marchó el cliente y el yerno, dijo Canuto:

—Bueno, ahora que ya estamos solos, ¿se puede saber qué puñetas queréis?

Canuto, además de gran pajarero y tan buen peluquero, cantaba muy bien flamenco por lo bajini. Cuando había poca gente, a los clientes de confianza y aficionados al flamenco, como un Luis Torres o Porras, les cantaba junto a la oreja. Claro está que suspendía el pelao o el cortao, lo que fuere, y les cantaba con voz muy baja y templadica, guiñando un poco los ojos, la boca abierta y echándose vistazos en la luna de enfrente. Cuando algunas mañanas de esas tranquilas y soletonas se conseguía que Canuto echase un bajini, a lo mejor, sus hijos, los canarios, se contagiaban, empezaban a echar gorjeos y se armaba una armoniosidad tan rica que aquello parecía el paraíso. El cliente, con el paño puesto y la cara medio enjabonada, haciendo oído, un poco transido y echado sobre el cabecero del sillón. Canuto, garganteando, inclinado, llevando el compás con la navaja abierta. Y los canarios su sinfonía. Aquello era la paz y la felicidad de vivir. Aquéllas eran mañanas. Cuando Canuto acababa, los pájaros se callaban también, y miraban a un lado y a otro como buscando por dónde se fue la voz del maestro.

—«Venga, Canuto, echa otra» —decía a lo mejor el parroquiano muerto de gusto.

—«Coño, que ya llevo una hora afeitándote».

—«Qué más da, lo bueno es lo bueno».

Canuto daba un raspao chiquitín con la navaja al jabón ya casi seco, colocaba la garganta, se inclinaba mirándose en el espejo, y se arrancaba por un tanguillo con su voz suave e íntima. Y al punto, los canarios hacían oído y volvían a componerle el coro. Aquéllas sí que eran mañanas felices. Plinio las recordaba. Mañanas, desde su mocedad, entre el sol y los cantos de la barbería de Canuto.

—Bueno, ya que estamos solos, ¿se puede saber qué puñetas queréis?

—Todo lo que te voy a pedir debe quedar entre nosotros. ¿Está claro?

—Venga… Según lo que pidas, mira éste.

—Primero. ¿Estuvo aquí esta mañana Simón Bolívar?

—Sí.

Don Lotario miró con asombro a Plinio, pero éste no hizo caso.

—¿Se peló o se afeitó?

—Se afeitó y se peló. Por ese orden.

—¿Y dónde está el pelo que le cortaste?

Canuto se quedó con la boca abierta y mirando a don Lotario, como preguntándole si Manuel González estaba en sus cabales.

—Anda, leche. ¿Que dónde está el pelo? Pues con todos los pelos que hemos cortado esta mañana.

—¿Dónde?

—En un cogedor que hay detrás de esa cortina… Pues sí que hemos pelao pocos. Lo menos diez.

Plinio fue hasta la cortina, la levantó y vio un cogedor de madera bastante usado con muchos pelos amontonados. Puso cara de pensar, se rascó la sien y preguntó a Canuto, que seguía sentado junto a don Lotario, ambos con cara de mucha rareza:

—¿Y tú sabrías distinguir cuáles son los pelos de Simón Bolívar?

—Yo qué voy a saberlo. Tú estás loco.

—Son muy negros.

—Sí, Manuel, pero aquí casi todo el mundo tiene el pelo negro. Somos Mahomas puros.

—Hombre, pero tú que llevas arreglándolo tantos años, aunque sólo sea por el tacto.

—No te digo, si me va a obligar a lo que en mi vida… Anda, trae el cogedor. Canuto era mayor que Plinio y que don Lotario, pero los trató de mocetes y siempre de aquel modo, que era su natural, para los de confianza.

—Hombre, Canuto, sé bueno y haz el favor.

—Venga. Tú, Lotario, sostén la cortina, de forma que entre luz y no nos vean haciendo esta guarrería. Y tú, Manuel, sosténme el cogedor.

Y tomando las tijeras, con la punta, empezó a escarbar con mucho cuidado y fijeza. Los tres, reclinados sobre el cogedor, seguían los movimientos calmos y minuciosos de las tijeras de Canuto.

—Mira… Éstos podían ser.

—Tómelos usted, don Lotario, y guárdelos en un papel aparte.

—Si hago eso no puedo sostener la cortina.

—Coño, Lotario, pues deja la cortina, coge un trozo de ese periódico, y los vas echando.

—Eso está bien dispuesto, Canuto. Las cosas como son —le alabó el guardia.

Don Lotario dejó el periódico en el suelo y puso los mechones que le señaló Canuto. Y en seguida volvió a sostener la cortina de la puerta, que no se podía correr. El peluquero seguía separando cuidadoso con la tijera.

—Éstos también pueden ser… y éstos.

Cuando acabó la clasificación pelosa y don Lotario hizo sus paquetitos, poniéndoles rotulejos con lápiz, Plinio ofreció tabaco, y mientras reliaban los «caldos», dijo Canuto:

—Claro que si te pregunto para qué quieres los pelos de Simón Bolívar me vas a mandar a hacer puñetas.

—No te mando a hacer puñetas, pero no te lo puedo decir, ni tú a nadie que hemos venido a por esta mercancía.

—Bueno, ya cantarás cuando el caso esté concluido.

—Hombre, eso por descontado y con unas cañas a la vista… Ah, y no tires esos pelos por si hay que rebuscar más. Ponlos aparte hasta mañana o pasado.

Cuando estuvieron de nuevo en el coche, camino de la casa de don Saturnino, para llevarle la mercancía vellosa, Plinio miró a don Lotario y con media risa se anticipó a su esperado comentario:

—Si sacamos este caso adelante, bien podrá usted decir que ha sido por los pelos.

—Desde luego tienes una imaginación, Manuel… La leche… No se me había ocurrido a mí pensar en el animal de Simón Bolívar lavando su honra.

—No es imaginación, es que hay que apurar todas las jícaras.

Así que dejaron las muestras pilosas en casa del forense, dijo Plinio a don Lotario:

—Estoy muy mal dormido. Me echaré una miaja de siesta y no vendré al Casino hasta las seis o así… Veremos entonces lo que ha decidido el señor Juez del Cachondo.

Seguía aclarando, y a Plinio, que era perito en cielos, le dio el pálpito de que ya iba en serio. Estaba la plaza despejada con un sol nuevo y alujero. Hacia poniente se veían chorros de cielo clarión y casi rosa, como si la nubasca huida hubiese dejado un celeste tan sensible y sedeño, que apenas podía resistir la novedad del sol pujante y se pusiese así de ruboroso. Quedaron unos minutos en la plaza, varados, mirando aquella repentina luminotecnia de los más allás, con las caras un poco lelas, ante aquel juego bondadoso de la naturaleza. Como era muy tarde, casi las tres, marcharon para casa.

A las siete en punto de la tarde, Plinio, don Lotario, el Juez y el Alcalde, fresquitos y bien sesteados, además de elegantes porque era el día de la Fiesta de las Letras, refrescaban muy arrepantingados en la terraza del Casino de San Fernando. Daba gusto verlos tan relucíos, trajeados, fumando sus pitos con el reposo que Dios manda. Aquél era el día principal de la feria, con poetas, reina, damas, mantenedor, baile y la órdiga. El tiempo, como apuntó por la mañana a última hora, se había asentado y hasta el suelo estaba seco. El sol calcaba con ganas de revancha y se veía por todos lados gente con gesto renovalío y el pecho hinchado.

—¿Qué has pensado hacer con el Giocondo? —preguntó al Juez el Alcalde.

—Yo no veo culpa mayor, aparte del escándalo que armó en el balcón. La gente le ha fraguado, creo, una leyenda exagerada. Que el hombre va de vez en cuando con alguna, parece claro, pero nada más. Vamos, es mi opinión. ¿Y usted, Manuel?

—Yo estimo lo mismo. Desde el primer momento me pareció un descentrado con ganas de figurar.

—Y nadie le ha conocido manías de donjuán hasta ahora. Cuando lo han dicho todos, lo ha dicho él también —(Juez).

—Ahora, es un tío que tiene su rareza. Es muy diferente de lo que se ve por aquí —(Alcalde).

—Sí la tiene, sí —ayudó el Juez pensativo.

—¿Usted, Manuel, no cree que tiene garra? —(Alcalde).

—Hombre, para las mujeres, no sé. Como son tan impresionables. Para mí, no; es un pobre hombre. Y anoche se portó como un loco.

—Resumiendo —siguió el Juez—, yo he pensado tenerlo las horas de ley detenido, por aquello del escándalo público, y después ponerlo de patitas en la orilla del pueblo. ¿Qué les parece?

—Lo que sea de ley —dijo el Alcalde.

—¿Y durante el interrogatorio se ha mantenido Tenorio? —(Plinio).

—Qué va. Había perdido el humor y ha estado muy sumiso.

—¿Le ha dicho quién era la chica que estaba con él?

—No. Dice que es su novia, y que me pedía por favor que no se la metiera en el escándalo. Además, que no hacían nada —eso dice—, que hablaban tranquilamente.

—Eso es verdad —afirmó Plinio.

—¿Que sólo estaban hablando?

—No. Que es su novia.

—Dice que los desesperó la brutalidad de la gente. Repito que ha estado muy sumiso. Se conoce que le vio las orejas al lobo.

Empezaban a llegar coches con las damas de blanco al Ayuntamiento. Los poetas no tardarían en venir de etiqueta. El Alcalde esperaba la llegada del Gobernador, y como la noche iba a ser de mucho jaleo, de momento, con su caña delante, aguardaba en la terraza del Casino. Que trabajasen los de la Comisión de Festejos.

—¿Y del crimen qué hay? —preguntó el Alcalde a Plinio.

—Vamos a ver. Estoy aquí citado con don Saturnino, a ver si me da unos resultados que ojalá sean los definitivos, porque si no, palabra que no sé por dónde tirar.

La gente se agolpaba ante la puerta de las Casas Consistoriales, como decían los antiguos, para ver el dameo. Llegaban en coches, algunas del bracete de sus padres, vestidos muy majos. En la puerta estaban los maceras como figuras de baraja. Los policías de Plinio de gala.

—¿Quién es hogaño el mantenedor? —(don Lotario).

—Tono.

—Ése le dará a la cosa su chispa. Porque es del humor.

Se veían encendidas todas las luces del piso alto del Ayuntamiento. Los de la GMT amojonaban al personal para dejar franco el paso hasta la puerta principal. Eladio Cabañero y José Antoniete Torres, que eran del jurado, muy elegantones, salían del bar Alhambra con los poetas premiados y el mantenedor, que iba de smoking. José Antonio hablaba braceando mucho y daba cigarrillos a todos. Cruzaron la plaza lentamente, sintiéndose mirados por la gente.

La mujer y la hija de Plinio veían la preparación del espectáculo desde la ventana entreabierta del despacho del Jefe de la GMT. El Giocondo, realias el Cachondo, desde la ventana de su calabozo, que es mismamente el sótano de las Casas Consistoriales, casi rasera con la acera, apoyándose en la muleta y tocándose el trozo de melena por donde Plinio le cortó la muestra, miraba aquel festival señorito y burgués con cara muy despreciadora.

Simón Bolívar, asfixiado por el ambiente dolorido de su casa, se fue al Casino de San Fernando y se sentó solitario junto a un balcón del salón alto. Desde allí, con la cureña entre ambas manos, y de luto total, contemplaba con carapiedra el jubileo de la plaza.

Manolo Perona, a poca distancia de la mesa de los mandamases, con la bandeja en la mano y los ojos en la gente, no se podría decir si esperaba órdenes o estaba allí para que no se las diesen. Don Sebastián, el de Socalindes, llegó en un Dodge grandón acompañado de su legítima, ambos muy de tiros largos. Iban como apadrinando a su hija, que era dama con traje blanco largo y qué sé yo las flores y las cintas. Don Sebastián iba tan galán como en sus mejores años de conqueridor. Ofreciéndole el brazo a la chica —la esposa detrás le llevaba la cola—, subió las escaleras del Ayuntamiento sonriendo, con aquella simpatía de doblahembras que Dios le dio. En una furgoneta, llegaron poco después sus dos arrejuntadas muy endomingadas, con toda la tropa de hijos e hijas mayores.

Don Lotario ofreció «farias» y Perona dio lumbre a Plinio al tiempo que le decía al oído que en el salón de arriba del Casino estaba Simón Bolívar viendo pasar el cortejo.

Plinio encendió el puro y por toda contestación a los informes de Perona se limitó a echar el humo con aire indiferente.

Simón Bolívar, desde su balcón, se apretaba la quijada recordando aquel mismo día de hacía un año, cuando su hija la muerta fue dama de la Fiesta de las Letras. Él mismo la acompañó vestido de oscuro e hizo el paseíllo con el cortejo, calle de la Feria adelante hasta el Teatro. No quiso que a su hija la llevase ningún poeta, ni mantenedor, ni hostias. A su hija la llevaba él. Desde su puesto dominaba toda la plaza. De pronto vio que don Saturnino se acercaba al corro de las autoridades. No se sentó. Saludó, cambió unas palabras con todos, y en seguida Plinio se levantó para echar con él un aparte.

La parrafada no fue larga. Hablaba el médico, que el guardia callaba mirando al suelo. Don Saturnino, que también iba muy majo, se despidió en seguida. Al irse, le dio a Plinio una manotadilla en la espalda. El Jefe se volvió a sentar. Ahora hablaba a los del corro. El Juez, el Alcalde y don Lotario lo escuchaban juntando mucho las cabezas. Manolo Perona se veía que notaba algo raro en la mesa de las autoridades, pero discreto no daba un paso.

—«El Gobernador… Ahí está el Gobernador» —dijeron de pronto.

Un coche grande con bandera sobre el guardabarros entraba lentamente en la plaza. El Alcalde se levantó precipitado y fue hacia la puerta del Ayuntamiento dejando a Plinio con la palabra en la boca. El Juez también se puso de pie, pero quedó hablando todavía un momento con Plinio y don Lotario. Por fin se abrochó la americana de su traje oscuro, miró un momento hacía el balcón último del Casino —Simón Bolívar se dio perfectamente cuenta— y marchó también hacia el Ayuntamiento por los mismos pasos que el Alcalde.

Plinio y don Lotario quedaron sentados. Plinio le hizo una seña a Perona. Se aproximó. El guardia le dijo algo al oído. Perona vino en seguida hacia el Casino con la bandeja en la mano. Entró. Simón Bolívar presintió sus pasos por la escalera. Miró de reojo. Manolo Perona apareció en la puerta. Echó un vistazo al salón, como buscando a alguien que no era Simón. Bajó. Cruzó la Glorieta siempre con la bandeja en la mano. Se acercó a la mesa de Plinio. Recogió el servicio y dijo algo. Pagaron. El Jefe y su ayudante el veterinario se pusieron de pie. El primero sacudió la ceniza de puro que manchaba el paño de su uniforme flamante. Y echaron a andar despaciosamente hacia la puerta del Casino. Manolo Perona los miraba ir con los labios apretados y la bandeja cargada entre las manos. Simón Bolívar vio que Plinio, ahora, miraba hacia el balcón donde él estaba. Entraron.

Cuando Plinio y don Lotario iban por el comedio de la escalera con sus pasos calmos, oyeron un grito colectivo. Quedaron fijos en la escalera. No sabían si volver a la plaza o acabar la subida. Decidieron lo último. Verían lo que pasaba desde el balcón. De dos zancadas, Plinio subió los escalones que faltaban. Don Lotario, nervioso, le seguía los talones. Entraron en el salón de las pinturas. El balcón de la izquierda estaba abierto de par en par. El balcón donde estaba Simón Bolívar. Plinio y don Lotario se tiraron sobre la barandilla, resollando. Abajo, en el suelo, entre dos mesas y rodeado de gente, estaba el cuerpo de Simón Bolívar. Cuantos presenciaban los preparativos de la Fiesta de las Letras, abandonaron aquella parte y vinieron corriendo hacia el Casino. Se les veía llegar en racimos. En los balcones del Ayuntamiento se agolpaban damas, concejales y hombres de etiqueta. Los de la GMT, majísimos también, corrían hacia allá. Perona seguía varado, donde lo dejaron, con la bandeja.

Bajaron los justicias. Ya estaba allí don Casimiro tomándole el pulso a Simón Bolívar. «Qué presto ha venido el puñetero», pensó Plinio. Entre los pelos negrísimos de Bolívar se veían grumos de la masa encefálica. Se había quedado con la cabeza en el suelo y una pierna encima de una silla. Debió darse contra la misma mesa. Un chorro suave de sangre le salía de la nariz. Plinio y don Saturnino se miraron un segundo. El Juez, el Alcalde y el Gobernador cruzaban la plaza casi solitaria, acompañados del teniente de la guardia civil. Un cura con pinta yeyé se abría paso entre el público por la parte más próxima a la iglesia.

Dos horas después, Plinio y don Lotario paseaban por el ferial lleno de gente, ansiosa de diversiones en aquel último día. Las luces, las voces y las ventas tenían un ritmo impaciente.

—Carajo, has acabado saliéndote con la tuya, Manuel.

—¿Con la mía?

—Sí, con la tuya de que la muerte del emigrante tenía algo que ver con el ahorque de la Bolívar.

—A pesar de no ser lógico, como usted dice, algunas veces acierto. Para que vea.

—Aciertas siempre, puñeta, aciertas siempre, pero no olvidas.

Plinio sonrió y como pasaban ante una ringla de orzas de berenjenas, dijo:

—Echemos una berenjenilla, si no.

—Lo que tú digas, Manuel.

Aquella misma noche sería la traca final de la feria apenas comenzada.

Benicasim-Madrid, 1970