MARTES

AL día siguiente por la mañana, después de desayunar en la buñolería de la Rocío, y antes de irse a Alcázar a conocer al novio de la Bolívar, guardia y veterinario esperaron en el Ayuntamiento a que don Saturnino les diese el resultado de la comparación de los cabellos de la Bolívar con los que el emigrado tenía entre los dedos. En el entretanto llegó el correo con dos anónimos. Uno, acusando al cojo Cachondo de las violaciones. Plinio, después de leerlo, se lo tendió al veterinario y abrió el siguiente. Y apenas le echó los ojos, empezó a reírse con aire de mucha diversión.

—¿Por qué te ríes tanto, Manuel?

—Tome y lea.

En papel rayado de carta estaba escrito a máquina: «El que se está pasando por la piedra a la flor y nata de las mozas del pueblo es don Lotario, el catacaballos. Vigílelo de cerca. Ya lleva 14. La voz del clero». Don Lotario puso cara de fiesta.

—No sabía yo que entre horas echaba usted peonás de esta clase.

—Eso lo ha escrito el Faraón o Clavete. Seguro.

—O la Rocío.

—¿La Rocío? ¿Por qué lo piensas?

—Porque bromeando el otro día dijo que ya iban catorce mujeres preñadas en el pueblo. No sé por qué se le ha metido en la cabeza el número catorce.

—¿Será capaz la puñetera? ¿Pero escrito a máquina?

—A lo mejor llevamos razón los dos y se han compinchao el Faraón y ella. Mañana lo sabremos.

—Lo que tiene su miga es que todo el mundo se haya fijado en el pobre Giocondo.

—¡Bah, manías!

En éstas se entreabrió la puerta del despacho y asomó don Saturnino con la cara pálida, mal adornada con su nariz aguileña y el bigotillo estilo de los años cuarenta.

—¿Se puede?

—Adelante. ¿Qué pasa? —preguntó Plinio, expectante.

—Nada. Nuestro gozo en un pozo. Falló el pálpito, Manuel. Los cabellos de la chica son casi tan negros como los que tenía el emigrado en la mano, pero no son iguales. No cabe duda, son pelos de otro o de otra.

—Todos fantaseamos un poco —dijo Plinio pasándose la mano por la cabeza descubierta—. Y mira que yo siempre llevo los frenos echados. Es ya mucha la experiencia, pero así que te descuidas unas chuscas, cataplum, fantasía que te enredas.

—Lo siento Jefe, pero no es para ponerse así.

—Nada, hombre… Menos mal que ya se ha descubierto todo.

—¿Qué me dice?

—Lea esto —y le alargó el anónimo segundo. El médico leyó apartándose el papel de los ojos, y sin demostrar que el texto le hubiese hecho la menor gracia, dijo:

—La gente siempre con ganas de cachondeo.

—Sí, pero que se cachondeen de su papá —comentó don Lotario regular de serio.

Hacia las once salieron para Alcázar de San Juan. Estaba muy encapotado pero no llovía. El campo, calladísimo, por falta de gente y por ese otro silencio que da la humedad. Iban solos por la carretera. De cuando en cuando pisaban un bache y saltaban plomos de agua. Hasta la Alameda de Cervera, todo el llano desolado. Con casas de campo allí, a lo hondo.

La Alameda diametra el llano. El pueblo, con unas pocas casas, una escuela y un bar. Al menos lo que se ve. Ya cerca de Alcázar los cerros, los únicos cerros que por aquella parte levantan la llanura. Cerros modestos pero que mueven un poco aquel paisaje tan quedo y sedente. Unos molinos de viento de reciente hechura. Lejano silbar de trenes, y en seguida el pueblo, el pueblo grande y extendido sobre aquellas tierras de la antigua Orden de San Juan.

Aparcaron junto a la Estación y preguntaron al guardia que por allí ordenaba el tráfico si sabía dónde vivía Niceto Alcubillas.

—Sí, compañero, tiene una tienda de electrodomésticos ahí a la vuelta. Ahora os lo digo, que primero vamos a tomar lo que queráis. Y pago yo, que conste. Que no todos los días tiene uno ocasión de hablar con el gran Jefe Plinio.

Como se demostró luego, junto a su indudable admiración por Manuel González, Jefe de la GMT, el guardia alcazareño tenía su curiosidad por saber qué querían de Niceto Alcubillas. «Buen muchacho a carta cabal. Y de los cursillos de cristiandad y todo» fue su comentario.

La Fonda de la Estación de Alcázar es enorme. Con mesas de mármol, columnas y varias puertas. A la izquierda, conforme se entra, está el mostrador de tasca antigua. Algunas mesas, pocas, estaban ocupadas por grupos de familias o conocidos, que tomaban grandes tazones de café, rodeados de maletas y bultos.

—Ya que estamos aquí tomaremos unas tortas del pueblo con el café, que serán auténticas —dijo el veterinario.

—No faltaba más —dijo el guardia alcazareño—, aquí precisamente las dan muy buenas.

En una mesa próxima a la de los justicias de Tomelloso y Alcázar había dos hombres con aire de ferroviarios jubilados. Llevaban chaqueta azul y boina. Cada cual tenía ante sí un vaso de blanco. Uno de ellos fumaba en cachimba y el otro de un paquete de «celtas» que había sobre el mármol. Los dos fumaban tranquilos, hablaban poco, y bebían a sorbos muy delgados. Uno de ellos, el más tieso y amozado, de cuando en cuando se sacaba un reloj de bolsillo y lo miraba con cierta meditación. Plinio, que se aburría mucho con el guardia de Alcázar, porque era de ésos que hablan y hablan por el mero hablar, pero sin que tengan necesidad de decir absolutamente nada, hacía oído a lo que decían, cuando algo decían, los ferroviarios, que naturalmente eran cosas de trenes:

—«Debe estar al caer el 412». —«No fíes, que ayer llegó a las 11,45». —«Pero una vez no hace historia». —«Y el 216 debe estar ahora entrando en agujas». —«O no». —«Seguro más bien, porque lo trae López».

Plinio la gozaba para sus adentros y se imaginaba a sí mismo, retirado de guardia, sentado en la puerta del Casino, contando a los amigos sus historias policíacas de antaño.

Los ferroviarios se hablaban sin mirarse, con los ojos en el andén o en los que entraban en la Fonda con gorra de visera y chaqueta azul, que invariablemente los saludaban con cariño. Cuando al cabo de un rato llegó un tren al andén más próximo, los dos ferroviarios se levantaron y miraron por los cristales.

—Ahí lo tienes, el 216.

—Es verdad —miró al reloj—, en punto en punto.

—Ya decía yo que López no falla. Y después de contemplarlo un ratillo volvieron a su asiento a ver si venía el 412.

Acabado el café y las tortas de Alcázar, que estaban muy ricas y bízcochonas, volvieron a la calle. Y el guardia alcazareño, satisfecho de cuanto le contó Plinio acerca de Niceto, los llevó hasta la tienda de electrodomésticos. Discreto, se despidió muy fino con apretones de manos y saludos militares en flojo, y marchó con pocas ganas, ésa es la verdad, a su puesto de vigilancia.

Primeramente pasaron despacio ante la tienda, a ver si había gente. Y como les pareció sin parroquia, volvieron sobre sus pasos y entraron decididos. Y al oír un timbre que movió la puerta al abrirse, salió de la trastienda un chico moreno, con bastante pelo y en mangas de camisa.

—¿Niceto Alcubillas? —preguntó Plinio.

—Sí, para servirle —dijo el muchacho un poco en guardia.

—Perdona que vengamos sin avisar… pero queríamos charlar un poco contigo —aclaró Plinio aludiendo a lo impropio del lugar.

—Bueno. Pasen por aquí.

Y entraron hasta un despachito que estaba al final de un pasillo, atestado de mercancías propias de su comercio.

Haciendo verdaderos equilibrios, se sentaron en las tres sillas que había, de tal manera que quedaron todos con las rodillas casi juntas, como si fuesen a merendar en la misma tartera.

Don Lotario incluso tuvo que retrepar sus piernecillas todo lo que pudo bajo el asiento, porque las de Plinio y el chico, bastante más largas de fémur, lo acuñaban a poco que se moviese. Para mayor semeje con una cámara de tortura, Niceto puso en marcha un ventilador muy pequeño, pero que sonaba como moscardón gordo y sin fatiga.

Plinio, como siempre que iba a hablar de cosas responsables, sacó el paquete de «caldo» y ofreció. Y Niceto, que no fumaba, tomó un cenicero de aluminio; y a falta de mesa lo sostenía a la altura de las rodillas de los tres. Y así estaba el hombre, muy serio y pálido, en espera de lo que quisieran aquellos señores de Tomelloso, con el cenicero entre las manos. Plinio y don Lotario, evitándose todo cumplimiento, empezaron a fumetear tan tranquilos, mirando a Niceto, y dejando las cenizas en el cenicerete.

Después que el Jefe echó su segunda o tercera bocanada de humo y un reojo totalmente inamistoso al ventilador de la puñeta, se quitó la gorra con idea de dejarla sobre la mesa del despacho, cuyo borde se le clavaba en la espalda. Pero le enfocaba tan derechamente el aire del ventilador, que los pocos pelos que disfrutaba se alborotaron con tanto brío y vaivén, que rápido se volvió a calar el cabecero con ademán enérgico. Don Lotario se llevó por movimiento reflejo los dedos al ala del sombrero y Niceto seguía hermético, como si no le importasen las incomodidades de sus inesperados visitantes.

—Si no estoy equivocado, tú eras el novio de mi paisana la Rosita Olivar, que en paz descanse —le dijo Plinio de pronto, mirándolo con mucha fijeza.

—Sí señor.

—¿Desde cuándo no la veías?

—Desde dos días antes de su muerte.

—¿Quién te dijo que se había ahorcado?

—Un amigo mío que me llamó por teléfono en seguida que lo supo.

—¿Por qué no fuistes al entierro?

—Yo ya no era novio de ella.

—¿Desde cuándo?

—Desde el último día que la vi.

—¿Y el rompimiento fue tan grave como para no ir a su entierro?

Niceto bajó la cabeza y no replicó.

—Por favor, contesta.

—No tengo obligación. Usted no es el Juez.

—Tienes toda la razón. Yo lo que quería con esta conversación amistosa era ahorrarte molestias. Pero si te pones así, puedo llevar las cosas por lo derecho y denunciarte por sospechoso.

—¿Sospechoso de qué? —saltó polvorilla.

—De causante indirecto de la muerte de tu novia. Se oyó el timbre que sonaba en la puerta cuando la abrían.

—Perdonen un momento. Voy a ver quién es.

—Será mejor que eches el cierre —dijo Plinio, poniéndose de pie para que pudiera salir Niceto.

Dejó el cenicero sobre la silla que ocupaba y salió.

—No entiendo bien por dónde vas —le dijo don Lotario en voz baja.

Plinio se rascó la nuca y respondió con aire inseguro y también en voz baja:

—¿No es usted de los que creen que en el pueblo hay un empreñador general?

—Hombre, yo…

—Pues vamos a tantear todos los caminos a ver si damos con él… A lo mejor este sabe quién es. Don Lotario hizo un gesto de duda, y luego astuto:

—A ti te queda otra.

—Palabra que no. ¿Qué me va a quedar? Y se puso pensativo, como ausente total de don Lotario.

—Te conozco bacalao, y es que tú no eres un hombre racional.

—Hombre, gracias —dijo Plinio con cierta sonrisa.

—Tú eres intuitivo y palpitero, pero de lógica cartesiana ni pum.

—¡Ay, qué leche de hombre! Entonces usted no me cree capaz de deducir, de sacar una cosa de otra.

—Sí, pero las menos veces. Tú te guías más por el hocico. Si lo sabré yo. De Sherlock Holmes, nada. Tú, sabueso puro.

—Pues esta vez se equivoca usted de codo a codo, porque voy a tientas total, a tientas de cabeza y de hocico, como usted dice.

—Lo que te ocurre, lo tengo muy observado, es que ni tú mismo eres consciente de tus intuiciones; que llevas camino sin saberlo.

—Desde luego, como un día escriba usted mi historia va a decir muchas cosas raras.

—Pierde cuidado, que yo no escribo ni recetas… ya. El que cuenta tus hechos, mejor dicho, los nuestros, es Paquito García Pavón, el del Infierno. Y ése sí que te conoce, nos conoce un rato bien.

—¡Miau! Ése se va también por las ramas bastanticas veces. Con la mejor voluntad, pero se va.

—Pues no podrás tener queja de él.

—No, no me quejo. ¿Cómo me voy a quejar? Pero una cosa es la publicidad que siempre se agradece y otra el dar en el clavo al hablar de los ajenos… entre otras cosas porque es muy difícil. Yo lo comprendo. No es igual inventarse un personaje del que puedes hacer y decir lo que quieras, que hablar de un tío de carne y hueso, con su alma en su almario y el tabaco en su petaca.

—Ya sabes que el que se endiosa se embrutece.

—Al revés, señor veterinario. Al revés total, señor curabichos. No digo esto por soberbia. A usted y a Paquito les censuro el que me grandilocuencien demasiado, el que me quieran hacer más lince de lo que soy. Y yo sé muy bien hasta dónde llego. ¡Qué lástima! Yo soy un virulo, una miaja listo y pare usted de contar. Y mi única virtud es que no me dejo llevar por fantasías. Suplo el talento con la paciencia. Soy lento pero bastante seguro.

Volvió a sonar el timbre de la puerta de la tienda y regresó Niceto. Pasó entre las rodillas de los visitantes y con cierta buena disposición de ánimo, dijo:

—Perdonen… era un cliente. Lo he pensado bien y pregunten lo que quieran.

—Así está mejor, Niceto. Te preguntaba antes que si la causa del rompimiento con tu novia fue tan grave como para no poder ir a su entierro… Piensa que para todo el mundo tú seguías siendo su novio.

—Sí fue grave… y mucho.

—¿Por qué?

—No me gusta hablar mal de los muertos.

—No estamos hablando de la que está muerta, sino de la que fue viva. La muerte no puede ni debe evitar que juzguen nuestra vida.

Niceto quedó mirando al Jefe con cara de favorable sorpresa.

—¿Qué pasó? Venga, Niceto.

—Hace tiempo que yo la notaba muy fría… Creo que nunca me quiso. Que se hizo novia conmigo para apañarse la vida… como tantas. Pero últimamente, ya digo, estaba muy antipática.

—¿Y qué?

—Se lo eché en cara, y ya sabe usted lo que les pasa a ciertas mujeres: se enfureció y me puso de vuelta y media.

—¿Nada más?

—Me dijo que, en efecto, no me quería, que no le gustaba… y que se entendía con otro. Niceto bajó la cabeza con gesto de humillación.

—¿Con quién?

Niceto, sin levantar los ojos, se encogió de hombros.

—No sé.

—¿No se lo preguntaste?

—No… Qué más daba.

—¿Y no lo sospechas?

—Palabra que no.

Plinio tomó otro cigarro que le ofreció el veterinario y quedó con gesto, al parecer, indeciso. Al fin, casi se hizo a sí mismo esta pregunta:

—Si las cosas son como dices, no entiendo por qué se suicidó.

—Ni yo tampoco.

—Pero tendrás hecha tu composición de lugar más o menos valedera. Tú la conocías.

—Pienso si sería por causa del otro. Por mí desde luego no fue. Yo, estoy seguro, le importaba un rábano.

—¿A qué hora estuviste con ella la última vez?

—Hasta las diez de la noche.

—¿Qué hiciste después?

—Cogí el coche y me vine.

—¿No has vuelto más a Tomelloso?

—No…

—¿Seguro?

Niceto no pudo evitar un gesto de cierta sorpresa.

—Seguro.

Plinio prendió el cigarro, echó el primer humo, entornó los ojos, y le preguntó casi mordiendo las palabras:

—¿Quién te llamó por teléfono para decirte que la Bolívar se había ahorcado?

—Un amigo.

—¿Cómo se llama?

Niceto tragó saliva, dudó un momento, y dijo con los ojos bajos, como cercado:

—Evaristo Otero, el que trabaja en el Banco Central.

—Lo conozco. ¿Tienes algo más que decir que pueda ayudarnos?

—Nada… pero perdonen un momento: no entiendo su intervención en este caso y por lo tanto que precise ayuda de ninguna clase. Nadie creo que dude que mi exnovia se suicidó.

Plinio quedó un poco cortado por la lógica de Niceto.

—Bueno, bueno… —dijo levantándose y mirando de reojo al tormento del ventilador—. Eso es cosa mía… Si recuerdas algo que no me hayas dicho, me llamas al Ayuntamiento de Tomelloso. Apenas salieron a la calle de Castelar, le dijo don Lotario:

—Manuel, te habrás dado cuenta que el chaval no es tonto. Y con otras palabras te ha venido a decir lo mismo que yo antes: que andas por un camino que tú mismo no sabes muy bien cuál es… Tendría gracia que también tú te creyeras lo del follador general.

Plinio se encogió de hombros. En Alcázar no llovía. Estaba nublo, pero a secas. Ni que las nubes se hubiesen conjurado solamente en Tomelloso para jorobar las ferias. Ya en el coche, volvieron callados casi hasta la Alameda.

—¿En qué piensas Manuel?

—En que este chico se calla algo.

—Ya me he dado cuenta.

—Lo normal es que hubiese intentado averiguar de alguna manera con quién andaba su novia.

—Lo mismo he pensado yo. Lo probable es que sepa quién es el otro.

—No digo yo tanto. La pareja supongo que tomaría sus precauciones. Pero nunca faltan noticieros.

—Desde luego debe ser un trago el que la novia le salga a uno con ésas, así a bocajarro.

—Eso no me extraña. Hay mujeres muy puñeteras.

—De acuerdo Manuel, pero sería explicable como venganza, si él hubiese estado puteando por ahí. Pero siendo inocente, que venga ella y le suelte ese mandao, la cosa es gorda.

—No, si lleva usted toda la razón. Pero que hay mujeres recabronas, se lo digo yo. Hay un tipo de recabronismo que sólo se da en ciertas mujeres y en muchos maricones.

—Claro que cada uno es cada uno y a lo mejor el Niceto este le había hecho algo a ella que no sabemos.

—También puede ser… Pero si Niceto no volvió más a Tomelloso y aquella noche se vino a Alcázar enseguida del disgusto, según dice, ¿cómo podía saber Ignacio Reporta lo que había pasado entre los novios, según nos contó en el Casino de Tomelloso?

—Eso está bien observado. Porque ella es natural que no lo fuese diciendo por ahí.

—Para que luego diga usted que no soy lógico.

—No se te olvida, puñetero.

—Claro que lo pudo contar después a algún amigo y extenderse la cosa… ¿Ve usted cómo no se puede ser lógico? Que tratándose de corazones, de nervios y de mingas no hay lógica que valga.

Don Lotario miró un segundo a Plinio con cara de lío mental.

Al entrar en el pueblo dijo el Jefe:

—Vámonos al Casino de Tomelloso a tomar las cañas, y desde allí llamamos al Banco Central.

El salón grande del Casino de Tomelloso, antes Círculo Liberal, estaba vacío, como era normal a aquellas horas. Don Lotario tomó asiento mientras Plinio se fue a telefonear a Evaristo Otero. Mientras volvía su Jefe, don Lotario, completamente solo en el salón, pensaba en la cantidad de vida del pueblo que se desarrolló allí durante lo que va de siglo. En las voces, palabras y guiños. En las rascaduras de ingles y de cogotes; en las asechanzas y elogios, en las palabras vanas, malas uvas, risas y ratos buenísimos que habían pasado allí generaciones y generaciones. Lo único que no comprendía es cómo, si los tiempos avanzan tanto como dicen, no se podía llamar como siempre, «liberal», «Círculo Liberal». ¿Es que ya no se estilaba ser libre y pensar cada cual como quisiera? ¿Es que había que pensar todos como los que no piensan? Plinio volvió cruzando el Casino con mucha parsimonia y sacudiéndose las cenizas de los muchote cigarros que llevaba sobre el paño de la guerrera. Al verlos juntos, apareció Pascual el camarero, rascándose la cabeza.

—Si han venido a investigar, están listos, que a esta hora aquí no hay más que un servidor y ya lo tengo todo muy bien investigao.

—Anda y tráete dos cervezas en jarra, investigao —le dijo Plinio.

—Hay unas gambas a la plancha muy buenas.

—¿De esas congeladas que saben a suela de plástico?

—Cuando digo yo que son buenas, Jefe, es que son frescas.

—Pues tráelas —ordenó don Lotario.

—Eso está hecho.

—Desde que todos queremos comer pollos y langostinos, pues ya no hay más que formas de pollos y langostinos, pero de sabor nada —dijo Plinio con amargura.

—La masificación de las cosas, Manuel. Todos queremos tener autos como los antiguos ricos, pues nos dan unas latejas que se abollan con un suspiro. Como queremos tener camisas finas, pues nos las dan de esos tejidos de ahora que te pican y te asas dentro… Si lo bueno siempre fue poco. Cuando se multiplica, pues son semejes.

Plinio dejó la gorra en la butaca próxima.

—Qué bien se está aquí sin gente.

—Mejor que en ninguna parte, Manuel.

—A ratos el no ver gente descansa mucho.

—A propósito, ¿qué te ha dicho el Evaristo que te han visto?

—Que lo esperemos aquí.

Llegó Pascual con la bandeja bien abastecida.

—Milagrillo será que no anden ustés con el asunto del preñador. ¿Eh, Manuel? ¿A que no me equivoco?

Plinio tomó una gamba y no dijo nada. Don Lotario cató la espuma de la cerveza.

—Pues debe ser asunto dificilillo entre tanta marea, porque aquí se oye cada cosa… La gente, como falló la feria, pues venga que dale a lo del violador. Ahora que, como yo digo, eso no es delito, porque está claro que ellas son consientes.

—¿Y qué dicen? —preguntó Plinio mientras se limpiaba la boca con la servilleta de papel.

—¡Uh, qué sé yo! Cualquiera retiene tanto repertorio como se oye entre bromas y veras… Pero la idea general es que hay por ahí un pita macho que las perfora sin descanso.

Cuando daban de mano a las primeras gambas y jarras de cerveza, apareció Evaristo Otero.

—Aquí tienes a Evaristo culo visto —dijo Lotario.

Evaristo era más que regular de gordo, con patillas negras muy anchas y cara un poco eslava. Avanzó hacia la mesa de los justicias meneando con mucha vivacidad sus bracetes cortos.

—Siéntate, Evaristo.

Al hombre el sudor se le filtraba por el traje de verano, proporcionándole unas sobaqueras más que regulares.

—¿Tomas cerveza, Evaristo?

—Ya lo creo, sí señor… Vaya feria más puñetera ¿eh?

Cuando Pascual trajo el nuevo servicio y todo estuvo en marcha, Evaristo quedó mirando al Jefe con ojos de «usted dirá». Pero Plinio andaba de cigarros y chisqueros sin aparentar mayor prisa. El muchacho, nervioso, daba sorbetes a la cerveza y culeaba en la silla. Luego prendió un cigarro rubio. Pero, en vez de echar el humo como Dios manda, hinchaba un poco los carrillos, lo retenía un ratillo en la boca hasta que ya no podía más y lo soltaba en un hilejo muy fino. Como si jugara; pero no jugaba, es que tenía esa costumbre.

Plinio quedó por fin mirándolo fijamente unos segundos, y al chico se le aflojó la boca y soltó el humo, a lo nube, sin chorrito. Algunas veces se tocaba los pelos de las sienes. Debía estar muy contento con las patillas de hacha. Se le notaba enseguida.

—¿Tú eres amigo de Niceto el de Alcázar, el que era novio con la chica de Simón Bolívar?

A Evaristo no le sorprendió la pregunta. «Claro que a lo mejor no le hubiera sorprendido cualquier otra. No parecía muy imaginativo que digamos, fuera del detalle de dejarse las patillas, se entiende», pensó Plinio. «Claro que de un tiempo a esta parte todo el que se cree muy original se deja los pelos largos».

—Sí señor. Más bien somos amiguetes.

—¿Desde cuándo no lo ves?

—Desde antes de matarse la Rosita.

A Plinio le pareció que Evaristo titubeó un poquillo al decir esta última frase. Se quedó un momento indeciso mirando al suelo, y de pronto, sin decir palabra, se levantó y fue hacia la sala de billares. Evaristo quedó sorprendido por el modo que tuvo el Jefe de cortar el interrogatorio. Don Lotario se rascó la nuca.

—¿Qué le pasa a Plinio? —dijo Evaristo, como asustado.

—No sé… le habrá entrado un apretón al hombre.

Pero Manuel ni fue a los billares ni al lugar de los apretones, sino a una de las cabinas telefónicas. Tomó el aparato y habló con las telefonistas:

—Oye chica, soy el Jefe de Policía. Mira a ver si después de las doce y media han llamado desde Alcázar al Banco Central. ¿Espero?

—Sí, se lo digo enseguida.

—Y el nombre del abonado de Alcázar que llamó. Dos minutos después Plinio volvía a la mesa.

—Perdona, hijo. Sigamos… Decías que no habías visto a Niceto desde antes que se matase su novia.

—Sí señor.

—Recuerda bien, Evaristo… Que la lluvia es muy mala para la memoria.

—Si no hay nada que recordar —dijo otra vez vaciando el globo de sus carrillos.

—Pero tú sí lo llamaste por teléfono para decirle lo que había hecho su novia.

—Sí, señor. Me pareció que debía hacerlo aquel mismo día.

—Es natural. Y tú sabías, claro está, que ellos ya no eran novios.

—Sí, señor.

—¿Quién te lo había dicho?

—No sé… Todo el mundo lo sabía.

—¿Quién te lo dijo concretamente?

—Pues… creo que Ignacio Reporta.

Plinio quedó un momento sorprendido, pero en seguida reaccionó y se tiró un farol:

—Pues él dice lo contrario.

—¿Cómo lo contrario? —preguntó el gordo, buscando tiempo.

—Hombre, lo contrario es que se lo dijiste tú a él.

—¿Yo?

—Sí… ¿Y qué te ha dicho Niceto por teléfono hace una hora escasa?

Don Lotario esbozó una sonrisa de satisfacción.

—¿A mí?

—Sí… Mira, Evaristo, no me hagas perder tiempo y canta claro que tú no tienes necesidad de meterte en líos… Y yo, aunque esté feo el decirlo, sé de esto más que tú.

Evaristo bajó los ojos.

—Canta claro te digo, que podamos dejar aquí las cosas arregladas sin necesidad de llevarte al Juzgado, y armarte un escándalo que no creo que convenga a tu trabajo en el Banco.

Al pobre Evaristo se le achicó el entrecejo al oír la palabra Banco y encendió otro rubio.

—Estamos tratando de averiguar algo de lo que tú no tienes culpa alguna… pero la puedes tener si te callas. Venga, ánimo. ¿Cuándo viste a Niceto por última vez?

Y Evaristo, con sus ojos un poco oblicuos clavados en el mármol de la mesa, parecía ya a punto de decir algo, pero no despegó los labios y nervioso tiró el cigarro casi entero.

Plinio miró a don Lotario como consultándole, y esperó un poco más. Pero que si quieres. El chico seguía callado.

—Bien, Evaristo —dijo al fin—, tú lo has querido. Quedas detenido.

—Yo. ¿Por qué?

—Por negarte a ayudar a la Justicia.

—Usted sabrá lo que hace —dijo con gesto obstinado.

Plinio dio palmas, llegó Pascual el camarero, pagaron y dijo:

—En marcha.

Evaristo encendió otro rubio con aire tranquilo y salieron perseguidos por los ojos de Pascual, que con la bandeja en la mano quedó muy sorprendido.

Ya en el Ayuntamiento pasaron al despacho de Plinio. Pero dejó solos a Evaristo y a don Lotario y marchó al cuerpo de guardia. Desde allí telefoneó al padre de Evaristo. Le explicó de manera abreviada lo que pasaba y le rogó que viniese por el Ayuntamiento.

Entretanto don Lotario dijo a Evaristo:

—Muchacho, no seas tonto y no te metas en líos. Dile al Jefe lo que sepas. Mira que es más listo que nadie y acabará sacándote por las malas lo que tú no digas por las buenas… Comprende que para Plinio tú eres un juguete.

—O no —dijo muy próspero, rascándose una patilla e hinchando los carrillos.

—Qué infeliz eres.

—Yo lo que soy es un hombre.

Plinio en el portal del Ayuntamiento aguardó a que llegase Evaristo padre. Por cierto que en aquel entretanto bajó el Alcalde, que iba a no sé qué acto oficial y le dijo:

—Manuel, ya me contará usted cómo van las cosas. A mí no me dejan en paz, pero usted, como siempre, tiene toda mi confianza.

—Esta tarde lo veré en el Casino.

—Bueno, a última hora.

Llegó Evaristo padre muy sofocado en una moto que dejó en la puerta del Ayuntamiento.

—¿Dónde está ese gilipollas? —dijo nada más ver a Plinio.

—Lo tengo en el despacho. Se empeña en no decirme cuándo vio a ese Niceto por última vez y me importa mucho saberlo.

—¿Y por qué no se lo dice?

—No sé. Hace poco hablaron por teléfono y el otro le debió pedir secreto.

—¿Es que sospecháis algo malo de ese Niceto de Alcázar?

—No, no tengo motivos. Pero necesito datos concretos.

—Este hijo mío, fíjate si lo conoceré bien, es un tercuzo. Y si ha dado su palabra de algo como dices… mala cosa. Yo le he enseñado toda la vida a respetar la palabra dada… Y fíjate por dónde, algunas veces, lo bueno se vuelve malo.

Evaristo padre era igual que Evaristo chico, sólo que en más gordo, más calvo y, claro, sin patillas.

—Bueno, pues tú dirás qué hacemos. Te he llamado a ver si con tu ayuda no hay que forzar las cosas. Evaristo se rascaba la mejilla con gesto de no saber por dónde tirar.

Así estaban cuando de pronto apareció Evaristo hijo atropellando y, a todo correr, pasó junto a ellos y echó calle arriba.

—¡Muchacho! ¡Muchacho! ¿Dónde vas? —gritaba don Lotario bastante detrás de él.

El padre, después de un momento de indecisión y palidez que el hombre se quedó blanco y con el labio de abajo vibratorio al ver la salida, se acercó a la moto, la puso en marcha con el mayor acelero del mundo y arrancó petardeando a la vez que les decía a los municipales algo que no entendieron.

—Ésta sí que es buena —dijo Plinio cruzándose de brazos y mirando al veterinario con una leche más que regular.

—Qué muchacho más raro —dijo don Lotario como excusándose.

—Anda, que cualquiera le encomienda a usted la custodia de un reo.

—Pero coño, Manuel, si ha sido un pronto, un arrebato tal el que le ha dado… Estábamos hablando tan mansamente y en esto se levanta de la silla y sale como has visto. Te digo que no he visto arrebato igual en mi vida. Como un loco.

Ambos quedaron en la puerta del Ayuntamiento sin saber qué partido tomar. Plinio, con la cara más larga que un letuario. Nunca se le había escapado a él un detenido de su despacho. Don Lotario, contrito y nervioso por el fallo.

—Lo traerá en seguida el padre —arriesgó por fin.

Plinio ni contestó. Sacó los «celtas» de los momentos nerviosos y los ofreció a don Lotario. Los guardias, que estaban de servicio en la puerta, con todo el disimulo que usted quiera, tenían gesto de cachondeo por la fuga del Banco Central. Plinio, luego de unos minutos, tiró el cigarrillo, lo pisó y dijo:

—Vamos arreando a casa de Evaristo.

El veterinario, que moría de impaciencia por oír una solución, fue diligentísimo hacia el coche con las llaves en la mano. Plinio tras él. Entraron y de puro acelero, porque debía tener una velocidad metida, el coche dio un bote fenómeno. Plinio dio un resoplido. A don Lotario se le subió el pavo hasta las patillas canas. Por fin el hombre puso la palanca en orden, volvió a arrancar y marcharon… El recochineo de los guardias de puerta fue mucho más notable.

En la puerta de la casa de Evaristo, sita en la calle del Toledillo, estaba la moto. Como la puerta estaba entreabierta se colaron hasta el portal. Se oían muchas y grandes voces. Y Plinio dio una mayor para que lo oyeran:

—¡Quién hay por aquí!

Con la suya cesaron las voces de dentro y asomó Evaristo padre, descompuesto y con el pelo fosco.

—¡Es que lo mato! ¡Te digo que lo mato!

En el comedorcillo: una mesa camilla, el televisor, sillas, un aparador muy sencillo, calendarios y estampas de futbolistas en las paredes. Evaristo hijo, de bruces sobre la mesa, estaba colorado y lloroso. La madre, sentada a su lado, le acariciaba el pelo:

—Habla, hijo mío, habla, que vas a ser nuestra perdición —le decía como si ignorase la visita.

Plinio, sin decir palabra, se sentó junto a la mesa, frente al chico. Evaristo padre, con los brazos en jarras, y don Lotario, quedaron tras él. La madre, por fin, miró al guardia con ojos de mucha pena. Evaristo el del Banco, sin dejar su reclinación, echó un reojo rápido a la visita, pero nada más. Plinio, después de lograr un silencio muy conveniente y preparatorio, habló de esta manera:

—Mira, Evaristo, hijo mío, los hombres hechos, como tú, deben mantener su palabra de honor a toda costa. Eso es lo primero y lo más hermoso en este mundo de maquinadores y farsantes. Pero una cosa es guardar esa palabra en los tratos corrientes y otra cuando interviene la Justicia como en la presente ocasión. El guardar la palabra dada, guarda al amigo; pero siempre y cuando no encubra delito y perjuicio a terceros. ¿Me explico?

—¡Levanta esa cabeza, que te está hablando Manuel! —le dijo el padre aprovechando el inciso y tirándole de la frondosa patilla que caía a su lado. Y Evaristete, sin gran resistencia, ésa es la verdad, alzó la cara mohína y con los ojos enrojecidos.

—Por razones que no son del caso —siguió Plinio persuasivo—, sobre tu amigo Niceto pesan graves sospechas y tu silencio deja de ser una obra de caridad para volverse contra ti mismo. Pasas de ser un caballero, a ser un encubridor, y eso, amigo Evaristo, es un delito que castiga la Ley… Estoy dispuesto a olvidarme de tu fuga del Ayuntamiento y de otros detalles, si ahora respondes a lo que te pregunte. De lo contrario, y sintiéndolo mucho por las consecuencias que pueda traerte como empleado de Banco e hijo de una familia decente, no tendré más remedio que volver a detenerte (esta vez no te escapas, te lo aseguro) y llevar el asunto al Juzgado… Y son mis últimas palabras… Ahora bien —reaccionó inesperadamente Plinio como si le acabara de llegar la idea—, como a mí no me gusta forzar las cosas y siempre respeté mucho a los hombres de palabra, te voy a ofrecer una fórmula que podría dejarte tranquila la conciencia y a la vez servir a la Justicia.

A Evaristillo se le aguzaron un poco los ojos y afinó la atención.

—Es ésta… Vas a llamar por conferencia a tu amigo Niceto y le vas a decir lo que te pasa, en la situación que te encuentras… Y si él quiere, sigues callado, pero naturalmente pasas a disposición del Juzgado con todas sus consecuencias… A ver qué te dice. Si es tan buen amigo tuyo como tú de él, no tendrá más remedio que librarte de tu promesa.

—Eso está muy bien, pero que muy rebién pensado —cortó Evaristo padre con la cara complacida.

—Sí, hijo mío, sí, lo que te dice el hermano Manuel arregla las cosas. Venga, hermoso, llámalo al contao que ahora estará comiendo en su casa —le suplicó la madre.

—Y para que hables con más libertad, nos salimos todos.

Evaristete quedó mirando a Plinio con cara esperanzada. Y luego de otra mesurada reflexión, saltó:

—Vale.

Salieron todos, y al final del pasillo entraron en un comedor de respeto, casi a oscuras y jamás usado.

—Anda chica, dales un vaso de vino mientras, aquí a los amigos —dijo Evaristo padre.

Trajo la mujer unos vasos y la botella de vino blanco, fresquito.

—No es porque yo sea madre, pero es muy bueno; terco, pero bueno.

—Ésa es la verdad… Y la solución de aquí de Manuel ha estado muy bien traída.

—Era el único camino. Veremos qué sale… Porque como el Niceto le diga que no hable, éste, cierto seguro, que aunque tenga que pasar por el mismo tribunal de la Inquisición, no abre el pico. Cuando iban por el segundo chato y por la no sé cuántas definición del carácter de Evaristo, apareció éste en la puerta con un gesto muy corriente.

—Ya he hablado.

—¿Y qué? —le preguntó su padre.

—Que bueno.

—¿Ves, Evaristo, cómo todo tiene arreglo? —le dijo Plinio contemporizador… Vamos a ver… Y vuelvo a mi pregunta: ¿Cuándo viste a Niceto por última vez?

—A la otra noche de quedar mal con la novia… Niceto es muy buen muchacho.

El padre, complaciente, le puso al hijo un vaso de vino entre los dedos. Evaristo se lo bebió de un trago y el padre se lo rellenó.

—¿A qué hora lo viste?

—A eso de las diez. Me llamó por teléfono y cenamos juntos en el Palomar.

—¿Qué quería?

—Contarme lo que había pasado.

—¿Y qué te contó?

—Estaba muy triste, porque había tenido un disgusto con la novia y ella le dijo que se acostaba con otro. Eso fue la noche antes.

—¿No te dijo quién era el otro?

—No.

—¿No te dijo a qué había venido aquella noche?

—No.

—¿Tú crees que vino sólo a hablar contigo?

—Dijo que tenía que esfogar con alguien.

—¿Y tú crees de verdad que vino sólo a eso?

—A mí no me dijo otra cosa.

—¿Volviste a verlo en el pueblo?

—No supe de él hasta que me llamó por teléfono esta mañana para pedirme que no dijese que había estado otra vez en Tomelloso.

—¿Sabes si habló con alguien más que contigo?

—No le puedo decir.

—¿Durante la conversación no se le escapó alguna amenaza?

—No.

—¿A qué hora solía él normalmente ver a la novia?

—A las ocho o así.

—¿Y aquella noche vino a las diez?

—Sí.

—¿Cómo es Niceto?

—Muy buena persona. Y estaba muy enamorado de la Bolívar.

—Bueno… Hemos terminado. ¿Ves como todo ha sido muy fácil?… Una pregunta más. ¿Tú le dijiste a Ignacio que la Bolívar estaba embarazada?

—No señor. No podía decirle eso porque no lo sabía.

—Ya.

Cuando salieron a la calle, don Lotario, ya completamente recuperado, y hasta suficiente, le dijo:

—Por este lado no hay nada qué hacer, Manuel.

—Pero coño, ¿es que usted se cree que Niceto vino a Tomelloso solamente para contarle a Evaristo sus pesares? Un novio celoso y despechado no se echa treinta kilómetros al coleto para soltar un parrafillo.

—No sé. Pero me parece que te obstinas demasiado en esta dirección… —se evadió el «vete».

—No le digo ni que sí ni que no. Mientras no tenga otra, que no la tengo…

Plinio llegó a su casa con un cabreo jerárquico. Se encontraba desazonado y confuso. Debía ser el puñetero tiempo, que ni se aclaraba ni dejaba de lloviznar. Comió sin decir sílaba ante su mujer y su hija, que se hacían guiños alusivos al estado «de padre».

Que cuando estaba así, ya se sabía, lo mejor era no decirle ajo. Tan ensimismado se encontraba, que después del segundo plato se levantó y empezó a dar paseos por la cocina con el cigarro en la boca. En una de las vueltas de cabeza baja, el Jefe reparó en la sandía grande, aguanosa y fresquita que se comían las mujeres.

—Pero coño —dijo—. ¿Es que me castigáis sin postre, como a los muchachos?

—Eres tú solico el que se ha levantado sin decir nada —dijo su mujer—, que no sé por qué tenemos que pagar nosotras tus disgustos de policía.

—Tome usted, padre —le dijo la hija cortándole una gran rebanada y poniéndosela en el plato—. Está en su punto. Este año están saliendo muy buenas. Plinio dejó el cigarro en el borde de la mesa, se sentó y empezó a trocear la sandía que de verdad estaba muy azucarona y aguanosa.

—¿Quiere usted otra poquita?

—Venga, sí, pero más chica.

Le cortó otra raja con mucha superficie, aunque más fina, y se la tomó también con mucho gusto. Luego recuperó el cigarro y volvió a sus paseíllos por la cocina.

—¿Te vas a echar un poco la siesta o vas a salir? —le preguntó la mujer.

—Ni me acuesto ni salgo.

—Pues nada, hombre, al mejor apaño. Y empezaron a quitar la mesa con rapidez y silencio en vista del humor del Jefe. Plinio, con las manos cruzadas en la espalda y el cigarro entre los dedos, miraba por la ventana del patio.

—Padre —oyó decir a su espalda—, poco antes de que usted llegara le llamó Teodomiro Gutiérrez por teléfono.

—¿Y por qué no me lo habéis dicho antes?

—Queríamos que comiese tranquilo.

—¿Y qué dijo?

—Que le llamaría luego… ¿Le hago un cafetillo?

—No, déjalo, me voy al Casino. El tiempo este me desazona mucho.

—Eso debe ser —dijo la mujer.

Pasó al aseo, se peinó un poco, se lavó las manos y volvió a la cocina.

—Déjeme que le limpie un poco los zapatos, que hay que ver cómo los tiene usted de barro.

—Llévate paraguas que ha levantado otra vez un vientecillo de mal aliento.

—Si llama Teodomiro, que estoy en el San Fernando.

Levantó la mano y salió sin mirarlas, con el paraguas colgado del brazo.

—Que haya suerte, padre.

—Yo no sé qué les darán en ese dichoso San Fernando —rezongó la madre.

Apenas entró le dijo Perona:

—En el salón de arriba le esperan, Jefe.

—¿Quién?

—Don Lotario y Teodomiro…

—Ya.

Fijó los ojos en la barra y vio a Ignacio Reporta.

—Oye, Perona, dile a Ignacio que no se vaya sin verme… Que me espere aquí abajo.

—De acuerdo, Manuel.

Allá arriba, en el salón de las figuras, completamente solos, estaban don Lotario y su acompañante de café, copa y puro, hablando con mucha concentración.

Pisándole los talones a Plinio llegó Manolo Perona con café y copa. Y un poco más zaguero el conserje con la caja de «farias».

—Ya le he comunicado eso a Ignacio —le dijo Perona junto a la oreja—. Que lo esperará.

—¿Qué pasa? —preguntó Plinio a Teodomiro cuando se fueron los proveedores.

—Te llamé hacia mediodía y no estabas… Es que ha pasado algo… se lo estaba contando aquí al amigo Lotario, que creo podría interesarte… Bien es verdad que uno está como está y posiblemente se le hacen los dedos huéspedes. Todo podría ser.

El hombre, preciso como siempre, le había colocado al puro una boquilla a propósito, y amenizaba su plática desencenizándolo con la uña crecida del dedo meñique; meneando el café con movimientos muy puntuales de su cucharilla; soplando y papiroteándose las máculas de ceniza que le caían en el traje negro… o, en fin, pasándose el dedo índice bien estirado sobre las guías del bigote cano.

—Lo cierto es, ya te digo, que la cosa puede no tener importancia, pero creo que es un dato digno de ser contabilizado.

—Pues tú dirás —apretó Plinio, que no estaba aquella tarde para paciencias.

—Pues se trata, amigo Manuel, que entre los libros de mi pobre hija, han aparecido estos versecillos. Y sacándose la cartera del bolsillo interior con mucha precisión de ademanes, extrajo de ella una cuartilla escrita a mano que ofreció a Plinio. Éste se caló las gafas y leyó lo escrito, que decía así:

«Sabes que sin ti no vivo.

Estoy en la soledad,

buscando que llegue el día

A tu belleza admirar.

Sabes lo mucho que amo

tu incomparable beldad.

Y lo mucho que deseo.

A tu boca sin igual, que tú

no me negarás».

—Yo no entiendo mucho de versos, Teodomiro, pero me parecen remataos de malos.

—¿Pero no te has fijao que la primera letra de cada verso es una mayúscula?

—Sí…

—Pues léelas de arriba abajo. —S… e… bas… t… i… a… n.

—Eso se llaman versos acrósticos —dijo don Lotario muy suficiente.

—¿Y quién es este acróstico Sebastián?

—No sé, Dios me libre, pero creo que es Sebastián García el de Socalindes.

Plinio arrugó las narices y lo miró sobre las gafas.

—No me negarás que le gustan las mujeres y que siempre se le han dado como el agua.

—Hombre sí… pero.

—Mi pobre hija era amiga de una de las suyas, de la mayor, de las que tiene con su legítima. Y este mismo verano pasó unos días en Socalindes con ella… Precisamente allí ha aparecido muerto el emigrante.

Plinio se pasó la mano por la cabeza, chupó el puro y dijo:

—No entiendo dónde vas a parar.

—Ni yo. A ver si me explico… No me negarás que son casualidades.

—Vamos por partes. Primera cosa: ¿qué relación puede tener tu hija con el emigrante?

—Que yo sepa, ninguna.

—Es decir, que no lo conocía, probablemente.

—Probablemente.

—Segunda cuestión: ¿qué tiene que ver el emigrante con Sebastián?

—Que lo han encontrado muerto en su finca. Anda éste.

—Según tus sospechas, entonces, Sebastián es el famoso follaor que dicen que anda por ahí suelto… Lo dudo mucho. Apenas sale de su finca. Contadas veces viene al pueblo. Además está vigilado por tres lobas nada menos.

—Pero las puede llevar allí o cerca de allí.

—No me huele a verosímil. Pero es fácil averiguar… creo yo. Lo único que tiene visos de verdad es que le gustase tu hija. ¿Pero es que no hay más Sebastianes que el muerto?

—Hombre, claro que los hay, pero siendo él como es y habiendo estado mi hija en su casa…

—A eso vamos… Es lo único un poco lógico… Además y perdona el detalle, el forense dijo que tu hija estaba embarazada de tres meses.

—Como haya sido él, lo mato —saltó de pronto sin atender a razones—, os juro que lo mato.

Y se le quedaron los ojos arrasados de lágrimas y el gesto contraído.

—Pero hombre, Teodomiro, no te pongas así y ten un poco de calma —le aconsejó don Lotario, poniéndole la mano en el hombro.

—Os juro que lo mato…

Plinio quedó como ausente, como si Teodomiro hubiese dicho algo sin importancia. Con los ojos perdidos por los vidrios del balcón. Teodomiro, con la barbilla puesta sobre ambas manos, lloraba con la boca muy apretada y las narices abiertas.

—Venga, venga, hombre, cálmate —seguía don Lotario.

El veterinario, extrañado por otra parte de la impasibilidad de Plinio, le echaba algún reojo sin comprender. Y al cabo de unos minutos de silencio de todos y sollozos de Teodomiro, éste se sacó del bolsillo superior un pañuelo blanquísimo, se limpió los ojos, se secó las narices y se puso de pie muy resolutivo.

—Bien. Me marcho. Es cuanto tenía que decirte. Yo haré las averiguaciones pertinentes por mi cuenta. Buenas noches.

Y echó a andar.

Don Lotario dio un codazo a Plinio, que comprendiendo, se levantó y fue tras Teodomiro:

—Teodomiro, vamos despacio y vamos despacio. Que cada cosa tiene su compás. Tranquilízate y vete a casa, que yo intentaré ponerlo todo en claro.

—Si ese hombre ha causado la perdición de mi hija, no te lo va a decir a ti por muy Jefe que seas —dijo indignado—. Además, que si no ha hecho más que eso, abusar de mi hija, no es labor de tu competencia. Es cosa privada y de honra familiar.

—De acuerdo, pero a ti tampoco te lo va a decir. Y no deja de ser una sospecha.

—Hemos terminado, he dicho. Éste es asunto mío. Ahora comprendo que he hecho mal en venirte con cuestiones íntimas de mi pobre hija. Y marchó, dejando a Plinio con la palabra en la boca.

El Jefe se volvió a la mesa y se bebió de un trago el coñac que quedaba.

—Vamos a tener que ir a Socalindes. No vaya este hombre a hacer una tontá.

—No creo.

—Yo sí. Lo conozco bien y es muy estrecho.

—Oye Manuel, una pregunta delicada. ¿En qué pensabas mientras Teodomiro lloraba?

—¡Uh!, en cosas mías.

—Lo has dejado hecho polvo con tu indiferencia.

—No, no era indiferencia.

—¿Y no puedes explicarte mejor?

—Luego… Haga usted el favor de bajar, como que va al servicio, y que Perona diga a Ignacio que lo esperamos aquí.

Plinio, solo, hizo un gesto de resignación, chupó del puro, se fijó en la copa de coñac de Teodomiro que estaba sin tocar, y la trocó por la suya. Se echó un trago largo y chupó varias veces el puro. Ignacio subió en seguida, casi detrás de don Lotario. El muchacho se sentó con sus pausas de siempre, se pasó la mano por el pelo renegro y engominado y dijo:

—¿Qué pasa, Manuel?

—Oye, ¿por qué te enteraste tú de que había quedado mal Niceto con la de Simón Bolívar?

—Ya le dije que de todo se entera uno.

—Por Evaristo Otero, ¿verdad?

—Ya que lo sabe usted… pues sí.

—¿Y no te dijo a qué había venido Niceto aquella noche?

—A hablar con él.

—¿Tú no has vuelto a ver a Niceto por el pueblo?

—No lo he visto hace mucho tiempo… Es un buen muchacho, Manuel.

—Ya… ¿Y no sabes nada más relacionado con el caso?

—Aparte de habladurías, nada.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, que al Cachondo lo han visto dos noches trajinándose a una por el Parque Viejo.

—¿Con quién?

—A ella no la conocieron. Como hay tan poca luz… Pero como esta noche vuelva a la finca se va a aclarar todo.

—¿Sí? ¿Y cómo?

—Rumores.

—¿Por qué parte del Parque?

—No lo sé. Usted ya está en autos.

—Bueno, bueno, ya veremos, pero yo no me voy a dedicar a espiar fornicaciones.

—Bueno… Yo se lo digo por si le vale.

—Gracias, amigo. Hasta la vista.

—Adiós, señores.

Y marchó con sus pasos calmos, de hombre que va a poner banderillas.

Como la tarde estaba bastante clara, la gente, aunque tarde, iba maja hacia la feria. Por lo visto se habían ido muchos feriantes, pero algo quedaba.

—Por cierto que tengo que comprarle luego un poco turrón a mis mujeres —dijo Plinio ya en el coche, camino de Socalindes.

—Y yo… que con estos líos se me fue el santo al cielo. ¿Qué le has dicho a Maleza?

—Que mande una pareja por el Parque Viejo a echar un ojeo.

—Tendría gracia.

—¿El qué?

—Que el follador municipal o como le digan fuera el Giocondo.

Por la carretera de la Ossa ni un alma. En la puerta de un cuartillejo una mujer peinaba a otra que estaba sentada en una silla. Las viñas estaban encharquitadas y tras los vapores se veía el horizonte rizoso y fluctuante, como a través de un mal cristal. Pero lo más ameno era el cielo, repleto de nubes catedralicias, de gigante relieve sobre los trozos clariones del cielo limpio. Eran volúmenes oscuros, cuerpazos volantes, de muchísimo bulto. Un cielo lleno de tráfico. Cuando el sol conseguía asomar una visera, a aquellos bultos flotadores se les pintaban en las panzas rosicleres o capuchones de leves purpurinas. Era un cielo voltaico, de chocantes y cruzados vehículos, de claros y oscuros violentos, con disparos de luz resolones, entre el morado y el naranja. La llanura, oscurecida por la mojadura, parecía plataforma y testigo de aquel rigodón o lenta batalla de masas y figuras contrastadas, pimentáreas. Desde el coche parecía que se volaba bajo el paisaje, desde una monotonía enfangada. No corría el aire y se respiraba una esperanza de tormenta, con vapores gordos que empujaban hacia aquel complejo alto.

Iban a mucha velocidad, un poco distraídos por toda aquella amenidad del bajo cielo, otro poco aplanados por la densidad que subía de la tierra.

—Qué chicos somos los hombres —dijo de pronto el veterinario.

—Qué chicos… y qué raros —ayudó el guardia.

—Cada día estoy más cierto de que la vida no existe.

—Tal vez.

—Sólo la figuración que cada cual se le cuaja en la cabeza. Como diría Braulio, andamos tras de cosas que creemos que existen y de verdad sólo son pinturas de nuestro magín.

—Posiblemente somos cómicos de la comedia que cada uno se escribe solo…

—Lo malo —siguió, cambiando de tono el guardia— es el choque de las comedias de los unos con las comedias de los otros.

—¡Ah, claro!, casi nadie entiende el papel del prójimo. Ni cómo acabará la obra. Por eso a mí me hace mucha gracia cuando dicen por ahí que la vida moderna, la técnica y eso, acabarán uniformando a los hombres. Uniformará los usos, las costumbres y esas cosas de fuera, pero las cabezas, las cabezas no hay Dios que las iguale. Por esa diversidad de las cabezas de los individuos y de las comedías, es todo tan ilógico y tan raro. Tan peligroso y tan seductor al tiempo.

—Bueno, lo de seductor… Dejémoslo en distraído.

—Y, cambiando de tema, Manuel, todavía no me has dicho en qué pensabas cuando te hablaba el pobre Teodomiro en el Casino.

—Pues no lo sé bien… De pronto perdí el hilo… Me parecía que todo lo que pasaba y estaba diciendo era mentira… Algunas veces me ocurre eso.

—Posiblemente, Manuel, son tus momentos más conscientes.

—No sé si es una flor lo que dice. —Don Lotario se echó a reír.

Llegaron a los linderos de la finca, de Socalindes, y entraron por el carreterín o paseo de los cipreses. Bajo aquel cielo de portentos claroscuros, con naranjas y claros blancoplata, la finca parecía un castillo medroso, de película infantil.

Sebastián hablaba con un encargado fuera de la casa, en el jardincillo inmediato. Quedaron mirando al coche de los justicias con curiosidad. Por fin se aproximaron con paso de paseo. Sebastián llevaba una sahariana casi blanca que le iba bien a su pelo cano y le resaltaba mucho la piel soleada.

—Bienvenidos a esta casa, pareja.

—¿Qué hay de bueno? —(Plinio).

—Pues lo de siempre. Pasen, pasen por aquí. Bueno José —dijo al encargado—, luego nos vemos.

—Si no le importa hablamos mejor aquí fuera —dijo el Jefe.

Sebastián advirtió la precaución y se puso en guardia.

—Como queráis.

Plinio de pronto se quedó mirando a don Lotario como pensando por dónde tirar. Por fin hizo un gesto de voluntad y sacó el paquete de «caldo». Liaron ellos y Sebastián aguardaba con su sonrisa de siempre, un poco forzada.

—Vaya cielo que tenemos esta tarde —dijo el hombre por paliar la tirantez.

—Ya veníamos fijándonos, ya —coreó don Lotario.

Quedaron otra vez callados y Plinio dijo de pronto en un arranque de franqueza:

—Bueno, pues la verdad es que no sé por dónde empezar.

—Pero hombre. ¿Tan grave es lo que os trae? —dijo mirando a Plinio con mezcla de recelo e ironía.

—Bueno… ya sabe usted cómo andan las cosas en el pueblo con esto de las ahorcadas y del muerto encontrado aquí.

—Ya… ya… pero no me irá usted a decir, Manuel, que soy yo el burlador de Tomelloso y el que mató al emigrado —replicó veloz, iluminando los ojos y sacando aquella sonrisa de sus conquistas famosas.

—No creen eso, no. Usted hace una vida apartada y está como quien dice retirado.

—Eso de que estoy retirado es verdad, Manuel —dijo riéndose con toda franqueza.

—Pero hay un señor de allí que está muy mosqueado con usted.

—¿Conmigo?

—Sí.

—¿Quién?

—Hombre, eso, pensándolo bien, son asuntos muy privados, que a mí no me competen. Pero en fin, me ha parecido oportuno ponerle en guardia… Además de que necesito, como sea, deshacer la leyenda que se han inventado.

—Y usted viene a cerciorarse de que no soy yo —dijo soltando una carcajada y dándole una palmada en la espalda al Jefe.

—Usted lo ha dicho, qué puñetos. Necesito tener las espaldas bien cubiertas.

—Pues hable claro de una vez, por favor.

Sobre los cipreses, sobre la llanura total, seguía la gran tramoya de aquel cielo de volúmenes coloreados, densos, como templos flotadores, como ciudades boca abajo con bordes en ascua y ventanales luminarios. Las figuras del suelo cobraban extrañas tonalidades, tan pronto sombrías, con destellos de fragua. Corría un viento suave, oloroso y fresco, que movía aquel universo de nubes y aquella puesta de un sol que de verdad no se sabía dónde estaba. A veces, sobre los cucuruchos de los cipreses pintaba un punto de brasa.

—Me refiero a Teodomiro.

—¿A Teodomiro?

—Sí.

—¿Pues qué le pasa a ese pobre hombre? Y digo pobre hombre con el más sincero dolor.

—Ya sabe usted en qué estado se suicidó la hija.

—Sí… No me irá usted a decir, Manuel, que creen que soy yo el padre de la frustrada criatura.

—Pues… el hombre tiene sus sospechas.

—¡Qué barbaridad! ¿Y en qué se funda?

—Por lo visto su hija pasó unos días aquí, con ustedes.

—En efecto. Con mi hija Sonia. Son muy amigas y estudian juntas en Madrid… Quiero decir que están en la misma Residencia.

—Pero usted le dedicó unos versos amorosos de ésos que se llaman acrósticos. Sebastián quedó un momento pensando y en seguida empezó a reír.

—Sí señor. Unos versos muy malos.

—Así me parecieron.

—¿Entonces los tiene el padre?

—Sí, los ha encontrado entre los libros de la chica.

—Anda con Dios y con la Virgen de las Viñas. Por qué tonterías puede uno buscarse un disgusto… Mire usted, Manuel, lo que voy a decirle podrá comprobarlo enseguida hablando con mi hija Sonia. Uno de los días que pasó aquí se pusieron los chicos a hacer un crucigrama y les salió lo de los versos acrósticos. No sabían o no recordaban lo que eran y me lo preguntaron. Yo, que estaba de buen humor, les puse a todos, no a ella, ese ejemplo tan malo. Y por lo visto se lo llevó… Es más, Manuel, a mí, que siempre se me han dado muy bien las mujeres, usted lo sabe, y que tuve coqueteos con chicas de todas las edades y condiciones… y generalmente porque me buscaban ellas, en esta chica, palabra de honor, nunca noté ni intenté la menor cosa… Lo que sí me pareció y se lo dije a mi hija, fue triste y pensativa. Eso sí. Por lo visto era una chica muy seria, muy estudiosa y consciente.

En aquel momento salían de la casa dos jóvenes con pantalones de mahón y camisas sport.

—¡Sonia! ¡Sonia! —gritó Sebastián, interrumpiendo su explicación.

—Pero déjela usted —dijo Plinio.

—¡Voy, papá!

Llegó corriendo. Movía mucho los brazos y la larga melena rubia. Tenía los ojos pequeños, la nariz respingona con pecas y un cierto aire flexible de bailarina de ballet. Saludó a Plinio y a don Lotario.

—Oye Sonia, ¿te acuerdas que cuando estuvo aquí Aurora Gutiérrez, un día, haciendo crucigramas, me preguntásteis qué eran unos versos acrósticos?

—Sí, claro que me acuerdo… Y tú nos hiciste unos con tu nombre, muy románticos. Sebastián miró a Plinio con toda franqueza.

—¿Y quién se quedó con aquellos versos?

—No sé. ¿Por qué, papá?

—Por nada… Quería enseñárselos aquí a los amigos.

—¿Tan orgulloso estás de ellos? ¡Pero si eran malísimos!

—No exageres.

—Una verdadera birria, Manuel, se lo digo yo… Pobre Aurora, cada vez que me acuerdo del fin que ha tenido.

—A propósito —aprovechó el Jefe—, dicen por ahí que no tenía novio allí en Madrid.

—No… Vamos, si lo tuvo, que parece que sí, novio o lo que fuese, nunca lo supimos. Ella tenía una amiga intimísima, que era de Pamplona y vivía también en nuestra Residencia. Lo que ella no sepa no lo sabrá nadie… porque era muy reservada. Yo pienso preguntarle cuando vuelva a Madrid.

—¿Cómo se llama esa amiga? —inquirió el guardia.

—Mari Pepa Zayas… Lo extraño es que no dejase alguna explicación a sus padres.

—Bastante explicación llevaba ya dentro del cuerpo —sentenció Sebastián pensativo.

—Ella desde luego era muy suya. Simpática, pero muy suya. No era fácil saber lo que pensaba.

—Anda, vamos a tomar algo en casa.

—Tenemos prisa.

—Un café con leche por lo menos.

Fueron hacia la casa. Sonia volvió con su amiga.

Entraron:

—¡Rosa María, Ramira, Antonia!, mirad quién hay aquí.

Cuándo volvían al pueblo, ya casi a oscuras, dijo de pronto Plinio después de muy largo silencio:

—Lo que no acabo de explicarme es por qué dejaron precisamente en este sitio el cadáver del emigrado.

—O por qué lo mataron ahí, que la cosa tampoco está clara.

—Exactamente. ¿Por qué en Socalindes?

—Claro que no es fácil pensar que el emigrado tuviera que ver nada con la hija de Teodomiro.

—No… Y Sebastián me parece que no me miente.

—No…

Nada más llegar al pueblo fueron a casa de Teodomiro y entre los dos consiguieron tranquilizarlo un poco. Sobre todo le vino muy bien la posibilidad de poder consultar con la íntima amiga de su hija, Mari Pepa Zayas, la de Pamplona.

Inmediatamente Plinio fue a informar al Alcalde, según habían acordado, y don Lotario al San Fernando.

El Alcalde estaba solo en su despacho revisando papeles. Cuando el Jefe asomó la cabeza, la primera autoridad lo miró con su cara tranquilona y le invitó a sentarse en el tresillo que hay frente al famoso cuadro de López Torres, del hombre haciendo gachas.

—¿Cómo van las cosas, Manuel?

Éste, colocando la gorra en la silla contigua, hizo un gesto ambiguo:

—De momento líos y más líos… Más bien lietes. No se aclara la maraña.

—Supongo que a usted lo que le importará de verdad es el asesinato.

—Naturalmente, pero hasta ahora no veo luces. Estas cosas que no hacen los habituales del crimen, como ocurre casi siempre, son penosas de aclarar.

—¿No crees que tenga relación con ninguno de los dos suicidios?

—Es lo primero que creí… lo más fácil de creer. Pero hasta ahora no los ligo. Se entreabrió la puerta y asomó el Juez.

—¿Se puede?

—Adelante.

—Me han indicado que estaba usted aquí, Manuel, y como ya me iba para casa, me he dicho: a ver si esta tarde ha conseguido alguna novedad.

—Nada que merezca la pena.

—Ya sabes —dijo el Alcalde— que Manuel siempre se pone muy pesimista cuando está en lo mejor.

—Déjate de pesimismo, es que está la cosa muy liada… Creo, señor Juez, que usted podría ayudarme en una cosa. Es muy delicada para mí siendo guardia municipal, y podría encargárselo usted a la secreta de Alcázar como favor especial, ya que ellos me dejan mano ancha siempre.

—¿El qué? —preguntó el Juez aspirando el aire por la nariz.

—Que comprueben si Niceto, el novio de la Bolívar, no se movió de Alcázar la noche del crimen. El Juez se pasó el índice por la barbilla varias veces, y el Alcalde miró a uno y a otro como sorprendido.

—¿Es qué usted relaciona a la hija de Bolívar con la muerte del emigrado?

—Más bien digamos que quiero cubrirme esa retirada. Niceto riñó con su novia porque ésta, en una discusión, le dijo que estaba liada con otro. Niceto se marchó a su pueblo en seguida de la riña, según él… Pero a la noche siguiente estuvo aquí y habló con Evaristo Otero, el del Banco Central.

—Bueno, y esa noche ¿qué pasó? —preguntó el Juez.

—Nada, pero dos días después se ahorca la chica y matan al emigrante.

—Hombre, no es seguro que las dos cosas ocurriesen el mismo día. El forense no se definió del todo.

—Ya, ya lo sé. Todo puede ser una casualidad que no explique nada, pero me quedaría muy tranquilo sabiendo lo que hizo Niceto esas dos noches. Si hizo algo en Tomelloso la noche que vino a hablar con Evaristo, lo averiguaré yo solo… espero.

—Bueno, yo haré la gestión esta misma noche.

—¿Usted tiene alguna noticia de que el asesinado y la de Bolívar se tratasen? —preguntó el Alcalde.

—No.

—Ya sabes que los pálpitos de Manuel son siempre muy difíciles de entender —comentó el Juez sonriendo.

—Aquí no hay pálpito que valga, es puro trámite.

—No me venga usted con evasivas, que nos conocemos.

—De verdad que no.

—¿Entonces usted desecha la idea del fornicador general que dice la gente?

—¡Bah!…

No se sabe si Plinio iba a decir algo más o no. Lo cierto es que no tuvo ocasión, porque empezó a oírse un fuertísimo vocerío que llegaba de la plaza por el balcón entreabierto del despacho del Alcalde.

—¿Qué pasa por ahí? —preguntó sorprendido, yéndose enseguida hacia el balcón. Plinio y el Juez fueron tras él. Desde la calle de Socuéllamos venía un grupo de más de cien personas vociferando. Hombres, mujeres y mozalbetes llegaban en aquel instante ante la puerta del Ayuntamiento. Delante, sostenido y protegido por unos policías, avanzaba lentamente sobre su muleta el Giocondo.

—¡Canalla! ¡Hijo de puta! ¡Cobarde! —gritaban por todos lados.

Las gentes que había en la plaza, en aceras, bares y Casino, acudían corriendo hacia el pelotón insultador, como convocados por una corneta. Dos guardias sostenían al Giocondo por los sobacos, llevándolo casi en vilo, y los otros dos, con las porras desenvainadas, contenían a los vociferantes y agresivos. Los guardias que estaban en el portal del Ayuntamiento, sacaron también las porras y se pusieron en actitud defensiva mientras entraban al detenido o amparado.

—¡Que nos lo dejen!… ¡Dejadlo fuera!

Alguien debió guipar que el Alcalde estaba en el balcón, porque muchos empezaron a alzar las caras, y salió una voz allí dirigida:

—Señor Alcalde. ¡Queremos justicia!

—¡Justicia! ¡Justicia! —corearon otros.

A todo esto, las mujeres, más osadas, pugnaban por entrar en el Ayuntamiento. Los guardias se las veían y se las deseaban. Realmente la vanguardia de voceadores avanzaban sin poderlo remediar, empujados por la masa zaguera.

Plinio, al darse cuenta del peligro, salió corriendo del balcón, y como en sus años mozos bajó a saltos la escalera al tiempo que gritaba:

—¡Cerrad las puertas, coño! ¡Cerradlas! Al Giocondo le habían dejado solo. Plinio pasó ante él sin mirarlo, hasta el portal:

—¡Venga, Maleza, adentro, cerrad! Los guardias se replegaron. Mejor dicho, estaban replegados a la fuerza en el mismo quicio, y apoyándose todos en las enormes puertas color nogal, cerraron y echaron las aldabas.

A uno de los guardias le habían arrancado desde el cuello toda la delantera de la guerrera y otro tenía un ojo amoratado. Todos resollaban sudorosos. Fuera las voces recrecían y sobre las puertas talladas daban empujones violentos.

El Giocondo, realias Cachondo, estaba como un Nazareno. Clavado sobre su única muleta, la melena caída sobre el rostro, sudando. Tenía las manos, la boca y la nariz ensangrentadas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Plinio a los guardias.

Pero como todos andaban nerviosos, componiéndose los uniformes y secándose el sudor, nadie contestó.

—¡Coño! ¿Qué ha pasado?

—Yo estaba aquí —se disculpó Maleza— y he visto lo que usted.

Seguían las voces y los gritos desaforados.

—Venga, vamos arriba… ¿Quién estaba en el Parque?

—Nosotros —dijo el de la guerrera sin delantero, a la vez que señalaba al del ojo breva.

—Venga, vamos arriba. Ayúdame a subir a éste —señalando al Giocondo—. Y vosotros ahí junto a la puerta, no sea que la salten esos cafres. No habrían escalado ocho o diez escalones, cuando se hizo un silencio en la plaza. Los que subían, incluido Plinio, se detuvieron sorprendidos. E hicieron oído.

—¡Ah!, es que les está hablando el Alcalde.

Todos se calmaron un poco con aquel silencio. El Giocondo subía con los ojos cerrados. Debía tener la boca tan seca, que de vez en cuando sacaba la lengua y la pasaba por sus labios hinchados. Pasaron al salón de sesiones.

—Siéntate aquí —le señaló al Giocondo— y tú —dijo a un guardia— tráele a éste una poca agua.

—A éste y a todos —añadió presto el de la guerrera rota.

Plinio entró solo al despacho a ver qué pasaba. En efecto, el Alcalde hablaba desde el balcón principal.

El Juez, tras él, escuchando y entre luces, algo nervioso, fumaba un cigarro con chupadas rápidas.

—«… No os quepa duda de que se hará justicia, pero por los cauces legales, y por las autoridades competentes… Yo os ruego que confiéis en nosotros, que no os defraudaremos…».

Plinio, colocado entre cortinas, junto al Juez, veía a la multitud con las caras levantadas. Al fondo, junto a la esquina de la calle de Socuéllamos más próxima al Casino de San Fernando, descendían en aquel momento de un coche tres parejas de la guardia civil con los barboquejos bajos y los mosquetones al hombro, que al ver el aire pacífico que de momento tenía el concurso, quedaron parados y a la expectativa.

—«Yo os doy mi palabra de honor que todo quedará claro y en su justo sitio… Y ahora os ruego que os disolváis pacíficamente…». Así iba el discurso cuando de pronto, muy cerca del balcón principal, se oyó una voz muy recia que decía:

—¡Sí, yo soy, yo soy el que me las tiro a todas! ¡Yo soy el que os pone los cuernos a todos! ¡Cabrones! Plinio y el Juez se asomaron más, junto al Alcalde, que había dejado de hablar sorprendido, y vieron que en el balcón del inmediato salón de sesiones, abierto de par en par, estaba el Giocondo, apoyado en su muleta con una mano, y con la otra palpándose el vértice de los muslos.

Antes que Plinio reaccionase, los guardias que debieron guardar al Giocondo consiguieron entrarlo.

—¡Yo soy, cabrones!

El Alcalde se había quedado sin palabras y miraba con gesto casi infantil hacia aquella parte. La gente, después de un momento de estupor, empezó a vociferar de nuevo:

—¡Soltadlo, dejádnoslo! ¡Asesino! La masa volvía a avanzar hacia la puerta del Ayuntamiento y los guardias civiles, descolgándose los mosquetones y sujetándolos con ambas manos, empezaron a avanzar dando culatazos.

—¡Orden! ¡Orden! —reaccionó el Alcalde con grandes voces, que apenas se oían entre aquella confusión.

Plinio llegó al salón de sesiones:

—Pero coño, ¿es que estáis idiotas? No atinaban a sujetar al Giocondo, que sentado en el suelo, sin muleta, daba patadas y puñetazos hacia todos lados, sin dejar de vocear. Plinio cerró el balcón que abriera el barbas, y quedó allí en guardia, mirando por los cristales, a ver en qué quedaba el motín del Cachondo. Los guardias civiles abrían pasillos a toda prisa. Muchos corrían, algunos con la mano puesta en alguna parte dolorida del cuerpo. Nadie estaba ya en condiciones de escuchar al Alcalde. La gente se volvía a las aceras, al Casino y a los bares. Los guardias, por los sitios más despejados, avanzaban con los mosquetones cruzados ante ellos, empujando hacia todos lados, y arreándole con la culata al que se quedaba zaguero. Las mujeres, bajo los soportales o desde donde podían, un poco resguardadas, seguían gritando a ráfagas.

Plinio bajó, abrió las puertas del Ayuntamiento y mandó a sus números que salieran a ayudar a los civiles. Esparcidos en semicírculo, con las porras en la mano y con Plinio a la cabeza, avanzaron rápidos los municipales hasta llegar a la altura de los de Gobernación, que como se dijo, venían desde la retaguardia, o sea, desde la calle de Socuéllamos.

—Venga, ¡venga! ¡A vuestra casa! —decía a los paisanos Plinio, que iba el primero, y sin nada en la mano—. Venga, a vuestras casas, que esto es cosa nuestra.

Los más tercos acabaron por recular, hasta que la plaza quedó libre y sólo con espectadores en las aceras.

Guardias y policías, después de aguantar un rato en sus puestos de despliegue, por indicación de Plinio, se concentraron en la puerta y portal del Ayuntamiento.

Cuando el Jefe subía de nuevo la escalera, oyó la voz de don Lotario tras él:

—Manuel, Manuel… ¿Qué ha pasado?… Vaya francisquilla.

—Suba usted.

En el salón de sesiones, junto a los cuadros de Francisco Carretero, estaban dos guardias, el Alcalde, el Juez, algunos empleados de la casa, y el Giocondo, que seguía en el suelo, apoyado en uno de sus brazos musculosos. Con la melena echada sobre el rostro y la cara ensangrentada, continuaba a media voz:

—Yo soy… yo soy… no voy a dejar una…

Los de la autoridad lo miraban con cara de lástima y de asco a la vez, formándole semicírculo.

El Alcalde consultó a Plinio con una mirada, y el Jefe le respondió con un gesto como aconsejando calma.

Don Lotario sacó el «caldo» y ofreció a Plinio. El Alcalde echó una ojeada por el balcón. Plinio, después de liar y encender a su gusto, cogió la muleta del Giocondo, e hizo una seña a los dos guardias rotos que allí había para que se apartasen un poco con él. Se fueron hasta un rincón del salón. El Giocondo seguía con su tocata de obseso en voz apenas perceptible. El Alcalde y los demás de la Justicia se aproximaron al grupo de Plinio.

—¿Qué ha pasado?

Montesinos, el que se había quedado sin el delantero de la guerrera, habló así:

—Pues verá usted, Jefe. Maleza nos mandó a vigilar por el Parque Viejo por si iba con alguna el cojo ese de la mierda.

—Modérate.

—Sí, Jefe… Y no habíamos llegado al pilón grande, cuando oímos voces y jaleo. Corrimos hacia allá por el paseíllo de enmedio, y encontramos un grupo de hombres y mujeres que insultaban a ese… Decían que lo habían visto haciendo sus cosas con una moza.

—¿Y la moza? —interrumpió el Jefe.

—No estaba. Y que cuando vio gente echó a correr y dejó sólo al melenas.

—¿Alguien declaró el nombre de la chica? —preguntó el Juez.

—Uno dijo que era una chica muy buena que éste la había embrujao, maldeojao o qué sé yo. Y en seguida empezó a llegar personal por todos sitios. Se conoce que había muchos al acecho.

—Los había… claro que los había —dijo el otro guardia menos roto.

—Imagínese, Jefe, nosotros solicos con aquel gentío enfurecido… Nosotros venga de quererlo traer aquí y los otros rodeándonos, apretando. Intentando darle mojicones. Ya cansao, me planté, le arreé una patá a uno, pero se me volvió, me echó la mano al cuello y de un tirón me dejó así con media guerrera de menos. Entonces, comprenderá, no tuve más remedio que sacar la pistola. Y así Jefe, a duras penas, aunque pudimos arrancarlo, incordiaban y le pegaban por lo bajini al melenas.

—Y por lo altini —dijo el otro guardia.

—Como veníamos al paso del cojo, cada vez la procesión se hacía mayor y más furiosa… Todos los que venían o iban a la feria se añadían y ya ve usted cómo hemos llegado…

—¿Y el Giocondo qué decía?

—Lo mismito que ha dicho en el balcón… lo mismito, señor Juez… Tocándose sus partes y pregonando que a todas se las había pasado por la vírgula, con perdón.

Aquello de la vírgula que dijo el guardia Montesinos, iluminó de risa la cara del Juez, sin llegar a la carcajada.

—No sé si hará cuánto dice —siguió el guardia—, pero comprometedor y rabioso es un rato largo, ¡qué tío!

—Supongo que os acordaréis bien de las personas que le pegaban cuando llegasteis —(Plinio).

—Sí, Jefe… nos acordamos de bastanticos.

—Bueno, pues antes de iros me vas a hacer una lista.

—Sí, Jefe… Desde luego el tío es duro porque le han arreao de miedo. De patás y capones machos lo indecible. Ahora, que él sacudía la cabeza como un león, arreaba con la mano libre, y sobre todo, decía eso de que todos los del pueblo somos unos corníbiris y él un semental.

—Bueno, pues hacer esa lista que dice Manuel, y mañana empezaremos a actuar. Que el escándalo ha sido grande —(Juez).

El Giocondo, ahora, parecía dormido o sin sentido. Se acercaron otra vez a él. Y el Alcalde, como médico que era, le tomó el pulso y examinó con detenimiento las heridas.

—Nada de particular —dijo—. El pobre está rendido. Llamad al practicante de la Casa de Socorro y que le inyecte esto. E hizo una receta rápidamente.

—¿Qué va a hacer usted con él, Manuel?

—Si el señor Juez no manda otra cosa lo meteremos en el cuerpo de guardia. Tal vez convenga darle algo de comida.

—No, mejor que duerma así que le inyecten. Ale, muchachos, bajadlo al cuerpo de guardia. Lo levantaron con grandes esfuerzos y colgándoselo de los hombros entre los dos guardias lo sacaron en vilo. Iba con los ojos entornados, babeando palabras inaudibles.

—Manuel, que te quedas con la muleta —(don Lotario).

Y era verdad que Plinio seguía con ella entre manos, sin darse cuenta.

—Ah, sí, tomad.

Una hora después la plaza estaba normal. Marcharon los civiles y sólo quedó la guardia de la puerta, reforzada. Plinio y don Lotario marcharon a cenar y quedaron en verse en el San Fernando a tomar café. Cuando Plinio iba por la calle de Socuéllamos adelante, camino de su casa, llegó ante un corro de mujeres, que al verlo se callaron. Pero en el momento de cruzarlas una le dijo:

—Manuel, a ver si hacéis un castigo ejemplar con ese buscavidas.

Plinio, pensando que por vecindad con el Parque a lo mejor sabían algo, se paró con ellas.

—Buenas noches… Habrá que investigar con calma.

—No hay nada que investigar, está todo muy claro.

—¿Ah, sí?

—Hombre, tú me dirás.

La luz que salía del portal llenaba de reflejos limones la cara reseca y rafita de la dialogante, que las demás quedaban en un borrón.

—No sabemos nada concreto.

—¿Entonces no sabéis que esta noche estaba desgraciando a una chica en el Parque?

—¿A quién?

—¿Que a quién?

—Sí ¿a quién? Dime el nombre.

—Yo no lo sé, pero es conocida.

—¿Sí? ¿Rubia o morena?

—Hombre… cada noche venía al Parque con una distinta.

—Dime el nombre de una.

—Comprenderás que nosotras no nos dedicamos a espiar pecadoras…

—Y a las dos ahorcadas, ¿quién las desgració?

—Que sepamos, sólo una estaba desgraciada, como tú dices… y no se sabe por quién.

—Hombre, Manuel. ¿Quién iba a ser?

—Que habláis mucho… que os sobra muchísima lengua.

—Pero si él mismo lo dice —saltó otra.

—Bah…

—¿Entonces crees que es virgen y mártir?

—Yo no digo eso, lo que quiero son nombres, noticias concretas y no habladurías. Y siguió su camino sin más palabras.

Aquella noche, en el Casino, todas las peñas hablaban del motín del Cachondo. Plinio, a pesar que lo procuró, no pudo aclararse con don Lotario porque todo a su alrededor no eran más que curiosones y comentarios.

Para hablar con Maleza, que vino a darle cuenta —antes no hubo forma— de sus investigaciones en las casas de «la frontera» sobre la presencia del emigrado, tuvieron que irse a un rincón.

—Jefe, en las mancebías oficiales no han visto al alemán.

—¿En ninguna?

—En ninguna. Vamos, algunas putas lo conocen de verlo por el pueblo, pero no por el alterne.

—¿Y qué más?

—Tampoco nadie dice haberlo visto con mujeres por ahí.

—Pues estamos buenos.

A las doce Plinio estaba cansado de decires y comentarios de los socios y se salió con don Lotario a la Glorieta, porque estaba la noche bastante clara y de buen tempero. Al segundo paseo llegó Ignacio Reporta con sus pasos calmos:

—¿A que no saben ustedes de dónde vengo? —dijo con su aire pausado e importante de siempre.

—¿De dónde?

—De llevar a Recinto el exiliado a su casa. Llevaba una cogorza como un foudre. Iba agarrándose a las paredes. Me ha dado lástima y lo acerqué con el coche.

—Pobre hombre —casi suspiró Plinio. Ignacio sacó la cajetilla y empezó a amartillar un cigarrillo rubio.

—¿Habrán visto ustedes que lo que les dije del Parque ha sido verdad?

—Vaya, sí. Lo sabía medio pueblo —(don Lotario).

—Lo que no sabe nadie es darme el nombre de alguna que haya ido con el Giocondo.

—Por lo visto la de esta anochecida echó a correr así que oyó gente. Debían estar por allí por la bodega de Fábregas… Al sentir ruido, se calzó las bragas y salió de estampía.

—Pero alguien la vería, digo yo, Ignacio —(don Lotario).

Ignacio chupó con mucha profundidad de pulmones, echó luego el humo con todo el placer del mundo por boca y narices, mientras miraba a los de la Justicia con ojos misericordiosos, para decir al final:

—Mañana a lo más tardar se sabrá todo.

—Ya se debía saber… Y no digamos tú —respondió el Jefe con cierta intención.

—Yo, cuando no estoy muy cierto de una cosa no la digo.

—Ya.

—Y para que vea usted que es así —dijo ahora poniéndole la mano en el hombro a Plinio con mucha prosopopeya—, le voy a dar una información que es verdad de la buena.

—A ver…

—¿Sabe usted dónde estuvo Niceto el de Alcázar la noche que vino, antes de ver a su amigo Evaristo?

Plinio entornó los ojos.

—No.

—Pues estuvo antes… agárrense ustedes, hablando con el padre de su novia, con Simón Bolívar.

—¿En su casa?

—No. Los dos solicos en el Paseo de la Estación. Se conoce que lo citó allí.

Plinio se pasó la mano por la barbilla con insistencia y preocupación.

—Eso va a misa, Manuel.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Pedrito. Un escribiente de mi bodega que pasó por allí. Puede usted preguntárselo si quiere.

Alumbró de pronto un relámpago de todo voltaje y vino luego un temblor de truenos importantísimo.

—Atiza, ya está otra vez el anticiclón… —dijo mirando al cielo—. Como verá usted yo no fallo en mis mensajes —dijo riéndose y acariciándose la cara satisfecha.

Antes de irse a la cama pasaron un momento por el Ayuntamiento a ver cómo andaba el Cachondo. El cabo de guardia les dijo que después de la inyección se durmió como un tronco. Pasaron al cuarto de guardia y allí estaba el peludo, pintado de mercromina manos y cara y roncando con un compás muy aparente. Cuando ya habían hecho ademán de marcharse, Plinio cambió de parecer y volvió a mirarlo fijamente:

—Tráeme unas tijeras, cabo.

El cabo Lomas miró a don Lotario como si no hubiese entendido bien.

—Sí hombre, unas tijeras —le subrayó el veterinario.

El cabo buscó en el cajón de la mesa y sacó unas tijeras largas.

—Ahí tiene, Jefe.

Y Plinio, con mucho cuidado, cogió un mechón de pelos de la parte zaguera de la melena del Cachondo, y le cortó una matilla. El dormido ni se removió. Lió luego los pelos en un papel y los guardó en su cartera.

Salieron sin decir palabra. El cabo, haciendo un gesto de extrañeza, volvió las tijeras al cajón.

—En vista de que no te han dado resultado los pelos de hembra vas a probar con los de macho.

—Quiquilicuá.

—Los míos también están a tu disposición.

—Gracias, don Lotario.