PLINIO, apenas se tiró de la cama aquella mañana, abrió la ventana de la alcoba. Seguía la lluvia. Fina, pero seguía. Se vistió con pocas ganas el uniforme viejo, no estaba el día para elegancias, y empezó a afeitarse con la maquinilla eléctrica. Mientras se pasaba el motorcillo por la cara se miraba en el espejo, no con el aire distraído de todos los días, más bien con la atención de quien sorprende a otro tras un vidrio. Poco a poco fue acercando la cara hasta echarle el resuello al cristal, y quedó el hombre fijísimo en la orografía de su rostro. Hacía mucho que no se miraba seriamente, con toda la potencia de su miradero, y se reconsideró un ajeno, que no veía hacía tiempo. Con atención contemplaba el manojo de arrugas que partían en abanico desde los cuévanos hasta la sien. Y las puntas de su boca vencidas, por tan mantenido uso de la vida y sus tocatas. La frente llena de viserillas ondulantes y el pelo retrasado hasta la mitad del cráneo. Los ojos, más claros de pestañas, un poquillo enrojecidos, y la barba entrecana, como hierba atizonada desde la raíz. E intentaba recordar aquélla su otra cara, la de cuando empezó a llevar uniforme, la de sus años mozos, tan lustrosa y estirada, con aquel pujante pelo oscuro; los ojos alegres y jugosos de aledaños tan lisos. Y pensaba en por qué la vida tendría ese patético empeño de deshacer su propia obra, en resecar las mismas lozanías que creó, en desmollar el cuerpo, enjutar las carnes y doblar los huesos cada vez más leñales y parones. Y no es eso lo peor —se decía pensando en Braulio el filósofo—, sino que igual que desmejora el cuerpo y se destensa, aquellas ideas y contentos, tirantes como la piel y la pelambre, también se añoñan y pierden vigor. Y con los años, cuanto pasa por la cabeza va ya a paso lento y cobardica, porque todo lo da por visto y degustado. Cuando era joven, a casi todas las mujeres les encontraba su misterio y tizón, su aspecto besador y comedero… Y ahora, pocas eran las que no le recordaban experiencias cansinas. Las que no le daban la sensación de libro leído. Y así pasa ya con todo o casi todo. Sólo en las tardes tranquilas, sentado bajo los árboles de la terraza del San Fernando o en otro lugar apacible, se sentía ligero como los pájaros posados en las ramas, con ganas de empezar algo muy suave. De ser renuevo… Pero enseguida volvía la rutina, la pesadumbre de ver que todo es igual, y ya está retratado en el haldón del alma…
Así estaba mirándose el rostro en el espejo, con la máquina de afeitar parada en el aire, cuando entró su mujer sin ser notada y se puso tras él:
—¿Pero se puede saber lo que estás haciendo, Manuel?
—Coño, ¿no ves? Afeitándome —y volvió a rodarse el motorcillo por la mejilla.
—Afeitándote ahora, lechón, que cuando entré estabas a mil leguas y mirándote en el espejo no sé qué atractivo.
—Anda, la de los atractivos, prepárame el café, que ya estoy listo.
Oyendo ahora el ruido de la maquinilla junto a su oído, pensaba: «¿Sentirán las mujeres el desencanto de la vida como nosotros los machos listos? ¿No quedará toda su melancolía en el padecimiento de su físico?… Tengo que preguntárselo a Braulio».
Tomó el café de pie en la cocina. Su hija Alfonsa le trajo el paraguas.
—¿Se sigue hablando por ahí de las preñadas?
—Cada hora más… Pero como usted no se cree nada.
—¿Y qué dicen?
—Decir, decir, dicen tantas cosas… Que Nicomedes Calzón anoche le dio a su hija Julia una paliza de aupa.
—¿Por qué?
—Las vecinas cuentan que al compás de los palos, le preguntaba: «¿Quién? ¿Quién ha sido? Dime quién ha sido, que te eslomo».
—¿Qué quién había sido «quién»?
—Hombre, la gente ya se puede suponer lo que piensa.
—¿Pero no dijo más, ni hay más indicios?
—No señor, que yo sepa, pero la cosa huele.
—Huele, huele a chisme. ¿Y qué más?
—Que por detrás del Parque han visto al Giocondo o Cachondo, como le llamen, arrepretar a una.
—¿A ese tullido de las melenas?
—Pues de él dice la gente muchas cosas, no vaya usted a creer. Por lo visto tiene una labia que pa qué.
—Chica, lo que me faltaba que ver. Si las mujeres de este pueblo se dejan preñar por ese payaso es que se acabó la raza.
—Ese tío tiene mucho gancho, padre. Usted es que no se ha fijado bien.
—Pero, coño. ¿Esas tenemos? ¿De modo que tú crees que tiene gancho?
—Eso dicen todas. Yo le advierto que sólo lo he visto desde lejos.
—Pues chica, me dejas de una pieza.
—A usted es que no se le puede decir nada. Me pregunta y luego mira.
—Padre lleva mucha razón, hija —dijo la Gregoria desde la puerta—. La gente está fuera de sus casillas. Con tanta lluvia y no haber feria, se aburren y venga de darle a la fantasía. Si saliera el sol, el personal se iría a disfrutar de la feria y se acababa esta obsesión de las panzas.
Apenas dieron las nueve anunciaron a Plinio la visita de Teodomiro Gutiérrez. El hombre entró en el despacho del Jefe enlutado de pies a cabeza. La corbata negra a estreno, con un nudo perfecto, destacaba sobre la camisa blanquísima.
Teodomiro era un rentista con bastantes viñas y de familia conocida. De unos sesenta años, delgado, y un bigote cano de corte antiguo, que le hacía la cara más estrecha. Se sentó en la silla que le ofreció Plinio, sacó un pitillera de plata, de ella un cigarrillo rubio, al que con la punta de la uña del meñique, muy afilada, le quitó unas hebras, y en su lugar puso un algodón, ayudándose con la misma uña. Después, con mucha precisión, como un mecánico, lo encajó en una boquilla muy señorita. Sacudió de la mesa con mucho esmero las briznas de tabaco rubio. Se frotó las manos. Sacó ahora un mechero cuadrado, con el mismo ajuste de movimientos. Encendió muy rebién. Lo apagó. Se lo guardó. Dio una chupada profunda, echó luego el humo por entrambas narices y entre los pelos blancos del bigote. Con la mano izquierda dio un papirotazo a una mota que debió ver… o a lo mejor no, en el sombrero negro, que dejó sobre la mesa, a su diestra, y cuando ya no le quedaba nada que hacer, dijo de esta manera:
—Manuel, no sé si te extrañará mi visita, pero he creído que debía hablar contigo. Lo que me ha pasado es muy triste, por muchas razones, y no tiene remedio, pero tal y como están las cosas por el pueblo, aunque lo que vaya a decirte pueda resultar mayor vergüenza para nosotros, he pensado que es mi deber, y a lo mejor puede ayudarte.
El hombre se sacó la boquilla de entre los labios, luego el pañuelo del bolsillo superior de la americana, y se limpió los ojos.
—Tú sabes que cuando hicieron la autopsia a mi pobre hija se descubrió que estaba embarazada de unos tres meses. Pensamos, lo natural, que habría sido en Madrid. Estudia farmacia… y como está hoy la juventud… Pero pensándolo bien, ella llevaba aquí de vacaciones desde primeros de junio y estamos a primeros de septiembre. Y yo me he dicho: ¿Y por qué no pudo haber sido aquí?, ¿tú me entiendes?… por obra de ese demonio que se dice que hay suelto. Porque ella… sabes, Manuel, era una chica normal, educada con las costumbres de aquí. Estaba acabando la carrera. Sólo le faltaba un curso y alguna asignaturilla, y nunca nos dio el menor quebradero de cabeza. Se manejaba muy bien en Madrid y en la Facultad, y ya te digo, ni novio le hemos conocido… Y de pronto, hijo mío, esta tragedia… Y yo pienso, a la vista de cómo están aquí las cosas, que esta extorsión, y así se lo dije ayer a mi mujer, sólo puede haber sido obra de un hombre con dotes especiales para llevarse por delante a la que le venga en gana. Mi mujer lo comprendió y me dijo que viniese enseguida a hablar contigo… Si la cosa hubiese sido de otra manera, con algún novio de Madrid, ¿tú me entiendes?, lo habría planteado de otro modo, y no así, ahorcándose.
Y Teodomiro, apenas pronunció esta última palabra, comenzó a llorar de manera tan estrepitosa, que se le cayó la pipa de la boca. Plinio esperó un poco a que se le pasase el ahogo, para decirle algunas palabras de consuelo.
—Tranquilízate, Teodomiro, hay que tener resignación. ¿Qué vas a hacer?
Al cabo de un poco, Teodomiro se enjugó las lágrimas, recompuso el cigarrillo en la boquilla, se sacudió minuciosamente las motas de ceniza que cayeron sobre su luto, volvió a papirotear el sombrero negro que seguía a su vera, y con visible esfuerzo recompuso el gesto:
—Es muy duro, Manuel. Es muy duro. No puedes imaginártelo.
Plinio aguardó a que Teodomiro acabase su discurso, pero como no dijo más, empezó su interrogatorio.
—¿Qué vida hizo tu hija cuando vino con vacaciones?
—La de siempre en este tiempo.
—¿No le notabais nada extraño?
—En los últimos días muy decaída. Su madre dice que alguna vez sospechó lo que le pasaba, pero que no quiso pensar en ello. Que se lo apartó de la cabeza como fantasía suya.
—¿Salía?
—Claro, con sus amigas de siempre. Y a todas horas. Cosa natural, en vacaciones.
—¿Y volvía a casa a horas normales?
—Bueno, ya sabes lo que son para las chicas de hoy las horas normales. Después de salir del cine o de pasear. A la una y media o las dos.
—¿Y las amigas le notaron alguna ausencia o falta rara?
—Francamente, Manuel, no les hemos preguntado, no les hemos querido preguntar. Ésta es la primera gestión que hago.
—Puestas las cosas así —dijo Plinio con gesto poco convencido—, sería bueno que vosotros, mejor tu mujer, sonsacaseis a sus amigas más íntimas, a ver si sale alguna luz.
Plinio tenía la impresión, como luego dijo a don Lotario, que aquella entrevista no tenía color. Que Teodomiro, de verdad de verdad, no pretendía solucionar nada. A lo más, que localizasen en el pueblo un tenorio humanamente irresistible en el que descargar la tripa de su hija. La operación era muy sencilla y humana, claro. Por eso Plinio se salió con aquella fórmula ambigua de que hablasen con las amigas de Aurora. Con este convencimiento procuró desmayar la conversación, y don Teodomiro, enfundando su boquilla, y poniéndose el sombrero, marchó.
Pocos minutos después el Jefe estaba en la buñolería de la Rocío con el paraguas al brazo. Allí le esperaban el filósofo Braulio, el Faraón, don Lotario y Coño Venegas.
—Coño, ya está aquí el Jefe.
Plinio saludó breve y se puso de brazos sobre el mostrador en espera de su desayuno.
—¿Quiere saber su mercé, Manué, quién es el que está empanzando a todas las chicas del pueblo?… Pues a su laíto lo tiene. El señor Faraón.
—Y que lo digas, hija, y que lo digas. Una diaria. Así que me levanto de la siesta, me pongo los pantalones de ligar, me aliso el tupé y a las eras de Perales con la de turno. Empecé la poda el mismo día de la primavera, y echa la cuenta, ya llevo más de cien ombligos alzados. Y sabes que no fallo. Sean vírgenes o veteranas de ingle, al primer casquete las dejo de tres meses.
—Éste ya no preña ni en sueños —comentó Plinio, sonriendo.
—Bueno, bueno. Ya verás cuando se aclare el caso… Que yo no sé qué me pasa, chico, desde la última primavera. Proposición que hago… qué digo proposición, guiño de ojos que dirijo, hembra al bote. Pero así, sin titubeo. Plinio sonrió cucharilleando el café.
—Desde luego es grande lo que está pasando en este pueblo, coño.
—¿Se pué saber qué está pasando?, señor coñito Venegas —le preguntó la Rocío muy fina.
—Coño, que anda por ahí un caballero que se las cablegrafía a todas.
—Yo no creo que sea eso exactamente —dijo Braulio con gravedad—, pero la gente está muy necesitada. Que hay provincias españolas, como la de Ciudad Real, que están muy mal jodidas y claro, con cualquier pretexto se obsesionan con la coyunda. Porque antes, toda España era muy moral. Bastante moral, quiero decir, en las cuestiones de matriz, que en las de cuartos mejor es no tocarlo. Pero últimamente se ha producido un fenómeno muy impar que seguramente ustedes han reflexionado. Me refiero a lo del turismo. Desde que llegó la invasión extranjera, invasión con soldados y soldadas en bañador, se entiende, resulta que hay dos Españas. La España marítima y playera, y la España del interior: la del romero, la jara, la viña, el olivo y la paramera. En la España turística, como a la hora de la verdad ni moral ni leches, que lo que importa son los cuartos, se ha levantado la veda del conejo. Las costas españolas están preparadas para que medio mundo venga aquí a darle gusto al vientre. Y por el contrario, en esta otra España, la España quiñonera, sigue la moral antigua, y el que no fornica con su señora esposa o con algún planecillo subterráneo, pues ya lo sabe, a pasar hambre. ¿Y qué pasa? Que como las rastrojeras de aquí se enteran por los cines, los periódicos, la televisión y algún veraneo que otro, que por el Mediterráneo se pasa tan ricamente, tienen envidia y aspiran, es natural, a la liberación de sus partes. Porque es que aquí, por la naturaleza del terreno, siempre tiene que haber dos Españas. La rica y la pobre. La solanera y la sombraja. La marina y la agrícola, la industrial y la barbechera y ahora, además, la carnívora y la penitenciaria de siempre.
Y la revolución va a venir. Fijaros si os lo digo. Va a llegar la sublevación general y la cosa es comprensible. Lo mismo que ahora se van a trabajar a Alemania porque pagan más; a vendimiar a Francia o hacer de camareros a Benidorm, en un futuro breve, la gente moza de estos pagos, si queda alguna, cogerá las maletas y se irá a las tierras con sol y turismo, a las de la buena vida. Y toda esta Castilla y Extremadura, la Rioja, Aragón y otros parajes sombríos y agrios, quedarán vacíos como una plaza de toros en lunes. Ruedos infelices, habitados si acaso por viejos y mastines. Y España será un cinturón de poblaciones grandísimas, ceñidas al mar, que de verdad es lo que vale y da trabajo fácil y gozo. Y todos estos secanos y somerales a hacer puñetas. Y si no, al tiempo.
—Oye Braulio, esta mañana te encuentro un poco disparatao, ése no es tu tono —le dijo don Lotario verdaderamente preocupado.
—Sí exagera un poco, sí —abundó Plinio.
—No señores, nada de disparatao, lo que pasa es que sois unos seres terruñeros y os asusta la imaginación. Vivimos un mundo de cambios muy profundos y vuestras cabezas no están preparadas para ellos. No hace ni veinte años que en España, si alguien en la playa enseñaba el arranque de una teta, la metían en la cárcel… Y mira ahora. La meten en la cárcel si no enseña las dos. En ese mismo tiempo aquí to lo extranjero era pecao y demonial; y ahora nos ponemos contentísimos cuantos más millones de extranjeros llegan para quedarse con todo. El mundo cambia que da gusto, y nadie puede ir contra corriente por muy fanático que sea. Y yo os digo que esto de vivir en tierras pobres, habiendo cerca otras en las que se está muy ricamente, se acaba. La España del centro quedará para que investiguen los arqueólogos. La generación nueva quiere gozo y trabajo fácil, convivencia y libertad, y el riñón de España es lo más opuesto a esto. No se trata ya de injusticias sociales de ricos y pobres, sino de injusticias de vida total. De alegría y tristeza, de sol y sombra, de fornicativa y abstención, de ganárselo fácil o a agonías. España, de verdad de verdad, lo único que produce en abundancia es sol, y cachondeo. Y es lo que hay que explotar, es lo que estamos explotando ya. Y todo lo demás, leches. Y en el futuro no quedarán más españoles que los que hagan falta y puedan vivir en las zonas mayores. Los demás al extranjero, a por dineros suficientes para darse una vida más muelle y actual.
—Desde luego, la mañana que viene Braulio retórico aquí no hay quien hable —dijo la Rocío.
Braulio, bastante satisfecho de su predicación futurible, se bebió la copa de aguardiente que tenía sobre el mármol y quedó mirando a todos como diciendo: «¿A ver quién es capaz de quitarme la razón?».
—Entonces, según tú —dijo Plinio con cierta preocupación—, España acabará como una plaza de toros, cuyos tendidos y palcos serán las provincias junteras al mar; y el ruedo las tierras centrales, las de secano.
—Algo así. De verdad de verdad, nuestra verdadera riqueza no es la naranja, ni la uva ni los zapatos. Son cantidades pequeñísimas que cuesta mucho sudor sacarlas y fíjate el papel que hacemos en el mercado mundial. Nuestra industria de verdad, ¡oh España de la Inquisición!, es calentar a la gente, darle holganza y ponerla alegre… Que no es mal negocio. Bien mirao y explotao, la ricura del mundo. Y además muy de acuerdo con nuestro temperamento. Hoteles, saunas, piscinas, tablaos, fiestas y festivales, corridas a la orilla del mar. Lo nuestro de siempre, que hasta ahora no hubo oportunidad de explotarlo a lo grande, para el consumo de todo el mundo conocido. Menuda suerte. Quince millones de españoles al extranjero a ganar más. Los otros quince a las costas y escasas tierras fecundas, y el centro de España para pastos… incluido Tomelloso, Alcázar y los Arenales de la Moscarda, qué leche… Pa qué vamos nosotros a inventar coches, ni radios ni quirófanos. Que inventen ellos o nosotros, pero en sitios extranjeros, como ya ocurre. Nosotros daremos a Europa lo mejor, buena vida y vacación, toreros, futbolistas, artistas, teatro… Si es lo que está pasando ya, lo que ha pasao toa la vida, no seamos gilipollas. ¿Cuándo hemos competido nosotros industrialmente con nadie? ¿Cuándo hemos podido imponer masivamente en el mundo algún producto nuestro? Si no tenemos terreno para nada. Ni productos básicos suficientes. Sólo sol y cachondeo. Pues a ello. Si Europa va a ser una, cada país pondrá lo que tiene y nosotros el solarium y la piltra. Que no es mal papel.
—Eres el mayor retrógrado del mundo. Con esas ideas te van a dar algún cargo importante.
—Soy un retrógrado, ¡por aquí! Soy un realista, un filósofo realista, mientras vosotros os creíais de España eso que dicen los mentirosos: que puede ser un país competitivo. ¿De qué? Tos los autos que gastamos los inventaron otros, y las televisiones, y las máquinas de afeitar. Si aquí vivimos de fuera, coño. Y si hacemos un pinito de nacionalismo nos morimos de hambre y de tristeza… Desengañaros, camaradas, España por sus artes y sus playas debe quedar como el campo de recreo del mundo… Y no es mal negocio, digo, puñeto.
Llegó de pronto tal aluvión de mujeres con cestos, que durante un buen rato los de la tertulia tuvieron que arrinconarse sin posibilidad de palique ni colocación ordenada.
La Rocío aceleró cuanto pudo, pero cuando clareó la parroquia, ya habían perdido el hilo del tema. Además, el Faraón, de pronto, salió con una de las suyas:
—Esta mañana, cuando me lavaba desnudo de medio cuerpo para arriba, me he estado fijando en mis tetas.
—Coño. ¿Es que tienes tetas?
—Hombre, las normales, las que tenemos todos los hombres.
—¿Y qué? —preguntó Plinio riéndose.
—Que he estado pensando por primera vez en mi vida porqué coño nos habrán puesto ahí esas muestrecillas de tetas a los hombres… Sí te fijas bien, tienen su bulto y su pezoncete sonrosado, y aunque con esfuerzo, chupable. ¿Pa qué? Lo natural es que los hombres tuviésemos el pecho liso, como la espalda, pongo por caso… Pues no señor, tetillas inútiles, como de mujeres venidas a menos. ¿No será, pienso yo, que los hombres en los tiempos antiguos eran tetudos como ellas y mientras las mujeres trabajaban ellos lechoneaban a los menores? Todos reían sin remedio hasta que la Rocío, dominándose, rompió:
—Desde luego Faraón tienes unas cosas que son para mear y no echar gota —y de una manera inconsciente se echó un reojo a su propio tetario.
—No, pero es de verdad. ¿Para qué valen, don Lotario? Usted que es veterinario.
—Yo no lo sé, hijo mío. Es un misterio.
—Si las tuvieran los maricas solamente, pues estaría muy bien para distinguirlos. Además, que ellos se pondrían muy contentos. Pero que un hombre como yo tenga dos pezones es que no me lo explico. Tú, Braulio, que eres filósofo, ¿cómo lo dices?
—Hoy sólo me preocupan los problemas históricos.
—¿Y quién te dice a ti que las tetas de los hombres no son problemas históricos?
—Coño —dijo Venegas—, yo conocí a uno que le dolían y le daban leche y todo. Vaya, sí, y el médico lo tenía que ordeñar con unas gomejas.
—Fíjate —dijo el Faraón—, y sin quedarse preñado.
—Qué va, coño. Al tío de vez en cuando le daba el acceso y le dolían en serio.
—Vaya vergüenza, que le manche a uno la camisa y la corbata de leche pechal, como a una de cría.
—¡Ay, Dios mío!, qué bestias están ustedes esta mañana.
Poco después, cuando se desmenuzó el tema de los pechos masculinos y se deshizo la tertulia, ya bien tarde, Plinio y don Lotario cruzaron la plaza bajo un sólo paraguas, y se metieron en el despacho del Jefe.
La lluvia era cansina y nórdica. Seguida seguida, pero de poco chorro. Y el cielo, capota cerrada.
Contó Plinio a don Lotario la conversación con Teodomiro Gutiérrez y los comentarios sobre el melancólico guitarrista que le hizo su hija.
—Eso del melenudo suena a fantasía popular.
—Sí, desde luego, pero ¿por qué no lo dicen de otro? —siguió Plinio, como si hablase consigo.
—Porque ése tiene melenas, barbas, toca la guitarra y es un tío estrafalario. Y la gente corriente siempre tiende a culpar de lo malo a los que no son como ellos.
—Tal vez lleve usted razón. Y conste que no es que crea yo nada raro de ése, pero me ha chocado que se fijen en él.
—Tú… alcanzas más que yo… Pero no le doy importancia tampoco.
Quedaron un buen rato en silencio y al fin dijo Plinio:
—Tengo el siguiente programa. Primero: esperar los resultados de la autopsia de Antonio Rosamerino. No creo que haya especiales novedades, pero a ver qué nos dice don Saturnino, que debe estar ahora en el tajo. Segundo: ir a Alcázar de San Juan a conocer al novio de la hija de Simón Bolívar. Y tercero: hablar despacio con Simón Bolívar. Esta última diligencia habrá que dejarla para mañana, porque hoy andarán de funerales y demás ceremonias del luto.
Plinio parecía muy tranquilo y a gusto con el día. Miraba hacia el cielo nublo con paz en los ojos y en el rostro. Diríase que su sangre circulaba bien fluida y las ideas estaban colocadas en su cabeza muy en orden y separadas. Don Lotario se puso a ojear el Lanza, periódico de Ciudad Real. Plinio, con ademanes burocráticos repasó los papeles y partes que tenía sobre la mesa. Habría transcurrido poco más de media hora, cuando se entreabrió la puerta del despacho y apareció don Saturnino con su cara inexpresiva.
—Adelante doctor. Siéntese. ¿Qué hay de nuevo?
Don Saturnino reía poco y hablaba siempre en voz bastante baja. Lo más expresivo de su rostro eran los ojos, que solía modularlos mucho tras las narices, notablemente aguileñas. Cuando sacaba cigarro o se explicaba, lo hacía siempre con el mismo aire calmo, burocrático, de hombre que se lo sabe todo. A veces en sus ojos asomaba un punto de impaciencia o de irritación, pero ya digo, de las pestañas no pasaba aquella actitud. Él seguía con su compás de movimientos.
—Nada —dijo después de encender el cigarro—. Me certifico en las observaciones que hicimos ayer. Al pobre, según vimos, le sorprendió el criminal en el momento crucial, como decían antes los periódicos.
—Ya…
—Pero hay algo más que creo que puede ser importante para usted —dijo y quedó callado mirando al guardia y echando un medio reojo a don Lotario, sentado junto a él.
—¿Qué?
Y sin añadir palabra, abrió la cartera y sacó un paquete muy fino hecho con papel de seda. Miró hacia la ventana y la puerta, tal vez para ver si estaban bien cerradas, y colocándolo sobre la mesa, lo dejó junto a sí, sin acercárselo a Plinio. Éste alargaba la cabeza y aguzaba los ojos, pero estaba claro que no veía nada.
—¿Qué es?
—Pelos.
Plinio se caló las gafas, se puso de pie y fue junto al forense.
—¿Pelos?
—Sí… muy pocos.
—¿De quién? ¿De dónde?
El médico, antes de contestar, volvió a liar el papel, no se volasen los pelillos. Y en seguida dijo con su aire indiferente.
—Se acuerda usted que el muerto tenía las dos manos alzadas hasta la altura de la cara. Y que una estaba bien apretada, con el puño cerrado, quiero decir… Pues bien, dentro del puño, tenía estos cinco o seis pelos, que naturalmente no son suyos.
—¿Que no son suyos, dice usted?
—Son más negros y… los he analizado bien. Plinio se quedó mirando al médico con aire de pregunta.
—¿Seguro que no son de Antonio el emigrado?
—Le digo que no, seguro que no.
—¿Son de mujer o de hombre?
—A eso no alcanzo.
Plinio se sentó en su sillón y empezó a pasarse la mano por la nuca con cierta insistencia.
Don Saturnino ofreció el paquetillo a Plinio.
—No, no, es mejor que los guarde usted.
—Como por aquí casi todo el mundo tenemos el pelo negro o castaño muy oscuro, es muy difícil precisar si no se hace un estudio microscópico —comentó, mientras guardaba el paquetillo en el bolsillo más profundo de su cartera.
—Pero como no busquemos nosotros al propietario de esos cabellos, no nos lo va a decir nadie —dijo Plinio con energía y muy convencido.
—Desde luego, Jefe. ¿Pero por dónde empezamos el cotejo?
—Creo que el primer paso no ofrece dudas.
El médico y el veterinario se le quedaron mirando con mucha suspensión y guiño de cejas.
—¿No se les ocurre, señores doctores?
—Francamente, no —dijo don Saturnino.
Don Lotario también se encogió de hombros a la vez que se pasaba la mano por la cureña.
—Vamos a empezar por la hija de Simón Bolívar.
—¿La ahorcada? —saltó el forense.
—La ahorcada.
—¿Y qué concordancia ve usted?
—Un momento, un momento, Saturnino, que me parece que a nuestro buen amigo Manuel le ha llegado su pálpito. Y los pálpitos del Jefe siempre son dignos de todo respeto. Don Saturnino hizo un leve gesto de escepticismo.
—No sé si es pálpito o no, como asegura don Lotario —comentó Plinio con media risa—. Más bien es lógica.
—Pálpito, leche —reforzó con entusiasmo el «vete».
—Don Saturnino, perdón por el trabajo extraordinario, pero vamos a hablar con el Juez, y esta noche, en el más absoluto secreto, destapamos el cadáver de la Bolívar un momento, le cortamos un mechoncito de pelo, le echamos el microscopio y en paz.
—Bueno, bueno. Lo que usted diga.
—Si no resulta nada positivo, por lo menos nos quedamos tranquilos. Total por unos pelillos. Salvo que me asegure que los pelos que lleva usted en la cartera no son iguales o parecidos a los de la Bolívar.
—Yo ya no me acuerdo como eran los de la Bolívar. Desde luego, rubios no.
—Pues no hablemos más del asunto. Esta noche la desfosación.
—Como usted quiera. Pero ahora me largo porque me esperan los del Seguro.
—Manuel. ¿Por qué has ligado a la Bolívar con el emigrado? Dime tu lógica.
—Pues porque han sido dos muertes casi juntas. No hay más pálpitos ni puñetas. Yo también ahora hago como la gente: relacionar la causa de todos los muertos y ahorcadas de estos días.
—Bueno, bueno. Si no me parece mal… Y cambiando de tema: según tu programa, ahora nos toca ir a Alcázar a interrogar al novio de la Bolívar.
—No. Se han puesto unos pelos por medio y conviene aplazar el viajecito para la mañana.
—Como digas.
Plinio dio unos paseos por el despacho con las manos atrás, el cigarro en la comisura y los ojos entornados.
—Es listo el jodío médico este —dijo como pensando.
—Ya lo creo que lo es… Además le ha cogido el tranquillo a la cosa policíaca. Si no fuese tan tímido.
Así el cuadro, entró Maleza:
—Jefe, si quiere ver un buen espectáculo acérquese ahí a la Posada del Rincón.
—¿Qué pasa?
—El Cachondo, el melenudo, está dando un recital que pa qué.
—Ya lo tengo oído…
—Vamos, Manuel, vamos, que toda observación es poca.
—Tal vez lleve usted razón.
Y se caló la gorra, cogió el paraguas del perchero de árbol y salieron hacia la Posada, que está pegada al Ayuntamiento, y cuya vieja portada es tan ancha como la misma fachada. A principios de siglo, cuando el Ayuntamiento se ensanchó y dio un paso adelante, la Posada, que fue de Vicente Pueblas, el Alcalde de la primera República, quedó allí enconada, y tomó el nombre de Posada del Rincón.
Apenas entraron, a la derecha, bajo los porches que antaño servían de cobertizo a los carros y ahora a camiones y remolques, había un gran corro de gente, especialmente de mujeres y muchachos, que escuchaban al Giocondo. El hombre, encaramado en un remolque, sentado en una silla que había empinado hasta allí, y con la muleta a su vera, sacaba sones a su gitarra cotosa. Con la melena entrecana llovida sobre la mitad de la cara y las enclenques piernas muy juntas, bordoneaba sin mirar al auditorio. Sus pies, normales, resultaban anchísimos y largos, como remate de aquellas piernas finitusas que no conseguía disimular el pantalón mahón. La camisa a cuadros, desabrochada, dejaba verle la pelambre del pecho y la ancha textura de sus hombros y brazos. Sus ojos eran como los de esos retratos que parecen mirarnos desde todas las esquinas. Entre iracundos y dulces, despreciativos y rogadores, demostraban no sé qué desagradable superioridad. Cantaba moviendo poco sus labios grandes, carnales y granates, sensuales o crueles, según los casos, que a veces dejaban al descubierto unos dientes muy calizos y bien arringlados. La voz era más bien aguda y maricona, aunque daba la impresión de que lo hacía aposta, de que no era su voz de verdad.
Cantaba así, ahora con cierto tono acusatorio:
Cuando los señoritos salen de misa
los pobres dicen con contrición:
«Tienen los cuartos, tienen las viñas,
tienen las vírgenes, tienen los santos,
las cofradías y el primer puesto en la procesión.
Es imposible la revolución».
Acabadas estas canciones tan atentativas a la moral, levantó la cabeza y cayó en la presencia de Plinio y don Lotario. El hombre, con su rostro más dulce, retempló la guitarra y al cabo de un ratillo dijo, mirando al público con ojos casi angélicos:
—Y ahora, queridos oyentes, amigos lealísimos, volvamos al folklore popular, que es la medicina ideal para llevar la alegría y la paz a los ciudadanos sencillos y leales.
Y comenzó con voz un poco sorda estas coplas precoces de la tierra, que él, forastero, las cantaba con música que tiraba un poco a tango:
Una moza en un mesón
y una higuera en un camino
… Entre tentón y tentón
les va madurando el higo.
Era curioso que la gente parecía reírse por la letra, pero de manera algo apagada, como si el espectáculo del barbas y la forastería de su voz y melodía empañasen los demás efectos:
Anda y dile a tu madre
que si quié, que si quié,
que me acueste con ella
y le rasque los pies.
… Porque tengo las uñas
como un gato montés.
Otros arpegios, y nueva copla:
Con una viuda me caso,
de una cosa estoy bien cierto,
que he de ponerle las manos
donde se las puso el muerto.
Dejó la guitarra sobre la silla y dijo con voz servilísima y aquellos sus ojos gachones, pero a lo triste:
—Y ahora, señoras y señores, si les ha agradado mi música, dejen su voluntad sobre la bandejita que hay a mis pies, que uno no sabe ganárselo de otra manera.
Unos cuantos se acercaron con timidez a dejar su moneda en la bandeja, mientras el hombre daba las gracias con reverencias muy dulces. Los más se fueron, pero algunas, mujeres y chicas, quedaron allí mirando cómo recogía las limosnas y se bajaba del remolque.
El hombre, cuando vio que no le echaban más monedas, se sentó en el borde del carruaje, guardó el dinero y apoyándose con las dos manos en la muleta, dio un salto hasta el suelo. Se puso luego en su posición de cojo, y sin decir nada, marchó hacia el interior de la Posada.
Al salir de la Posada y a pesar del chispeo vieron que sobre una camioneta, con muchos colorines y banderas, iban los del circo: payasos, clones y chicas con ropas ligeras, además de los músicos, que cubiertos con paraguas de colores, anunciaban por altavoces la función de la tarde. En todas sus músicas, gritos y ademanes había cierta desesperación, como de gente que se ahogaba y pedía socorro.
—Estos pobres quieren salvar la feria, sea como sea —comentó Plinio a don Lotario bajo el paraguas común.
—¿Pero quién va a ir por allí, tal y como está el tiempo?
—Pues no sé qué le diga. El personal tiene ganas de feria y como no hay otra cosa a lo mejor se arriesgan.
Paró la camioneta en el centro de la plaza, y con la charanga y las voces ensordecían al vacío, porque sólo algunos curiosos guarecidos bajo balcones o entre puertas, miraban con incertidumbre a los titiriteros.
Cuando entraron en el zaguán del Ayuntamiento, Maleza se les acercó:
—Jefe, ahí tiene usted una visita.
—¿Quién?
—Una mujer que dice tener mucha urgencia en hablarle.
—¿Pero quién es?
—Yo la conozco sólo de vista, pero creo que es una de ésas que les llaman Lechonas. Aquéllas que mataron a uno de risa haciéndole cosquillas.
—Conozco a las Lechonas, pero no sabía lo de la risa.
—Sí, hombre, sí, sería usted mozo, allá cuando la guerra de Cuba.
—Este Maleza —dijo Plinio mirando al veterinario— cree que ya era yo guardia cuando la Revolución de los Consumos… Vamos a ver qué quiere esa Lechona.
—Vamos —dijo don Lotario—, pero luego nos tienes que contar lo del muerto de risa, que yo tampoco lo sé.
—De acuerdo. ¿Entonces se la paso al despacho, Jefe?
—Claro.
Entraron y enseguida apareció Maleza acompañado de una mujer muy pequeña, barbilluda, ochentona, que andaba, se sentaba y hablaba con las dos manos cruzadas sobre la repisa que le hacía la barriga en la misma cintura del mandil. Tenía una verruga a la vera del extremo derecho de la boca, con unos pelos larguísimos y renegros, que parecían propiamente alambres.
—¿Qué hay de bueno? —le preguntó el Jefe apenas sentada.
—¿Aquí el hombre es de confianza? —dijo, por don Lotario.
—Total. Hable usted, hermana. Y la mujer hablaba patateando, como si tuviera la lengua gorda o una cucharada de gachas entre las muelas. Algo así: «Puech chabe usté lo que me pacha chenor Plinio, con perdón…».
—¿Qué le pasa, buena mujer?
—Algo de mucha deshonra pa la familia.
—¿El qué? —saltó Plinio inquieto.
—¿Usted conoce a mi nieta la Natalia, la hija de mi Palomo, el que mató el tractor?
—No, así ahora mismo no recuerdo.
—Sí hombre sí, la que le dicen «culo y tres cuartos» por la anchura del almohadón.
—Que no caigo, mujer, que no caigo.
—Bueno, hijo, bueno, pero es más conocida que la ruda. Se ve, Plinio, que tú ya no ojeas tremendonas.
A Plinio se le escapó una medio sonrisa:
—Venga, al grano.
—Pues al grano… que a mi Natalia, como te decía, que se la ha calzao el fantasma.
—¿Qué fantasma?
—Hombre, Manuel, ¿cuál va a ser? El que se está derribando a tantas y tantas paisanas. Paice mentira que no lo sepas siendo guardia civil.
—¿Y dónde ha sido?
—En mi casa mismo.
—¿Y lo vio usted?
—Claro que lo vi. La Natalia duerme conmigo desde que era chiquitína.
—Ya. ¿Y cómo es ese fantasma?
—Un hombrón, hijo mío. Un hombrón. Un hombrón que no cabe por estas casas consistoriales.
—¿Más alto que yo?
—Hijo mío, dónde vas tú, si con gorra y todo estoy segura que no le llegas al cipote.
Al oír aquello a don Lotario y a Plinio se les escapó unas risas tan parejas, resopladas y estrepitosas, que la hermana Lechona se quedó con la boca muesa y sin dientes bien abierta y los ojos canuteros.
—¿Che crees cho pánfilo que no chigo verdad?
—Sí mujer sí, es que nos ha hecho gracia el semeje de la estatura.
—Ah, por eso. ¿Y sabes lo que le pasa al hombre fantasma?
—Ni idea.
—Lo nunca visto, hijo mío, lo nunca visto. Que tiene doble verga. Sí hijos míos, sí, así como lo oís. Que tiene el pijo repetido.
—¿Cómo?
Luego, durante mucho tiempo, Plinio y don Lotario recordaron lo que pudieron reír aquella mañana con la hermana Lechona.
—A ver a ver, explique usted bien eso del pijo repetido —le dijo Plinio llorando de risa.
—Sí, mira, tiene una verga normal, como le va a su grandeza de cuerpo, se entiende, y con la forma que tú sabes, pero de la misma raíz, del propio entronque con el bolsón, le arranca un esparraguillo más conciso, finutiso, un poco curvado, como un sarmientejo caidón e hijo raquítico de aquella barra maestra.
Plinio y don Lotario, perdida toda compostura, reían como niños en circo.
—Pero bueno, hermana Lechona, vamos a ver —sin poder casi hablar por tanto babeo y lágrima como le ocasionaba la risa—. ¿Con cuál de las dos ramas perjudicó a su nieta?
—Hijo, Plinio, con perdón, esa parte del recibimiento, como puedes comprender, ya no estuvo al alcance de mis ojos. El hombre la cubrió con aquel corpachón, y cuála parte fue lanza y cuála el mozo, no sabría yo decirte.
—¿Y usted qué hacía mientras tanto? ¿No gritó? ¿No salió a pedir socorro?
—Pero hermoso, Plinio, y con perdón, yo no podía moverme de puro temerosa. ¿Tú crees que un cerro de hombre así, que un fantasma tan desmedido se ve todos los días? ¡Yo qué iba a pensar en irme ni en quedarme! No pensaba.
—Bueno y cuando acabó, ¿qué hizo?
—¿Que qué hizo?… ¿Quién, mi nieta o él?
—¿Él?… No debía decirlo, pero la Ley es la Ley. Pues mira, me dio un manotazo en el culo que todavía me duele, y dando un salto para atrás, como saltamontes, se salió por la puerta, reculando.
—Bendito sea Dios y qué ingenio de mujer —exclamó don Lotario con sus lágrimas en los ojos.
—¿Qué dice este hombre de mí?
—Usted no le haga caso, hermana… ¿Y su nieta qué hizo cuando se fue el de la repetición?
—¿Que qué hizo?… Pues se quedó vencía, naturalmente. Resoplando con mucha dulzura.
—¿Tan satisfecha?
—Ea, después del uso… ¿qué quieres?
Y al llegar a este punto, la hermana Lechona se quedó callada, con los ojos ausentes, la parte de abajo de la boca totalmente salida y los brazos cruzados, como se dijo, en el brocal del mandil.
Plinio se pasó la mano por la frente como para aliviarse el sudor y sacando el paquete del «caldo» ofreció al veterinario. Liaron, encendieron y después de echar los humos primeros, vieron que la hermana Lechona seguía en semejante postura, así encanada en el recuadro de la pared, como si se hubiera tragado un sólido. En vista de esta inmovilidad, el Jefe le pasó la mano delante de los ojos a ver si parpadeaba. Y la vieja, sin parpadear y con la mirada así, echada fuera, dijo:
—¿Qué? ¿Te crees que me he muerto? ¡Una leche! Estoy en lo mío.
—Oiga usted, ¿es verdad eso que se murió uno de risa en su casa de tanto hacerle cosquillas? A la hermana Lechona, al oír la pregunta del Jefe, se le vio en los ojos un rescoldo de luz, e inflando mucho las narices, dijo:
—Aquéllas de entonces sí que eran mujeres, Plinio, con perdón. Aquéllas sí que eran hembras.
—¿Quiénes?
—¿Quiénes van a ser? Mi abuela Felipa y su hermana, mi tía abuela, la Josefa.
—¿Y qué pasó?
—¿Que qué pasó? ¡Ay, chico, qué chusco! Que había por el pueblo un tal Juan García, Letuario por mal nombre, que las pretendía a las dos. Y entonces una de ellas, no recuerdo cuál, haciéndose la regalona, lo citó en una era a eso de la medianoche. Y el hombre, claro, allá que se fue con los calzoncillos limpios. Y se encontró a las dos. Y le dijo mi abuela Felipa: «Venga, Letuario, ¿con cuál de las dos quieres revolcarte aquí en la parva?». Y contestó él: «Leche, pues con las dos». Y le dijo mi abuela Felipa: «Pues venga, valiente». Y se tumbaron las dos panza arriba sobre el ruedo de la era. Y él, claro, enfiestao, pues va y se les echa encima. Chico, y ellas, na más sentirlo, empiezan a hacerle cosquillas. Y el Letuario, como es natural, a reír. Y cuanto más reía el cabrón, más cosquillas que le hacían mis abuelicas. Fíjate, cuatro manos trabajándole los sobacos, los costaos, los ijares, las ingles y haciéndole mamolas, pues que el pobrecito se retorcía riéndose a gritos. Y ellas, que si quieres, porque eran de dedos muy recios, ¿sabes? Y el tío reír y reír: «¡Ay, que me meo!», fue lo último que le oyeron. Porque el pobre, después de una poca risa más, empezó a toser, a resollar cansino, hasta que dio unos estirones y de pronto se quedó encogío y sin acusar las cosquillas que seguían haciéndole. Alarmás las pobres, dejaron el enredo, lo miraron a la luz de la luna que bañaba la parva…, y el infeliz del Letuario que estaba muerto total, con el gesto todavía de risa y todico él rebozao en paja.
—¿Y qué les pasó a tu abuela y a tu tía abuela?
—Na, hijo mío. ¿Qué les iba a pasar? A nadie le pasa nada por hacerle cosquillas a un prójimo. Al hombre se conoce que le falló la arteria y se le salió la vida con la fuerza del orín. Lo cierto es que fue el del Letuario un entierro muy reído. Y ellas se hicieron tan famosas por su honradez que se casaron muy presto. Fíjate qué partido… A mi nieta le gustaba mucho que le contara esta historia. La pobre Natalia se reía mucho y me preguntaba: «Abuela, ¿cómo era tu abuela Felipa? Abuela, ¿cómo era tu tía abuela Josefa?». Todavía, cuando la pobre estaba tan maleja, un día antes de irse para siempre, que se le había pasao la fiebre, me dijo: «Abueleja, cuéntame lo del muerto de risa».
Plinio, muy serio, después de un momento de confusión, se pasó el dedo entre la tirilla del cuello de la guerrera y el cuello carnal.
—Y, ¿cuándo se murió tu nieta, hermana Lechona? —le preguntó al fin con los ojos tristes.
—Plinio, no me llames Lechona que me llamo Otilia.
—Perdona, Otilia, ¿cuándo se murió tu nieta Natalia?
—El mismo día de San José… Con aquellas anchuras de cadera que tenía, que ya sabes cómo la llamaban, y se quedó como un esparraguillo, hijo mío, como un esparraguillo.
Plinio y don Lotario se miraron con cara de circunstancias. Y la vieja volvió otra vez a lo suyo, como ella decía.
La dejaron así cuanto quiso, hasta que por fin se levantó, y con mucho esmero arrimó a la pared la silla donde estaba sentada. Se arregló el pañuelo de la cabeza y ya junto a la puerta del despacho, que se abrió con mano torpe, dijo:
—Plinio, a ver si cazáis a ese hombre malo, a ese mancebo del pijo par, que desflora a las mozas de Tomelloso. Cázalo, hermano mío, que no haga más daño. ¿Eh, rico mío? ¿Lo harás, verdad que sí, Pliniete? Te lo pido de rodillas, hermoso.
Y así, rogando rogando, con los ojos alegres como si zalamease a un nene, salió y cerró la puerta despacio.
Plinio quedó rascándose la cabeza con la mano del brazo que tenía apoyado en la mesa del escritorio.
—Qué vida ésta, don Lotario. Qué puñeta de vida.
—Qué gran manicomio querrás decir.
—Cuanto más viejo soy menos la entiendo.
—Anda éste, y yo, y los más listos. Nadie, nadie, pero nadie la entendió todavía… Y los que dicen que la entienden son gilipollas, palabra.
Entró Maleza de nuevo:
—Jefe, vengo a contarles lo del que mataron de risa a fuerza de hacerle cosquillas.
—Luego, Maleza, que ahora tengo que ir a ver al Juez.
—¿Es qué trajo esta algo grave?
—No, qué va. Bueno, don Lotario, le espero en el Casino para echar la cerveza… y tú, Maleza, a ver si me pasas el informe de si el emigrado pasó por las casas de «la frontera».
—Sí, Jefe.
—Hasta luego, Manuel —dijo don Lotario tomando su paraguas.
Estuvo como media hora con el Juez, y apenas salió, volvió al Ayuntamiento a llamar por teléfono a don Saturnino. Convinieron ir al Cementerio a hacer la descabellación de la Bolívar en seguida de cenar.
Y cuando cruzaba la plaza camino del San Fernando, encontró de nuevo a la hermana Lechona, junto a la iglesia, con aire despistado. Estaba sola con los brazos cruzados sobre la barriguilla a la altura del mandil, mirando hacia uno y otro lado. Plinio, después de observarla a cierta distancia, se le acercó sin decirle nada. La Lechona pasó varias veces los ojos en el Jefe como si fuera un objeto. Y por fin se acercó mucho a él con pasos vacilantes y sin cambiar de actitud:
—Hermano —le dijo con voz de pedir limosna—, ¿me puede usted decir por dónde se va al Ayuntamiento?
—¿Para qué quiere usted ir ahora al Ayuntamiento?
—Para decirle a la policía que un fantasma ha abusado de mí Natalieja.
—Bueno, pues yo la llevaré.
La tomó del brazo y la cruzó hasta la calle de Socuéllamos.
—No sabes… hijo mío, anoche se entró el fantasma en mi alcoba.
—S… sí.
Cuando llegaron a la puerta del Ayuntamiento, Plinio llamó a un guardia:
—Oye, Salcedo. ¿Tú sabes dónde vive esta mujer, la hermana Lechona?
—Sí Jefe, por la calle de Garcilaso, donde vivieron las Lechonas toda la vida.
—Pues anda, acércala y dile a la familia que no la dejen salir sin compañía.
Salcedo la observó un momento. Seguía hablando sola. Mirando a un lado y a otro vagamente.
—¿Y dónde dice usted que está el Ayuntamiento? Salcedo la tomó del brazo y echó a andar lentamente.
Plinio se pasó el dedo por la tirilla de la guerrera y marchó de nuevo para el Casino.
A media tarde, cuando el tiempo parecía más sereno, se cerró de pronto el cielo y en pocos minutos, como el día de la pólvora, es decir la víspera de ferias, comenzó a caer toda el agua que Dios quiso.
En una plaza portátil instalada junto al Parque Nuevo, había aquel día una novillada de poco cartel y menos ganado. Apenas comenzó el chaparrón, los que fueron en coche volvían a rompecharcos y se paraban junto a los bares y casinos para seguir la feria de algún modo. Uno de los autocares urbanos trajo entera la banda de música —que había ido a los toros haciendo su pasacalles y todo— hasta el Ayuntamiento. Los músicos se bajaban arropando sus instrumentos como podían y con las gorras de plato empapadas. El salón bajo del Casino se puso enseguida de bote en bote. Plinio, don Lotario y Amalio Recinto el exiliado subieron al segundo piso que estaba menos lleno, y desde un balcón veían el espectáculo chapotero de la plaza.
—Qué feria más cicata —exclamó don Lotario, con los ojos tristísimos puestos en el turbio paisaje. En aquel salón está la televisión. Y allí suben muchos socios a las horas buenas, y colocadas las sillas en fila, como en los cines, pasan las horas muertas viendo lo que «echan».
A aquella hora de la tarde afortunadamente la «tele» estaba apagada y a la luz de las lámparas altas se veían, pintadas al óleo en los muros, y retocadas después por Francisco Carretero, las alegorías de la Industria, la Agricultura, el Arte y qué sé yo cuántos ejercicios humanos representados por señoras muy blancuzcas y de la época de Bécquer. Tres grandes balcones dejaban pasar la luz gris del día hasta aquel respetable salón. Antiguamente hubo divanes tapizados de rojo, ahora sólo mesas y sillas de dudoso gusto. El Casino de San Fernando, como tantos casinos de España, sufiió qué sé yo las metamorfosis a causa de la guerra civil. Como círculo conservador, fue uno de los primeros sitios desalojados por los milicianos. Plinio recordaba aquel 19 o 20 de julio de 1936, cuándo vio desde su despacho del Ayuntamiento unos cuantos hombres con escopetas, vigilantes, mientras otros, dentro, se «incautaban» de todo. Pocos días después se transformó en el domicilio de la CNT. Y el día 30 de marzo de 1939, se repitió la operación. Unos hombres con camisas azules y fusiles, hacían guardia en la puerta, mientras otros «liberaban» el local. Pocos días después se transformaba en el domicilio de Falange. En 1954 los antiguos socios, encabezados por Francisco Carretero y Jacinto Espinosa, a fuerza de terquear, consiguieron que les devolviesen su viejo local, que a su manera arreglaron con cierto aire moderno. Pero en vez del viejo Casino de señores y señoritos de poca faena como era antes, se convirtió en el Casino de labradores de ahora.
Como el agua no cesaba pasaron allí lo mejor de la tarde oyendo al exiliado contar sus andanzas mejicanas. En toda su relación había una mezcla de nostalgia y de frustración de su vida anterior. Hubo un momento en que Recinto se quedó callado mirando al balcón y de pronto, pasándose la mano por el pelo cano, dijo así:
—Los que perdimos la guerra, lo perdimos todo… Perdimos también el rumbo y el dominio de nuestra propia vida. No creo que haya ninguna causa en el mundo que merezca una guerra entre hermanos y parientes. En las guerras internacionales se pierde un territorio, una idea o la vida. Pero no se pierde el derecho a seguir en la historia de tu pueblo, a ser lo que eras. Los que como yo nos exiliamos o los que quedaron aquí postergados (tal vez hubiese sido igual para los otros, si ganamos la guerra los republicanos), no perdimos una guerra, perdimos nuestra razón de ser, nuestros arraigos más sagrados, nuestros verdaderos cimientos. Cuando estaba por ahí mi única ilusión era volver… y ahora que estoy aquí veo que todo es inútil, que la vida perdida en provisionalidades y esperas ya no tiene remedio. Uno ha quedado, y por eso nos han dejado volver, como cáscara de lo que fue, mera inercia de la carne y de unos recuerdos desvaídos que ya no tienen valor para los demás ni casi para uno mismo. Treinta años de aguarde nos han convertido en máscaras de lo que fuimos, de lo que quisimos ser. Somos espera pura, fuerza que no ha tenido ocasión de ir a ninguna parte ni posarse en cosa sustanciosa y fija. Ahora me doy cuenta. Anoche casi no dormí pensando en ello, en que hubiera sido mejor morir entonces. Morir en la trinchera o en la cárcel. Nuestra vida tenía su verdadero fin allí. Todo lo de después ha sido puro jadeo para nada. En fin, muchachos, me voy a mi casa. A mi casa sola.
—Pero hombre, dónde vas con lo que está cayendo —le dijo el veterinario con ojos enternecidos—. Quédate y dentro de un rato nos pasamos a la cerveza.
—No, deje, necesito que me dé el aire… y el agua.
—Venga, Recinto, no te pongas así que ahora vamos a hablar de cosas más suaves —le moderó Plinio, tomándole del brazo.
—No, déjame. A las anochecidas siempre me pongo así de sombrón. Hasta mañana y perdonadme.
Y arrastrando los pies con especial torpeza se caló el sombrero, tomó un paraguas del rincón y sin mirar a nadie salió del salón.
Plinio y don Lotario se encararon muy contritos.
—Me preocupa un poco este hombre —(el Jefe).
—Esperemos que sea una crisis pasajera. La lluvia deprime mucho a algunos organismos.
—La lluvia de éste es antigua y no despeja tan aína.
—Dios quiera y no lleves razón. Que eso de llegar a su edad sin nada entre las manos, con la mujer puta, los hijos casados y ausentes, la casa vacía, y sin esperanza de poner pie en ningún sitio es muy gordo, ¿eh?
Siguieron divagando sobre Recinto el exiliado, hasta eso de las nueve, que llegó don Saturnino con la gabardina verde calada y el paraguas echando chorro seguido por la contera. Se desabotonó, sacó de bajo la gabardina la carterilla del herramental, colgó las prendas del agua en una percha y se sentó frotándose las manos.
—Para mayor inri tengo el coche roto y he tenido que ir a pancho a visitar a un enfermo grave. Le digo a usted que ésta es una profesión de aúpa. Usted, Lotario, como se ha quedado sin enfermos vive como Dios.
—Gracias a que tenía algún capital, que si no a mi edad estaría comiendo un día sí y otro no.
—Y el sueldo de la titular ¿qué?
—¿Pero usted no sabe, señor médico, que en España no hay sueldos? En España, de toda la vida de Dios, ha habido medios o tercios de sueldos, pero sueldos enteros nunca, sobre todo en la cosa oficial.
—Pues algunos bien que viven.
—Pero no es porque tengan más sueldo, sino porque les dan varios. Que ésa es la ciencia española que no la hay en otros sitios.
—Eso sí es verdad… Bueno, yo no voy a casa a cenar. Seguimos aquí, si les parece, tomamos un bocado y nos vamos luego al corte de pelo.
—¿Avisó usted al camposantero, Manuel?
—Sí, claro.
—Me han dicho que la plaza de toros portátil parecía un tino gigante.
—Desde luego, vaya feria —(el Jefe).
—Desde que tengo potra no he visto otra —coreó el veterinario.
—No sé si le dije que examiné bien a la de Bolívar, luego hice el análisis y no había el más mínimo síntoma de embarazo.
—Sí, ya me apuntó usted algo… antes del análisis.
—Ésta se ha ahorcado por lo que sea, pero por barriga nada —siguió el médico—. El instinto popular ha fallado aquí.
—Déjese de instinto. Todo eso es mala uva y las fantasías…
—Poco a poco, Manuel, y siento contrariarle. De embarazo, nada. Pero desvirgada estaba muy recientemente.
Plinio quedó mirando a don Saturnino con los ojos entornados.
—Como lo oye usted.
—Esta mañana —empezó Plinio con voz de trámite— estuvo a verme Teodomiro Gutiérrez, el padre de la primera ahorcada. Y el hombre, tal vez influenciado por tanto como se dice, tiene sus dudas si la embarazarían aquí. Como llevaba de vacaciones desde finales de mayo…
—Junio, julio, agosto… —contó el médico—, tres meses. Hombre, de tres meses estaba, pero no precisé si era de días más o menos. Pero Aurorita había dejado de ser virgen hacía mucho tiempo… Ahora, lo que yo no entiendo —siguió el médico como monologando— es cómo estas chicas modernas, que tan rápidas son para bajarse los leotardos, luego, si hay consecuencias naturales, se pongan calderonianas y se ahorquen.
—Ya he pensado en eso —dijo Plinio.
—Bueno, de ahorcadas traen poco los periódicos. Lo de aquí ha sido una excepción.
—Lleva razón don Lotario —(Plinio).
Fueron tomando cervezas despaciosamente hasta las diez. A esa hora, le pidieron a Antonio Moraleda, el camarero, tortillas francesas, «pepitos», flanes, y cenaron en la misma mesa que tenían junto al balcón. Sin duda por el agua no acudieron los incondicionales de la televisión casinera, y estaban tranquilos.
Cuando acabaron con los cafés y prendieron los cigarros puros que encargó don Lotario, tomando los paraguas y gabardinas, bajaron hasta el Ayuntamiento donde estaba, como siempre, el Seat del veterinario. Tanta agua anegó la plaza, que los alguaciles pusieron unos tablones como traviesas para poder cruzarla por la parte de la calle de Socuéllamos.
Subieron al coche, y a rompecharcos, echaron por la calle del Campo. No se veía un alma y sobre las aceras brillantes sacudía inclemente el agua de los canalones. Las luces del alumbrado público se reflejaban en los charcos y cemento de las aceras. La gente se negaba a salir a la calle, ni siquiera a asomarse.
La puerta del Cementerio estaba cerrada a cal y canto y tuvieron que acercarse hasta la del camposantero. Por la ventana lo vieron arrepanchingado en su silla, viendo la televisión.
Por cierto, que el Cementerio católico municipal de Tomelloso, en su fachada principal, tiene una cruz muy chiquitilla encima del tejado. Y lo grande de verdad es el antenón de la televisión del camposantero, cien veces mayor que la cruz próxima, como si todos estuvieran allí encerrados bajo el signo de la televisión. O aquella antena sirviese para que cada muerto, desde su agujero, escuchase la primera y hasta la segunda cadena. El gran signo de la televisión sobre los muertos. Debiera llamarse Cementerio Televisivo Municipal.
Al verlos entrar se echó un impermeable marrón larguísimo sobre los hombros y dijo:
—Venga, que ya lo tengo todo preparado.
El hombre, apenas salieron, encendió una gran linterna y echó delante de los otros tres que iban en hilera bajo sus paraguas. Abrió con llave la puerta de hierro del Cementerio viejo, pasaron enseguida a las galerías de nichos del nuevo, y fueron hasta una parte novísima.
El nicho de la Bolívar era bajo, y el camposantero, a la luz de la linterna, que le sostenía don Lotario, empezó a picar a toda prisa. Roto el murillo, se apescó a la cabecera del ataúd y tiró de él con rápido chirrido.
—Cojan las asas de aquella parte —ordenó cuando la caja estuvo casi fuera del todo.
El médico y Plinio le ayudaron a descenderla. El camposantero, puesto en cuclillas, levantó los cierres de ambos lados, y con pulso dejó descubierto el cuerpo de la Bolívar. El agua terquísima y dura también daba sobre los mármoles brillantes de todas las sepulturas. Los nichos cubiertos con su tejadillo quedaban abrigados. Don Lotario enfocó la cara, de la chica con la linterna. Tan fuerte le debieron atar el pañuelo de hierbas a la pobre Bolívar para colocarle la lengua, que tenía la boca sumida de puro cerrada. Los ojos estaban muy abultados y con los párpados violáceos. Parecía el cadáver de una mujer vieja muy fea y muy india. «Todo por un polvo, por vaya usted a saber qué lío de ideas y de mitos antiquísimos, adobados durante siglos por unas manadas de aparvados. Que la primera cosa que hay que hacer, palabra, antes que la reforma agraria, la nacionalización de la banca o la investigación de los capitales robados, de verdad, lo primero que hay que hacer, te lo digo sin reservas, créeme, muertecita Bolívar, es desentontecer España. Es el primer punto del programa».
Don Saturnino entró el dedo pulgar bajo la sábana que le cubría toda la cabeza, como manto de mora, y le sacó una mata de pelo, pelo así muy suelto y seco, como si nada tuviera que ver con el cuerpo. Y cortó un buen mechón con las tijeras. Siempre alumbrado por la linterna que sostenía don Lotario, metió el cabello en el sobre que traía preparado y lo pegó con mucho cuidado.
—Listos —dijo.
Y el veterinario volvió a iluminar todo el cuerpo de la ensabanada. «De verdad que por nada del mundo merece la pena morir y quedarse así tan hecha cosa. Diga Braulio lo que quiera, como vivo no se está de ninguna manera. Así, caliente, yendo y viniendo, aunque te jorobe la vida de vez en cuando algún tarado mental o biológico; o te quedes sin cuartos, o se te vaya la novia; es igual, como vivo no se está de ninguna manera. Que así hecho todo hueso callo, con los ojos cerrados para siempre y los brazos cruzados, resulta todo muy feo. Muy sin sentido. Y no se debe morir absolutamente por nada, porque a la hora de la verdad la vida es lo único que tenemos. Te sientas en el poyete de tu puerta comiéndote una cata de aceite porque no tienes otra cosa, y estás vivo. Sabiéndote. Te lees el libro de un sociólogo de ésos que escriben tan mal y no entiendes ni una puta palabra, y lo pasas fatal, pero sabes que estás vivo. Te asomas a la calle a ver a tanto gilipollas decir lo que no siente ni entiende, y a hacerlo todo mecánicamente y lo pasas muy mal, pero estás vivo. Pero el estar así, quedo para todos los siempres, hecho callo y hueso, de verdad, cierto, que es lo último del mundo, y debe evitarse de cualquier manera».
En pocos minutos volvieron el ataúd a su sitio y comenzó la labor más lenta de echar un nuevo tabique a la boca del nicho. A la luz de la linterna el camposantero amasó el yeso y tomando rasillas y el palustre hizo el hombre su trabajo con mucha precisión. Cuando todo estuvo acabado, echó las rasillas sobrantes o rotas en la espuerta, así como las demás herramientas, y volvieron por sus pasos.
—Gracias, amigo, por el trabajo extra.
—Es mi oficio, Jefe.