DOMINGO

AQUELLA noche soñó Plinio con viajes. Viajes de los coches de Madrid llenos de «maniobreros» que iban y venían a Tomelloso; y viajes del coche de don Lotario a Alcázar de San Juan, en busca del novio de la hija de Simón Bolívar, que no aparecía por ninguna parte. Lo buscaban por la Estación, entre las vías muertas y el subterráneo que cruza de andén a andén, y no había manera de encontrarlo. En éstas estaba, cuando en la puerta principal de su casa, no en la portada, que caía al lado de su ventana, sonaron unos secos llamadorazos. Despertarse y quedarse sentado en la cama como la noche del terremoto, todo fue uno. Sentado, con los pelos foscos, los ojos abiertos de par en par, y el gesto así un poco tontorro del que no sabe muy bien si está soñándose o ya en lo cierto. Hacía oído esperando la repetición de los aldabonazos, cuando se abrió la puerta de la alcoba y asomó su mujer, la Gregoria, que ya mañaneaba por patios y trascorrales.

—¿Qué te pasa que estás con esa cara de arrebato?

—Me pareció que llamaban.

—¿Te pareció, nada más? Pues menudos golpetazos han dao. Anda, aligera que tienes aviso.

—¿Qué hora es?

—Las siete van a dar.

—¿Qué quieren?

—No sé. Dicen que te buscan.

Plinio se rascó la cabeza, bostezó con cara de asco y calzándose los pantalones y unas chanclas, salió en camiseta hasta el portal. Allí, con boinas y en mangas de camisas grises, lo aguardaban dos hombres. Uno, cincuentón. Con los brazos así un poco despegados y las piernas de horcate, como si fuese muy atleta. Y el otro un mocete delgado, de nariz aquilina y unos pantalones de pana que se le escurrían a cada nada por falta de cadera. Por la puerta entreabierta se veía un tractor con remolque, bajo la lluvia que caía con una decisión impropia de la hora.

—Buenos días. ¿Qué pasa, tan de mañana?

—Casi nada —dijo el cincuentón de empaque pegador—, que ha aparecío un muerto en Socalindes.

—¿Un muerto? ¿Y quién es?

—Dicen que uno que trabaja en Alemania. Yo no lo conozco. Lo vio un guarda esta mañana entre las carrascas, a un cuarto de legua de la casa.

—¿Tú trabajas allí?

—Trabajamos, sí, señor Manuel. Y nos ha dicho el amo que viniésemos a dar parte.

—¿Vosotros vais a volver para allá?

—Así que compremos unos avíos.

—Bueno, bueno, pues id tranquilos que yo avisaré al señor Juez. ¿Se conoce cómo lo han matao?

—Parece que sí. Tiene un puñalón en la espalda. Plinio, antes de arreglarse, llamó por teléfono al cuerpo de guardia para que lo recogiese don Lotario y avisasen al Juez, al médico forense, al secretario y a Maleza.

Mientras se afeitaba y lavaba, pensaba en los que trabajaban en Alemania que él conocía. Tomó el café solo en la cocina, metido en sus pensamientos. Su hija asomó en camisón, descalza, y con gesto ingenuo le preguntó:

—¿Pues qué pasa, padre?

—Que ha aparecido apuñalado junto a Socalindes uno que trabaja en Alemania.

—¿Y eso tiene que ver algo con el desflorador?

—Yo qué sé… No creo. Estás obsesionada con el desflorador ese de la puñeta. La hija bajó los ojos y quedó rascándose, como distraída, el arranque del pecho. Le largó la taza y se puso a liar. Pensaba ahora que su hija, con aquel camisón celeste, tenía un aire señorito que nunca se vio en aquella casa. Él guardaba los pijamas para cuando iba de viaje. Chupando del cigarro miraba por la ventana con aire pensativo. La hija, tras de él, tomaba a pequeños sorbos otra taza de café. El periquito azul, colgado junto a la chimenea apagada, ausente de la lluvia y las tristezas, cantaba jubiloso: «perico… perico… perico…». Su hija Alfonsa, con la taza en la mano y el plato en otra, miraba la jaula cerquita con gesto dulcísimo… «Perico»… A Plinio le ocupaba tanto el amor que sentía por su Alfonsa, amor y pesadumbre juntos, que para no derretirse, siempre parecía ante ella un hombre inexpresivo. Pero era inútil. La Alfonsa le notaba el reverbero cordial tras aquella barrera de músculos quietos. Por ello, ahora, al decir «perico, perico», era como si a él se lo dijese; y segura estaba de la cosquilla que al padre le hacía con su mimo pajarero. Plinio echó un reojo a su camisón azul y al azul periquito, azules anubados en aquella mañana de agua, y sintió pocas ganas de irse a Socalindes. Ni a Socalindes ni a ningún sitio. Le apetecía quedarse allí toda la mañana, entre aquellos azules tan queridos, oyendo las caricias pajareras de la Alfonsa, el agua en los cristales y el jubileo del pájaro; respirando aquel aire calmo de verdad y de cariño.

—¿Te llevarás el paraguas, Manuel?

—Claro.

—¿Quiere usted otro cafetillo, padre? —le dijo, con voz de arrumaco.

—Sí, hermosa, y con una poquilla leche, que no sé cuándo desayunaré esta mañana.

—Entonces le pongo una madalenilla.

—Sí, hermosa.

Y mientras ella trajinaba en el armario y la cocinilla de butano, él se acercó a la jaula del azul, pero no se atrevió a decir: «perico… periquito».

Llegaron don Lotario y Maleza con aire de mucha actividad, fumando farias. Don Lotario, cuando las cosas se ponían bien, si los tenía a mano, encendía puros y le ofrecía a la compaña. Se montaron en el cochecillo y amontonaron los paraguas detrás, junto a Maleza.

—Ya salieron en un taxi el señor Juez y los otros del Juzgado.

Por la calle de doña Crisanta, desembocaron en el carreterín de la Ossa. La lluvia fina y seguida emborronaba aquellas anchuras, quitándole profundidad al paisaje. Las casas blancas y los bombos, desenfocados por el cristal del agua, visajeaban sobre barbechos y viñedos. Las pámpanas de las viñas, castigadas por tan seguida lluvia, se humillaban ternes, sin levantar su vuelo normal, y brillaban los verdes por cada gota acrecentados. Al pie de cada cepa había un charco turbio. Los quiñones, ya segados, eran charcos anchos sobre los que asomaban los cañizos que fueron espigas. Parecían arrozales de otros terrenos. Hacia poniente, el cielo estaba tan plomo y tan bajo, que acercaba mucho el horizonte. Los limpiaparabrisas, a pesar de que batían con mucha diligencia, no conseguían deslagrimar el cristal.

—A ver si este muerto distrae un poco a la gente de las preñadas —dijo don Lotario como para sí, mientras volanteaba con mucho cuidado.

—Qué va —se precipitó Maleza, chupando del puro muy satisfecho—, lo de las preñadas tiene más público. El mundo es de las mujeres, no hay que darle vueltas, y lo que a ellas les toca, suena más… Aparte de que la cuestión de la jodienda no tiene enmienda.

—Todo eso de las preñadas no me cansaré de decir que son idioteces —saltó Plinio, de mal aire.

—Parece mentira que sea usted tan listo, Jefe. Lo importante en la historia de los países no es lo que pasa, sino lo que la gente cree que pasa o puede pasar… Aparte de que aquí, las cosas como son, hay material para creer que ocurre algo anormal. Porque el nuestro siempre ha sido un pueblo de estrechas, que no despegan los muslos hasta después de oír el «ite» del cura. Y este agosto está habiendo muchas panzas de contrabando. Lo nunca visto.

—¡Una! —gritó Plinio—. Hasta ahora, cierta y fija, una.

—Una que usted sepa… Y todas de derechas, como aquél que dice.

—Y callándose el autor… —arriesgó don Lotario.

—Bueno, ya ha estado bien de monsergas y romances.

—A usted lo que le pasa, Jefe, es que empieza a darse cuenta de la importancia del suceso y no quiere entrar en él.

—He dicho, coño, Maleza, que ya está bien… Al menos hasta que me pruebes que hay más preñadas. De derechas o de izquierdas, me es igual.

—A la orden.

Plinio, enfurruñado, la visera caída sobre los ojos y el cigarrillo entre labios, miraba a la carreterilla con obstinación.

El agua turbia que anegaba las cunetas corría veloz, se vertía a trozos y encharcaba la carretera. El coche, por algunos trozos, levantaba cortinas que saltaban hasta los cristales de las ventanillas. El Seat, de pronto, dio un golpetazo seco y se quedó fijo en la carretera. Menos mal que iban despacio. Con todo y con eso, Plinio se dio un trastazo contra el parabrisas, que afortunadamente sólo menguó la visera de la gorra; y don Lotario, al chocar su pecho contra el volante, quedó unos segundos pálido y con ahogos.

—¡Se jodio! —gritó Maleza asustado.

Se habían metido en un barranco regular y el agua cubría las ruedas delanteras.

—¿Estáis bien, muchachos? —preguntó don Lotario, con medio resuello y ambas manos sobre el pecho.

—Sí. ¿Y usted?

—Creo que también, aunque el golpe de pecho ha sido cicato. Y no tiene uno ya las costillas para estas penitencias.

—Lo que me extraña es que no le haya pasado lo propio al otro coche —dijo Plinio.

—Es que iría por su derecha —dijo Maleza con tono jorobado.

—Yo iba por el centro, porque hay menos agua, bocazas.

—No es eso. El otro no ha podido caer aquí porque el camino para Socalindes lo hemos dejado lo menos cien metros atrás. Esta carretera llevan arreglándola yo qué sé el tiempo —(Plinio).

—Pues sí que estamos frescos —(Maleza).

—Y más que vamos a estar —dijo don Lotario con tono imprecatorio—, porque tenemos que bajarnos a ver si entre todos sacamos el cacharro.

—No hay más cáscaras —(Plinio).

—Pues un servidor, con el permiso de ustedes, va a quedarse en pantorras, porque yo no me empapo los zaragüelles para todo el día. Y sin añadir palabra, comenzó a desatacarse. Los dos de la compaña lo miraron con un punto de duda en los ojos, pero por fin abrieron las puertas y se echaron al vado sin más contemplaciones. Don Lotario palpó las ruedas delanteras y comprobó que la zanja donde estaban encajadas tendría dos cuartas de manazas. La lluvia seguía fina, pero seguía. Maleza descendió en calzoncillos y descalzo. Con la guerrera, la porra, la pistola en el cinto y las piernas desnudas, estaba de chiste. Los otros de la Justicia se le quedaron mirando con un dejo de extrañeza y otro de envidia, porque aquello no era ninguna tontería.

—Venga, jefes, ¿de dónde hay que alzar?

—Creo que lo cuerdo es levantarlo por las ruedas delanteras, y empujarle hacia atrás hasta sacarlo de esta trinchera.

Los tres lo agarraron por el chasis, lo levantaron con todas sus fuerzas, y ya en el aire, le hicieron cejar.

—Para algo tenían que ser buenos estos coches chicos que la gente desprecia —dijo don Lotario.

—Listos. Vamos para adentro —añadió Maleza mirándose las pantorrillas llenas de barro.

—No, hermoso, todavía no. Primero vamos a ver si marcha, que seguramente entró agua en el motor, si no es que se rompió algo.

—No te digo.

Volvió don Lotario al volante con los pantalones chorreando y, según presumió, el motor no arrancaba.

—No tenéis más remedio que empujarme hacia atrás.

Metió la marcha y uno en bragas y otro cubierto, pero ambos empapándose, empezaron a empujar a cada lado del parabrisas. Hasta que desplazaron el coche unos cuarenta metros hacia atrás, el motor no empezó a suspirar. Lo empujaron luego hacia adelante otro rato, y cuando ya menguaban las fuerzas de los hombromotores, comenzó el petardeo seguido y animado.

Volvió cada cual a su sitio hecho una sopa, giró don Lotario y, a pocos metros, tomaron el camino de la finca.

—¿Tendrá usted por ahí una gamuza, señor licenciado? —pidió Maleza, muy fino, al veterinario.

Se la dio por encima de su cabeza, y el hombre, haciendo equilibrios en tan chico espacio, empezó a secarse los garrones. Pulió luego un poco más la higiene con el pañuelo, y aumentando el número de figuras de sus equilibrios, se repuso pantalones, calcetines y zapatos.

—Se agradece la ropa seca después del chapuzón —comentó satisfecho y reencendiendo el puro.

Plinio se miró con lástima los pantalones embarrados hasta la rodilla, y los zapatos gorgoritosos, y dijo:

—¿Sabes Maleza que a veces pienso que eres mucho más listo de lo creído y que tienes ocurrencias para darnos sopas con onda a los que te rodeamos?

—¿A qué viene ese obsequio, Jefe?

—Hombre, al acuerdo de haberte descalzado las piernas y los pies para sacar el auto de su atasque. Que ahora vas ahí tan ricamente, enjuto; y nosotros gorgoriteando.

—Qué cosas, Jefe, cómo voy a ser yo más listo que usted, que es quien es; y más que don Lotario, que hizo todos los estudios. Lo que pasa es que tengo menos cuartos que un tío bañándose, muchos que criar y la contraria quejica, y en tales condiciones hay que ingeniárselas mucho para llegar a la noche comido y sin trampas. Que usted tiene viñas y don Lotario viñas y carrera, y, para ambos, pantalón más o menos no es cosa mayor.

—No se trata sólo de economizar, Maleza, que a todos nos importa, sino de que no será difícil que nosotros cojamos un pasmo de mil toses y tú pases la feria tan sano.

—Pues de verdad, Jefe, que no pensé en la salud, que a todos se nos da por igual, como la muerte. Sólo pensé en las prendas que son compraderas.

—Llevas razón, Manuel. Maleza ha sido esta vez mucho más listo que nosotros.

—Ya le digo que la pobreza afina el ingenio. El mundo está hecho tan malamente que la única forma que tenemos los miserables de defendernos de la injusticia, es con levas.

—Cualquiera diría que nosotros somos unos capitalistas —protestó Plinio.

—A mi lado, desde luego. Yo sólo tengo el jornal de guardia… Y le advierto a usted que a mí no me molesta que haya ricos. Lo que me jode es que los hay porque otros no comen. Que no crecen los ricos por arte de milagro, sino por el de llevarse lo del prójimo.

—Me vas a resultar un socialista —murmuró don Lotario.

—Ni socialista ni leches, cabal y nada más que cabal. Que ustedes, los de la burguesía, a todo lo que no les conviene le ponen nombres malos, y le llaman delito… Usted no sabe lo que es ver correr el mes, y que te llega el día 20 sin una chapa y a comer de fiao. Ni el miedo a que un día te salga un alcalde chulo y te deje en la calle con los pies pa correr y la parentela a la espalda. Hombre, eso es para pasarlo… Y luego, después de tantas calamidades, a morirse como todo el mundo. Porque si a los pobres nos diesen por lo menos alguna ventajilla por tantas horas extraordinarias. Pero ca.

—Tendréis el premio en el cielo —sonrió don Lotario.

—Mire, amigo, aquí estamos hablando en serio, y un servidor prefiere los pagos por adelantado.

El camino de Socalindes no estaba menos penoso que la carretera. Tanto, que el coche iba vacilante como niño que empieza a andar, y don Lotario con toda la atención puesta en aquella marea.

—Parece, Jefe, que se ha quedado usted un poco callado —volvió el cabo.

—Hombre, cómo no me voy a callar si me has llamado rico. Si el tener treinta o cuarenta fanegas de viña en estos tiempos es ser rico, que venga Dios y lo vea.

—Coño, pues siempre le darán otro tanto de lo que gana.

—Eso sí.

—Y con una hija nada más.

—¿No me dirás que tengo yo la culpa si mi mujer a la primera se cerró de cadera y no dio más de sí?

—Pues la mía se queda preñada con ver unos tirantes. Qué tía y qué papo más blando. En seis años de casaos, cinco muchachos.

—Pues ponle algo.

—Sí, pero como no le ponga un bozal en semejante parte.

Ya al borde de la casa, un mozo que sacaba agua del pozo les dijo hacia qué parte estaba el muerto y los otros justicias.

—Mejor será que vayan andando, porque esa senda está jodía y por pocas se les rompe el coche a los del Juzgado.

Hubo suerte, porque en aquel momento apareció un tractor con su remolque y Plinio casi le ordenó que los llevase al lugar.

La casa de Socalindes era una especie de cuartel enjalbegado. Cubo exacto, largo, ancho, rodeado de viñedos y tierras cereales. Tejados rojos, balcones de recios hierros a las cuatro fachadas, ventanas largas y bien guarnecidas en los bajos, salvo en la parte de poniente, que había una galería de cristales que ocupaba todo el frente de la casa. Paseo solemne de cipreses viejísimos cortaba un jardín de poca riqueza y llegaba hasta el camino. Dos pozos con brocal de piedra, gemelos en hechura y hierros, daban centinela a aquella adusta casa solar, que databa del siglo XVIII. La manta de agua que caía nublaba las cales y daba a la finca semeje de caserna militar y un poco onírica, por aquella procesión de cipreses funerales colocados en ringlas rigurosas.

Decía la tradición que en aquella casa, a principios del siglo pasado, habitó un señor llamado Mataperros, porque empleó la última parte de su vida en matar a todos los canes que encontraba y buscaba. Y que llegó a más de mil muertes caninas, cuyas calaveras durante mucho tiempo maldecoraron, a manera de gárgolas seguidas, los muros, entonces sin encalar, de aquel edificio. Otra leyenda conmiserativa, decía que esta manía perricida le vino al señor después que murió rabioso su único hijo, por la mordida de un mastín vagabundo.

Sobre el remolque del tractor, cubiertos con una lona marronceja y malsujetándose en los costados de la tabla, bailoteaban los tres de la Justicia. Plinio y don Lotario, enlodados hasta la rodilla, se miraban tristísimos. Maleza, sujetándose la lona con ambas manos, seguía fumeteando el resto del puro mañanero. Por fin, el tractor se paró junto a unas pedrizas, que distaban pocos metros del cuerpo muerto. Allí estaban el señor Juez, forense y secretario, cada uno bajo su paraguas. Asimismo, cubiertos con impermeables verdes y los tricornios brillantes, una pareja de civiles vigilaba a prudente distancia. Algunas gentes de campo, cobijadas bajo una manta de mula a cuadros, miraban al muerto tapado con una lona de llevar uvas. El viento le daba al agua tal vibración, que aunque no era mucha, sonaba con furia y desmandaba el equilibrio de los cuerpos. Junto al muerto, la ambulancia, como esperando la orden de cargarlo. Plinio, después de hacer un saludo de labios y seguido de don Lotario, descubrió el cadáver. Totalmente embadurnado de barro, vestido con una cazadora de nylón azul oscuro y unos pantalones de mahón. Tenía los brazos cruzados a la altura de la cara, más bien de la frente, que le dejaban las facciones a la vista, contraídas, con los incisivos muy fieramente apretados y enseñados. Aparentaba entre los cuarenta y cuarenta y cinco años.

—Murió de una cuchillada en la espalda, a la altura del corazón —dijo el Juez a su detrás.

—¿Tenía algo en los bolsillos? —preguntó Plinio, sin levantarse.

—Nada. Parece que le quitaron todo.

—¿Lo conocías tú, Manuel?

—De vista.

—Yo sí —saltó Maleza.

Todos se volvieron hacia él.

—Es el Rosamerino, que trabajaba en Alemania. Hace pocos días lo vi con un coche muy grande. Debió venir para la feria. Llevaba años en aquel país.

—Rosamerino, ¿hijo del hermano José? —preguntó Plinio.

—No, sobrino. Hijo de Nicolás, el que mataron al acabar la guerra.

Plinio puso cara de recordar y se pasó los dedos por las comisuras. Y reclinándose de nuevo, torciendo un poco el cuerpo, volvió el cuello de la cazadora en busca de la marca.

—Sí, esto es de Frankfurt.

Torció más el cuerpo y en la espalda, entre barro y sangre, con la punta de los dedos palpó el orificio del cuchillo o navaja.

—¿Cuántos días lleva muerto, don Saturnino?

—Calculo que dos días…, tres a lo más.

—No es raro. Estos días con tanto llover no llegué hasta aquí —dijo uno que resultó ser el guarda.

Plinio, como pudo, registró por su cuenta los bolsillos.

—No le han dejado ni pañuelo.

—Habrá sido por algo más que robo —dijo el Juez.

—En eso pienso. ¿Qué podía llevar este hombre?

Volviéndolo de espaldas buscó la etiqueta del pantalón, que no apareció, pero al dejarlo en posición supina, palpó algo a la altura de los muslos que le sorprendió. Prolongó el palpeo, y ante la sorpresa de todos, desabrochó el pantalón que estaba a medias, y luego de mirar muslo abajo, entró la mano por la pernera y quedó con los ojos fijos en el médico.

—¿Qué pasa, Manuel?

—Haga el favor, don Saturnino. Y usted, señor Juez. Que se retiren todos —dijo hacia la pareja de la guardia civil. Éstos se pusieron frente a los demás y sin respetar a don Lotario ni a Maleza, ordenaron:

—¡Atrás!

El Juez y el médico se acercaron con visible suspensión.

—Agáchense, por favor, y miren.

Palpó el médico bien a su gusto. Miraron y remiraron los tres, piernas abajo, cambiaron impresiones que nadie oyó, y luego de abrochar la parte, después de pedir permiso al señor Juez, ordenó a los camilleros que lo subieran al coche. Don Saturnino echó alcohol sobre las manos de Plinio y luego éste repitió la operación con el médico. Se frotaron ambos y el Juez mandó a los civiles que dejasen circular a los agolpados bajo la lona.

Cargado el cuerpo en la camilla, la ambulancia salió para el depósito. Cuando se disponían los justicias a volver a sus vehículos, se acercó un hombre, que en ese momento llegaba bajo una sombrilla color perla, y les dijo:

—Que don Sebastián dice que entren a tomar un bocado.

Echaron todos hacia la casa y don Lotario, con cara seria y a la vez de curiosidad, poniéndose bajo la lona de Plinio, le preguntó:

—¿Qué pasa, Manuel?

—Ya le contaré a usted.

Se agrupó también Maleza con ellos y montaron en el tractor que los llevó hasta el paseo de los cipreses.

En aquel jardín llanero había una fuente rebosante, coronada por un Cupido gordinflón, con caderas de sarasa, y tapizada de verdín vivísimo. Entre aquellas tierras de panllevar y tanto ciprés ceñudo, no tenía explicación el amorcillo afrancesado. Aquellas tierras de Castilla, tan dejadas de Dios y su natura, lloviendo encima, y con cipreses puestos, eran espejo del escalofrío ibérico, la contracara de la frivolidad. El mar tan lejos, el cielo tan alto, el suelo sin rebordes y la tierra pobre, componen un escenario de mucha melancolía y desesperanza. De una belleza patética y purgatoria. Menos mal que los tiempos que ahora corren van adornando aquello, poniéndoles riegos y verduras, automóviles y anuncios americanos, que aunque resulte flaco ornamento, al menos le quitarán su condición de superficie lunar quemada y fría, aunque con su aquel místico. En los tiempos antiguos el monte bajo y los ganados balunos disimulaban la anchura solitaria, y resultaba engañoso el horizonte. Mas luego, la labranza, los desmontes y la conclusión de la ganadería, hizo de Castilla, y muy especialmente de la Mancha, una tierra sin amenidad para los ojos prosaicos.

En la galería acristalada, que por lo larga parecía andén de una estación de capital, los recibió don Sebastián. Vestía suéter azul con el cuello alto, pantalones claros, calcetines blancos y zapatos mocasines de color miel. Junto a él estaba el pintor López Torres, de oscuro y sin corbata. Don Sebastián abrazó a los recién llegados, con su anchísima sonrisa blanca, de galán de cine antiguo. El pelo casi cano y bien peinado, la piel morena y brillante y no sé qué eléctrica simpatía que llenaba su contorno.

—Adelante, adelante, señores de la Ley… Pero Manuel, pobre mío, si vienes hecho una sopa. Y usted, don Lotario de mi alma, ¿dónde se ha metido? Tenéis que cambiaros. Habrá ropa de los chicos que os vendrá bien. ¡Antonia!, ¡Ramira!, ¡Rosa María!

—No se moleste usted.

—No faltaba más. Sentaos, venga. ¡Antonia!, ¡Ramira!, ¡Rosa María!

Por el fondo lejanísimo de la galería de cristales, entre ringlas de tiestos y butacas de mimbre, apareció Rosa María, esposa legítima de don Sebastián. Tenía mucho aire y gracia al andar. Con suéter negro y pantalones del mismo color, a pesar de sus cuarenta años largos, parecía una colegiala que venía de su lección de ballet.

—¿Qué dices, Sebastián?… Hola don Lotario…, qué tal Manuel…, señores.

Y los miraba a todos con los ojos muy abiertos y sonriendo, como si acabara de conocerlos y le hiciese mucha ilusión.

—A ver si puedes proporcionar a estos buenos hombres alguna ropa de los chicos, que mira cómo vienen.

—Pasen…, pasen, pasen por aquí, no faltaba más.

—Pero deje usted, señora.

Y les hizo ir tras ella por la galería llena de flores y de sillas blancas. Daba la impresión de que iba bailando y saltando ante el guardia y don Lotario, tan impedidos los pobrecicos por la humedad de sus perneras.

Los demás tomaron asiento en butacas de mimbre, haciendo corro a una gran mesa bien repleta de botellas de todas clases y platos con tacos de jamón, queso y aceitunas aliñadas. Durante un buen rato hablaron del muerto emigrante e hicieron cábalas de cómo habría venido a parar allí. Plinio y don Lotario llegaron un poco después con unos pantalones de mahón como los que llevaba el muerto y zapatos deportivos de lona, azules y blancos.

Plinio se había quitado el correaje y desabrochado la guerrera, que no quiso cambiarse. Don Lotario, así tan deportivo, pero con el sombrero negro puesto, la americana y la corbata, parecía que lo habían vestido con muy mala idea.

Por la cristalera de la galería, entre las enredaderas que cubrían muchos vidrios, se veía el jardín triste, bajo el agua terca. Y la fuentecilla del Cupido mariquita chorreando por todo su perímetro. Los cipreses parecían querer guarecerse unos tras otros cabreados por tanta lluvia.

—Antonia, Ramira, Rosa María, dad de beber lo que quieran a estos caballeros.

Rosa María se sentó en el corro como los demás, mientras Antonia, mujer nórdica, rubianca, de anca poderosa y sonrisa tan clara y comedora como la de su amante Sebastián, con una bata clarísima como de enfermera, ayudada por Ramira, atendía a los invitados. La Ramira, castellana blanca de pelo negro hecho moño, con aire de labradora sana, un punto recalcada, con bata gris clara, más ordinaria, iba y venía con la seriedad de la que está al avío. Las tres mujeres, esposa y amantes del gran caballero don Sebastián, obedecían sus amables órdenes. Rosa María acusaba con sonrisas breves los diretes de la conversación general. Las otras, no. Servían. Ajenas al parecer a lo que no dijese su hombre.

—Vaya feria que se nos ha presentado, amigos. Temporal, ahorcadas y un asesino aquí en la misma linde de la finca —dijo don Sebastián, limpiándose con elegante disimulo un bigotillo de espuma de cerveza.

Don Sebastián —Plinio pensaba en ello— fue toda la vida de Dios, su medio siglo, el hombre más pipudo de la Mancha entera. Le salían las mujeres a porrillo y desde la más estrecha a la más holgona, desde la limpiapesebres a la señoritona con reclinatorio de terciopelo, suspiraron por pasárselo por la pelvis. Era canon de macho puro y riente. De simpatía y finura para el trato. Hasta los hombres muy hombres se ponían melosos cuando el tío les entregaba su gesto y amabilidad. Tenía el ángel metido en el físico y a su paso todo el mundo se le ponía panza arriba… o panza abajo, según los gustos. Aunque el hombre, la verdad sea dicha, siempre fue varón total. Cualquier adulterio o pendonería estaba mal visto con otro, pero don Sebastián caía fuera de la regla. Donde ponía el ojo clavaba la vara. Aunque ni en poner el ojo tenía que molestarse, porque todo se le daba por añadidura. Cuando la República, se presentó a diputado y salió por los votos de todas las mujeres de Ciudad Real. Salía al escenario, decía cuatro cosas y voto seguro. En el Congreso, él fue de Acción Española, habló dos veces y le pidieron autógrafos. Claro que casi nunca entraba en el salón de sesiones, se quedaba en el bar del Congreso atendiendo a la clientela. Tenía fama de católico, y sólo oyó una misa entera cuando se casó. De monárquico, pero le importaba un pito la corona. Las mujeres no le dejaron tiempo para acudir a otras materias. Toda la vida tuvo que dedicarse a su cuerpo. Fue un hombre que se realizó plenamente —como se dice ahora—, porque cuanto quería, y lo que quería eran mujeres, lo tuvo hasta la saciedad.

Cuando ya bien delantero se encontró perseguido por los acreedores, porque eso sí, siempre fue generoso como un caído del cielo, se casó con Rosa María, la dueña de Socalindes y de otras riquezas incontables. Y rápido le endosó a la Antonia y a la Ramira, amantes de los tiempos mozos, con las que tenía una patulea de hijos. Porque eso también, su debilidad fueron los hijos, tal vez porque esperaba que alguno le saliera tan hermoso como él y no quería perderse el espectáculo de su espejo. Pocos hombres en España —pensaba Plinio— reunieron tres mujeres y diecisiete hijos bajo el mismo techo… y pagando la legítima. Sobre los tratos matrimoniales de Sebastián y Rosa María hubo mil versiones en el pueblo, pero al final triunfó la más atrevida. Oficialmente Antonia y Ramira pasaban a ser servidoras distinguidas, pero el lío seguía, porque después de su matrimonio fetén, las dos allegadas parieron con repetición. Y allí lo tenías, con el vaso de cerveza en la mano, las piernas cruzadas, la sonrisa cojonuda y ordenando: «¡Rosa María, Antonia, Ramira!».

La afición de don Sebastián, aparte de las mujeres y de administrar las fincas… o de ver cómo las administraba su mujer, que éste es otro cantar, eran los pájaros. De ahí su amistad con Canuto y López Torres, el que ahora estaba junto a él, con la boca pequeña, la cara de ceniza y el pelo enervado. Los dos pasaban horas y horas hablando de la biografía de cada clase de pájaros, cazándolos y observándolos.

Se decía por el pueblo que Sebastián, poco antes de casarse, bebió de más una noche y en su casa enseñó a los amigos un libro de contabilidad en el que tenía apuntada la relación de mujeres, con sus fecha y nombres, que se pasó por la ingle. Y coincidían todos en que contaron mil setecientas, aparte las profesionales o de pago, que nunca apuntó en el listín.

Los humos de los cigarros hacían nubes azules en la galería. Las botellas de cerveza, montón. Plinio, apartada ahora su imaginativa del apolíneo don Sebastián, pensaba en el muerto. En su puñalón, en sus calzoncillos bajados y las muestras inequívocas de que la muerte le sorprendió follando. «Coño, qué muerte. En el momento del gusto, cuando estás ya con el temblequeo, que te arreen un navajazo en el comedio del corazón, y gusto y agonía se confundan. Al Antonio Rosamerino tal vez sólo le dio tiempo a alzarse las manos hasta la frente mientras, asustada por el grito, se le arrugaba la virilidad. No te creas que… ¿Y ella? ¿Qué sintió ella?, que tal vez en plena movición y cierra ojos vio aparecer al criminal con el hierro al aire… ¿O estaría compinchada, y hacía el paripé preparando la espalda del indefenso hasta que llegase el matador rompe polvos?».

Plinio no acertaba a imaginarse la escena en toda su hechura… «Claro que el morir así tampoco debe ser mal negocio. Cuando esperas el calambre, se jodió la víscera. Qué soguilleta de dolor y placer. Qué entre sol y sombra. Derramar la sangre a la vez que el licor. Eso es morir como un hombre».

—¿Qué ráfaga de violaciones me han dicho que hay en el pueblo, Manuel? —preguntó el amo de Socalindes.

Plinio volvió como de un sueño. Tenía gracia que aquel ingenioso fornicador le preguntase semejante cosa.

Antonia, la nórdica del pelo rubianco, el esqueleto viril y las tetas blanquísimas, miró con sus ojos azules y boca entreabierta, boca de hombre con suavidades femeninas, hacia el guardia, como si ansiase el tema. Ramira, la castellana, con la nuca muy descubierta de pelos, frunció los altos de la cara, como si lo temiese. Rosa María fumaba, segura, con aire natural y los ojos de sorpresa.

—A la gente siempre le seduce la posibilidad de un donjuán violador e irresistible —dijo don Sebastián. Por cierto que en seguida cayó en la cuenta de que alguien podía pensar en él y bajando los ojos tomó el vaso de cerveza y se lo bebió de un trago largo. La Antonia, la nórdica, se pasó la mano por el pelo rubianco, con cara de pensar en algo muy furioso. El Juez tosió. Sin duda se le fue el humo por cañón equivocado al oír aquello. Don Lotario se puso ambas manos entre sus muslillos, ahora vestidos de mahón. Hubo un silencio penoso hasta que Rosa María preguntó:

—¿Quién quiere whisky?

Plinio con pocas palabras explicó su escepticismo sobre el empreñador general. Se notaba que el tema no le hacía gracia, y don Sebastián, muy diplomático, miró el reloj y dijo:

—Ya es muy tarde y llueve a cántaros. No tenéis más remedio que comer aquí. Ramira entornó los ojos con pesar.

—De ninguna manera —dijo el Juez.

—Querido Juez, tengo mucho gusto de que comáis en mi casa.

—Lleva razón Sebastián —terció Rosa María—, con el temporal andamos un poco menguados de despensa, pero nos arreglaremos muy bien.

—Eso es muy fácil —añadió contentísimo don Sebastián—. Maleza, que es el mejor gachero de la comarca, nos hace unas gachas. Tocino hay de sobra.

Maleza miró con ojos agradecidos al patrón y con pocas palabras más convencieron al Juez, al forense y a los demás de la Justicia, que no hicieron especiales resistencias. A Plinio las gachas de Maleza lo enternecían. Las hacía, según él, aunque nunca lo dijo, mejor que la Gregoria, su mujer.

Entraron dos mozalbetes con un perro lobo cada uno. Ambos tenían los ojos claros como su padre, pero les faltaba el ángel. Los perros se sacudieron el agua con furia. Los chicos, al ver tanta gente, saludaron levantando la mano deportivamente y marcharon hacia el fondo de la galería.

Maleza pasó a la cocina con Antonia y Ramira. Allí había otras dos mujeres. Y los guardias civiles, descapotados, junto a una mesa, bebían cerveza y fumeteaban. Sobre una silla, los fusiles y cartucheras.

Era una cocina grandona y antigua, como de hospital, aunque aderezada con algunos electrodomésticos.

—Venga, chicas —dijo Ramira—, que Maleza va a hacer gachas para todos.

—Dadme un mandil.

—Mejor es que te quites la guerrera.

—Hombre, claro, pero dame el mandil.

—¿Te vale esta sartén? —le enseñó Antonia la rubia.

—Qué va, con ésa no hay pa empezar.

—Aquella grandona —señaló Ramira.

Una mujer ya de edad y con varices gordísimas, descolgó, poniéndose de puntillas, una sartén regimental.

—Verás como ésta sí le tercia.

—Ésa sí. Las gachas no importa que sobren.

La Ramira le puso un mandil blanco con su petillo.

Trajo Antonia un gran botellón de aceite y echaron en la sartén.

—Bueno, con éste hay harto. Encendedme el fuego bajo. Que no me gusta guisar a la moderna.

En la chimenea baja había cepujos y romero algo húmedo. Costaba trabajo prenderlo, pero uno de los guardias civiles se puso en cuclillas sobre la leña y sopló con tanta fuerza y constancia, que vencieron las llamas. Un humo con olor a romero mojado cuajó la cocina. El guardia, desconfiado, siguió soplando todavía un rato con las mejillas muy coloradas y las manos en el suelo, dispuesto a no dejarse arrebatar el logro flamígero.

—Echa un chorreón de aceite sobre los cepujos y verás cómo cunde en seguida —dijo el otro guardia.

Así lo hicieron y las llamas tomaron aumento. Colocaron encima la sartén bien medida de aceite.

—Muchachas, a ver si me cortáis el tocino bien fino.

—¿Así, mandón? —dijo una de las mujeres que había puesto una hoja de tocino blanco bien beteado sobre la mesa, mostrándole una loncha entre los dedos.

—Más fino y más corto, so basta.

—Pues cualquiera diría que tú eres un señorito.

—De tocinos y gachas, desde luego.

—Menos mal que queda un poco de hígado de cerdo —dijo Antonia sacando de la alacena una fuentecilla de barro.

El humo del aceite, de los cepujos y del romero empezaba a dominar la cocina. Los civiles en pie, con las manos en las caderas, miraban el fuego y el operar de Maleza. De cuando en cuando, una gota de lluvia caía en el aceite y chillaba. Maleza, con el cucharón en la mano vigilaba el freír, y Antonia junto a él. El fulgor de las llamas granaba su cara blancarosa, y salpicaba especiales destellos de sus ojos clariones. Maleza le echaba reojos a sus brazos arremangados y cruzados bajo sus tetas reinadoras, que asomaban las cejas por el escote medio desabrochado de su bata blanca.

La mujer de las varices se acercó una fuente en cada mano. La del hígado de cerdo y la del tocino.

—Tú espera a que el aceite esté a punto. Yo aviso. No hace falta que eches tanto tocino. Luego se fríe el que haga falta… Y tú no te menees de mi lado. Y cuando yo diga, lo echas.

Maleza, a pesar del mandil blanco y el cucharón en la mano, no parecía cocinero, sino vigía. Lo único que trabajaban eran sus ojos clavados en el aceite y alguna vez en el escote carmín de la rubianca. Pero ella parecía indiferente y sólo atenta a la fritura. Él era el héroe de la fiesta cocinera y todos seguían sus movimientos y aguardaban sus órdenes.

Maleza, que antes que guardia fue viñero, tenía la adoración de la comida. En la adolescencia aprendió a hacer gachas, la comida de los pobres tomelloseros, y era su mejor saber. El punto de cuajo de las gachas y el tocino le cristalizó con su hechura de hombre, y hacerlas era para él un rito y una inconsciente revivencia de su mejor edad y de sus mayores padecimientos. Días y días de la semana, entre fríos y fuegos, a gacha sola. Después de trabajar desde que el sol salía, había que apañarse la comida en el tosco fogón de la quintería, o en el bombo. Por si el hambre era poca, había que pasar por el cría salivas de hacerse uno su propia comida paso a paso. Ahora sólo guisaba para los amigos, los días de jarana o festejo especial. Y junto a la satisfacción de verse admirado como gachero mayor, sentía un especial repeluzno por los recuerdos de su mocedad desvalida, de su crianza con gachas en todas las hazas del término.

—Ahora, mujer. Ves echando con cuidado. Que ya está en su punto de hervor.

Al caer el tocino y el hígado en la sartén, el aceite saltaba entre nuevos humos provocados.

—Podías haber apartado un poco la sartén, que me voy a freír yo también.

—Tú aguanta y echa despacio.

Ramira, ayudada por la otra mujer, un poco encorvada y de ademanes muy minuciosos, pelaba los ajos y los partía por la mitad.

Maleza, ahora, un poco retirado de la sartén, movía el cucharón dentro de ella con mucho pulso. Todo lo que había en el aceite parecía movido a la vez y con igual ritmo. Y al tiempo que movía abría las narices para cazar el punto exacto de la fritura.

Los guardias civiles, sentados ahora junto a la mesa, bebían vino de un porrón verde y pinchaban aceitunas aliñadas.

Antonia la rubia, no perdía maniobra de Maleza. Parecía embobada por su pulso para cocinar.

Estos escenarios de las cocinas antiguas también se van. Como se van las moscas. Como se fueron los calzoncillos largos y las gallinas de corral. Como se fueron las redinas del aceite, los toneles con caña cortada a sagita, las pelerinas, los colchones de lana, las abarcas, los puntilleros, los pantalones con mandilillo, las sayas bajeras, los refajos, los escriños, las cestas de mimbre, las cantareras, los botijos, los caramelos de malvavisco, las cencerradas, los judas, los ramos del domingo, los mayos, las canciones de carro, los viejísimos borricos, los cueros de vino, la pez, los senojiles, los aciales, los irrigadores, los yugos de mulas, los platillos de las galeras, las hoces, los trillos de pedernal, las jofainas, las escribanías, las prensas de mano, las destrozadoras, los carretones cuberos, el papel de fumar, las fajas, las petacas, los pucheros, las orzas, las esteras de esparto, las vigas de aire, las fresqueras, los aguarones, las riostras, los tiros, los cabezales, las barrigueras, los horcates, los cascabeles, las galeras con miriñaque, las maromas del pozo y los entierros con caballos. Una cocina de éstas es ya un cuadro antiguo puesto al fondo de una galería.

—Bueno está ya —dijo Maleza apartando la sartén ayudándose con las dos manos. Y con el cucharón fue sacando las lonchas de tocino doradito, casi retostado, y los trozos de hígado. Todo muy menudamente y pausado hasta que el aceite quedó totalmente limpio.

—Venga, chicas, esos ajos.

Volcaron el plato de ajos en el aceite y volvió la sartén al fuego. Los movía lentamente, pero sin cesar. Le importaba que se pusiesen dorados, nada más que dorados. El quemar los ajos es de mal gachero.

—Tenedme preparado el pimentón y la harina de titos, aquí a mano. (Que allí a las almortas le llaman «titos» y a las sandías melones de agua).

Ramira le acercó un plato pequeño con el pimentón y una gran fuente con la harina de almortas.

—¿No estará húmeda esa harina?

—Qué va, chalao —dijo ella—, sabemos lo que tenemos entre manos.

Y con sus manos largas y blancas, palpó y subió al aire la harina verde clara, casi amarilla, crujiente.

—Mira, ni se pega a los dedos. So guardia.

—Así me gusta.

Apartó la sartén, sacó los ajos y echó la harina. Y al contado, esparciéndolo bien, el pimentón, que en seguida formó en el aceite una especie de barro sanguino que Maleza removió y aplastó con mucha habilidad y aceleró hasta que adquirió un aspecto pastoso y ligeramente tostado.

—Que está ya sofrito. Traedme un jarro de agua.

Apartó la sartén, esperó a que se posase un poco el aceite y con mucho pulso echó el agua fría a chorro medido. Movía Maleza muy de prisa el revuelto y la mujer echaba otro chorrete, hasta colmar la medida necesaria y evitar que se hiciesen burujos, que allí llaman burullos. Echó las especias del especiero que le puso a mano la Antonia: orégano, pimienta negra y alcaravea, además del hígado frito bien machacado en el mortero y volvió la sartén al hogar, sin dejar de mover el cucharón hasta que se trabasen y echasen gorgoritos, que esto llaman el peer de las gachas. Una vez que el aceite emergió a la superficie, las dejó tranquilas con su pedorreta. Al que no le peen las gachas o tiene que reecharles agua, es cocinilla o mal gachero. Y no digamos si le crían espuma. Ya lo sentencia el cantar:

Las gachas con espumilla

son blandas o saladillas.

Cuando los gorgoritos fueron más lentos y tramitados y el aceite compuso rodalillos rojizos muy aparentes, Maleza apartó la sartén, y ya tranquilo dijo a su pinche:

—Antonia, hija, tráeme un vaso de vino.

—No faltaba más.

Le trajo el vaso de vino y un pepinillo en vinagre pinchado en un tenedor. Al tomar el vaso le tocó la punta de los dedos a la rubia, y ésta, simulando mala idea, le metió el pepinillo en la boca con cierta furia. Maleza le guiñó un ojo, Antonia infló un poco las narices y él, como agradecido, se bebió medio vaso de vino de un trago. Luego se colocó un «celta», lo encendió arrimándole un tizón y se volvió a sentar en la silla baja, junto al fuego, para mirar el lento chapoteo, el suave hervir de aquel puré color tierra clara, miel oscura, con vetas rojizas y nervios de grasa, que levantaba borbotones pequeños y aceitosos, con reventones cada vez más lentos y acompasados.

—Venga, el tocino es cosa vuestra, mujeres. Idlo friendo en la cocina de butano, con el aceite bien hirviendo, hasta que veáis los bordes retorcidillos… Dejad unas pocas tajadas más gordas y menos fritas, que hay gustos para todo.

A pesar de la oscuridad del día —la lluvia no amainaba— la cocina parecía alegre con tantos fuegos y figuras, con las risas de las mujeres, con aquel cacharreo y acción. En su mesa, los dos civiles seguían sentados bebiendo y fumando, con los ojos un poco animados, pero en silencio. Y Maleza, como rey de todo aquel mundillo de humos y humanidad suave. Antonia, la nórdica, le cuidaba el vaso y así que lo veía menguado reponía hasta el borde y le traía aceitunas o algún otro convinaje. El cabo, sofocado por la proximidad del fuego y oliendo a aceite y a romero quemado, le echaba reojos retadores a toda la fornitura de su cuerpo largo.

Unos minutos después, ayudado por un civil, tanto pesaba la sartén, la llevaron del mango hasta la galería. La pusieron en la parte de la solanera que señaló Ramira, junto a unas grandes mesas bien abastecidas de panes, navajas y porrones de vino. Vino blanco de pasto, recién desentinajado, con la blandura que le da no haberlo movido y el humano fresco de la cueva.

Maleza se quitó el mandil e incorporó al corro presidido por don Sebastián, que al contado se trasladó junto a la portentosa sartén.

Antonia tocó una campana que había en el extremo de la galería y por todas las puertas empezaron a llegar chicos y jóvenes de varias edades. Los había rubios, cetrinos y una pelirroja; la mayoría castaños.

—A los chicos pequeños echarles en platos —ordenó Rosa María a las otras.

Cada comensal se proveyó de un cantero de pan bien sentado y una navaja.

—Amigo Maleza, tú que has sido el artífice, lanza la primera sopa. Es lo suyo —dijo don Sebastián.

—No faltaba más. Primero los señores —dijo el hombre, muy fino.

—De ninguna manera. Déjate de señores. Tú primero. ¿Verdad Manuel que se lo ordenas?

Plinio sonrió:

—Venga Maleza, inicia: sopa y paso atrás.

El cabo cortó con mucha pulcritud una sopa casi ovalada, con su poquito de corteza. Pinchó en ella la navaja, dio dos o tres pasos hasta la sartén, que con uno no había harto. Se inclinó, y con mucha limpieza metió el pan por su rodal, tomó gachas hasta cubrir la sopa entera y se retiró a su puesto en el corro.

—Muy bien, ahora las señoras —dijo don Sebastián sin doble intención… o con ella. Vaya usted a saber.

Y todos, ya con orden y alabando la mano gachera de Maleza, empezaron a dar su paso adelante y a mojar la sopa.

—Muy ricas, Maleza, sí señor. Las que tú haces son la flor de la gachería.

Don Sebastián puso en marcha los porrones de vino blanco, uno para que circulase hacia su izquierda y otro hacia su derecha. Al que le llegaba, estuviese como fuere, lo elevaba, apuntándose bien al brocal de los labios, ensilaba el trago y lo pasaba al próximo.

—Buen vino éste, Sebastián —dijo el Juez.

—Está recién subido de la tinaja. Ya sabes mi teoría: el vino de este terreno, que es blanco naturalmente, hay que beberlo desde la cueva.

A pesar de su grado, tendría catorce, parecía suave, blando de boca, sabedor a fruta y con alegría de manantial.

—Estos vinos naturales, sin otra manipulación que el fermento, hay que beberlos sobre el terreno. Embotellados siempre resultan artificiales —siguió don Sebastián.

—La gente no sabe —dijo Maleza muy sentencioso— que los vinos buenos son los del año. Así que les caen encima dos inviernos, ya son otro licor.

A pesar de la cantidad de gente que rodeaba la sartén, las gachas cundían y funcionaba todo muy bien. Cada cual se agachaba cuando le tocaba, tenía el pan preciso y los porrones jugaban sin fatiga. El buen comedor de gachas, cuando aguarda turno de sopa, sostiene el pan y la navaja en la misma mano, dejándose la otra libre para el manejo del libatorio, el pito, la composición del ademán o lo que fuere. Por contra, el mal comedor de gachas no sabe que hacer con navaja y pan, se le caen las sopas, manchan al próximo —«saguden»—, se agacha de mala manera ante la sartén… En una palabra, «comen a lo forastero». Los de esta condición manisa no tienen más remedio que comer «de cortecilla», es decir, cortando las sopas sin miga para que no se les despinchen de la navaja.

Claro que el cortar las sopas de pan con el grosor, superficie y trozo de corteza conveniente, pocos lo hacían como Plinio y Maleza. Ambos aprendieron el ceremonial de la «sopa y paso atrás» y manipulación de la navaja en sus infancias trabajosas. A don Lotario no es que se le diese mal, que mili tenía, aunque licenciado, pero siempre se quedaba corto al rebanar. Y a don Sebastián se le notaba a la legua que estaba más acostumbrado a la cuchara y al tenedor que al sopeo. En un gran escriño se amontonaban los panes de a kilo de harina blanca, altos, lisos y un poco tostados por la cara, con los agujerillos de rigor y dos diámetros en cruz por el envés, más pálido. Al partirlos en cuarterones aparecía la miga fina, blanquísima, ancha. Miga con veinticuatro horas de asiento, como pide el sopeo.

Maleza, al empinarse el porrón, solía echar los ojos hacia Antonia, pero que si quieres, que ella en presencia de su jefe y señor no se andaba con coqueteos.

Cuando las gachas van a buen paso, queda en el centro el «tope», como flan o eje de la sartenada, al que ninguno llega hasta el momento final, una vez apurado lo pegado en el fondo del resto de la sartén. «Lo pegao» suele ser lo más sustancioso del plato. Así que las gachas pegadas desaparecen y queda el fondo de la sartén relucío, se ataca el «tope», y comida concluida.

—Anda, Maleza —le dijo Plinio—, suelta ese versecillo que tú sabes para este trance.

—¿Cuál?

—Hombre, el del pegao.

—Ah, sí.

Todos los del corro quedaron mirando al cabo, que un poco azorado, con la navaja y el pan en una mano y en la otra el porrón, echó el verso con buena voz:

No me jodas, Baldomero,

come gachas por tu lao,

que me echas erramagiles

y me robas lo pegao.

Todos rieron el énfasis de comediante rural con que Maleza dijo su parte.

Cuando quedó la sartén bien barrida, entraron las mujeres de la cocina con las fuentes de tocino.

—En ésa está el retostao y en esta otra el gordo.

Y ahora cambió el juego. Cada cual pinchaba una tajada, la sujetaba con el pulgar sobre la hogaza, y cortaba a trocillos que paneaban mucho. Los porrones continuaban sin reposo sus contrarias circunvalaciones.

Pero tocino quedó bastantico. El que más y el que menos se dio por vencido al tercer o cuarto torrezno. Las gachas habían ocupado mucha andorga.

—Cucha, cucha, si parece que va a salir el sol y todo —dijo don Sebastián mirando a la cristalera.

López Torres, en un rincón, menudeaba, sin hablar con nadie, los trocillos de su torreznillo.

A la orden de la señora oficial, las de la cocina se llevaron las fuentes de tocino y trajeron sandías, rebanadas de arriba abajo, para postrearse con aquellos cachos de crepúsculo y fuente. Los mayores comían el melón de agua troceándolos con la navaja. Los pequeños, a bocados. Escupían las pepitas negras junto a sus pies. Los porrones de vino pararon su rodeo, porque ahora el companaje era casi líquido.

Acabada la comida los hombres se sentaron en corro aparte para tomar café y copa, los chicos se fueron de la galería, las mujeres a la cocina y de nuevo se habló largamente del muerto encontrado.

A eso de las cuatro, como seguía escampado, temiendo que si esperaban más tornase aquel agua cortaferias, los de la Justicia decidieron marcharse, cada cual en su vehículo. Plinio y don Lotario se repusieron sus pantalones ya secos y planchados, con lo cual resultó que quedaron mucho más repilimpios que el astuto Maleza.

Don Sebastián, rodeado de buena parte de su mixta prole, les acompañó por todo el paseo de cipreses. Parecía un profesor de excursión con los de su clase. López Torres quedó bajo los porches con Rosa María, Ramira y Antonia, como figuras al fondo del paisaje, que alzaban la mano despidientes, y parecían añorar el camino del pueblo. Sería bonito que los muertos, una vez llevados al cementerio, despidiesen el duelo así, bajo los cipreses, moviendo su mano eterna.

Ya en el Seat, dijo don Lotario:

—Bien sabe Dios que este don Sebastián es el hombre que más he envidiado en mi vida.

—Es lo nunca visto —rezongó Maleza—. Poder tener tres mujeres a la vez y bajo el mismo techo.

—Como si quisiese tener ocho. Nunca se le resistió nadie.

—Lo difícil —comentó Plinio pensativo— no es tener tres mujeres, que eso lo consigue cualquiera que le eche trabajo y tragaderas. Lo penoso es avenirlas.

—El tío es la simpatía en persona… Y muy político, y muy persuasivo —reforzó don Lotario, que hacía regates para no meterse en los charcos.

—Éste sí que podría embarazar a medio pueblo si quisiera —(Maleza).

—Siempre le han cantao en la mano —abundó el Jefe—. Si se cuenta este caso fuera del pueblo nadie lo cree.

—Cuando embarazó a la legítima por última vez —siguió don Lotario— y las otras dos tuvieron pelusa, pues el tío arregló el caso rápido: preñó a las otras dos en un abrir y cerrar de ojos, y todas encantadas de la vida. Era la órdiga cuando venía uno por aquí y veía a las tres con sus panzones, paseándose juntas bajo los cipreses.

—Es que no hay dos seres humanos iguales… —filosofó Plinio—, los hay hasta como éste.

—Y la jara esa que se trajo, creo que de San Sebastián, estaba muy buena, pero que muy buena —dijo don Lotario muy convencido.

—Anda, y lo sigue estando —protestó Maleza.

—Hombre, ya está un poco recalcá. Se le empieza a desajustar el esqueleto.

Recalcá y todo tiene un tiro de cuerpo que da miedo… y una boca grandona, puritica sandía… ¡Uh! Cada vez que pienso en su entreingle me da un escalofrío.

—Anda, coño, el cabo Maleza se nos ha enamorado —(Plinio).

—Pues con ese contrincante no tienes nada que hacer —rió don Lotario.

—El caso es que la jodía es coqueta y se deja halagar y echar frases. Que en la cocina ha estado muy servicial conmigo.

—Claro, porque estabas haciéndole la comida —(Plinio).

—Sí, sería eso, porque luego mientras comíamos en la galería, ni caso… Yo reconozco que el don Sebastián está un rato mejor que yo, pero por guapo que sea, a sus cincuenta y tantos años no puede tener bomba para las tres tremendonas.

—Eso quién lo sabe, porque el tío no da golpe y sólo se desgasta con la fornicativa. De modo que no te hagas ilusiones —siguió Plinio—, que tú eres bastante feo, Maleza, y ésa está acostumbrada a otras labores.

—Uno lo reconoce, Jefe, pero entre don Sebastián y yo hay la misma diferencia que entre él y usted.

—Toma del frasco, Manuel.

—Más, claro que más, porque tú eres joven y yo no.

Seguía la clara y al entrar en el pueblo vieron gente asomada a las puertas y algunos peatones que estiraban las piernas cuidando de evitar los canalones.

—¿Dónde vamos, Manuel?

—A la casa del muerto. ¿Tú sabes dónde es, Maleza?

—Sí, en la calle de Roque.

La calle de doña Crisanta estaba bastante enjuta, pero la de Roque era un canalillo.

—Si el «seilla» sale vivo de esta feria le levanto un monumento.

—Lo que debe hacer es comprarse otro —dijo el cabo.

—Tú compras mucho.

—Si yo tuviera los cuartos que usted, tenía por lo menos un Doge de esos de los nuevos ricos… Ahí… ahí… en esa puerta.

Frenó el albéitar junto a una fachada pintada de azul claro, con la puerta de hierro verde. Aparcó justamente detrás del Mercedes del emigrado. El coche estaba completamente embarrado.

Don Lotario, fijándose en la fachada y sin reparar en el Mercedes, dijo:

—La gente, con esta manía de pintar las fachadas de colorines y poner las puertas de hierro, ha escoñado el pueblo. La hermosura de la cal y de las puertas de madera se fue al carajo, carajo.

Una vecina, que estaba asomada a una ventana de enfrente, les dijo antes de que llamasen:

—No hay nadie, se han ido todos al Cementerio. Plinio quedó con la mano hacia el llamador y se volvió al coche alemán.

—Qué tíos… Me parece que yo también me voy a ir a Alemania. Creo que allí hasta las putas llevan Mercedes —(Maleza).

—Allí no quieren guardias. Siempre han tenido de más —(don Lotario).

Plinio examinaba el coche por fuera, ya que las puertas estaban cerradas y los cristales subidos. Dio varías vueltas alrededor sin perder detalle. Los cristales empañados por tanta agua, ya seca, no le dejaban ver bien el interior. Pensativo ante el capó, sacó un «celta» sin dar a nadie, lo prendió y empezó a chuparlo sin dejar sus meditaciones. Los otros dos lo miraban inactivos. Por fin dijo:

—Vamos para allá.

Al cruzar la plaza camino de la calle del Campo vieron que en la esquina de la Posada de los Portales, bajo cubierto, apoyado en su muleta y con la guitarra en condiciones, el Giocondo, realias el Cachondo, cantaba algo. Desde lejos se notaba el destello, tierno y duro a la vez, de sus ojos, bajo la melena entrecana. Lo rodeaba un buen corro de hombres con blusas y algunas mujeres.

—Arrímese usted un poco a la cera a ver qué canta ése.

El Cachondo notó rápido la maniobra, pero siguió su canto, impertérrito:

Vivimos en este mundo

de señores con dinero

que se gastan en sus lujos

lo que no come el obrero.

Ellos detentan la fuerza

del arma y de las pesetas

y cuando ya estamos muchos

nos organizan la guerra.

«Id a defender la patria,

la paz y la independencia…».

Mientras ellos se enriquecen

y se corren la gran fiesta.

En este mundo traidor

siempre hubo dos diferencias:

el que vive de los otros

y el que sirve con paciencia.

La cosa no tendrá arreglo

hasta el día que digamos

los que siempre trabajamos:

«¡… Esta feria se acabó!».

Al concluir la canción con el esguince de la «feria», el público quedó callado. Sólo aplaudieron dos o tres. El Cachondo templaba la guitarra, con la melena sobre la frente, para seguir el recital.

—Está contestatario el barbas —dijo Don Lotario.

—Este sabe más que Lepe, Lepijo y su hijo —coreó a la vez el Jefe.

—No se crean ustés que el Cachondo éste no tiene gancho a pesar de la cojera y de ser ya bastante delantero —lanzó Maleza.

—Sí, ya me he fijado en él varias veces —confirmó Plinio.

—¿Y de qué vive? —preguntó el veterinario, mientras arrancaba.

—El dice que de lo que le pagan por echar coplas, pero para mí que lo mantiene alguna… o algunas —(Maleza).

—¿Dónde vive? —preguntó Plinio con desgana.

—En la Posada del Rincón.

En el Cementerio las cosas estaban muy complicadas, porque como en la sala del depósito sólo había una mesa, el cuerpo del emigrante Antonio Rosamerino seguía en la ambulancia esperando que sacasen a la hija de Simón Bolívar. Así es que junto a la ambulancia estaban los familiares del emigrado, y en la puerta del depósito los de la ahorcada.

Según oyeron, el retraso en enterrar a la de Bolívar era por las pegas de los curas para hacerlo en sagrado. Según decían, Simón, que era muy de derechas, había armado el gran escándalo y después de mil discusiones y jaleos el párroco había accedido. Existía además el precedente de Aurorita Gutiérrez, la primera ahorcada, que por ser más señorita encontró menos obstáculos y fue enterrada como Dios manda.

—Lo de siempre —comentó Maleza—. Claro, que tengan cuidado con Simón Bolívar, porque ése es muy bragao.

A Plinio le pareció inoportuno hacer ninguna pesquisición en aquel delicado momento y esperaron bajo los porches a que se aclarase el cruce de muertos.

No tardaron mucho en sacar a Rosita Bolívar del depósito. La llevaron cuatro familiares hasta la próxima capilla. El cura abrió la puerta. Parecía serio y contrariado. La gente entró respetuosamente. A la cabeza de todos, e inmediatamente detrás de la caja, Simón Bolívar con el gesto severo y los brazos así un poco huecos, como dispuesto a echarle una lucha al primero que se pusiera por delante. Al cruzar la puerta se quitó su gran boina. Al ver las velas encendidas, la madre empezó a llorar con mucha amargura. En el silencio sólo se oía su llanto, acalderonado por las paredes de la capilla. En aquella tarde entoldada, todo tenía aire de cuadro medieval, lacerante. De pintura negrísima y memento homo a la ibérica.

El forense, que llegó en aquel momento, dijo que no haría la autopsia hasta el día siguiente; que quedase el cuerpo allí encerrado.

Ahora llegaban en olas monocordes los rezos de la capilla. El cura decía y todos contestaban.

Al cabo de un buen rato volvió a salir el acompañamiento en parecida disposición. El cura quedó cerrando las puertas. La comitiva entró por el estrecho portal del Cementerio, todos con las cabezas bajas y los zapatos embarrados.

Apenas desaparecieron, el forense, don Saturnino, dijo a los de la ambulancia:

—Venga, ahora.

La abrieron y tiraron del cuerpo cubierto con la lona verde. La que debía ser la madre del emigrado, una mujer ya muy vencida, empezó a llorar al ver la camilla. Lloraba convulsamente entre dos hombres que la tenían por los brazos.

—¡Hijo mío, hijo mío!

Todos entraron en el depósito tras el muerto.

Plinio, don Lotario y Maleza quedaron solos en los porches. Parecían no saber qué hacer.

Al poco rato la mayor parte de los que entraron en la sala del depósito volvieron a salir. Abundio, el tío del asesinado, hombre con aspecto nórdico aunque en tomellosero, con el cigarro en la boca y gesto de circunstancias, se aproximó al grupo que formaban los de la GMT y preguntó con gesto dulcemente interrogativo:

—Manuel. ¿Tienes algún camino?

—No. Vengo a ver si me decís algo.

—¿Y qué quieres que te digamos?

—Trabajaba en Alemania, ¿no?

—Sí. Allí llevaba seis años.

—¿Cuándo llegó?

—Hoy hace quince días.

—¿Qué vida hacía?

—Ya puedes figurarte. La propia de las vacaciones. Todos los años venía para la feria… Se levantaba tarde, tomaba una copa con los amigos y hacía alguna excursión con el Mercedes… Ya sabes.

—¿Quiénes son sus amigos habituales aquí?

—Pocos. Ahí los tienes a casi todos. Llámalos.

—Después. ¿Tenía por aquí algún negocio o intereses de dinero?

Nadica. Él ganaba bastante y se lo ahorraba allí en divisas contantes y sonantes. Cada año, cuando venía, dejaba una ayudica a su madre, que necesita bien poco porque vive conmigo.

—¿Y asuntos de faldas?

—Que yo sepa, nada. Creo que tiene allí una novieta, también española. Y aventuras a barullo. Allí es fácil. Yo creo que en ese particular él se venía al pueblo a descansar el rábano.

—¿Tú tienes alguna sospecha?

—¿Yo? Ni ajo… ¿Sospecha de qué?

—¿Desde cuándo faltaba de tu casa?

—Tres días justos. El día antes de la pólvora salió después de comer. Dijo que iba a tomar café al Alhambra y hasta… hoy que nos avisaron del Juzgado.

—¿Y no os extrañó tan larga ausencia?

—Hombre, claro que nos extrañó. Y no creas; yo pensé llamarte, pero como llovía tanto, dije, a lo mejor que han armao por ahí una francisquilla…

—Pero no se llevó el coche, claro.

—Claro que no. Por eso estábamos más intranquilos.

—Tú debías haberme dado un aviso.

—Claro, pero como llovía tanto… Y la verdad que me hice un lío. No me extrañó una barbaridad tampoco, no creas. No sé por qué.

—¿Vio a tu sobrino alguno de sus amigos durante estos tres días?

—Dicen ellos que no.

—Diles que se acerquen.

El tío del muerto les hizo un «venir» con la mano. Diríase que lo estaban deseando o que lo esperaban.

Eran David, Pepe Reyes y Mariano Ugena.

—Aquí el Jefe que quiere haceros unas preguntas.

—Usted dirá, Manuel —se ofreció David, alto, fino, con gafas y mucho pelo.

—¿Cuándo visteis a Rosamerino por última vez?

—El día antes de la pólvora… y del agua. Estuvimos juntos tomando café en el Alhambra. Luego nos fuimos al Casino de Tomelloso. Echamos una partida de dominó. Después se marchó éste —señaló a Ugena— al trabajo y nos quedamos los tres.

—Por cierto que nos estuvo contando cosas muy graciosas de Alemania —añadió Pepe Reyes, también con gafas gordas y cara fina.

—Estuvimos en el Casino hasta las seis y quedamos en vernos luego al anochecer para tomar unas cañas.

—Pero no acudió —siguió David.

—¿Y os dijo dónde iba?

—No. Pensamos que a su casa a merendar, como todas las tardes. La noche anterior cenamos en el Cruce, allí en Manzanares, pero aquella tarde no teníamos gana de juerga ni a dónde ir.

—¿Alguno de vosotros sabíais si tenía por ahí algún ligue?

—No, señor —dijo Ugena, el impresor, con seriedad—. Él contaba aventuras con alemanas, pero de aquí nunca dijo nada.

—Además tenía novia allí en Frankfurt para casarse —añadió Pepe Reyes.

—Hombre, pero eso no quita… digo yo —aclaró el tío.

—Ya, pero es verdad. Nunca dijo nada de aquí.

—¿Qué edad tenía?

—Era más joven que nosotros —dijo Ugena.

—Cuarenta y tres años justicos, diez menos que yo —aclaró Abundio.

—¿Sabéis si tenía por aquí algún enemigo… alguien que lo envidiaba?

—Él estaba aquí un mes al año… Menos, como unos veinticinco días, y casi siempre estaba con los amigos —aclaró David.

—Lo que le he dicho yo —volvió el tío.

En aquel momento salían el acompañamiento y familiares de Rosita Bolívar. Delante iba Simón con los brazos cruzados atrás y la cabeza alta, con sus dos hijos. Detrás un grupo de gentes, hasta treinta, cabizbajos, que se disponían en su mayoría a volver al pueblo en un autocar. Cruzaron ante los justicias sin saludar, menos una mujer, tía de la muerta, la Herminia Losa, que al pasar ante ellos se detuvo junto con otra y poniéndose en jarras dijo con los ojos encendidos de rabia y los labios muy salidos:

—¿Pero es que vais a consentir, calzonazos, que nos desvirguen a todas las mujeres del pueblo? Te lo digo a ti, Plinio. A ti te lo digo.

Plinio, sin quitarse el cigarro de la boca, la miró fijamente, sin inmutarse.

—Ya van dos ahorcadas, otra abortó, yo qué sé cuántas con la barriga en alto y vosotros en la higuera.

—Habrá que traer guardias de Argamasilla —coreó la otra, con tono cobarde— para que atrapen al descoñador.

Como Plinio y los otros seguían impasibles, las dos dueleras, no sabiendo qué más argumentar, siguieron camino mascullando desaires.

—Ya no falta más que nos echen la culpa de los desvirgues —dijo don Lotario al Jefe.

Plinio se pasó la mano por la barbilla y no contestó.

—Desde luego, Manuel, que la gente anda por ahí muy soliviantada —dijo Pepe Reyes, sonriendo con timidez y tocándose el cuello de la camisa sport.

—Bueno, a lo que íbamos —volvió Plinio muy serio—, vosotros no le oísteis ningún indicio de lo que ha ocurrido.

—Nada, Manuel, palabra —ratificó muy razonable Ugena—. Desde que nos enteramos de su muerte hace unas horas estamos dándole vueltas a la cabeza y no encontramos a qué agarrarnos.

—Ya se lo he dicho yo —recalcó el tío—. Esto es un misterio, porque ningún hombre más sin compromisos que mi sobrino.

—¿Quién podría darme más referencias de él?

—Hombre… —exclamó pensativo Abundio—. Qué sé yo. Antonio Lorca el Obispo, el protestante que está en Suiza, y ahora pasa aquí las vacaciones, también es muy amigo suyo.

—Y Eladio Cabañero, el poeta. Los dos trabajaron de albañiles juntos —(Ugena).

—¿Está aquí Eladio? —(Plinio).

—Hace tres días que no lo veo, pero sí está —(Pepe Reyes).

—Yo sí, lo vi esta mañana pasar por la puerta de la imprenta. Iba precisamente con el Obispo —(Ugena).

—¿Lleva aquí muchos días Antonio Lorca el protestante?

—Pizca más o menos los que él —dijo David—. Siempre vienen para ferias.

Sin sacar nada en claro volvieron a la plaza. Se veía más gente por las calles.

Llegaron a la puerta del Ayuntamiento y estaban los músicos.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Plinio al maestro Martín.

—Pues nada, que en vista de que está así el tiempo y no se puede pensar en ir a la feria, han dispuesto que toquemos un poquillo en la plaza… para alegrar al personal.

—¿Para dar un semeje de feria?

—Eso. Un semeje.

Plinio y don Lotario entraron en el despacho. El Jefe miró con manifiesta desgana los papeles que había sobre la mesa, y luego, sentado en su sillón, quedó fijo, dicha sea la verdad, con los ojos blandos y un tanto indecisos. El veterinario, comprendiendo su estado de ánimo, sacó una media sonrisa:

—¿Qué, qué me dices, Manuel?

El Jefe se pasó la mano por la casi calva, se frotó las manos con suavidad y le respondió en el mismo tono:

—Que no me aclaro, maestro, que no me aclaro.

—Siempre te pasa eso cuando empezamos un caso. Te baja la tensión y te da la pataleta.

—Qué pataleta ni qué cuernos, es que esto tiene una jeta muy turbia.

—¿El qué?, ¿lo del crimen o lo de las ahorcadas?

—Todo.

—Hombre, ya tenemos un punto de partida. El crimen lo más seguro es que fue por celos.

—Bueno ¿y qué?

—Pues que habrá una ella y un él, que no tendrán más remedio que dar la cara. Estas cosas de medio cuerpo para abajo suelen ser tan pasionales que se descubren rápido.

—Los dos, ella y él, tienen por qué callar. Y no hay por qué descartar la posibilidad de que la misma que recibía, en el momento clave, pudo asestarle el cuchillazo.

—Hombre, ése sería ya un número muy raro, Manuel.

—Ya, pero uno debe tener previstos todos los caminos.

Plinio de pronto tocó el timbre. En seguida Maleza pidió permiso para entrar.

—¿Llamaba, Jefe?

—Oye, a ver si me localizan por los bares y casinos o en casa de su hermana, a Eladio Cabañero, el poeta.

—¿Y que se lo traigan?

—No, hombre, no. Me avisáis y yo me acerco donde esté.

Plinio sacó el «caldo», ofreció al albéitar y, pensativos, empezaron a liar. Cuando andaban entre lumbres volvió Maleza:

—Jefe, me dicen que le llamó por teléfono Teodomiro Gutiérrez, el papá de la ahorcada número uno.

A Plinio se le avivaron los ojos, se caló las gafas, buscó en el listín de teléfonos y marcó:

—Oye, ¿eres Teodomiro Gutiérrez? Soy Manuel González. ¿Me llamaste antes?

—Sí.

—¿Qué pasa?

—Nada, que me gustaría hablar contigo.

—¿Algo importante?

—No; más bien cambiar impresiones sobre todo esto, porque creo que me voy a volver loco.

—Si quieres voy a tu casa ahora mismo.

—No; mejor mañana, que ahora estamos de rosario.

—Como gustes.

—Si te parece voy por ahí a eso de las nueve de la mañana.

—Aquí te espero y ánimo, que la vida es así. Colgó y quedó con la mano sobre el auricular:

—¿Cuántos días hace que se ahorcó la Aurorita Gutiérrez?

—Hará ocho… nueve lo más.

—Sí, porque todavía están de rosarios.

Plinio se rascó la cabeza:

—¿Y dijo el médico cuando la autopsia que estaba embarazada de unos tres meses?

—Sí, eso creo.

En aquel momento, empezó a tocar la Banda Municipial allí mismo, junto a la puerta del Ayuntamiento.

—La primera cosa que suena a feria… —dijo don Lotario.

Volvió Maleza:

—En el Alhambra tiene usted a Eladio Cabañero con Barchín y el Obispo. Dice que le esperan y que invita él, aunque falte para aceite.

—Ale, don Lotario, vamos al Alhambra a ver si éste que es poeta y tiene imaginación nos da algún relumbre.

—La imaginación es la más infrecuente de las facultades humanas —dijo don Lotario, como para sí, conforme salían.

—No sé qué le diga, don Lotario, porque con este cuento del empreñador general todo el mundo está imaginando.

—No confundas, Manuel, y perdona, la imaginación con el fantaseo.

—Ya entiendo…

—Los fantaseadores exageran la realidad. Y los imaginativos inventan una nueva.

—Entonces tampoco nos vale el poeta, porque si va a inventar más todavía…

—No, Manuel, no me seas corto, que tú eres de más alcances. El imaginativo crea de la nada o recrea partiendo de algo insignificante. No sé si me explico.

—Regular.

—Verás, para un hombre sin imaginación, una banda de música es un conjunto de hombres que tocan. Para un imaginativo, para un recreador, la banda es un manojo de sugerencias, de pensamientos, de imágenes, de recuerdos, de modificaciones.

—Pues la gente de este pueblo no tiene ni pizca de imaginación, porque ya ve usted, los pobres músicos ahí tocando, sin que se pare ni uno a «sentir» la música, como dicen aquí, y menos a ver esos panoramas que usted dice.

En efecto, la menguada banda, hecha corro en torno al maestro Vicente Martín, y bajo los focos potentes de la fachada del Ayuntamiento, tocaba un pasodoble sin otros oyentes en derredor que la pareja de puertas. Debajo de los portales de la Posada, sí había algunos que miraban hacia los musicantes, pero con muy poca ilusión. Vicente Martín, el Palomaro, metido en su solfa y despreocupado al parecer por la falta de público, elegantísimo, con su uniforme gris, dirigía, acariciando el lomo de cada melodía, con el palillo fino de la batuta.

En la puerta del bar Alhambra, fuera, «sentían» a los músicos, éstos sí, Eladio Cabañero, su exmaestro albañil Barchín y el Obispo protestante. Eladio, como siempre, no se dio cuenta que llegaban los de la Justicia hasta que los tuvo encima. Después de saludarse, dijo Cabañero:

—Estábamos hablando de la banda. Da pena ver a los pobres músicos ahí solicos, echando su aire y dando sus percusiones sin que nadie les haga caso. Es curioso cómo pasan las cosas y en qué poco tiempo. Cuando yo era chico, hace na, los conciertos de música eran un espectáculo. Se acordarán ustedes mejor. Los jueves por la noche y los domingos por la tarde se llenaba la plaza de gente que, con la boca abierta, miraban al tablado que entonces había.

—Y muchos se traían sus sillas para oír más cómodos —dijo Barchín, cuyo pelo blanco asomaba mucho bajo la boina.

—Y venían con tiempo para coger buen sitio. Era la única música que oían en toda la semana —siguió Eladio—. Los hombres del campo pasaban seis días en el haza sin escuchar otra cosa que su propio cantar o el de los pájaros. Y llegaban con los oídos sedientos de otras suavidades. Entonces los músicos eran gentes muy bien vistas, y como diría yo, modernos. Muy municipales, pero modernos. Y hoy, fíjense ustedes, parecen restos históricos, que hacen algo que ya no interesa.

Eladio hablaba volcado en el tema. Alto, más bien grueso y con una buena era de calva, hablaba mirando bastante cerca a los interlocutores, pero extendiendo mucho los brazos hacia los músicos desvalidos.

Don Lotario, sonriendo con las palabras de Cabañero, miraba a Plinio con intención, y éste, entendiendo lo que pensaba el veterinario sobre lo hablado de imaginación y fantaseo, juntando un poco las cejas, disimulaba otra tierna sonrisa.

—La gente —seguía—, con las radios y televisiones está saturada de música. Hasta los hombres del campo con los transistores la tienen siempre al alcance del oído. La gente ya no va a oír las bandas de música ni al cine. La televisión se lo ha metido todo en casa: música e imagen. Por eso el personal va más al teatro.

Barchín, pequeño, moreno, con las canas bajo la boina como se dijo ya, sonriendo siempre, se atrevió a intervenir:

—El teatro también se ve por la televisión.

—No, señor maestro, el teatro que se ve por televisión es como si fuera cine. Es teatro enlatado. El teatro es carne, palabra fresca, juego siempre improvisado. Y el cine y la «tele» son retratos. El teatro siempre será un espectáculo diferente, de corazón a corazón, de ojos a ojos, tan improvisado como la vida misma. La música no, para el oído lo mismo da que la toquen músicos visibles que no. Pero a lo que íbamos de los músicos de pueblo, a mí me da mucha pena verlos, ahí, sumidos en su vieja ceremonia, como de una religión consumida, ya sin fuelle. Las bandas municipales están haciendo ya su último pasacalles hacia la desaparición.

—Y sobre todo si llueve como ahora —dijo don Lotario mirando a lo alto.

En efecto, empezaba a chispear. Y se vio desde allí que el maestro Martín, abandonando su abstracción, miró al cielo y quedó con la batuta un poco en suspenso, como dirigiendo nubes. Y las chispas se hicieron enseguida tan recias, que los músicos también miraban las nubes, con los instrumentos fuera de la boca, de tal manera que, durante unos segundos, sólo sonaron unos quinos sueltos. Hasta que el maestro, de un batutazo enérgico, cortó el concierto y todos, según deseaban, cada cual con su instrumento y atril, se metieron en el Ayuntamiento.

—Se jodio el concierto —dijo Barchín.

—Pues vamos «adentro» señores, que vuelve el temporal por el hastial de la finca —dijo Eladio bromista Y entró canturreando:

Impaciente espera la moza

que le toquen el «sitio de Zaragoza».

Se acomodaron en una de las mesas más hondas del bar, y por indicación de Eladio, cada cual hizo su pedido al camarero Mejías, andaluz él y con el pelo muy tirao para atrás. Plinio y don Lotario —era su hora— pidieron café con leche y tortas de Alcázar; y los otros tres vino.

El pastor protestante —el Obispo, como le llamaban allí—, siempre callado, vestía de gris oscuro y llevaba su corbata. Hombre pelirrojo, tirando a zanahoria, marchó a Suiza años atrás, trabajó en el ramo de la construcción, hasta que un día, por las buenas, se presentó con un auto muy grande y dijo que se había pasado al protestantismo. Más bien fuertote y algo congestivo, hablaba poco. Oía siempre como si fuera la primera vez que escuchase palabra. En el pueblo se hizo célebre desde que un día le preguntó alguien por qué se había hecho «cura» protestante, y el tío dijo tan tranquilo que porque era mucho mejor oficio que el de albañil. «Más cómodo y de mayor rendimiento». Otra vez le preguntaron que, ya puesto a oficio cómodo, ¿por qué no se había hecho cura? Y contestó que los curas en Suiza tenían poco ambiente y además no se podía hacer una vida «natural» por aquello del celibato. Que a él le era igual una cosa que otra, pero como era muy trabajador, en todas partes cumplía y con mucha seriedad. Eladio, de familia protestante, lo quería mucho y decía que aunque al Obispo le faltaba vocación, sin embargo se sabía muy bien los Evangelios y tenía «dedicación exclusiva». Se decía también que la intención del Obispo era casarse en el pueblo, pero que a las mozas les daba reparo ayuntarse con un «cura» aunque fuese calvinista. Así es que le habían dado calabazas un par de veces a pesar del coche que traía y los francos que fardaba. Ahora, con la mano salpicada de pecas grandísimas, se embocaba el vaso de vino con mucho regusto.

—Yo siempre creo que a las tortas de Alcázar les falta el pezón —dijo Eladio.

—Hombre, son muy planas para tetas —comentó Barchín.

Al Obispo se le fue un chorrillo de risa picaresca.

—Te estarás dando cuenta, Manuel, lo que es imaginación —le dijo don Lotario por lo bajo. Plinio asintió con la cabeza.

—Las tortas de Alcázar —siguió Eladio— parece que las hacen con tanta prisa, que no les ha dado tiempo a quitarles la bandejilla de papel.

—Estaba mejor la comparación de las tetas —rió Barchín.

—Maestro, no critique, coño, que el ingenio tiene sus altas y sus bajas.

El Obispo sacó una caja colorada con purillos del tamaño de pitos y ofreció a todos. Plinio, con uno entre los dedos, lo examinó mucho antes de prenderlo. El bar se había llenado con fugitivos de la lluvia, que enracimados en la barra y pensando que era feria, cerveceaban abundantemente, pasándose las cañas por encima de las cabezas, de una fila a otra. El humo de las fritangas y el tabaco cuajaba el ambiente y por los cristales de la puerta se traslucía el aguacero.

—¿Qué quiere usted de mí, Manuel? —le preguntó al fin Eladio con aire grave.

—Si estorbo, espero que terminen ahí en la barra.

El Obispo también hizo ademán de levantarse con el vaso en una mano y el purillo en la otra.

—El amiguete Barchín no estorba nunca entre personas decentes —se adelantó don Lotario.

—Y el amigo Rosario, tampoco —añadió el Jefe mirando al pastor.

Hubo otro ratillo de silencios, cuchareos, chupeteos y tranguillo, hasta que Plinio, poniendo cara de guardia, dijo:

—Yo, Eladio, quería que me contases cosas de tu pobre amigo Antonio Rosamerino.

—¿Y qué puedo yo decirle, Manuel?… Pobre muchacho. Me he impresionado mucho cuando me lo han dicho… Ahora que había juntado unos cuartejos y pensaba establecerse en España… el año que viene lo más tardar.

—Es una verdadera pena —coreó Barchín.

El Obispo asintió con la cabeza panocha, entornando los ojos dolorosos.

—Vosotros que lo conocíais bien, ¿cómo era?

—Pues era… —dubitó Eladio Cabañero— corriente. Un muchacho normal de los de aquí. Muy trabajador, con ganas de progresar, alegre…, una buena persona —enumeraba el poeta sin saber exactamente lo que buscaba Plinio.

—Muy buena persona —repitió Barchín.

El Obispo por su parte asintió también.

—¿Era pendenciero, apasionao, maquinador, rencoroso?

—No, ya le he dicho, Jefe —cabeceaba Eladio—, que era hombre muy corriente y con buen humor. Más bien tendía a echarlo todo a broma.

—¿Tú le conocías aquí alguna enemistad… o algo de la guerra?

—No, qué va. Y además en la guerra él era un niño. Como yo, pizca más o menos.

—Bueno, pero como ya sabes lo que ocurrió con su padre… al acabar.

—Sí, pero él nunca hablaba de eso. Mejor dicho, nunca hablábamos.

—¿Y de asunto faldas?

—Eso sí. Picantón era muy picantón. Siempre pensando en el cachondeo. Pero no era enamoradizo. Más bien un coleccionista. Jodía con quien se le terciaba y le gustaba contarlo.

—Por ejemplo.

—De las alemanas solía contar aventuras a barullo.

—¿Y de aquí?

—De aquí nunca le oí nada. A no ser cosas de cuando era chico, en las vendimias y eso.

—¿Pero ahora no tenía por aquí ningún ligue?

—Nunca dijo nada. Él venía al pueblo, vamos, me parece a mí, en plan de descanso y como pensando que las mujeres de aquí eran otra cosa.

—¿Era presumido?

—Aparte de haberse traído un Mercedes, no mucho.

El Obispo, al oír lo del Mercedes, refregó, inquieto, el culo sobre la silla.

—Su hobby eran las mujeres, pero no aquí, que yo sepa. Recuerdo que hace unas noches… Leche, la última que lo vi, me contó que allí en Frankfurt se tiraba a una chica que trabajaba en un bar de la estación. Pero la función tenía que ser exactamente los jueves, a no sé qué hora, cuando el jefe se iba al cine con su mujer. Él acechaba y así que veía salir al dueño, hacía como que entraba a los servicios del bar, pero donde de verdad se metía era en una habitación que la dependencia utilizaba para vestirse. Llegaba la chica al punto y en diez minutos todo listo. Esa clase de recochineos le gustaba mucho. Le echaba mucha imaginación al trance fornicativo y desde luego tenía éxito con las mujeres alemanas, así moreno y hablando a lo machote ibérico… Ahora, no vaya usted a creer, Jefe, aunque yo sé que usted es muy sensato, que por estas cosas que le cuento era él ese preñador que dicen que hay suelto por el Tomillar del Oso. Llevaba en el pueblo unos quince días y apenas se apartaba de nosotros o de la panda de David.

—Ya, ya… pero se apartó lo suficiente para que lo enviasen al otro barrio de un facazo…

—Eso también es verdad, las cosas como son, Manuel —le respondió Eladio muy razonable—. Pero de todas formas él aquí no andaba con mujeres.

—Pues te voy a decir una cosa que no va a salir de esta mesa… Os pido palabra de honor —dijo Plinio, no se sabía bien si en broma o en serio—. Cuando lo mataron estaba trincándose a una gachí, como se decía antes. Las pruebas son claras.

—Coño, Manuel, no me diga usted —se extrañó Eladio, llevándose el cigarro a la boca y chupando rápido.

—Como lo oyes.

Barchín se mordía un padrastro, también sorprendido. Y el Obispo miraba a unos y a otros, como si no entendiese que se pudiera matar a alguien cuando está arpeando en vientre ajeno.

—¿Y hay sospecha de quién es ella? —preguntó Eladio con muy pocas esperanzas.

—Ni idea.

—Claro —dijo el poeta como para sí— que, qué coño, es muy difícil llegar a la última curva de la vida de un hombre. Todos tenemos rincones oscuros hasta para nosotros mismos. Y en tocante a sexo, cada cual anda por sus reates particulares.

—Lo que tú quieras, Cabañero, y no me vengas con literaturas —saltó Plinio—, pero tu amigo Rosamerino sabía muy bien en aquel momento a quién le daba sus gustos.

—Hombre, ya. Me refiero a que nos hubiese ocultado a los amigos esa aventura o lo que fuera.

—Aventura mortal.

Ya muy cerquita de las diez, Plinio y don Lotario volvieron al Ayuntamiento a todo correr para no empaparse demasiado, y tomar el coche e irse a casa. Pero antes entró en el cuarto de guardia y dijo a Maleza:

—Mañana te vas a recorrer todas las casas de «la frontera», en plan oficial se entiende, y preguntas a todas las pupilas y dueñas, encargadas y demás personal, si ha aparecido por días Antonio el emigrado.

—De acuerdo, Jefe.

—¿Ha habido algo nuevo?

—No, Jefe.