AL día siguiente, primero de feria, el cielo seguía en las mismas: capotón y llorando cada pizca de tiempo. Apenas querían desaguarse un poco las carriladas, volvía la anegación. Plinio tuvo que tomarse el café solo en la cocina y no en el patio, como gustaba. Con el cigarro entre labios quedó mirando entre visillos el agua que escurría por los cristales de la ventana. Su mujer le sacó el paraguas:
—Anda que tanto enjalbegar para mira… Plinio se quedó con el paraguas en la mano hasta acabar el pitillo.
Llegó su hija de misa bajo un paraguas gris oscuro.
—¿Cómo has madrugado tanto, hija?
—Ea, me desperté muy temprano.
—Ya.
—¿Se va usted?
—Voy por el despacho a ver sí hay algo.
—Padre… todo el mundo dice que hay por ahí un hombre imposible, que desflora a las mejores mozas del pueblo.
—No hay desflore sin consentimiento. No lo olvides.
—No digo que no, pero con todo y con eso…
—Siempre se exagera un poco.
—No crea. El cura don Simón ha dicho hoy algunas indirectillas por el micrófono. Y que hay que prevenirse, que una ola pecadora amenaza.
—Los curas siempre están pensando en lo mismo.
—Desde luego algo anda —reforzó la madre.
—Bueno, bueno, vosotras no penséis en ello.
Y sin más se fue hasta la portada con el paraguas abierto y echó calle abajo. No quiso cruzar la plaza tal como estaba y en vez de ir a la buñolería de la Rocío, pidió que le trajesen café y churros del bar Lovi. Se lo sirvió el camarero encima de la carpeta negra de los papeles, quedándose el plato así medio chulo. Desayunó tranquilo, churro a churro, sorbo a sorbo, y echando de vez en cuando los ojos por la ventana. Anduvo luego de pitos y papeleo, y cerca de las diez asomó don Lotario, también con su paragüejas.
—¿Cómo no has ido a la Rocío?
—Me daba pereza cruzar la plaza.
—Pues has hecho bien, porque está muy nerviosa con eso del desvirgador general, como dicen ya por ahí, y te tenía preparado un disco muy largo sobre no sé qué visitas de íncubos que tuvo anoche.
—¿De íncubos?
—Bueno, ella no dice íncubos, sino de un tío muy largo que se le encajó encima, como caído desde el techo.
—Ésas son las ganas que tiene.
—Dice, y que se había quedado con una huella y todo para enseñártela.
—¿Una huella de qué?
—Ya sabes cómo es.
—Estaba pensando ir a hacerles una visita a las hijas de Venancio Marquina —sugirió de pronto el Jefe.
—¿Para qué?
—Tengo entendido que eran muy amigas, además de vecinas, de la hija de Simón Bolívar.
—Sí las he visto yo juntas algunas veces, sí. ¿Y qué quieres de ellas?
—Que me cuenten algo de la Rosita Bolívar.
—¡Ah! Carajo, Manuel, y como estás tú también picando en la fantasía.
—Con un temporal así, en algo tiene uno que distraerse. Sin más feria ni más na. Ale, vamos. Hicieron el mismo camino del día anterior por la calle de Santa Rita, pero mucho antes de llegar a la casa de Marquina encontraron a sus hijas bajo un paraguas.
—Pare, pare, don Lotario. Esto es mejor que ir a su casa. Son ellas.
Don Lotario se acercó con cuidado a la acera.
—Buenas mozas —dijo Plinio, asomándose a la ventanilla—. ¿Dónde vais, que os llevamos? Las chicas quedaron mirando al Jefe, siempre tan serio, entre sorprendidas y risueñas.
—Venga, que os llevamos —recalcó don Lotario.
—Sí, íbamos ahí a la confitería de la Mallorquína a por un poco turrón, en vista de cómo se ponen las ferias… que han venido mis tíos de la Solana. Subieron por la puerta que les dejó libre don Lotario, para que no tuviesen que pisar los charcos, y dieron la vuelta.
Las dos hermanas eran muy parecidas, sólo que una en rubio y otra en moreno. La morena en dulce y la rubia en astuto. Más bien altas y repretas, aunque no gordas, daba mucha alegría hablar con ellas.
—No crea usted, que la feria —decía la rubia—, todo el año esperándola para que llegue con este estropicio. Se lo digo a usted sin quedarme otra, mi palabra, que otro año nos quedamos por ahí. Ya se lo he dicho a mi madre. Yo no sé en este pueblo qué piensan los alcaldes, que toda la vida de Dios han puesto las ferias los días que llueve. Porque fíjese usted, lo único que a nosotras nos llama la atención, que es el baile, como es en la Glorieta, y está descubierta, pues sin baile que nos quedamos.
—Pero este año, aunque no lloviese, estáis de luto por vuestra amiga Rosita.
—¡Ay!, no nos la miente usted —volvió la rubia— que hemos pasado una noche que para qué.
—Tenemos un disgusto tremendo, es verdad —añadió la morena—. ¿Quién nos lo iba a decir?
—¿Y qué motivos tan graves ha podido tener para quitarse la vida? —preguntó Plinio, como si lo pensase en aquel momento.
—¡Ay!, mire usted, es un misterio. Anteayer mismo estuvimos con ella, por la tarde, un rato en la puerta y tan natural.
—Bueno, la verdad es que ella era muy suya —añadió la morena puntualizando un poquito. Habían llegado a la puerta de la Mallorquína y don Lotario frenó.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Vaya, pues qué quiere usted que diga, que no decía a nadie tan aína lo que molía su cabeza.
—Eso sí. ¿Ve usted lo de que quedó mal con el novio? Pues nos hemos enterado después de ahorcarse. Cuando lo dijo la gente. Que hay que tener valor siendo amigas íntimas como aquél que dice, íntimas, y vecinas de toda la vida de Dios.
—Sin embargo a mi me parecía una chica muy abierta —sondeó don Lotario.
—Natural —siguió la rubia— para todo lo que ella quería. Para lo demás ni mu… Igualico ocurrió cuando se hizo novia con ése de Alcázar. Nos lo dijo cuando ya no tuvo más remedio y estábamos toda la vecindad harta de verlo rondar… Era muy buena chica, eso sí, pero lo suyo era lo suyo y nada más.
—¿Y vosotras creéis que ella ha podido andar con otro, aparte de su novio? —arriesgó Plinio. Las dos hermanas se miraron, y por tácito convenio, dijo la morena:
—Nosotras no sabemos, mire usted.
—¿No lo sabéis o sí lo sabéis?… Por favor, decídmelo porque hace falta aclarar este asunto. Ya habréis oído las cosas que andan por el pueblo.
—Anda narices —saltó la rubia—, entonces esa finura de traernos en coche era porque querían sondearnos. Ya me extrañaba a mí. Plinio encendió el cigarro muy serio y no dijo nada. Don Lotario las miró con un gesto tierno, como pidiendo disculpas.
—¿Salía con otro, verdad? Lo que digáis se quedará en este coche.
—Mire usted —inició la morena muy diplomática—, nosotras no sabemos si salía o no con otro. La pobrecica está muerta y no hay por qué inventarle historias. Lo que sí sabemos es que, últimamente, algunas veces, la sentimos llegar sola, ya bien pasada la media noche. Y según la cuenta, ella alguna vez dijo en su casa que estaba en el cine con las amigas.
—¿Pero vosotras nunca la visteis con otro?
—No, señor.
—Sólo eso, venir sola —añadió la rubia— y que sepamos dos veces nada más.
—¿La acechásteis? —soltó Plinio muy serio.
La rubia se pasó la mano por la nariz y se puso muy encarnada.
—La primera noche no señor —aclaró la morena con la mayor frialdad—, la vimos por casualidad. Pero a las dos o tres noches, nos dijo su madre que se había ido al cine, con no sé quién, porque fuimos a preguntar por ella, y ya sí nos quedamos en el balcón a ver a qué hora llegaba.
—¿Y cuándo fue eso?
—¿Hoy qué es?, ¿sábado? Pues sería jueves. Sí, el jueves.
—¿A qué hora llegó?
—A la una o una y media.
—¿Y no visteis a nadie? No sentisteis coche, moto o cualquier cosa.
—No, señor.
—¿Y anoche no volvió a las mismas?
—No sabemos, porque no nos asomamos —atajó la morena.
—¿A ella le gustaban mucho los hombres?
—Yo creo que sí —saltó la rubia—. Lo disimulaba muy bien, pero sí. Así que veía unos pantalones bien puestos, se le iban los ojos con cara así de mucha rebinación.
—Tú qué sabes, Enriqueta, tú qué sabes —le reconvino la morena.
—Hombre, claro que lo sé. Y lo hemos comentado muchas veces. Como dice padre, era más caliente que el pico de una plancha; lo que pasa es que, claro, cómo lo iba a contar.
La morena se calló con el morro un poco vuelto. No le había gustado la aclaración.
—Siendo así, no debía de querer mucho a su novio —lanzó don Lotario.
—Yo creo que ella se hizo novia con ése porque no encontró otra cosa mejor… Nunca se la vio despepitarse por él, que digamos.
Como era la hora que les había señalado el forense, poco más o menos, tiraron para el Cementerio. La calle del Campo también estaba anegada. Las fachadas sin cal, y los árboles del Paseo renovalíos y frescos por tanta cita de agua. Cuatro chicos, bajo una lona verde y descalzos, chapoteaban por el charquital, imitando a los soldados.
En la puerta del Camposanto, bajo el porche, estaban don Saturnino, Serafín el practicante y el enterrador. Los dos primeros enfundados en unas batas blancas bastante viejas. Los tres fumaban despaciosos, echando miraduras al cielo impenitente. Tan impenitente, que empezó a chispear con cierta bravura cuando Plinio y don Lotario se unieron a ellos. Delante del camposantero se limitaron a hablar de aquel tiempo peído. Al cabo, el forense guiñó un ojo al Jefe y fueron hacia la sala depósito sin mayor finura, dejando sólo el ennichador. Cerraron la puerta con llave. El cuerpo de la Rosita Bolívar estaba cubierto con un trapo casi blanco. Don Saturnino, sin quitarse el pito de la boca, descubrió la cabeza y los hombros de la chica y con el índice señaló un hematoma en el hombro izquierdo.
—¿Mordisco? —preguntó Plinio.
—Sí.
—Se conoce que el novio o quien fuere se apasionaba mucho.
La cara de la chica, tirante, de un color cobre pálido y con brillo, componía un gesto aterido por el pañuelo de hierbas que le sujetó la quijada. Habían conseguido embutirle la lengua, pero como consecuencia, tenía los carrillos así un poco inflados, como si tuviese dentro una pelotilla.
—¿No ha encontrado usted ninguna otra anomalía?
—No.
—¿Ni señales de violación?
—No. Pero desflorada estaba hacía tiempo.
—¿Embarazada?
—No.
Plinio se quedó mirando a don Lotario con gesto, diría yo, triunfante. El veterinario le respondió con cierta careta de resignación.
Por la ventanilla del depósito se veía caer el agua sobre las sepulturas de mármol blanco, sobre las cruces y los epitafios, contra los cristales de las urnillas, que guardaban fotografías de los soterrados y búcaros de flores de los cariñosos sobrevivientes. Tras la cortina esmerilada de la lluvia, los mármoles que quedaban al final del Cementerio viejo parecían pálidas apariciones rutilantes. Sólo los cipreses, siempre ternes, más negros y brillantes que de contino, se limitaban, por toda protesta, a inclinar un poco el vértice de su cucurucho.
El médico tapó el busto de la chica muerta, se lavó las manos y desvistió la bata. Serafín el practicante metió el herramental en el armario, e hizo las mismas cosas que el médico.
Don Lotario ofreció «caldo», y Plinio lió con el labio de abajo remontado y gesto de mucho ensimismamiento. Por fin, cuando acabó de envolver y pegar el pito, y antes de encender, pero con él ya entre labios, dijo, mirando a Serafín:
—Me han dicho (y esto que quede entre nosotros, que a lo mejor es una habladuría) que Angelita, la sobrina de tu compañero Narváez, no fue a Madrid para operarse del apéndice como publicaron, sino porque estaba embarazada. ¿Sabes tú algo?
—Yo también lo he oído decir, pero no sé nada fijo.
—Y usted, don Saturnino, ¿sabe algo de eso?
—Yo soy el médico de cabecera de esa chica y no diagnostiqué apendicitis.
—¿Qué diagnosticó?
—Nada. No me llamaron. De pronto me enteré que había ido a operarse.
—No entiendo una palabra —comentó el Jefe.
—Ni yo… Ni me importa —se sumó el médico.
—¡Mira que como fuese verdad lo del follador general que dice la gente! —exclamó don Lotario.
—¡Bah!, bobadas —displicitó el médico.
Al salir, Plinio se quedó un poco zaguero con éste:
—Le agradecería que me tuviese al corriente de cualquier cosa que observe por ahí.
—De acuerdo.
—Sobre todo de mordiscos.
—¿De mordiscos?
—Hombre, como usted ve a muchas ligeras de ropa en los reconocimientos y en los rayos X.
—No es fácil que ninguna soltera se luzca mordida.
—Por si acaso.
—Manuel, que está usted picando también en lo del embarazador universal, o como le digan.
—No. Palabra que no. Pero conviene pasear el ojo.
Ya en el Seat, don Lotario vino con las mismas:
—¿No decía que exagerábamos anoche?
—Y lo sigo diciendo. Me resisto a creer en las cosas demasiado raras. No me van. El terruño nos tiene acostumbrados a la rutina, no a la novelería.
—Nunca te convencerás, Manuel, que la novelería se da en la vida más que en los propios libros… Sobre todo ahora que se escriben esas novelas tan aburridas.
—Lo que no me cabe en la cabeza, don Lotario, es que tres mujeres puedan callarse quién se acostó con ellas. Y que dos lleguen al suicidio sin decir ajo. Las mujeres siempre hablan. Las tres cosas que las distinguen de los hombres son la teta, el galápago y la habladuría… Y si es necesario le echan la culpa a quien sea, pero no se ahorcan con el secreto.
—Estás equivocado, Manuel. Todo puede ocurrir. Nada tiene camino derecho. Lo más liso se arruga en un credo y lo más arrugado se alisa en otro. Las cabezas humanas son alcancías de rarezas, que se lían y centuplican al chocar cada día con las cabezas de los otros. No sé quién decía que la vida es como una historia de locos contada por un gilipollas.
—Resumiendo, y aceptado lo de la historia de locos. Según usted, como según Ignacito, anda suelto por el pueblo un donjuán divino, que no sólo se beneficia a la que le viene en hambre sino que además le exige promesa de silencio eterno. ¡Miau! Por ahí si que no trago, maestro. A tres mujeres no las calla ni el nazi.
Sin proponérselo habían parado en la puerta de la Rocío y todavía siguieron un rato su discusión, sin bajarse ni parar el motor.
—Yo no digo que sea un donjuán divino, que eres muy terco, lo que digo y basta, es que pasa algo, coño, porque dos chicas decentes que se ahorquen folladas, y una de ellas con barriga, no es normal… Eso que sepamos.
Así estaban cuando apareció la Rocío, en la puerta de su despacho, con un vaso de café en cada mano:
—En vista de que sus mercedes no se dignan entrar al establecimiento, aquí estoy yo para servirles el café sin que se apeen de la berlina. Se había parado en medio de la acera y con su sonrisa de siempre aguantaba insensible la lluvia, que no perdonaba los vasos de café.
—Venga, chalá, éntrate, que te vas a ensopar —le dijo Plinio, abriendo la portezuela. Entraron. Como ya era tarde, la buñolería estaba vacía. Les puso unos cafetillos cortados, y después de callar un poco empezó con tono muy estudiado:
—Por cierto, señores, que tengo que manifestarles un secreto muy grandísimo. Pero ustedes son mis mejores amigos, ¿y a quién si no? Pero con palabra de honor y juramento, además, de que cuanto voy a decir quede en el más profundo cajón de sus corazones.
Plinio y don Lotario se miraron como diciéndose: «Ya empieza con sus cachondeos la jodía ésta».
—Querido Jefe y querido don Lotario —siguió la otra, con ambas manos sobre la parte del mandil que le cubría la barriga, y la cara muy de cómica—. Estoy preñada. Sí, señores, estoy preñada perdida, por la intervención de un hijo de la mala madre que no puedo revelar. Y esta misma noche, si Dios no lo remedia, voy a ahorcarme con un cordel de la persiana que ya tengo preparado. Por favor, que no me hagan la autopsia, que siempre es feo, porque ya saben la causa y modo de mi muerte.
Como Plinio y don Lotario se quedaron tan indiferentes al oírle la chirigota, la Rocío dejó de palmotearse la barriga y, con gesto de no comprender la falta de efecto que tuvo su chiste, se quedó corrida, y así corrida se volvió a atender a una clienta retrasada.
Así estaba la escena cuando asomó Maleza con cara rara, paraguas y puro.
—¿Pero aquí a estas horas, Jefe?
—¿Qué pasa?
—Nada, que iba por ahí y vi el coche.
Entró cerrando el paraguas con malas mañas y después de sacudirle agua a todos los presentes, echó el humo con la propia prosopopeya del que no fuma puro todos los días.
—Creí al pronto que venías con la historia de otra preñada.
—Pues no se haga usted ilusiones porque la historia será larga. Esta mañana en el mercado han reñido dos mujeres, porque una le dijo a la otra que su Juana también estaba encinta por el prepucio traidor.
—¿Prepucio traidor le llaman también al empreñador? —saltó don Lotario con una carcajada.
—¡Uh!, le llaman muchas cosas —cortó Maleza—. Prepucio traidor… cipote vengativo y la minina justiciera.
—Qué barbaridad y qué letanía —dijo la buñolera.
—Sí, hombre, el pueblo está enardecío a pesar del temporal y Triguero ya ha hecho su cantar que, aunque yo no me lo sé muy bien, dice algo así:
… Mujer que encuentra en la calle
pasada la anochecida,
si es joven y de buen aire
la vuelca y la deja encinta.
Hijas que salís de noche
por calles poco «transidas»,
rezar la oración del huerto
para no daros de bruces
con la picha vengativa.
Unos ojos de luciérnaga,
una voz de responsorio,
y unos brazos opresorios
cuya fuerza no es pa dicha,
meten en los callejones
a las pobres virgencillas,
y sin Dios que las remedie,
de un solo polvo, infallable,
las deja, súbito, encintas,
las hay que piden clemencia,
las hay que arañan y gritan;
pero el placer que da el hombre
tanto mata y tanto excita,
de gusto se periclitan.
Hombres con cilindro así,
que la voluntad cohiban,
no ha habido desde el Tenorio,
según dicen los escribas.
Maridos que tenéis prójimas.
Hermanos con hermanillas.
Novios con novias tremendas
y padres que criáis hijas,
echarles el cinturón
de castidad a las niñas,
si no queréis tener nietas
de estraperlo concebidas.
—Qué tío —dijo lagrimeando la Rocío—, y que no se lo sabía.
—Qué va. Si es muy largo y con trozos muy mollares. Dice como despedida:
Nunca en Tomelloso hubo
un cipotón más artero,
que lo que cata embaraza
apenas el sol se ha puesto.
Le puso la Rocío otro cafetillo a Maleza, el último de la jornada, porque ya era hora de cerrar —«que esto es una buñolería y no un bar, qué se han creído»— y marcharon a comer sin propósitos claros para la tarde, que Plinio, tal como seguía el oraje, decidió dedicar al papeleo, que lo tenía muy retrasado. El único plan que fijaron fue ir Alcázar al día siguiente a conocer a Niceto, el exnovio de la Bolívar.
Toda la tarde hubo lluvia menuda, pero con cierto aliento cálido impropio en un temporal. Tan era así, que Plinio a ratos tenía que abrir la ventana y la puerta de su despacho, para formar corriente y que saliese la fogará que allí se formaba. Desde las cinco, que volvió del Casino, papeleó bastante, pero mayormente estuvo dándole vueltas solitarias y tercas al asunto de la Rosita Bolívar. Al margen de la leyenda sobre el desflorador general que la gente decía, y de lo que pudiera aclarar el novio de Alcázar, a quien no conseguía recordar, le parecía a él que aquel ahorcamiento no tenía lógica. Y sin embargo, lo que son las cosas, y él mismo lo reconocía, apenas pensaba en la muerte idéntica de Aurorita Gutiérrez. Al bueno de Manuel González, Plinio, cuyo sexto sentido palpitero era superior a su mecánica razonadora, con mucha frecuencia le pasaba como a los poetas, que sentía cosas que no sabía emplumar. Eran barruntos casi olfativos y entrañables, que lo metían en una cueva sin escalera y le hacían pasar ratos muy irresolutos. Y no sólo era en lo policíaco, no se crea. También sentía ciertas premoniciones oscuras ante otros fenómenos humanos que sólo él se sabía. Esto de olfatear las cosas en vez de «verlas», le parecía a él que no era virtud demasiado masculina, que olía a magancias mujeriegas. Pero como por otro lado ni en sus inclinaciones carnales ni en el viril funcionamiento de su cerebro, siempre por lo derecho, discreto y con un gran sentido moral, hallaba la menor huella feminoide, el hombre se inclinaba, muy en secreto, a pensar que más que pálpitos femeninos lo que a él le distinguía, como a los grandes artistas y científicos, eran pálpitos creadores.
Hacia las siete de la tarde o algo más se acabó el agua, y por aquel bochorno que digo, daba gusto salir al aire libre. Por eso se fue hacia el herradero y clínica veterinaria de don Lotario a ver si se lo traía al Casino y paseaban un rato por la Glorieta de la plaza. Pero el herradero estaba cerrado, y Manuel tuvo que pasearse solo entre los árboles, parterres y la absurda tapia de fusilamientos que han puesto allí. Bien dadas las ocho y media aparecieron don Lotario y Braulio que, según dijeron, venían de ver si un leve pedrisco, que aquella tarde cayó por Río Záncara, había afectado a sus respectivos viñedos. Como hubo suerte, los dos hombres traían cierta euforia, y emparejándose rápidos con el Jefe, consideraron muy buen acuerdo el ir y venir por la Glorieta hablando de sus cosas.
Hacia las nueve llegó el primer coche de línea de Madrid. En seguida dos más. Desde la plaza los veían detenerse en la calle de doña Crisanta, allá junto a la Cruz de los Caídos. Entre nueve y nueve y media Plinio y sus compadres contaron hasta catorce. Que con ser sábado y feria, todo el peonaje del pueblo que se ganaba la vida en Madrid y allí no tenía piso, volvía a ver a los suyos, traerles pesetas y lavar la ropa. Viendo aquel carguío de hombres con maletillas y bolsas de plástico, rodeados de sus mujeres e hijos, los tres amigos recordaron el cambio de itinerarios y locomociones a través de los tiempos sin variar el sistema de vida. En aquella comarca donde las hazas, viñedos y quinterías suelen caer muy lejos del pueblo, por la extensión del término y pobreza de la tierra, generalmente somerales, se requiere mucha superficie para sacar un remedio de grano o uva, los gañanes marchaban el lunes por la mañana «de semana» hasta el sábado. No había forma de ir y venir cada día ni cada dos. Ahora, con la invención del tractor y del remolque, las cosas habían variado. Las faenas eran más cortas y por largo que estuviese el majuelo, se podía ir y venir tan ricamente en el mismo día. Antaño, el carro de roble americano fue el transporte y hogar del labrantín tomellosero, su cacho de pueblo conducido hasta el bombo lejano o la quintería. En él llevaban los útiles de labranza, que llamaban el «herramental», metidos en una bolsa de pleita. En la parte trasera el ubio y el garabato atado a los tendales. A veces, tiempos después, añadían a esta popa carromatera la bicicleta, por si surgía viaje o retozo. En la varja, especie de cofre de madera sin pintar o con dudoso tinte, en cajuelas y compartimentos, se distribuían: la talega de la sal, la pimienta, los ajos, el bacalao, el queso, las sardinas arenque, que por lo tiesas las llamaban «civiles», el tocino veteado, la harina de titos y el cucharón. Otro cobijo del bastimento era la alforja. En ella embutían el pan, las naranjas, pimientos y tomates. Los líquidos iban en tres clases de recipientes; el agua, para remediarse en los cortes, sin pozo ni aljibe, en una cuba. El vino del año, en tonel con pitorro cortado a sagita. En las aguaderas colgadas en la escalera del carro, la redina del aceite. Para beborrear a gusto durante la caminata, agua en un botijo de castaña, que en las aguaeras hacía par con la redina.
Los utensilios y remedios de más volumen los apastaban en las bolsas del carro: el pienso, las rejas, las mantas de dormir y las otras de mula, llamadas de cujón. Y, terciadas en la parte trasera y baja, entre la puente y la riostra, las gavillas y la sartén… Por fin, como compañía viva, atada a la misma riostra con cuerda generosa, la oveja mansa y balidora que vivía sobre el terreno. Y correteando por los aledaños del carro y de la mula, el gozquecillo que daría compañía y oído al labrador en sus largos seis días de soledad. Aquello, como ahora subirse el lunes de mañana en los autobuses camino de Madrid, es lo que llamaban antaño «ir de semana».
La vuelta se hacía el sábado por la tarde. Hecho el «esvede» total de las vituallas, el gañán recogía el tonelete seco, la varja huera, la alforja folluda, y con su cara aforrada de barbas negras y espinarías, deshacía el camino —como ahora— para pasar el fin de semana entre los suyos.
Ya en el pueblo, desenganchaba el carro, desaparejaba las caballerías, las llevaba a herrar, aguzaba las rejas en la fragua y luego de charlar un rato con la «contraria» y darles a los chavales el grillo que trajo en la boina, el huevo de perdiz color caramelo o el gorrión hirsuto, marchaba a la barbería para rasurarse el encare y enterarse de las nuevas del lugar. El domingo, mudado de ropa y con la cara lisa, lo pasaba entre los suyos a la paz del patio o la cocina; preparaba el hato para el lunes y a la caída de la tarde, en la plaza del pueblo, entre los de su vida y menester, completaba la información de dichos y noticias.
Comentaban estas cosas, viendo pasar a los hombres, ahora afeitados y con aires de barrio madrileño, semiabrazados a los hijos y con la cansera en el gesto. Por las cuatro horas de autobús o por el placer de repisar su pueblo, marchaban con cierto relajo y el paso caidón, escuchando la monocháchara de las mujeres, y las salidas petitorias de los hijos: «¿Me trajiste los futbolistas, padre?». «¿Nos comprastes el balón, padre?». Hubo un momento en que por todas las calles que salían de la plaza, se veían haces de familias rodeando al emigrante semanal, camino de sus casas.
Si los weekend señoritos se enderezan desde la ciudad al campo, los del campesino castellano y manchego tienen ahora inverso itinerario. Los remolques y tractores que arreglaron los desplazamientos y convivencia familiar para muchos, menguaron el trabajo para otros tantos, y miles de estos antiguos gañanes de carro y varja tuvieron que buscar trabajo en Madrid, donde es tan penoso conseguir pisos modestos y entrenar a la familia para una vida deshumanizada y carísima.
—Son la mano de obra —casi gritó Braulio rascándose el mentón—. Y está bien dicho lo de mano, porque sólo sus manos necesitan. No hay por qué coño darles casa ni jornal bueno ni educación para los hijos, porque de estos pobres sólo se necesitan sus manos. Su «mano de obra». Lo demás, qué leche da. Si las manos se les quiebran o son lentas, se cambian por otras manos.
—Te encuentro un poco laborista, Braulio —le dijo don Lotario.
—No, hombre, no, es la pura verdad.
»Estos paisanos, estas manos de obra, como decía Braulio, acomodando una vez más su mecánica de vida tradicional a las costumbres hodiernas, vuelven el sábado al pueblo, sí afeitados, pero con la muda sucia, el hato agotado y la varja, ahora maleta de plástico, donde se llevaron algunos companajes para toda la semana, vacía. En lugar del grillo, el huevo de perdiz o el gorrión, traen a sus chicos unos futbolistas, un muñequete de goma, una bolsa de caramelos o un chicle… Llega, abraza a los suyos, entrega la paga, se muda, juega con el perro, hoy paseante en villa; compra el periódico deportivo para aprender a redimirse, y se toma una cervecilla a la par de sus compañeros de emigración para contrastar opiniones. Por la tarde del domingo se acerca al fútbol o al cine, y apenas pinta la mañana del lunes, con su hato un poco modernizado y sin aperos ni oveja, toma otra vez el autocar madrileño que lo llevará hasta la pobre cama alquilada, hasta la obra del barrio elegante o lontano, y a esa otra soledad de seis días llena de gentes extrañas y ruidos de motores. Trocó el campo por la ciudad, las abarcas por los zapatos, la varja por la maleta, el perro de sus soledades por el transistor, el tabaco picado por el «celta», la manta por la gabardina y la mula por el autocar de línea. Pero su apartamiento de la familia y la necesidad de buscarse el trabajo más allá de la glera del pueblo, sigue… Y su condición de mano, no de hombre entero, sólo de mano de obra, continúa igual que siempre.
—Desengáñese usted, don Lotario —seguía Braulio—, que las cosas sólo han cambiado en apariencia y semeje. Pero los resortes del mundo siguen siendo los de siempre. Es ley de vida, según parece en los siglos que van, y ya son muchos, que unos cuantos, llámense reyes antiguos, nobles menos antiguos, negociantes o empresas, vivan a costa de los demás, apoyados en la mano de obra de otros.
En la antigua zarzuela ambientada en la Mancha, se cantaba: «Hoy es sábado y no quiero / dormir en la quintería». Ahora la quintería no se llama Quitavídas, Cuevalosa o la Casa del Aire… Se llama Madrid, la capital de España… y hoy tampoco los tomelloseros quieren… o pueden, dormir en ella.
Cuando se acabó de pasar la procesión de emigrantes semanales, los coches en ringla quedaron solos hasta el día siguiente. Y Braulio, muy amigo de historiar costumbres, habló de que tenía oído que, antaño, el meter mulas en las viñas fue una revolución tan grande como luego, casi ahora, la de los tractores. Primeramente por estos términos las viñas se trabajaron a golpe de azadón. Y bien tarde llegó el arado. Y recordó también un tiempo, que él decía alcanzó de mocete, en el que los labradores, cuando volvían de la semana en el campo, al aproximarse al pueblo, tocaban unas caracolas con sones muy sentidos y lastimeros… A lo mejor para que las familias alzasen el ánimo y aligerasen la cena.