PLINIO, a pesar de ser hombre más que maduro, cuando llegaban los días feriados del pueblo, allá por la cola del agosto, se sentía renovalío y bullente. Tal vez sus mujeres le contagiaban la comezón. Pasada la Virgen de agosto, cuando pintaban las uvas, presas de un telele ancestral, ellas empezaban la faena de enjalbegar la fachada, pintar las puertas y hierros de color verde —la portada un año sí y otro no—; encintaban el patio, lavaban los visillos y podaban los hierbajos de los arriates que festoneaban el corralazo trasero… De suerte que al llegar el día de la pólvora —víspera de ferias— la casa de puro relucía, imponía mucha purificación. ¿Qué esperaban «sus mujeres» de la feria, aparte del turrón y mazapán que Plinio les traía de casa de la Elodia? ¿Qué aguardaba el propio Plinio, ya canosos los pelos del pecho, de la semana de feria, a no ser vestirse el uniforme nuevo todos los días, pasarse más rato en el Casino e ir «de servicio» a los toros y al circo alguna tarde? A todo lo más, pasear algún día con don Lotario o sus mujeres por el ferial. Pero lo cierto y fijo es que, a pesar del reducido catálogo de esperanzas, Manuel González, alias Plinio, Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, cuando la feria del pueblo asomaba la ceja por el calendario, como en sus tiempos mozos, sentía la sangre más líquida y que nuevas rúbricas de sonrisa y desparpajo le acudían a los labios y al ademán.
Pero el año que digo, las cosas se malterciaron el mismo día de la pólvora para no remediarse en toda la semana.
Cuando Plinio acabó aquella mañana sus burocracias, señalamiento de servicios especiales y dejó en su punto las órdenes oportunas del señor Alcalde y del presidente de la comisión de festejos, con sus pasos calmos, se llegó al Casino de San Fernando para tomar las primeras cervezas de la feria. Además, estaba citado al filo de las dos con don Lotario; Claudio Arrarte, que les iba a presentar a su nieto de dos años; Luis Pérez, que por vez primera venía a pasar la feria al pueblo; Recinto el exiliado, que se había revecindado luego de treinta años por América, y Coño Venegas, que cumplía sus primeras cincuenta ferias y quería hacer «un estropicio» —son sus palabras— por si no volvía a efectuarse parejo cumplimiento. Pues según decía, todos los de su familia que él alcanzó celebraron el primer centenario igual que el segundo, es decir criando malvas.
Al cruzar la plaza, Plinio echó un ojeo al cielo por cima de la visera de su gorra gris, porque lo sintió de pronto excesivamente capotón, sin pensar que aquella súbita cobertura fuera a tener más ley que una tormentilla canicular de ésas que aventan los últimos polvos de las parvas, barnizan las hojas de los árboles y dejan luego un oreo perfumado y respiradero. De pronto la plaza se había cubierto con una boina de nubes luteñas, y todo el pueblo parecía más recogido, protervo y silencioso. Ya en la misma puerta del Casino sintió un amago de trueno y no sé qué aliento cálido que le trepó por las bocas del pantalón. Entró y notó en seguida el bulle-bulle de más gente que la habitual a aquella hora en días ordinarios y el flamear de sonrisas y compadrazgos, que sólo cuajan en vísperas de festejos y huelgas. A pesar de esta animación, por causa de las nubes, el salón bajo del San Fernando aparecía ensombrajado y cenicero.
Iba hacia la barra buscando la compañía, sin reparar en la retaguardia, y fue de ésta precisamente de donde salió el vozarrón de Claudio, que con su deje entre vasco y tomellosero lo reclamaba:
—¡Jefe, aquí!
En ancho coro, junto a un ventanal, estaban los contertulios dichos y otros fuera de cuenta, que con mucho regocijo y palabrería bebían de las jarras de cerveza con bigote de espuma y pinchaban en los muchos platos de aperitivo que había sobre los mármoles. Ante el ambiente plomo de la plaza que se veía tras los ventanales, la cerveza era un consuelo de luz.
—Ha llegado la FBI, compañeros. Se acabó el hablar mal del régimen —dijo Claudio con ademanes muy aspavientosos y hechos con una sola mano, mientras con la otra sostenía sobre las rodillas a su nieto, casi recién estrenado—. Le presento, Jefe, al que le va a quitar el puesto, porque va a ser más listo que usted como de aquí a Lima. Plinio le hizo una tímida caricia al chavalete y en seguida felicitó a Benito Venegas, alias Coño Venegas, que se lucía, convidador, con muchos ofrecimientos y sonrisas. Tomó asiento, y Moraleda, que estaba al cuido del cumpleaños, le trajo una jarra de cerveza y cortezas fritas, que le gustaban a Plinio como aperitivo de arranque.
—Pero Manuel, tome usted langostinos, que los paga Coño.
—Después.
Luis Pérez, con la cachimba en el rincón de la boca, sonreía a medias contemplando a Coño y a Plinio. Éste ofreció un trozo de corteza al nieto, que se la comió bizqueando un poco, como es natural, cuando se mira lo que se engulle.
—De modo, Venegas, que cincuenta años. ¿Y qué tal te han caído? —(Plinio).
—Coño, malamente.
—¿Por qué, hombre?
—Coño, porque es una edad sin fácil doblete.
—Nunca se sabe.
—Coño, ¡y qué no!
—El hermano Escobillas llegó a los ciento cuatro —notició Claudio.
—Ése, coño, es que tenía la potra mayor del pueblo. Pero yo no.
—¡Ay, qué tío! Y qué tendrá que ver.
—En serio, coño. Yo me noto el cuerpo muy desavenío.
Cada vez que Venegas decía su coño estribillo, y lo venía diciendo desde que era niño, los contertulios se reían.
—Venga, Benito, anímate, a ver si eres capaz de hablar una frase completa sin recostarla en el coño —le invitó Claudio.
—Coño, Claudio, qué cosas tienes.
El coro de risas fue un disparo general, pero no cumplió su curva de entonación, porque de pronto se alumbró el cielo con un relámpago tan ancho y llameante, que todos, casineros y peatones, tuvieron que cerrar los ojos y dar una encogida como si les echaran la luz en la cara. Apenas se apagó el relámpago, se hizo un silencio temeroso en espera del trueno aparcero, que llegó a su aire con menudo temblor de cristales.
—¡¡Coño!! —gritó Venegas con el jarro de cerveza en suspenso.
Sucedieron otros truenos comparsas, de menos orquesta, que todo el mundo recibió callado, menos el nieto de Claudio que rompió a llorar con muchísima congoja.
—Calla, hermoso, calla chico… Es el coño más a cuento que te ha salido en tu vida, Venegas… Calla hermoso, si ya se ha pasao —decía Claudio atendiendo al nieto y al cumpleañero con la misma boca.
Ardieron en seguida nuevos relámpagos, no tan lucidos como el delantero, con sus respectivos acuses tronadores, y sin chispeo anunciador, arrancó a llover tan aína y cortinero, que en pocos segundos no veían la frontera Posada de los Portales. Y como si cada adoquín fuese un manantial, la plaza se anegó supitaña.
Cuantos estaban en el Casino abandonaron vasos y partidas para acercarse a los ventanales y ver aquel descenso de aguas, entreverado de granizo, tan furioso. Los dos camareros, Perona y Moraleda, el repostero Eugenio, su mujer, su hijo y el conserje, se agolpaban contritos ante las cristaleras como si desfilasen por la plaza todos los enemigos del orden y del bien común.
Si parecía que iba a amainar el chaparrón, de pronto llegaba el alerta de nuevos relámpagos, el calderoneo de sus truenos anchos, y con nuevo aliento arreciaba el aguacero como si fuese a convertirse el pueblo en puerto de mar, según prometió aquél que antaño se presentó a diputado.
—«¿Qué queréis, hijos de Tomelloso?».
—«Que hagan el pueblo puerto de mar».
—«… Concedío».
A los quince minutos poco más o menos del primer ataque, el agua rebasó las aceras y se colaba bajo las puertas del Casino.
Poco a poco se distendieron los nervios y volvieron a oírse palabras sueltas, a verse lumbres de cigarros y reencuentros con la copa y la partida, augurando todos mal tercio para la feria y el viñedo.
Chorreando las barbas y la melena, con la camisa de cuadros azules y blancos empapada, apoyándose en la muleta, y una guitarra enfundada colgada en bandolera, entró Cachondo Mudela. Se plantó en el comedio del Casino, se sacudió el agua con vibraciones zoológicas y se sentó, dejando sobre otra silla muleta y guitarra.
José Mudela, que así era su nombre —aunque él quería que le llamasen Giocondo y la gente le decía Cachondo—, era un medio mendigo, cantor de protesta, natural de Burgos, que había caído por el pueblo cuando la última romería de la Virgen de las Viñas y allí se quedó en espera de la feria. Debía andar sobre los cincuenta años y era hombre de poco hablar y mucho mirar. Mientras le traían el café, de cuando en cuando, como un león de dibujos animados meneaba las melenas para escurrirse el agua, sin dejar de mirar con cierta enfática obsesión el mármol de la mesa.
Los contertulios de Plinio, al ver que el Cachondo se quedaba transido y sin reprise, hicieron gesto de no entender y mecieron los vasos para resucitar la espuma de la cerveza, amainada con tan larga suspensión. Calló o casi calló el nieto de Arrarte, y Venegas, dando palmadas para quitarse el susto y a la vez llamar a Moraleda, voceó:
—¡Moraleda, más cañas y combebibles, coño!
Rieron todos, pero menos que con el coño anterior, hasta que Claudio, para continuar la subida de ánimos, voceó también:
—Moraleda, coño, ¡cañas!
Se generalizó la conversación con el nuevo servicio y aunque el agua seguía ciliciando los cristales con parejo encono, volvieron a los humores de antes. A Plinio le gustaba la cerveza de entrada, para matar la sed gorda o regar la plaza, como allí se dice. Y don Lotario, siempre atento a los deseos de su amigo y ejemplo, así que bebieron el segundo jarro, dijo como ocurrencia propia:
—Si nos pasáramos ya al vino no sería ninguna tontería… Que la plaza fijaros como está ya.
Por los últimos veinte años, en Tomelloso sólo bebían la cerveza los señoritos distinguidos. La verdad es que el aperitivo no se estilaba. Como casi todos eran entonces viñeros o trabajaban en bodegas —ahora hay más empleomanía— el vino era especie doméstica que a nadie se le ocurría buscarlo en establecimientos. En los casinos se bebía café y refrescos; y en las tabernas aguardiente. No existían bares.
Y vino había en todas las casas para remedio de cualquier sed. El obrero de bodega cada media hora se echa un trago y lía un cigarro. El viñero, que llevaba la bota atada a los varales del carro —ahora tractor—, cuando el sol lo deja sin saliva se da un lavativazo de chorro fino. El que estaba en el patio de su casa sin faena, esperando visita o algún muerto amigo para echar la tarde, cuando llegaba al límite del aburrimiento se bajaba a la cueva pasico, y allí, a la fresca, le daba un tiento al jarro cubierto con tapetillo para evitar mosquitos; Haba su pito, y subía despacio, pantaloneando, a ver si pasaba otra hora…
Y al llegar los bares, primero el Americanbar en el Paseo de la Estación y luego el bar Medina en la plaza, se democratizó la cerveza y en aquel pueblo de caldos anegadores las gentes se dieron a bebería tirada, de barril. De ser bebida señorita pasó a ser popular y hoy todo el mundo antes de ir a la comida o la cena se cañea un rato. Digamos que es una tradición distinguida. Últimamente, la gente un poco fina va haciendo algunas concesiones al vino paisano, y después de tirarse unas cañas al paladar, pone un epílogo vinatero.
—Yo sigo con las cañas, coño —dijo Arrarte.
—La cerveza es hermosa —dijo Recinto el exiliado alzando la jarra— porque siempre es mucha; es líquido de grandes tragos. Rubia de muchas hechuras que no cansa, hace la boca espuma, y riega muy bien toda la fisiología. Durante estos años siempre me acordaba del vino paisano, pero a la hora de las comidas la cerveza, que es de todo terreno, me hacía mucha compañía. Entra a chorro grande, como las alegrías, y siempre pone a las gentes de excelente natural.
—Eso de que es rubia de muchas hechuras está bien traído —dijo don Lotario—. Pero después de una rubia amplia no viene mal una morena recortada y violenta como el vino de catorce.
—Pero hombre, don Lotario, no lo creía a usted tan polígamo —dijo Claudio.
—Coño, don Lotario polígamo.
—Recinto, está usted muy poeta —le dijo Perona que bacineaba en el corro.
—A mí la cerveza siempre me trae suavidades —siguió el exiliado con halago—. No me imagino esas orgías en las que dicen que bañan a las hembras con champaña. Qué picor, y qué caro baño. Me gustaría bañar en cerveza a alguna que yo me sé y verle discurrir la espuma por la canal maestra… y florecerle alrededor de los pezones.
—Pero, coño, que hay aquí una criatura de dos años —interrumpió Venegas—, no digas obscenidades.
—Cono… cono… —dijo el niño riéndose.
—Toma del frasco, la única obscenidad que aprendió fue tu coño.
—Cono… cono.
Y todos se rieron más que en toda la mañana con el sorpresivo decir del niño.
Giocondo, que se había echado la camisa de cuadros azules sobre los hombros para distanciar la humedad, dormía o parecía dormir con las melenas sobre la cara. Tenía pinta de figura de cuadro amanerado. A Recinto el exiliado, ya bien cano, moreno y de cara larga, le había quedado para siempre semblante de nostalgia. Parecía que sus ojos no miraban, sólo reflejaban. Y al hablar movía la mano con lerdo compás, como si soñase con lejanos cardinales. Tenía acento mejicano y algo de corneja despaciosa.
—La cerveza es vino hembra.
—Sí, hombre, sí, cansino, hembra rubia. Si ya lo has dicho —comentó Claudio que ya estaba cansado del discurso.
Plinio, con su tinto a mano, lió un «caldo» sin dejar de mirar al ventanal. La lluvia, ya sin relámpagos ni ruidos, seguía constante, gris, en paz. Los que refugiados en los soportales aguardaban que escampase, impacientes ya, cruzaban a pancho, chapoteando en las charcas turbias. Uno cruzaba la plaza con el hijo a hombros, despatarrado sobre su nuca. Otro, un mozalbete, haciendo payasadas. Y una mujer, gritando, riendo, con las faldas recogidas. El cielo estaba tan prieto que parecía la caída de la tarde. Los perfiles de los bebedores de la mesa de Venegas semejaban turbios cachos de nube y las luces de los cigarrillos tenían un tinte de coral suave. Los casineros que quedaban lejos de las ventanas se veían como sombras pintadas en el último término de un cuadro nórdico. Las conversaciones se espaciaban mucho y las palabras salían blandas, como dichas a distancia.
—Anda, coño, se ha dormido el nieto.
Claudio lo tenía acunado entre los brazos y lo miraba entre tierno y burlón. La corbata, ancha y de lunares profusos, le caía al niño sobre la frente. Plinio miraba el cuadro con gesto paternal y el cigarro en «el rincón del córner» como decía Perona. A veces, si la lluvia se amainaba un poco, era para tomar fuerzas y arreciar de seguido.
—Coño ¿sabéis lo que digo?: que comemos aquí. Ya está. Paga este cincuentón. Así no hay quien se vaya a su casa, coño.
Todos se miraron con aire de no despreciar la idea. Luis Pérez echó una risa al del reconvide, con la cachimba entre los dientes; y Plinio y don Lotario se hicieron un gesto de conformidad.
Benito Venegas, por nombre público Coño Venegas, gordo y corto de cuello, parecía llevar la cabeza simplemente superpuesta en los hombros, sin puente ni remedio de cuello. Y siempre decía riendo o haciendo como que reía, con los ojos muy guiñados y gesto de sublime inocencia. A veces, también es verdad, cuando se quedaba callado o de testigo de parla, se ponía de un serio gilipollas.
—Coño, Moraleda, sigue trayendo tapas, pero a base de doble y con pan.
El conserje dijo a Claudio que lo llamaba Lucila, su mujer, por teléfono.
—Dile cómo estoy. Que tengo el muchacho dormido. Que ya iremos. Que cuando se despierte le daré un yogur.
Moraleda no se hartaba de traer bandejas con tapas humeantes, y todos masticaban y bebían despaciosos, con los ojos fijos en el ventanal.
—Coño, va a llover más que cuando enterraron a Zafra.
—Oye Venegas, ¿qué pasó en el entierro de Zafra? Que todo el mundo habla de él pero nadie se explica —preguntó Luis Pérez.
—¡Uh!, coño, yo qué sé… pero siempre se dice eso.
—Yo sí sé lo que pasó, que estuve en el entierro —(don Lotario).
—¡Ah sí!, lo del fregao de la cara —(Plinio).
—Venga, cuenten —(Claudio).
—Sí hombre, a Zafra lo amortajaron con un pañuelo de hierbas en la cabeza hecho gorrete, al uso viñero. El hombre lo dejó dicho. Y diluviaba como hoy… Esto debió ser el año que Aureo cerró el comercio. Total que salió un entierro de doble luto. Y digo de doble luto, porque todo el mundo iba con paraguas. Los curas con las sotanas levantadas, las mujeres chillando. Y como era hombre muy conocido, fue muchísima gente, no creáis. Hasta que por el comedio de la calle del Charco, que estaba malamente de pavimento y venía una descomunidad de agua, el coche de muerto va y se embarranca. El cochero venga de arrear los caballos, pero que si quieres. Dos o tres hombres cogieron a los jacos del cabestro, pero nanai. El cochero que se quita el cinto y empieza a apalear a los caballos. Por fin, espantados, dieron un tirón fenomenal, pero tan hondas estaban las ruedas del coche, que del tirón volcó con todo el aparato de coronas, féretro y cristaleras. Bueno, no os digo lo que se tardó en desenganchar los caballos, levantarlos y por último alzar el coche, ya que debajo estaba la caja. Y a todo esto lloviendo a manta. El ataúd se había abierto y desvencijado del golpazo. Y el muerto, qué leche, no era conocido de puro embarrado, cuando lo sacaron de su hoyo provisional. Total, que allí mismo, de cualquier manera, hubo que fregarle la cara al pobre Zafra, hasta que quedó parecido. Y apañándole como se pudo en la caja, hecha una barca rota, la metieron en el coche entre varios del duelo y siguió el entierro; el más mojao de la historia de Tomelloso.
—Coño, vaya entierro. Con razón se le mienta tanto los días de temporal.
Pasados los comentarios del entierro de Zafra y su fregao, se hizo una poca pausa, hasta que la rompió con palabras pensosas Amalio Recinto el exiliado:
—Cuando estaba en América, siempre que imaginaba el pueblo lo veía con sol.
—Coño. ¿Y eso?
—Claro, igualico que los enamorados, que nunca se representan a la novia en cuclillas y haciendo fuerza, sino con los ojos tiernos y la boca húmeda —(Claudio).
—Yo —colaboró Plinio también añorante— siempre me pensaba a la novia regando macetas.
—Y yo, fíjate qué cosas, planchando —dijo el veterinario—. ¿Y tú, Luisito Pérez?
—¿Yo?… No sé. Más bien asomada al balcón de su casa de Madrid, el balcón que daba a la calle de la Visitación.
—Qué cortos sois, coño —saltó casi indignado el convidante—. Yo siempre me la figuraba boca arriba y con las dos manos en la nuca.
—Ea, a lo bestia —exclamó Claudio.
—¿Y por qué con las manos en la nuca? —curioseó don Lotario con el vaso en el aire.
—Coño, cada cual tiene su postura favorita.
—Eso sí. ¿Y tú Claudiete, cómo te la representabas?
—Dejaros de intimidades, que ya truena otra vez.
—Coño, qué animal —dijo asustado Venegas al oír el torrencial de truenos que remeneó el vedriado de todo el Casino.
Se hizo un silencio general, respetuoso, y un poco de pelopunta por la sonora temeridad del cielo. Al cabo, Recinto, vuelto a la playa después de la marea de evocaciones novieras y del contrapunto tonante, reanudó su tema con lejana voz de gaita tocada en el valle:
—Desde allí siempre imaginaba uno que las caras seguían tan frescas como nos despidieron; y la plaza llena de mañana, de sol, con aquellos árboles de hojas a estreno que vimos un día incomparable. Las ganas de volver (¿por qué será, Dios mío?) se le van agarrando a uno a todas las partes tiernas del cuerpo, hasta que un día se te pone loco el corazón y vuelves como sea… La tierra tira más que la madre. Se murió la mía aquí, a poco de la guerra, y fíjate qué dolor. Pero el tiempo, que tanto lija, poco a poco fue achicando la basca y los disturbios del alma ausente, hasta quedar su recuerdo como una estampa pequeñita. Pero la tierra de uno, y especialmente el terruño, seguía pesándome de tal forma en los cimientos del pecho, que una tarde me fui al encargado de negocios y le pedí la visa. Y a hacer puñetas el negocio, Méjico y la puta de mi mujer. Al escuchar este rabo del párrafo lírico de Amalio Recinto el exiliado, a todos los contertulios se les avivó el gesto y le apuntaron con los ojos ávidos. Amalio Recinto fue socialista, casi romántico, concejal en el Ayuntamiento de los primeros años de la República, Alto, de buen tipo y medio señorito, hijo de viñeros ricotes, estudió sobrestante, pero no ejerció. Su deporte fue la política y su vivir, las uvas. Apenas empezó la guerra se fue al frente y lo hicieron oficial. Siempre tuvo algo de bohemio y de orador lírico. Pero todo bien llevado por su buena pinta, simpatía y ternura de corazón. Ahora con el pelo blanco, lleno de arrugas; el traje gris claro impecable y la camisa blanca sin corbata, parecía una vieja edición de aquel mozo juncal que echaba mítines sobre la justicia social y la cultural. Por el cuello abierto de la camisa le asomaban los pelos blancos del pecho, y al chupar el cigarrillo echaba la cabeza hacia atrás como si pensase.
Después de una pausa, Recinto volvió a su tocata con los ojos un poco húmedos y clavados en aquel escaparate del agua que era el ventanal.
—Mi mujer se largó con uno de Monterrey, casi gigante, y con las cejas muy negras. La hija de la gran chingada. A las mujeres siempre les gustan los hombres muy grandes. Y yo no soy chico. Deben creer que las cubren más, que a más esqueleto más minga, que a más carne más hombría… Se marchó con él sin venir a cuento. De la noche a la mañana. Dejándome un papel. Nunca nos llevamos mal, pero tampoco era un primor de relaciones. Yo siempre fui un poco putero, pero guardaba las formas, al menos eso creo yo. Ella era, ahora me doy cuenta, un ser sin sabor, ni color, que no sabía uno como recordarla. Ni buena ni mala, ni guapa ni fea. Canto rodado. La única cosa que de ella no olvido es el grito de locomotora que soltaba cuando le daba la fogará, en la culminación del regocijo. Es curioso que de una persona sólo te quede el sonar de un grito… Pero a lo que iba, ni el dolor por la fuga de aquella puta me pesaba tanto como el tirón de la patria, del pueblo. ¿Qué coño de raíces nos fijan a donde nacemos?
Calló y quedó transido. Los contertulios apenas se miraban de reojo. El agua, ahora cansina, hacía tornasoles entre morados y azulencos. Y a su través se veía la plaza como con cristales ahumados de aquella color.
—Coño, ¿qué le pasa al agua? —dijo el de siempre, al rato de las declaraciones cornelianas del exiliado.
—Debe ser efecto del sol —dijo Plinio sin mucha seguridad.
—O de la bomba atómica. Verás —exclamó Claudio requiriendo volver a la broma cumpleañera— lo que nos faltaba.
La plaza y las cabeceras de la calle de la Feria y de la Nueva, parecían estar tras una cristalera temblorosa, de color, ya digo, entre azul y morado, cada vez más intensos. Y a las escasas figuras con paraguas que cruzaban, iban y venían, que por cierto miraban sorprendidas aquel resol o lo que fuera, les pasaba igual.
Así estaban las cosas en la tertulia, cuando llegó el conserje:
—Manuel, que le llaman por teléfono.
Marchó el Jefe a la cabina con cierta recochura por el color del panorama.
Encendieron todas las luces del Casino a petición de los jugadores, que no distinguían un orón de una peseta, y con ello el exterior perdió su efecto y quedó más oscuro y normal.
Cuando volvió Plinio, don Lotario le interrogó con los ojos.
—Don Lotario, nos llama el señor Juez, que está sin coche. Que a ver si nosotros podemos llevarlo. Se ha ahorcado una chica, la hija de Simón Bolívar.
—¿Otra ahorcada? —exclamó, sorprendido, don Lotario.
—¿Y preñada también? —preguntó Claudio.
—No me han dicho ese detalle.
—Ya puestos podían acercarme a mi casa, que el nieto no se despierta —pidió Claudio, que, rubión y narigudo, maldita la pinta que tenía de ser abuelo.
—Venga. Felicidades, coño. Chico, lo sentimos, pero el deber no deja espera.
Y tomando el muchacho bien acunado, con los pantalones un poco folludos por tan largo asiento, salió tras los de la Justicia, procurando doblarse sobre el cuerpecillo para que no se mojase. Tardó un buen rato en arrancar el auto de don Lotario. Por fin, rompiendo aguas por todos sitios, llevaron a Claudio a su casa y volvieron al Juzgado. Bajó el Juez y fueron a recoger a don Saturnino el forense, a la calle de la Feria. Luego echaron hacia la calle de Santa Rita, por donde vivía Simón Bolívar.
Con aquella marcha, la tertulia quedó sin pulso y hablando de la ahorcada. El salón del Casino como si fuera noche cerrada. Y el cachondo guitarrero, durmiendo de bruces sobre la mesa.
Cada calle era un charco anchurón y alto, hasta el nivel de las aceras o más. Y la cal de las fachadas aparecía de un gris claro, rezumante. Sobre el agua de las carriladas flotaban papeles, pajas, algún pájaro muerto y cosas de plástico. Por las puertas entreabiertas asomaban mujeres que miraban al cielo con recochura. La Glorieta, hasta antaño Cementerio, luego parque infantil y en ferias pista para los bailes señoritos, rodeada de verjas verdes y remontada por los seculares pinos cabezones, era una isla llorosa. Los viejos pinos, coronados, vencidos por el agua, destilaban gotas por cada pinocha. La calle de Santa Rita, recta y ancha, era río turbio entre manzanas de casas con los muros rezumantes. De las canales caían chorros desflecados, borbotoneros. Y las luces de la calle, ya encendidas, se reflejaban en las aguas sucias con redondeles pajizos. La semana pasada se ahorcó otra joven. Sin necesidad de autopsia se vio que estaba embarazada. La chica, Aurora Gutiérrez, no tenía novio y nadie sospechaba quién fuese el escultor de su panza.
—Los suicidios nunca vienen solos. La gente tiene envidia hasta de eso —comentó el Juez mientras nariceaba el humo del cigarro.
—Pero no de jóvenes —sentenció don Lotario con gesto grave.
—Eso habría que estudiarlo —(Plinio).
—Eso digo yo —(Juez).
El veterinario conducía con tiento, no fuese a encallarse el «seilla» en algún barranco camuflado. Cada rueda levantaba una rota bandera de agua. Plinio, con el cigarro entre los labios, miraba al frente con los ojos guiñados. A lo mejor hacía memoria de series antiguas de suicidas, de si fueron viejos o mozos.
En la casa de Simón Bolívar, ya muy cerca de las eras de Peinado, había tanta gente, que se salía del portal y apretujaba en la acera, cuidando de no caerse en el charco general. Casi al tiempo que el Seat del veterinario, llegó un taxi con el secretario judicial, Maleza y el cabo Higinio. El cabo Higinio era famoso por lo bien que sabía darle a los detenidos rebeldes el paseo del señorito. Era muy forzudo. Los cogía por detrás del cuello de la chaqueta con una mano y de la entrepierna del pantalón con la otra, y sin tocar el suelo los llevaba así, pierneando qué sé yo el trozo. Se decía que llevó así a uno desde la plaza de toros hasta el Ayuntamiento. Claro que siempre se exagera un poco.
Al llegar los de la autoridad se hizo silencio, que no hueco, y uno a uno, entraron a duras penas. Vaya, la gente no quería encharcarse. Simón Bolívar —su verdadero nombre era Simón Olivar, pero con el tiempo el chiste hizo ley—, en mangas de camisa, arremangado, la boina calada, el pecho fuera, la cara color tierra y los ojos de malísima leche, quedó frente al Juez. Simón Bolívar era hombre temido, que rápidamente perdía el chisque. Recién acabada la guerra fue muy famoso. Quedó mirando al Juez y a Plinio como si ellos tuvieran culpa de algo.
La gente —que llenaba el patio de pretensiones señoritas— observaba, con gran expectación, el encuentro.
—¿Dónde está? —preguntó el Juez secamente. Simón entornó los ojos como para despejar la pasión de su cabeza, y empezó, como una letanía, con voz sorda y, ahora, gesto recordador:
—Dijo que se iba a echar la siesta… Dieron las seis y como no bajaba… subió su madre… No estaba en la alcoba… Y la cama sin hacer. La buscó por todos sitios… y por fin la encontró en el camarón… colgada de una viga. Y sus ojos secos, de pronto se cuajaron de lágrimas. Quedó con la mano señalando blandamente hacia la escalera.
El Juez, sin oír más, dio un paso en aquella dirección. Maleza e Higinio, con energía, empezaron a hacer pasillo entre los curiosos, y todos los justicias, guiados por una moza patizamba, no fueron hacia la escalera principal que parecía señalar Simón, sino hacia un corralazo en el que se veía un tractor verde bajo los porches y unas gallinas pensativas sobré los palos del gallinero. De allí salía una escalerilla alta y estrecha, con pasamanos de yeso encalado, que según las cuentas conducía al camarón. Era un camarón de verdad, tan ancho y largo como toda la casa. Tal vez dejado así para obrar en su día. También había allí gentes haciendo corro junto a los viejos aperos de trilla, costales, arneros y escobones de era. Grandes vigas de pino, con cuerdas para colgar ganchas de uva y melones, cruzaban la pieza. La chica pendía de la última viga de aire. Desde la entrada, se la veía al fondo, como una sombra tiesa entre la luz grisanta de aquel anochecido prematuro y metido en agua. La gente que miraba hacia aquella parte, como sí fuese escena, se abría respetuosa ante las autoridades. La Rosita, para ahorcarse, le dio una patada a una mesa de matanza que yacía volcada bajo sus pies. Utilizó un cordón de cáñamo de un dedo de recio. El cabello largo y negrísimo, como el de su padre, le cubría la cara tronchada tapándole el semblante y sólo asomaba entre los pelos la lengua rosa pajiza. Los brazos caídos, un poco separados del cuerpo hacia adelante. La bata rosa clara, mal abrochada. Una zapatilla en el suelo y, cosa rara, las bragas azules le habían descendido hasta las rodillas.
La madre, de rodillas bajo la ahorcada, como ante un santo Cristo, rezaba con la frente apoyada en las manos uncidas. Estaba tiesa, inmóvil, transida. La luz gris lluvia que entraba por el ventanillo más próximo, daba al grupo tinte de capilla abandonada. Un hermanillo de la ahorcada, como de cinco años, con un chupón entre labios, miraba fijo y pasivo el retablo.
El Juez hizo una señal a los guardias para que descolgasen el cuerpo. Maleza e Higinio pusieron la mesa de matanza de pie y sobre ella, con una navaja, mientras Higinio sostenía a la Rosita por los sobacos, Maleza cortó la cuerda.
Casi a empujones entraron los de la Cruz Roja con una camilla. Ya en ella, el médico palpó de manera formularia el pulso y corazón de la muerta. La madre se lanzó sobre la chica con gritos ahogados. Los guardias la apartaron luego de unos momentos. Don Saturnino, con habilidad, intentó entrarle la lengua y cerrarle la boca. Una vecina o parienta le ofreció un pañuelo de hierbas. Salvo el llanto hondo de la madre nada se oía. Sólo los ruidos secos de la camilla, de la mesa, de los pies. Antes de taparla con una manta, la madre se desasió de unas mujeres que la sujetaban y sin disimulo alzó las bragas a su hija.
Simón Bolívar vio, desde el patio donde quedó, pasar el cuerpo entre los camilleros. Con los brazos cruzados sobre el pecho, totalmente inmóvil, las narices arremangadas y aquellos ojos de odio que miraron al Juez. Así, con la boina y en mangas de camisa, parecía hacer una demostración de lo entero que era.
Plinio, don Lotario y el Juez, se pararon junto a él. Plinio ordenó a los cabos que desalojasen el patio. El Juez señaló a unas butacas de mimbre que había bajo un espejo.
—Vamos a sentarnos ahí un poco, Simón.
Y Simón, después de mirarlo con desconfianza, marchó con ellos hacia los mimbres, como haciéndoles un favor. Los curiosos se habían metido por las habitaciones o permanecían en el portal. Desde el corralazo dos mujeres entraron a la madre. El chico de unos cinco años, con el chupón en la boca, venía tras ellas. El médico y el secretario se mantenían a distancia.
El Juez le hizo una seña a Plinio para que interrogase él.
—¿Qué motivos crees, Simón, que ha podido tener tu hija para hacer semejante cosa? —le preguntó con aire paternal.
Bolívar, recostado sobre un brazo de la butaca, con la barbilla sobre el puño cerrado, los ojos guiñados y a la vez que tenso, como si viese salir una liebre de su madriguera, respondió seco, despreciativo:
—Y yo qué sé.
—¿Tenía novio?
—Sí… Pero hace unos días riñeron.
—¿Por qué? —terció el Juez. Simón se encogió de hombros. Y luego:
—Yo no hablaba con mi hija de esas cosas.
—¿Cómo era Rosa? —(Plinio).
—¿Cómo que cómo era? —salto el Bolívar, siempre suspicaz, agrio.
—Sí hombre, que qué carácter tenía, qué le gustaba.
—Como todas.
—¿Entonces tú crees que puede haber sido por el novio?
—Yo no creo nada.
El Juez volvió a hacerle una seña a Plinio para que rematase el interrogatorio.
—¿Cómo se llamaba el novio?
—No se lo pregunté.
—¿Era de aquí?
—No. Es de Alcázar y allí vive.
Salieron sin casi despedirse de Simón. Mejor dicho, sin que Simón los despidiera. Cuando dejaron al Juez y al médico, dijo el Jefe:
—Vamos a echar un vistazo por la feria.
—Debe ser un panorama.
—Por eso.
Pasaron junto al Paseo del Hospital y a la plaza de toros a medio rehacer; frente al kiosco de la música, como unas parrillas tristes bajo la lluvia. La calle estaba cruzada por un charco con anchura de río. Junto al Hospital Asilo, comenzaba la bóveda de arcos feriales —creo que les dicen así— compuestos por bombillas en forma de rosas o caracolas, que lucían indiferentes a la inclemencia del tiempo. Cada lámpara rociada de gotas llovidas. Ya en los Paseos de la Estación, que siguen inmediatamente al del Hospital, alineadas en cada acera, junto a las fachadas, estaban las casetas de madera pintadas de gris, donde se vendían juguetes y turrones, con lonas echadas. Dentro se entreveía el resplandor de bombillas escasas. Con algo sobre la cabeza, gateaban algunos feriantes bajo los mostradores. De algunas casetas salía humo de fritanga. Unas mesas pequeñas, destinadas a puestos modestos de turrón o churrería, quedaron entre las moreras a merced del agua. A veces se entreabría una lona de las que encortinaban las casetas, y asomaba alguna ferianta oteando el cielo con cara de mala uva.
—Pobre gente. Vaya principio de feria… Como siga así la semanita…
—Son quiebras del oficio.
Bajo los árboles, junto a la misma reguera, se alineaban las orzas de berenjenas, cubiertas las bocas con lonas atadas, mientras algún chico, también tapado, desde un cobijo próximo, vigilaba la mercancía.
Un puesto muy grande, de pinchos morunos, estaba con todas las viseras, color verde oscuro, bajadas. Todas menos una, por cuyo hueco asomaban dos moros con la barba negra y el fez rojo, mirando con ojos tristísimos tanta umbría y aguacero.
—Los morillos se van a tener que comer los pinchos, como siga el temporal —comentó don Lotario mientras conducía malamente sobre el Paseo central encharquitado y barroso. En el parque de atracciones, improvisado junto a la Estación, todos los carruseles, tiovivos, norias, tiros al blanco, tómbolas y automóviles eléctricos, así como dos circos cubiertos con lonas, estaban cerrados. De alguno de los chamizos o bares rústicos improvisados al pie mismo de la Estación, salían voces de cante flamenco, guitarreo y ruido de palmas, ablandados por la humedad.
—Ahí el vino pudo al agua —casi rezó Plinio. Los «castillos» de fuegos artificiales que habían plantado para arder aquella noche, allí estaban, tristes y separados, con sus «ruedas» mojadas y blandas.
Volvieron por la carretera de los Foudres, bastante mohínos e irresolutos.
—¿Se puede saber para qué querías venir por aquí?
—Para nada, palabra. Hacía muchos años que no veía una feria así.
—¿Vamos ahora otra vez al Casino de San Fernando? —preguntó don Lotario sin mucha ilusión.
—No. Ya ha estado bien. Vamos si no al de Tomelloso a tomar un café con algo. Y así cambiamos de caras.
—Y de leche.
El salón grande, el de los espejos, estaba bastante lleno. Se conoce que aprovechando las pocas claras, las gentes, hartas de estar en casa, se habían ido escapando hacia los bares y casinos.
Ambos se sentaron bajo uno de los grandes espejos, en sillones de los que hay pegados junto al zócalo de azulejos, estilo patio sevillano. Había muchas mesas de partida. En el saloncillo del fondo se oía el chocar de bolas de billar, y en torno a la mayor parte de las mesas, tertulias aburridas que fumaban y hacían hora. Una de ellas, la más nutrida, estaba formada por gentes de feria. Parecían de circo. Bebían vino andaluz con olivas. Y uno, que debía ser payaso, muy serio, contaba chistes en catalán.
Plinio y don Lotario pidieron a Pascual cafés y tortas de Alcázar. Se sentían allí bien a gusto, en aquel salón interior, sin ver lluvias ni charcos. Salón tremendo que parecía pensado para bailes de máscaras más que para tertulias y partidas. Las tortas de Alcázar, bajas, color jabón de barba y pegaditas a su papel, si están tiernas, es el mejor dulce que hay para cafetear. La verdad es que don Lotario prefería los mantecados de Ramiro, pero a Plinio le tiraban más las tortas de Alcázar. Los mantecados —decía él y tendría su razón— como están superiores es con vino dulce. Don Lotario no se atrevía a contradecirle y, claro está, tortas que pedía. La verdad es que con un buen amigo, sentado así en el Casino señorito del pueblo y merendando tortas de Alcázar en café con leche, se está muy ricamente. Ambos, sin decir palabra, mojaban el trozo de torta en el vaso, y con mucha rapidez para que no se cayese al suelo, se lo llevaban a la boca. Y digo con mucha rapidez porque las tortas de Alcázar esponjan mucho y si no andas listo, se te desmocan en el vaso, o en el suelo, que es peor. Comiendo tortas de Alcázar no se puede hablar. Hay que ir rápido. Mojón y al labio. Si te distraes un punto pierdes viaje y bocado. Tal vez por eso le gustaban más a don Lotario los mantecados que vende Ramiro, en su confitería «La Confianza», porque son más compactos, más apisonados, reciben despacio el empape, y te los puedes llevar a la boca con toda pausa, sin miedo de que claudiquen en el viaje… Cuando se trasladaron dos tortas por barba, reculearon el café y las migas de los vasos con la cucharilla, y liaron un «caldo» con muchísimo apaciguamiento y recochineo, se quedaron tan repantigados en sus sillones. Echando humo tan ricamente, sin envidiar a nadie y casi, casi, riéndose del mundo. Que en esta oscura paseata que es la vida lo pasa bien el que sabe y no el que quiere. Y don Lotario, que se había quedado con cierto reconcomio por no tomar mantecados con el café, dijo en tono de soliloquio desvalido:
—Los mantecados son típicos de Tomelloso, lo único nuestro en el ramo de la dulcería.
—Ya —respondió Plinio sin ganas de hablar de los mantecados.
—¿A que no sabes con qué los hacen?
—… Pues no.
—Con harina.
—Hombre, claro.
—Pero harina de flor fuerte.
—Ah.
—Y con manteca de cerdo y vino del pueblo de catorce grados.
—¿Y ya?
—No hombre, luego se les da aroma con jugo de naranja o limón. Se cortan con los moldes y se meten en el horno bien fuerte. Cuando se enfrían se rebozan con azúcar glas.
—¿Y usted por qué lo sabe si no es confitero?
—Porque he visto a Ramiro muchas veces hacerlos… ¿Y sabes quién los inventó?
—Hombre, tampoco.
—Se inventaron en el horno del hermano Polla, a principios del siglo pasao.
—¿Y cómo?
—Pues porque intentaban hacer no sé qué cosa y les salieron los mantecados por casualidad.
—Sí, si las mejores cosas siempre salen así.
Después de esta explicación mantecadora los dos justicias se quedaron un poco alebronados y silentes. Y fue Plinio el primero en hablar cuando, limpiándose unas migajas de torta que le cayeron sobre la guerrera, dijo después de menear la cabeza así con el labio de abajo un poco salido:
—No se me olvida la declaración de cuernos que nos ha hecho Recinto el exiliado en el San Fernando… sin venir a cuento.
—Es verdad. También me ha extrañado a mí.
—A veces, cuando una cosa ahoga mucho, se suelta de pronto donde menos se debe… Digo yo.
—Será eso que tú dices… Porque a nadie le adorna decir en público que su mujer se fue con otro… por muy alto que fuese.
—Ahora, que él (no sé en Méjico) toda la vida de Dios fue muy putero. Cuando vivía aquí antes de la guerra, le hacía la cata a todas las pupilas nuevas que venían a la casa del Ciego… Yo no sé qué concierto tenía con éste, que a la media hora de bajarse del tren una coima de refresco, ya estaba allí Recinto a quitarle el fleje.
—Pagaría algo extra.
—Eso por supuesto.
—A lo mejor en Méjico hacía igual, y la mujer, harta, tomó el mismo camino.
—Pero fuere lo que fuere, lo raro es que lo haya dicho.
—Hombre, claro, porque un polvo se le echa a un pobre. Pero un cuerno no se declara así como así.
En éstas estaban, cuando notaron que venía hacia ellos Ignacito Reporta, con traje oscuro, camisa blanca sin corbata y botas de media caña, camperas. Ignacito era perito agrícola, pero nadie lo vio jamás en el campo. Siempre andaba por los casinos, los bares, de putañeo y jugando al billar, como los señoritos antiguos, aunque no tendría más de veinticinco años. El hombre, alto, de pelo negro y ojos un poco tiernos, se movía siempre con mucha pausa y suspensión, como si todo fuese transcendente para él. Hablaba lento, fijando mucho los ojos y totalmente convencido de lo importante que resultaba su presencia. El perito, ahora, vino hacia Plinio y don Lotario con paso lento y mirada fija, como un fiscal. Saludó, se sentó muy reposado y quedó mirándolos como diciendo: Ahora veréis.
—¿Qué hay Ignacio?
Pero las cosas no iban tan rápidas. Ignacio sacó un cigarro rubio y empezó a castigarle la punta con golpecitos escrupulosos. Cuando al fin dejó el pito bien reculado, prendido y aspirado, dijo con aire de irles a revelar el secreto del cáncer:
—Manuel… Me han dicho que se ha ahorcado la hija de Simón Bolívar.
—Pues te han dicho bien.
—Y me han dicho también algo que lo va a dejar frío.
Plinio no se molestó en preguntar. Sabía que lo que fuese, Ignacio lo iba a decir de todas maneras así que le diese otras dos chupadas al rubio. Pero, se equivocó, no hizo eso. Hizo otra cosa: se pasó la mano bajo la nariz con mucho dejo acariciante, echó un erupto disimulado, como si fuese humo de cigarro, miró al suelo, escupió una brizna invisible y tornó a mirar a los contertulios.
—Venga, esperamos —se impacientó don Lotario.
—Me han dicho —resolló al cabo—… que ésta también estaba preñada.
Plinio, al oír aquello, entornó los ojos y ladeó un poco la cabeza en señal de atención:
—¿Y eso quién lo sabía?
—Eso es lo de menos —eludió, dándose importancia.
—¿Tú conoces al novio de ésta?
—Sí —Ignacio se acarició el pelo, y casi entornó los ojos al añadir con mucha pausa—: Pero el novio no ha puesto las manos en ese hornillo.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Eso es lo de menos…
—¿Quién es el novio?
—Uno de Alcázar que se llama Niceto.
—¿Sabe que se ha ahorcado ella?
—Sí.
—¿Y ha venido?
—No. Ni vendrá. Él se marchó para no volver más.
—¿Y eso?
—Porque ella se lo dijo.
—¿Que estaba embarazada?
—Eso.
—¿Y de quién?
—Misterio.
—Para ella no sería un misterio.
—Claro que no, pero no lo ha dicho. Como no lo dijo la otra.
—Un poco raro es todo eso.
—Hombre, claro que es raro, Manuel. Como que hay por ahí un tío que se está follando a las mejores chicas del pueblo, sin dar un ruido.
—No fantasees, Ignacio —dijo el veterinario—, que dos embarazadas, suponiendo que ésta lo esté, no son todas las chicas mejores del pueblo.
—Es que hay más preñadas, señor don Lotario… sin autor conocido.
—¿Quiénes? —cortó Plinio.
—De momento son dichos… Además, usted es policía.
—Pero no de partos, vaya una leche.
Don Lotario no pudo evitar la carcajada.
—Se lo digo yo. Aquí hay un tío fenómeno que se está poniendo las botas jodiendo a diestro y siniestro, sin que nadie lo delate.
—Tienes mucha fantasía, Ignacio.
—Tiempo al tiempo. Que yo ando con las gentes jóvenes y ustedes no. Y sé que hay mucho novio, mucho marido y mucho padre, que no les llega la camisa al cuerpo. Le digo en serio, Manuel, que desde un tiempo a esta parte no hay un coño seguro. Aquí ha entrado la marabunta… Y para que usted lo sepa, la sobrina de Narváez el practicante no se fue a Madrid a operarse del apéndice como se dijo. Fue a abortar. La chica cantó a tiempo y el padre puso coto a la preñez. Eso va a misa.
—¿Y cómo lo sabes tú?
—Eso es lo de menos. De todo se entera uno… Y la Aurorita Gutiérrez tampoco le dijo a su padre quién era el autor de sus gustos.
—Vamos, que según tú —dijo don Lotario— nos ha caído por aquí una especie de marciano que se pasa por la piedra al personal femenino y no deja ni recuerdo.
—Un marciano o un argamasillero. Vaya usted a saber. Lo cierto es que ellas se lo embaulan. Porque no irá usted a creer que las preñó el cierzo.
—Hombre, el cierzo nunca hizo esas cosas que yo sepa —dijo don Lotario—, pero tú le echas demasiado misterio al asunto. ¿Por qué no puede ocurrir (si están preñadas tantas como tú dices), ya que hablamos de vientos, que haya venido un aire erótico que ponga a las mujeres tiernas de ingle, como dice Braulio, pero cada cual lo haga con su pareja sin más recovecos?
—Lo dirían. Siempre lo dirían.
—Están ustedes diciendo más barbaridades que un tebeo —rió Plinio.
—Bueno, bueno.
Estaba claro que a Ignacio lo decepcionaba que Plinio no tomase las cosas por lo patético, como él. Y se quedó con los ojos perdidos y la barbilla en la palma, tal vez entrepensando si no se excedía en la concatenación de los embarazos. Cuando Ignacio se marchó sin alargar más el noticiero, Plinio comentó:
—A éste en el fondo de su alma le gustaría ser el preñador que dice.
—Hombre, eso por descontao. Y te advierto que fornica lo suyo, porque tiene buena planta y sabe echarle labia y reposo a las pretensiones.
—Ya.
—¿Y tú no crees que de verdad pasa algo?
—Más bien no. Además es asunto fuera de nuestra competencia. Y éste es un pueblo de escasa orgía. Las mujeres de aquí, castellanas resecas, tienen poca afición a salirse de lo legal.
Plinio se pasó la mano por la cureña, pensó un rato, miró al reloj y dijo de irse.