PRÓLOGO

MI admiración hacia Francisco García Pavón ha crecido con el tiempo, las relecturas y las calles de Tomelloso, en cuyo aire seco y limpio las palabras flotan como pájaros.

En la plaza y en el Casino de la ciudad manchega, el espíritu y la estatua del escritor siguen empuñando la pluma. Don Francisco no está solo. Tiene su pueblo, sus lectores y algún editor, como Jesús Egido, empeñado en la noble tarea de rescatar y divulgar su obra.

García Pavón, padre de la novela policíaca española, era, es y seguirá siendo de allí, de su mundo real y literario. Los actuales habitantes de Tomelloso son hijos y nietos de sus personajes.

El primero de ellos, Manuel González, Plinio, fue nuestro detective inaugural y el único que no imita, homenajea o replica a los modelos extranjeros.

Este inteligente y modesto guardia municipal, a ratos alegre y cervantino, ora melancólico, taciturno, se ha colado por la puerta grande de la novela negra a base de desayunar chocolate con churros y almorzar con un asesinato resuelto. Y no de cualquier modo relatado, sino a la densa, colorida, irónica y tierna manera narrativa de un García Pavón que, como Plinio, crece a medida que el tiempo nos deja entrever, entender, su providencial nacimiento a la novela de acción y su decisiva saga de episodios detectivescos.

Aunque el maestro ya naciera con la sabiduría del misterio y el secreto de la tensión narrativa, e innatamente supiera tanto de técnica como una Agatha Christie o un Raymond Chandler, Tomelloso no es Londres ni Nueva York y no debió resultar fácil para García Pavón adaptarlo como marco de sus novelas de intriga. Al cabo de su magna obra, sin embargo, la atmósfera y el escenario de Tomelloso, sus fiestas, su puesto de buñuelos, el coche de don Lotario, la tertulia de los cabos, los señoritos, esa mujer juncal con que siempre soñó el autor y el calor de los cuerpos en el aire seco y limpio de la ciudad, donde deseo y crimen flotan como las palabras y los pájaros, juntos y a menudo revueltos, se erige como un gran logro. Como el cimiento de una serie policíaca y la piedra de toque que convertiría a su autor en uno de los más relevantes prosistas de la segunda mitad del siglo XX español. Heredero de Cervantes, de Pérez Galdós y Baroja.

Una semana de lluvia nos abre de par en par las ventanas de la España interior y el mundo pequeño y grande a la vez, universal y local de Tomelloso y de su escéptico «pantocrátor», Francisco García Pavón. Sus dimensiones, correspondientes a las de la naturaleza humana, se ensanchan o entenebrecen con las pasiones, tal como corresponde al limbo que quiere ser cielo, pero que es infierno, de la novela. En el presente argumento, una muchacha ahorcada en el camarón de una casa del pueblo abrirá las páginas a la acción y a la labor deductiva de «Plinio», porque las puramente literarias ya las había inaugurado el autor con la primera y antológica escena del café.

Don Francisco es un mago cuyo arte no se nutre de alfombras voladoras ni de mujeres que duermen con Chanel n.º 5, sino con la realidad vista a través de los ojos velados por la picadura de tabaco de un policía —«el policía» por excelencia— español, aquel entrañable y necesario Manuel González, que en esta novela que ustedes tienen en sus manos piensa, deduce y actúa durante una intensa semana, bajo la lluvia, frente a la muerte seca y brutal a la que tan bien conoce.

JUAN BOLEA