Invisible, Aliisza invocó la herencia arcana de su sangre demoníaca y se teletransportó en un instante a las Llanuras de las Almas, en la Red de Pozos Demoníacos de Lloth.
Apareció en el paisaje roto y lleno de cráteres, entre pozos cáusticos, fumarolas humeantes, y nubes de vapor verdoso. Su sangre demoníaca impedía que el entorno la dañara. Estaba sola en la llanura.
La Red Infinita de Lloth se extendía sobre un abismo sin límites. La ciudad de la Reina Araña, coronada por su tabernáculo piramidal, se alzaba sobre los hilos de las telarañas. Había más arañas que demonios en el Abismo.
Frente a ella se erguían montañas escarpadas y dentadas, las más altas que había visto Aliisza. Las arañas se deslizaban también por ellas. Aliisza no sabía qué veía Lloth en las arañas. La semisúcubo pensaba que eran criaturas horribles, tan feas como un dretch.
Todavía no sabía exactamente qué había ocurrido. Sólo sabía que Lloth había renacido como algo más grande de lo que había sido.
Y que Pharaun Mizzrym estaba muerto.
Reconocerlo despertó una extraña sensación en ella, similar a la que había sentido una vez que había pasado varios días sin comer. Le dolía el estómago y sentía las piernas débiles. Sentía como si le faltara algo, o como si hubiera perdido una oportunidad. Echaría de menos la compañía de Pharaun, su ingenio.
«Y sólo me acosté con él una vez», pensó enfurruñada, aunque supuso que eso era mejor que nada.
Por todas partes se veían signos de una gran batalla. Miembros cercenados, empuñaduras de armas, armaduras hendidas, yelmos abollados, roca resquebrajada. Había sabido por los adivinos que Pharaun había muerto allí, luchando contra Inthracis y su ridículo Regimiento del Cuerno Negro. Le dio una patada al yelmo de un nycaloth y lo envió dando tumbos al pozo humeante más cercano.
A pesar de ser invisible, sentía que la observaban los ojos de la ciudad, acechándola como las arañas, observando, esperando cualquier signo de debilidad. Se encontró moviéndose con lentitud por el terreno, como si estuviese atravesando una tela de araña y quisiera evitar que las vibraciones despertaran a su artífice.
«Hay que ver las cosas que hago por lujuria», pensó, y sonrió a pesar de su ansiedad.
A la sombra de la ciudad de Lloth, sola en las Llanuras de las Almas, Aliisza exploró metódicamente el emplazamiento de la batalla. Usó hechizos para que la ayudaran en su búsqueda, pero principalmente confió en sus ojos y en su habilidad para detectar objetos encantados.
Varios desechos de la batalla brillaban a la vista, pero nada interesante hasta que…
Allí.
Casi no quedaba nada. Su ropa estaba hecha jirones. Su carne, incluso sus huesos, habían desaparecido casi del todo, consumidos por algún yugoloth o arácnido rabioso… o por una multitud de ambos.
Pero algo quedaba. Aliisza se inclinó y lo cogió. Lo sostuvo frente a su rostro.
El dedo cercenado de Pharaun, con los tejidos intactos. Todavía llevaba su anillo de hechicero, que brillaba ante los ojos de Aliisza. Observó el dedo durante unos instantes, la piel suave, la cuidada uña. Se preguntó cómo sería sentir esos dedos sobre su cuerpo de nuevo.
Riendo, deslizó el dedo y el anillo en su bolsillo.
—Bueno, querido —le dijo al vacío—, parece que al final tendré un recuerdo de ti. Ya pensaré qué haré con él.
A continuación se teleportó.
Valas Hune estaba agachado junto a la parte más alta de la magnífica escalinata natural que subía desde la caverna de Menzoberranzan hasta Tier Breche. Trampas y medidas de seguridad mágicas brillaban sobre los escalones. Y dos guardias de Melee-Magthere estaban de pie en la parte superior.
Valas sorteó las medidas de seguridad, y los guardias miraron por encima y a través de él. Envuelto en las sombras, miró desde lo alto hacia Menzoberranzan.
La ciudad ya casi había vuelto a la normalidad.
Detrás de él había esclavos trabajando en Tier Breche, reparando los daños que habían sufrido Sorcere y Arach-Tinilith por las bombas de piedras incendiarias. Muchos de los esclavos eran duergar, antiguos soldados enemigos capturados.
Al otro lado de la caverna, Qu’ellarz’orl se erguía en toda su majestuosidad, con su halo de luz feérica. Tenía el mismo aspecto que hacía siglos. Con la casa Agrach Dyrr fuera del consejo gobernante, Valas podía imaginar perfectamente la lucha entre las casas menores para ocupar su lugar en la jerarquía.
Las cosas realmente habían vuelto a la normalidad, pensó.
Carniceros ambulantes, mercaderes de especias, tratantes en narcóticos y demás vendedores se amontonaban en los puestos y chozas del reconstruido bazar de la ciudad. Lagartos de carga y carromatos de reparto se arrastraban por las calles de Menzoberranzan.
Qu’ellarz’orl podía haber sido la cabeza de Menzoberranzan, pero el bazar era el corazón de la ciudad. Valas sabía que el mercado reflejaba el estado de la ciudad en cualquier momento. Pudo observar que los negocios prosperaban, lo que quería decir que Menzoberranzan estaba volviendo a la vida.
Los rumores habían estado circulando por la ciudad. Algunos eran difíciles de creer, y otros realmente absurdos. Valas no sabía qué pensar, pero sí sabía lo que veía: Quenthel Baenre volvía a ser la señora de Arach-Tinilith y ni Pharaun, Jeggred, Danifae, o cualquiera de los otros habían vuelto. Valas oyó el mensaje sin palabras que transmitía aquello. Del grupo que había sido enviado para encontrar a Lloth, ninguno había vuelto, salvo la suma sacerdotisa.
Valas iba a dejar la ciudad, no fuera a ser que él desapareciera también. Había acordado con Kimmuriel, su superior en Bregan D’aerthe, que aceptaría una misión de exploración lejos de Menzoberranzan. Volvería, pero sólo cuando hubiera pasado el tiempo suficiente para que Quenthel Baenre se hubiera olvidado de él.
Se sorprendió al comprobar que la idea de dejar la ciudad lo entristecía.
Era extraño que sintiera nostalgia por un agujero como aquél. Menzoberranzan era una zorra fea y de corazón oscuro que devoraba a los débiles y convertía a los fuertes en burócratas. Aun así sentía cierto vínculo con los ciudadanos que habían sobrevivido.
Valas suponía que aquél era el secreto de su supervivencia. Siendo mezquina como era, los elfos oscuros que vivían allí la llamaban hogar y luchaban como demonios por preservarla. Se quedó mirando a Narbondel, que brillaba con luz rojiza en la oscuridad, señalando otro día.
Otro día de violencia, de luchas internas, asesinatos y traiciones.
Lloth y la ciudad se merecían la una a la otra, decidió, y sonrió.
Sin más, se dio la vuelta, fundiéndose con las sombras, y se alejó de la ciudad para cumplir su siguiente misión.
Inthracis el Quinto abrió los ojos. Nisviim estaba inclinado sobre él, y la expresión del rostro de chacal del arcanaloth era inerte y distante. Sin pronunciar una palabra, Nisviim se volvió y salió de la estancia.
Inthracis permaneció allí tumbado, con su nueva mente dando vueltas. Había fallado. Sus últimos recuerdos eran de un dolor abrasador. Aquel hechicero lo había capturado e incinerado con una inteligente combinación de hechizos. Inthracis se propuso recordar la táctica para usarla algún día.
Supuso que la Yor’thae de Lloth habría llegado hasta la Reina Araña. No sabía cuál de las tres sacerdotisas había sido la elegida, y le daba igual. Lo único que le importaba era la posibilidad de enfrentarse a la ira de Vhaeraun. Si el Señor Enmascarado descubría que Inthracis volvía a estar vivo…
Apartó aquellos pensamientos de su mente.
Sencillamente tendría que esperar que la ira de Lloth hacia su hijo mantuviera ocupado a Vhaeraun el tiempo suficiente para que el Dios Enmascarado se olvidara de Inthracis. Mientras tanto, los ultroloths se mantendrían en la sombra unas cuantas décadas y permitirían a Nisviim desempeñar un papel más activo en los asuntos de Abracadáveres.
Se sentó, deleitándose en la sensación de su nuevo cuerpo. Durante un instante, se preguntó si Lloth también disfrutaría de una carne nueva.
Apartó también ese pensamiento de su mente. Había cubierto su cuota de dioses y diosas para mucho tiempo.