Capítulo ocho

La tormenta azotó el templo durante horas. Feliane y Uluyara permanecieron todo el tiempo en apacible Ensoñación, indiferentes al furioso aullido del viento y al irritante golpeteo de la lluvia humeante y ácida. Halisstra las dejó descansar.

Al cabo de unas horas la tormenta cesó, como si el propio plano hubiera quedado demasiado exhausto para mantener la arremetida. Hasta el consabido viento amainó un poco. Halisstra elevó una plegaria de agradecimiento a Eilistraee, se levantó calladamente y salió del improvisado templo.

Se adentró en la incipiente noche. El diminuto sol de Lloth se desvanecía en el lejano horizonte, derramando sus últimos rayos de color rojo sangre sobre el paisaje. También había cesado la violencia allá abajo, y Halisstra aprovechó el momento para disfrutar del silencio.

No había tormenta, ni telarañas gemebundas ni el constante susurro: Yor’thae.

Se sintió libre de Lloth, totalmente libre. Cerró los ojos un momento y respiró hondo, una bocanada de aire limpio.

Al volverse vio que las paredes del templo estaban marcadas por la lluvia, pero que el símbolo de Eilistraee sobre la puerta permanecía intacto, respetado por la tormenta.

«Nuestra diosa es tenaz», pensó Halisstra con una sonrisa.

Muy por encima de su cabeza, el torrente de almas seguía fluyendo hacia su destino final. Al mirarlas la asaltó el recuerdo doloroso de Ryld. Esperaba que él hubiera encontrado algo de paz.

Las almas fluían como si fueran una sola hacia una cadena de escarpadas montañas tan altas que daba la impresión de que eran un muro entre dos mundos. Halisstra observó que, si bien todavía se agitaban en el cielo torbellinos de poder, su número se había reducido.

Tuvo la sensación de que los acontecimientos se estaban asentando, consolidándose antes de su resolución. Por desgracia, no sabía cuál sería esa resolución. Apoyó la hoja de la Espada de la Medialuna sobre la palma de su mano.

Sintiéndose pequeña pero decidida se acercó al borde de la colina rocosa y miró a la Red de Pozos Demoníacos.

Lo que vio le provocó náuseas.

Las señales de la violencia destructiva habían sobrevivido a la tormenta. Patas, carcasas aplastadas y pinzas yacían en la tierra castigada hasta donde alcanzaba la vista. La serosidad manchaba las rocas, incluso después de la lluvia. Gargantas, pozos y simas estropeaban el paisaje; por todas las hendiduras se extendían las telarañas; charcos de ácido humeaban liberando sus emanaciones a la atmósfera.

Sabía que pronto volvería el viento y con él los gemidos de las telarañas y la llamada de Lloth.

Halisstra se preguntó para qué necesitaría Lloth a esta Yor’thae. ¿Qué se suponía que debía hacer la Elegida?

No sin dificultad consiguió quitarse la pregunta de su cabeza. Los planes de Lloth ya no eran de su incumbencia.

Tocó el símbolo de la Doncella Oscura grabado en el peto de su armadura y sonrió. Sintió que había iniciado un nuevo camino, que la voz de Lloth ya no tiraría de su alma. Se sintió libre de la Reina Araña.

«Por ahora», dijo una voz persistente desde lo más hondo de su mente, pero Halisstra la acalló.

El sol se ocultó tras las montañas y su luz se desvaneció. Halisstra sintió un dolor lacerante entre los omóplatos, como si la estuvieran pinchando con agujas. Al volverse, en un oportuno agujero entre las nubes, vio ocho estrellas rojas que ascendían en el cielo. Siete eran brillantes, una no. Agrupadas como los ojos de una araña, las estrellas miraron a Halisstra con malevolencia.

Ella les sostuvo la mirada con aire desafiante y levantó su espada.

Gomph estaba sentado tras el enorme escritorio de hueso de dragón de su despacho en Sorcere. Una bola de luz de color verde iluminaba la habitación y proyectaba sombras alargadas sobre las paredes. Artefactos, armas, esculturas y pinturas de toda índole decoraban la oficina, elementos mágicos que Gomph había ido reuniendo a lo largo de su prolongada vida.

Su anillo mágico había regenerado casi por completo su carne. Las quemaduras habían desaparecido; las ampollas estaban curadas. Tamborileó con los dedos en el escritorio; la piel todavía estaba tierna y escocía, y pensó cuáles serían sus siguientes pasos.

Aunque no tenía tiempo que perder, se había permitido un rápido refrigerio a base de hongos condimentados y carne de rote curada mientras él y Nauzhror esperaban la llegada de Prath. Gomph no había dedicado tiempo ni a bañarse ni a cambiar de atuendo, de modo que todavía despedía un olor terrible a suciedad y a humo. Debido a la estrechez de su despacho, arrugó la nariz, pronunció las palabras de un truco y usó los poderes mágicos menores para asearse, al menos un poco.

Alguien llamó a la puerta de madera de zurkh que daba al pasillo.

—Soy Prath, archimago —dijo el aprendiz.

Gomph chasqueó los dedos y suspendió temporalmente las protecciones de su puerta.

—Adelante —dijo. Prath entró.

Las protecciones volvieron a activarse cuando se cerró la puerta.

Prath hizo un gesto a Nauzhror, que se sentó en una de las dos butacas tapizadas que había delante del escritorio de Gomph.

—Toma asiento, aprendiz —dijo Gomph y señaló la otra butaca.

Prath se acomodó en ella sin emitir palabra.

Gomph estudió a los dos magos, pensando que el aprendiz era decididamente musculoso e inquieto y el maestro francamente gordo y ambicioso. Ni uno ni otro habían entendido todavía con exactitud lo que se proponía Gomph.

El despacho del archimago era tal vez el lugar más seguro de la ciudad, el refugio desde el cual empezaría en secreto su asalto a la casa Agrach Dyrr. Una serie de protecciones, muchas más que las que simplemente evitaban que alguien entrara por la puerta, guardaban la habitación no sólo de los intrusos físicos, también del examen y la vigilancia mágicas. Gomph percibió las protecciones de la habitación.

Un escalofrío le puso de punta los pelos que acababan de crecer de nuevo en sus brazos.

De todos los magos de Menzoberranzan, sólo el lichdrow podía haber conocido las protecciones de Gomph. Pero no era seguro.

Por supuesto que el lichdrow no era más que un puñado de polvo en ese momento y Gomph pretendía asegurarse de que así continuara.

Sobre la pulida superficie blanca del escritorio de Gomph había una copa llena hasta la mitad de vino de hongos junto con los restos de su comida. Al lado de la copa estaba uno de los dos cristales de escudriñamiento del archimago. A diferencia de la bola de cristal, a diferencia de la gran lente de la cámara de escudriñamiento de Sorcere, el cristal que había sobre su escritorio no tenía una superficie tersa sino que era más bien una pieza del tamaño de una cabeza de forma irregular, de crisoberilo, con franjas marrones, negras y rojas. Los del Mundo Superior lo llamaban «ojo de gato» y sus propiedades como medio de escudriñamiento eran muy apreciadas.

Por desgracia, un cristal de escudriñamiento de crisoberilo tenía sus limitaciones. Sin embargo, para trabajos de proximidad, no había nada mejor. Además, el cristal de Gomph tenía una ventaja añadida: podía formular a través de él cierto tipo de conjuros.

El cristal reposaba en un soporte triangular de piedra gris y decorado con el motivo de un ojo. Gomph lo había esculpido a partir del cuerpo esferoide de un ojeador que hacía ya tiempo había petrificado en una batalla.

—Un cristal de escudriñamiento poco corriente —dijo Nauzhror—. Nunca había visto nada parecido.

—Lo hice yo mismo —respondió Gomph— y jamás he registrado el proceso de su creación.

Nauzhror se limitó a asentir con la cabeza mientras miraba el cristal.

Gomph bebió un sorbo del vino de hongos. El sabor amargo le dejó un gusto agradable en la lengua. El vino fortalecía su voluntad. Apoyó las yemas de los dedos sobre la superficie facetada del cristal. Estaba fresco, aunque la magia que contenía le envió una descarga. Movió los dedos sobre la superficie, repasando los bordes, sintonizándolo a su voluntad.

Nauzhror y Prath observaron en medio de un silencio expectante.

Gomph cerró los ojos y mentalmente visualizó las líneas de poder que fluían en el interior del crisoberilo. Esperó a que se produjera la conexión entre la piedra y su mente.

Ahí estaba.

Sonrió, sintiendo el cristal como una extensión de su propia mente, de sus propios sentidos. Abrió lo ojos, manteniendo la conexión con el cristal, e hizo un gesto de asentimiento. Las franjas de color del cristal se habían mezclado transformándolo en negro. Ante su mirada, el blanco se convirtió en un gris borroso.

—Está listo —dijo, tanto para sí como para Nauzhror y Prath.

—Así es —dijo Nauzhror—. ¿Podemos servirte de ayuda, archimago?

—Sí —respondió Gomph—, pero no con esto. Ten paciencia, Nauzhror.

Prath se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre las rodillas. Observó la niebla gris arremolinada en el cristal.

—Archimago —dijo—, supongo que escudriñarás la casa Agrach Dyrr. ¿Por qué no usas la Cámara de Escudriñamiento para esta tarea? El cristal de allí es…

Antes de que Gomph pudiera responder, Nauzhror respondió usando el tono que usaría con un estudiante especialmente pesado.

—Porque sólo los de Baenre pueden enterarse de esto. Puede haber otros espías además de Vorion entre los muros de Sorcere.

Gomph enarcó una ceja. El análisis de Nauzhror lo impresionó. El maestro mago era muy sagaz. Gomph no iba a tener más remedio que ascenderlo, o matarlo, si su ambición se volvía desmesurada.

—El maestro Nauzhror ofrece una razón de las varias que hay —dijo Gomph dedicando al maestro de Sorcere una mirada de contenida aprobación—. Otra de ellas es que sé que mi despacho está protegido contra el escudriñamiento de Yasraena. No puedo estar tan seguro por lo que respecta a la protección de la cámara de escudriñamiento sin realizar antes una minuciosa comprobación. No tenemos tiempo para eso. Pero hay todavía una tercera razón y es que os necesito a los dos aquí para realizar mi engaño.

—¿Engaño? —dijo Prath.

—¿Necesitar? —dijo Nauzhror.

Gomph lamentó haber elegido sus palabras en el momento mismo en que salieron de su boca. La expresión de Nauzhror reveló una ansiedad mal disimulada ante la palabra «necesidad». Incluso Prath pareció un poco sorprendido.

Había que ponerle remedio.

Gomph miró fríamente la cara mofletuda de Nauzhror.

—Mi necesidad es una cuestión de comodidad, Nauzhror, nada más. Me serviría igual cualquier mago Baenre. Puede que otro fuera más adecuado que tú. ¿Quieres irte?

La multitud de posibles significados de «irse» sobrevoló la estancia.

Nauzhror meneó la cabeza con tanto ímpetu que hasta le bailoteó la barriga.

—No, archimago —respondió—, en absoluto. Me honra servirte de ayuda, por pequeña que sea, en estas cuestiones de peso. Sólo quiero entender qué te propones.

—Y lo entenderás —dijo Gomph—, a su debido momento y sólo en parte.

Gomph echó una mirada a Prath, cuya expresión no planteaba la menor amenaza. Gomph sintió una leve decepción.

—Yo también me alegro de serte útil, archimago —añadió el aprendiz sin necesidad.

—Ya lo sé —respondió Gomph. Horas antes, Prath había proporcionado a Gomph un componente material que necesitaba. Todavía tenía en el dedo la marca de la herida.

Prath era leal, pero Gomph no tenía gran aprecio por la lealtad. Era un sentimiento demasiado inconstante, fácil de destruir, fácil de manipular. Gomph no quería lealtad sino obediencia, y la conseguía gracias al miedo que inspiraba su poder. Decidió que debería vigilar a Prath en adelante, aunque el aprendiz podía resultar útil en las próximas horas.

—Bien, entonces —dijo Gomph—, establezcamos primero la naturaleza del reto.

Se concentró en el cristal y espirales de color empezaron a arremolinarse en medio de la niebla gris. Prath y Nauzhror observaban atentamente. Los dos acercaron más sus asientos al escritorio de Gomph.

—La filacteria del lichdrow tiene que estar dentro de la casa Agrach Dyrr —dijo Gomph, expresando sus pensamientos y sus esperanzas en voz alta—, o al menos tiene que ser posible acceder a ellas a través de la casa Dyrr.

—Una suposición razonable, archimago —Nauzhror se rascó la mejilla antes de proseguir—, pero si la filacteria está en la casa ¿no estará demasiado protegida para localizarla a través de la adivinación?

—Seguramente —replicó Gomph.

Gomph se representó mentalmente la casa Agrach Dyrr: el foso, el puente, el muro de estalagmitas y adamantina, y la torre del homenaje de adamantina. Había estado dentro de la casa Agrach Dyrr muchas veces en el pasado. Recurrió a aquellos recuerdos para centrar su visión.

—¿Cómo te propones encontrarlo, entonces? —inquirió Nauzhror.

Gomph sonrió en medio de su concentración.

—No voy a encontrarlo. —Dejó que sus subordinados intercambiaran una mirada confundida antes de proseguir—. Voy a encontrarlo todo menos eso.

La confusión se mantuvo en la expresión de Prath, pero la cara de Nauzhror reflejó una luz de discernimiento.

—Muy astuto, archimago —dijo, y Gomph advirtió la admiración en su voz.

Gomph no dio señales de haber percibido el cumplido sino que dejó que su mente se adentrara más en el cristal y que su conciencia flotara en sus muchas facetas.

—¿Qué va a hacer? —le susurró Prath a Nauzhror.

No tenía necesidad de hablar en un susurro. Gomph era capaz de mantener la concentración mientras conversaba o aunque se estuviera quemando en el fuego del infierno.

—Excluir las posibilidades —respondió el maestro de Sorcere—. Observa y aprende, Prath Baenre.

Dio la impresión de que Prath quería hacer otra pregunta, pero se mordió la lengua.

Las nieblas del cristal se abrieron y en sus facetas apareció la casa Agrach Dyrr. Nauzhror y Prath se inclinaron más hacia adelante y apoyaron los codos en el escritorio de Gomph.

Gomph hizo que el cristal cambiara de perspectiva y vio la casa como si se encontrara en el techo de la caverna de Menzoberranzan.

La casa Agrach Dyrr estaba construida en una serie de círculos concéntricos, con un templo de Lloth en forma de cúpula en el centro. Un foso ancho y profundo rodeaba el complejo. La sima donde estaba situado acababa al borde mismo de una alta muralla hecha de nueve estalagmitas, todas ellas del grosor de la cintura de un gigante y tan altas como un titán. Entre las estalagmitas había muros de adamantina. Un segundo muro de adamantina, más bajo, rodeaba varias estructuras internas.

Gomph desplazó el ojo de escudriñamiento hacia abajo, hasta cerca del foso, y vio cadáveres flotando boca abajo en el agua, quemados, hinchados o desmembrados. Muchos eran drows, otros eran orcos y ogros, y algunos eran irreconocibles.

—Víctimas de Xorlarrin —dijo Nauzhror.

Gomph asintió.

—Y tal vez unos cuantos Dyrr también —dijo.

El foso era útil sobre todo como forma de canalizar las fuerzas de un atacante. Los magos expertos podían superarlo con una construcción mágica o atravesarlo volando, pero resultaría difícil atacar las murallas en varios puntos al mismo tiempo sin invertir en ello recursos mágicos sustanciales. E incluso después de atravesar la sima, un atacante tendría que enfrentarse con la imponente muralla exterior.

Encima de la muralla exterior de piedra y metal se amontonaban las fuerzas Dyrr, formadas por soldados drows, ogros, trolls, magos y unas cuantas sacerdotisas de Yasraena. Miraban hacia abajo, a las fuerzas de asedio de los Xorlarrin, a través de estrechas aberturas en los parapetos de piedra. A Gomph le parecieron insectos que se arremolinaban en torno a su colmena.

Un solo puente adamantino, una estrecha losa de metal sin barandillas y de ancho suficiente para permitir únicamente el paso de dos o tres hombres juntos, atravesaba el foso. Gomph suponía que el puente estaba pensado para precipitarlo en el foso en caso de necesidad. Al final del puente estaban las enormes puertas de adamantina y mithral que eran el único acceso a través del muro de estalagmitas. Un grupo de ocho ogros yacían quemados al lado de las puertas. El ariete de metal que habían portado estaba en medio del puente. Gomph sabía que las puertas no presentarían ni siquiera un arañazo. Como todas las nobles mansiones drows, las puertas, las paredes, el puente, el foso y la misma estructura de la casa Agrach Dyrr estarían protegidas por conjuros y encantamientos, formulados todos por el lichdrow y por una larga lista de poderosas madres matronas. La casa Agrach Dyrr permanecería en pie mientras resistieran las protecciones. Gomph sabía que los magos de la casa Xorlarrin, a pesar de su bien merecida fama, se las verían y desearían para desactivar una protección mágica dispuesta por el lichdrow. Hasta que se desactivaran esas protecciones, los conjuros de los Xorlarrin no harían más daño a los muro de la casa Agrach Dyrr del que podía hacer la llama de una vela a un elemental ígneo.

—El asedio ha sido largo y sangriento —dijo Nauzhror.

El maestro de Sorcere y Prath se inclinaron tanto sobre el escritorio de Gomph que sus cabezas casi tocaban con la del archimago.

—Y todavía lo seta más si regresa el lichdrow —dijo Gomph. Los otros magos intercambiaron miradas.

—¿De cuánto tiempo disponemos, archimago? —preguntó Prath.

—No estoy seguro —admitió Gomph—, pero de menos del que desearía.

Prath frunció el ceño al tiempo que se retrepaba en su butaca.

Gomph volvió a centrarse en el escudriñamiento y vio que la mayor parte de las fuerzas Xorlarrin se amontonaban en el otro extremo del puente, fuera del alcance de las ballestas y de los conjuros.

Gomph vio la caballería araña, la infantería drow y una veintena o más de magos con mantos Xorlarrin, un puñado de sacerdotisas y una multitud de auxiliares de razas menores. El asedio parecía haber entrado en una tregua. Quizá la casa Xorlarrin estuviera planeando una nueva estrategia.

Gomph hizo que la imagen saltara por encima de las murallas de estalagmitas y se adentró más. Al otro lado de las murallas estaban los edificios bajos, interconectados, que formaban la casa Agrach Dyrr propiamente dicha. El templo de Lloth dominaba el complejo, como un tabernáculo rematado en cúpula. Desde lo alto parecía la silueta de una araña.

—Veamos qué tenemos —dijo Gomph y pronunció en un susurro las palabras de un conjuro que le permitía ver las emanaciones mágicas, su fuerza y su tipo. Podría haberse limitado a activar el creador de conjuros que él mismo llevaba incorporado y que le hubiera permitido ver esas emanaciones, pero quería que sus subordinados vieran también las protecciones mágicas.

Cuando terminó y el conjuro hizo efecto, Nauzhror respiró hondo.

—Por las ocho patas de Lloth —dijo Prath, y Gomph le perdonó el herético juramento.

Capa tras capa de protecciones mágicas cubrían la estructura de la casa, del puente y del foso. Superaba lo que Gomph había esperado. Gomph tradujo las protecciones a una red de líneas brillantes, una matriz de venas que recorrían a lo largo y por dentro la piedra de la fortaleza y que palpitaban de poder. La energía mágica que fluía a través de las paredes, los pisos y los techos de la casa Agrach Dyrr casi eran comparables a las de las propias cámaras de Gomph. El lichdrow y las sacerdotisas Dyrr habían trabajado mucho a lo largo de los siglos.

Algunas de las protecciones brillaban con una luz ocre, otras eran de un color azul profundo y las había de un carmesí intenso. La mayoría estaban diseñadas para impedir la entrada física, para potenciar la fuerza estructural de la casa o para amortiguar o impedir los efectos mágicos, pero muchas habían sido concebidas para impedir el escudriñamiento dentro de sus paredes. Éstas eran las que más le interesaban a Gomph, al menos por el momento.

Entremezcladas con los diversos tipos de protecciones mágicas había una serie de trampas, de conjuros mortíferos y alarmas.

—Paso por paso —dijo Gomph, hablando tanto para sí como para sus subordinados.

Pronunció una serie de palabras arcanas y modificó levemente la imagen para que le mostrara sólo las líneas azules brillantes de las protecciones antiescudriñamiento. Constituían una red compleja que rodeaba la fortaleza. Varias subredes cubrían sólo ciertos edificios o habitaciones dentro de los edificios.

—Es tan fina como la más fina de las redes de pesca —observó Prath.

—Cierto —dijo Nauzhror—, hay alarmas, pero no veo trampas de conjuros mortíferos entre las protecciones contra el escudriñamiento.

—Ni yo —dijo Gomph, complacido.

Las trampas mágicas incorporadas a las protecciones antiescudriñamiento que rodeaban sus dependencias, en caso de dispararse, eran capaces de atrapar el alma del presunto escudriñador o de volverlo loco. La casa Agrach Dyrr no había hilado tan fino.

Gomph se tomó un tiempo para estudiar la estructura de las protecciones buscando una puerta trasera. Por desgracia, no vio ninguna. Se dispuso para un largo asalto.

—Empecemos —dijo tras respirar hondo.

La Legión Flagelante se batía en franca retirada. Nimor la vio. Ya se había retirado totalmente de los campos de hongos del Donigarten, y sólo una fuerza testimonial mantenía los túneles del este de la ciudad. Dentro de esos túneles, merodeaba la caballería araña de Sobalar y se amontonaba la infantería de la casa Barrison Del’Armgo y de la casa Hunzrin.

Otra vez invisible y usando también las sombras y la oscuridad para cubrirse, Nimor evitaba ser detectado por las fuerzas drows mientras recorría sus líneas. Podía ver cómo se preparaban para un contraataque. Estuvo tentado de matar a unos cuantos a su paso, por placer, pero decidió no hacerlo. Los menzoberranos ya no eran asunto suyo.

El contraataque, que tan minuciosamente estaban planeando los drows, probablemente no encontraría ningún enemigo. Antes de que Narbondel ascendiera una hora más, la Legión Flagelante se habría desvanecido en la Antípoda Oscura y estaría abriéndose camino hacia las mazmorras situadas por debajo de la Torre de la Puerta del Infierno. Los drows, cansados de la guerra, seguramente no los perseguirían, sobre todo mientras los duergar siguieran batallando en Tier Breche. A Nimor le pareció irónico que Vhok hubiera demostrado mayor eficacia en la retirada que en el ataque.

Después de atravesar volando las líneas drows, Nimor pasó por una larga serie de túneles vacíos en su mayor parte, encontrando sólo un ocasional y sigiloso explorador drow. A juzgar por las marcas en la piedra, la mayor parte del combate entre la Legión Flagelante y los menzoberranos había tenido lugar en esos túneles. El paso de muchas botas claveteadas había dejado marcas en el suelo; había manchas de sangre sobre las piedras; en algunas cámaras habían quedado cuerpos mutilados y carcasas de araña, y por todas partes se veían armas rotas, escudos y piezas de armadura. Además, las paredes estaban renegridas.

Nimor no vio verdaderos cadáveres hasta…

Un túnel sinuoso, estrecho, de tercera categoría, daba a una gran caverna en la cual había cadáveres ensangrentados de unos diez infantes duergar. Daba la impresión de que hubieran permanecido en formación contra la pared del fondo, sin salida, y hubieran luchado hasta la muerte. Armas rotas, armaduras y escudos acribillados cubrían el suelo de la caverna. El suelo estaba resbaladizo por la sangre. Los duergar habían quedado hechos picadillo por obra de hachas y espadas de los tanarukks, no de elegantes espadas drows.

—Bien hecho, Kaanyr —dijo Nimor.

Daba la impresión de que Vhok, al igual que Nimor, había decidido acabar su asociación con los duergar antes de batirse en retirada. Todo hacía pensar que a Vhok, lo mismo que a Nimor, no le gustaba dejar cabos sueltos.

Vhok había planificado bien su retirada. Abandonaría el sitio de Menzoberranzan sin apenas un arañazo, y los carroñeros limpiarían la caverna de cadáveres duergar en el plazo de diez días. La carne, ya fuera muerta o viva, nunca se desaprovechaba en la Antípoda Oscura. Nadie, salvo Nimor, encontraría la menor prueba de la traición de Kaanyr a los duergar.

Nimor dejó atrás a los duergar muertos y continuó su vuelo invisible por las cavernas. Después de un rato empezó a encontrar grupos de fuerzas tanarukk en retirada. Compañías de tanarukks astados y con escamas, criaturas tan salvajes como los orcos y tan astutas como demonios, recorrían los zigzagueantes túneles con las armas desnudas, y volviendo cada dos por tres los ojos inyectados en sangre por si alguien los seguía. El estruendo de sus botas, armas y armaduras resonaba en la piedra. Nimor pasó por encima y a través de ellos como un espectro, y sólo la brisa producida por el batir de sus alas lo delataba.

Durante una media hora, Nimor siguió a los tanarukk en retirada por los túneles. Los demonios-orcos avanzaban con un propósito, posiblemente hacia un punto de reunión, y Nimor pasaba de un grupo al siguiente. Sabía que en un momento dado daría con Vhok.

Nimor oyó al semidemonio antes de verlo: voces roncas, el golpe de docenas de botas sobre el suelo y el entrechocar de las pesadas armaduras, y órdenes de Kaanyr Vhok. Nimor batió las alas para ir más rápido y divisó al semidemonio al frente de una larga columna de tanarukks que portaban antorchas. El estrecho colaborador de Vhok, Rorgak, un tanarukk de anchos hombros y largos colmillos, que superaban lo previsible dentro de su propia especie, marchaba a su lado. Vhok aparentemente había liderado la retirada.

Nimor sonrió pensando en lo que eso revelaba del carácter de Vhok: arrogante a la hora de atacar, pero callado y cobarde en la retirada.

No obstante, dirigía un ejército y había resultado útil y podría volver a serlo. Además, los cobardes son fáciles de manipular, aunque no sean de fiar.

Nimor bajó de golpe frente a la columna, aterrizó en el suelo del túnel y se hizo visible.

Exclamaciones y gritos de sorpresa recorrieron las filas de los tanarukks, produciendo un retumbo. La columna hizo un alto y Vhok y Rorgak sacaron sus espadas en un abrir y cerrar de ojos.

Rorgak, esgrimiendo la gran espada, se lanzó hacia Nimor al tiempo que varios de los tanarukks que venían detrás de Vhok avanzaron con los ojos inyectados en sangre.

Vhok hizo que se detuvieran levantando una mano y gritando una orden.

—Alto —ordenó, y todos se pararon, incluso Rorgak.

Docenas de ojos rojos se fijaron en Nimor, eran ojos sedientos de sangre.

Nimor levantó las manos para mostrar que su única arma era una sonrisa, aunque sabía que sus alas y sus colmillos debían parecer desconcertantes. Vhok y sus tanarukks jamás lo habían visto antes en su forma de semidragón. En caso necesario, Nimor podía huir rápidamente internándose en el Linde de la Sombra.

—Nimor —dijo Vhok alzando sus puntiagudas cejas—. Casi no te reconozco. Tienes un aspecto diferente al de la última vez que nos vimos. —Envainó su espada y miró a Nimor con gesto torvo—. Corres peligro como un drow solitario ante mis hombres y ante mí.

Los tanarukks que rodeaban a Vhok asintieron con gruñidos. Rorgak seguía mirando a Nimor y mantenía la espada desenfundada.

Nimor agitó las alas y dejó caer materia de sombra de sus fosas nasales.

—Como puedes ver, Kaanyr, no tengo yo más de drow que tú de humano o éstos de orcos.

Ante eso, Vhok sonrió e inclinó la cabeza reconociendo que tenía razón. Unos cuantos tanarukks rieron por lo bajo.

—¿Y entonces qué? —inquirió el semidemonio—. ¿Tienes algún otro plan fantástico que ofrecerme? —Señaló con un gesto a su columna maltrecha por la lucha y en retirada—. Ya ves el resultado del anterior.

Los hombres de Vhok se rieron al oírlo, pero fue una risa forzada. No cabía duda de que su retirada los avergonzaba.

Nimor mantuvo la sonrisa, aunque no sin dificultad.

—Es posible —dijo—, pero me gustaría hablarlo en privado. ¿En tu tienda?

Nimor sabía que la tienda de mando de Vhok era una estructura mágica que se armaba a una orden suya y se desarmaba ocupando el espacio de un puño, de modo que siempre estaba a mano.

Vhok estudió la cara de Nimor un momento.

—Muy bien —le dijo a Rorgak—. Haz que la legión tome un refrigerio. No tardaré mucho.

Vhok añadió algo en voz baja, hablando a su lugarteniente en infernal. Aunque Nimor no entendía esa lengua, sí entendió el significado. Vhok daba instrucciones a Rorgak para que se mantuviese alerta por si Nimor lo atacaba dentro de la tienda.

Nimor se limitó a mirar a Rorgak mientras el corpulento lugarteniente de escamas rojas hacía un gesto afirmativo a Vhok y se dirigía a las filas gritando órdenes. La columna de tanarukks rompió filas para comer, pero muchos ojos inyectados en sangre siguieron fijos en Nimor.

Vhok sacó de su petate la bola mágica, escogió el lugar más plano que pudo encontrar en el túnel y la arrojó al suelo. A continuación pronunció una palabra de mando en una lengua áspera y olvidada.

La tela se desplegó sucesivas veces hasta transformarse en la tienda roja y oro que ostentaba el pendón de Vhok y que Nimor tan bien conocía. Vhok le indicó que entrase. En ningún momento apartó la mano de la empuñadura de su espada.

Nimor plegó las alas y entró. Se encontró con la tienda totalmente acondicionada, con una hermosa mesa de madera, un lujoso diván y un sofá afelpado. Sobre la mesa había una botella llena de algo que Nimor supuso que era brandy, una de las gratificaciones favoritas de Vhok, y dos vasos vacíos.

—Amueblada y bien abastecida —dijo Nimor recorriendo el lugar—. Un excelente artilugio mágico, Kaanyr. Sólo te faltan las danzarinas. Y dicho sea de paso ¿dónde está tu dulce bomboncito alado?

Vhok hizo un gesto de desdén, pero Nimor sabía que era fingido.

—Se ha ido —respondió—, por ahora.

—Ah, veleidosas mujeres —dijo Nimor, y decidió no seguir preguntando—. ¿Puedo sentarme?

Vhok le indicó el sofá. Nimor atravesó la tienda y se dejó caer en él.

—No teníamos que haber perdido estaba guerra, Kaanyr —dijo.

—Sólo uno de nosotros la libró realmente —respondió Vhok—. El otro huyó cuando las cosas se pusieron feas.

Nimor se esforzó por mantener la sonrisa.

Desde fuera de la tienda, cerca de la entrada, el agudo oído de Nimor detectó el sigiloso roce de unas botas sobre la piedra. Rorgak, sin duda.

Nimor esperó a haber recuperado plenamente el control de su voz antes de hablar.

—Lo único que salvó a Menzoberranzan fue el regreso de Lloth. Eso y una desafortunada elección de aliados.

Vhok lo miró con dureza.

—No me refiero a ti —dijo Nimor—, sino a los duergar.

La expresión de Vhok se suavizó y asintió.

—Eso es cierto.

Ante la sorpresa de Nimor, el semidemonio sirvió dos pequeñas copas de licor y le ofreció una.

Nimor la cogió, pero no bebió. Vhok permanecía de pie.

—Nuestro pequeño príncipe está muerto —dijo Nimor removiendo el brandy dentro de la copa.

Vhok enarcó una ceja.

—¿Tú?

Nimor asintió. Cuando Vhok tomó un sorbo de brandy, lo imitó. El brandy había aguantado bien el viaje.

—Se lo tenía bien merecido el pequeño necio —dijo el cambion—. Los duergar son unos inútiles.

—Al menos en eso estamos de acuerdo, Kaanyr —dijo Nimor—. Los enanos grises son una raza de imbéciles. —Hizo una pausa antes de proseguir—. Te he seguido para darte las gracias por advertirme del regreso de Lloth durante mi batalla con el archimago.

Vhok sonrió mientras removía su copa para orear el brandy.

—Éramos aliados.

—Seguro. Y por mi parte, todavía lo somos.

Al ver que Vhok no respondía, Nimor llenó el silencio levantando su copa en un brindis.

—Por nuestras grandes empresas —dijo.

Vhok alzó su copa sin gran entusiasmo y bebió un sorbo observando a Nimor por encima del borde.

—¿Hay algo más, drowling? —preguntó—. ¿O sólo has vuelto para expresarme tu gratitud y beberte mi licor?

Nimor decidió tomarse en broma el tono desagradable de Vhok y lo festejó riendo.

Se inclinó para volver a llenar su copa.

—Habrá otras batallas, Kaanyr —dijo mientras se servía—. Puede que no mañana ni pasado mañana. Como ya dije, te sigo considerando un aliado. Juntos fuimos eficaces y podríamos haber triunfado de no haber sido por algunas contingencias imprevistas.

—¿Contingencias imprevistas? —Vhok acompañó sus palabras con un gesto burlón—. ¿Así es como defines el regreso de Lloth?

Nimor se encogió de hombros, se recostó en el sofá y tomó otro trago.

—Puedes llamarlo como quieras —respondió—. ¿Vas a negar que formamos un buen equipo?

Vhok se lo pensó mientras bebía.

—No lo niego —dijo al fin—, pero en este momento desearía que jamás nos hubiéramos conocido y no haber visto jamás esa colmena de los drows.

Nimor asintió con la cabeza, dando a entender que lo comprendía.

—Pero los sentimientos cambian con el tiempo y la distancia —añadió Vhok—, y yo siempre estoy abierto a futuras oportunidades. Siempre y cuando no participen los duergar.

Se rió y Nimor también.

Ésa era la respuesta que Nimor había esperado oír. Vhok podía ser un valioso aliado en su intento de recuperar su categoría como el Espada Ungida.

—Ya sé cómo encontrarte —dijo Nimor.

Vhok dejó la copa y se quedó mirando a Nimor. A pesar de la sonrisa su expresión era dura.

—¿Es una amenaza? —preguntó.

Otra vez se oyó el roce de las botas fuera de la tienda.

—Volveremos a vernos, Vhok. No tengo duda.

Dicho esto, Nimor activó su anillo, se deslizó hacia el Linde de la Sombra y dejó Menzoberranzan y sus aledaños muy atrás.

Prath y Nauzhror vigilaban, los ojos fijos en la imagen del cristal de escudriñamiento, mientras Gomph iniciaba su ataque contra las protecciones mágicas de la casa Agrach Dyrr.

Gomph susurró los encantamientos preliminares a unos cuantos conjuros para aumentar su vista mágica y empezó.

Le resultó sorprendentemente fácil atravesar la red exterior de protecciones que rodeaban la fortaleza. Sin desbaratar la red, sin romper ninguna de las líneas de poder interconectadas, delicadamente hizo a un lado unas cuantas, creó una abertura en las capas de la red y deslizó a través de ellas su ojo escudriñador.

—Bien hecho, archimago —dijo Nauzhror con un audible suspiro. Prath se limitó a sonreír.

Lo esperaba una segunda capa de protecciones interconectadas, una magia más rígida que no podía apartar sin disparar las alarmas. Tras estudiarlas unos minutos, optó por un enfoque diferente, pero tendría que trabajar con rapidez.

Consciente de que estaba sudando, Gomph formuló dos conjuros en una sucesión tan rápida que podrían haber sido uno solo. Primero aisló una sección diminuta de la red. Con el siguiente aliento desactivó rápidamente la sección aislada abriendo así un agujero en la red por el que hizo pasar el ojo escudriñador. Retuvo el aliento mientras formulaba su primer conjuro.

Observó alarmado que se agitaba toda la red, perturbado momentáneamente el flujo de magia por el diminuto agujero que había abierto.

Se permitió exhalar lentamente mientras la magia se reorientaba alrededor del agujero y volvía a fluir. Se había autocorregido. Gomph lo había conseguido: estaba dentro.

—Muy osado —dijo Nauzhror en un susurro.

Gomph puso el ojo escudriñador a nivel del suelo. Se tomó un momento para recuperar fuerzas.

Sabía que sólo tendría que enfrentarse a pequeñas bolsas de protecciones mágicas, redes secundarias encargadas de proteger una habitación o un edificio. La mayor parte no estaban conectadas a la principal red de defensas.

Se mantuvo adherido a la imagen mientras retiraba una mano del cristal y apuraba el resto de su vino de hongos. Prath miró en derredor y vio que la botella estaba en una mesa próxima. La cogió y volvió a llenar la copa.

Gomph atravesó o rodeó las protecciones mágicas una por una. Podría haberlas desactivado todas con facilidad, pero eso se hubiera descubierto tarde o temprano. Desactivaba aquéllas que no podía atravesar o esquivar; pero después de examinar el edificio o habitación satisfactoriamente las reemplazaba por otras similares de su propia cosecha.

—No hay que dejar huellas —dijo Prath.

—No hay que dejar huellas —coincidió Gomph. Al menos todavía. Presumiblemente, la protección mágica que rodeaba a la filacteria del lichdrow se ocultaba a su ojo escudriñador. Sólo podría «verla» cuando se diera de bruces con ella. En consecuencia, sólo la localizaría mediante un proceso de eliminación cuando intentara visualizar una área que pareciera abierta al escudriñamiento pero que en realidad no sería capaz de escudriñar; allí estaría la filacteria.

Por supuesto, también era posible que la filacteria no estuviera en la fortaleza de estalagmitas. En ese caso, Gomph nunca la localizaría hasta que no se reincorporase el lichdrow. Esa idea lo hizo vacilar, pero se la quitó de la cabeza.

Metódicamente fue desplazando su ojo escudriñador por todos los edificios de la casa Agrach Dyrr, habitación por habitación.

Nauzhror acercó aún más la cabeza a la imagen hasta que una mirada de Gomph lo contuvo.

—Mil perdones, archimago —musitó Nauzhror.

Gomph pasó la imagen por comedores, altares, salas de formación, dormitorios, laboratorios, habitaciones de los esclavos, cocinas, anfiteatros, buscando siempre una pared invisible que bloquease el paso de su ojo escudriñador. Por todas partes había un gran trasiego de tropas, magos y sacerdotisas. No podía oírlos, aunque sus expresiones denotaban gran agitación. No dejaba que su ojo escudriñador permaneciera mucho tiempo, no fuera que lo percibieran.

El sudor de su frente cayó sobre el cristal escudriñador, empañando la imagen. Prath lo enjugó con la manga de su piwafwi.

Gomph recorrió otro pasillo y pasó por otro grupo de…

—Larikal —dijo al reconocer a la tercera hija de la casa Agrach Dyrr, con su pelo corto y su aspecto poco agraciado. Iba al frente de un grupo de tres magos varones, a los que Gomph reconoció como graduados de Sorcere. Dejó que la imagen se demorara en ellos un momento. Su conjuro reveló que cada uno de ellos iba provisto de artículos mágicos de lo más variado: varitas mágicas, anillos, alfileres, broches y un bastón en la mano de Larikal.

—Geremis, Viis y Araag —dijo Nauzhror, nombrando a los magos—. Todos son estudiantes poco aventajados.

Gomph asintió y mantuvo el ojo escudriñador sobre ellos. Pasó la imagen por todos ellos hasta contar cerca de veinte.

Larikal daba órdenes a gritos, pero Gomph no consiguió leerle los labios. Los magos iban de una habitación a otra, de un pasillo a otro, formulando conjuros y concentrándose durante un rato. Gomph mantenía el ojo escudriñador justo encima y por detrás de cada uno de ellos. Aunque no podía oír las palabras que pronunciaban, estudiaba sus gestos.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Prath.

—Formulando adivinaciones —dijo Gomph apenas un instante antes de que lo dijera Nauzhror.

—Poderosas adivinaciones —añadió Nauzhror, observando mientras Geremis acababa su gesticulación y se llevaba una mano a la frente.

Gomph se sorprendió al darse cuenta de lo que estaban haciendo.

—Están buscando la filacteria —dijo—. Seguro.

Todos entendieron lo que eso implicaba: Yasraena no tenía la filacteria en su poder, y también ella pensaba que estaba escondida en algún lugar de la casa.

—Buena señal —dijo Nauzhror.

Gomph asintió. Tenía que darse prisa.

Al no ver ninguna otra cosa importante, apartó el ojo escudriñador de Larikal y sus magos, y siguió su avance por el complejo de Agrach Dyrr. El proceso llevaba tiempo, pero él aguantaba. Se tomaba el tiempo necesario para estudiar cada habitación con cuidado, para formular adivinaciones adicionales destinadas a desarraigar los conjuros de enmascaramiento del lichdrow. En ningún caso encontró nada que no fuera una casa de drows sometida a asedio y luchando por su vida.

—¿Sería posible que la filacteria no estuviera en la fortaleza? —preguntó finalmente Nauzhror tras horas de búsqueda infructuosa.

Gomph ni siquiera se molestó en alzar la vista.

—Silencio —ordenó.

Tenía que estar allí. El lichdrow no habría permitido que la filacteria estuviera lejos de él. El riesgo era demasiado grande.

Gomph continuó la búsqueda. Revisó todos los edificios minuciosamente. En una parte aislada del complejo encontró el laboratorio de alquimia, la biblioteca y los aposentos del lichdrow. Gólems de rutilantes piedras preciosas tallados en forma de magos drows montaban una guardia estricta en todas las puertas.

—Su laboratorio —dijo Prath, pasando revista a los innumerables vasos de precipitación, braseros, sustancias químicas y componentes. La habitación estaba desordenada, como si alguien hubiera estado buscando algo precipitadamente.

En la creencia de que el laboratorio o los aposentos del lichdrow eran un escondite probable para la filacteria, Gomph fue deslizándose cuidadosamente entre las protecciones del lichdrow y escudriñando una habitación tras otra. Su frustración creció al no encontrar nada.

Lo volvió a repasar todo otra vez, seguro de que en algún lugar tenía que saltar la pista reveladora de un conjuro de enmascaramiento. Tampoco encontró nada.

Estaba agotando sus conjuros, se sentía exhausto. Entre su duelo de conjuros con el lichdrow y su escudriñamiento de la fortaleza, había gastado con creces la mitad de su repertorio. Si no encontraba pronto la filacteria, tendría que descansar, volver a estudiar sus libros de conjuros, rememorizar los encantamientos que abandonaban su cansada mente uno por uno, a medida que los formulaba. Para entonces, Yasraena podría haber encontrado la filacteria.

Suspiró, se enjugó el sudor de la frente y se removió. Sólo le quedaban el templo de Lloth y unas cuantas estructuras más.

Primero el templo.

Con un esfuerzo mínimo, se deslizó entre las complejas protecciones del templo de Lloth. Sin duda las había urdido la propia Yasraena. Gomph pensó que sus conjuros eran una nimiedad. No era una adversaria digna de él.

El interior del templo era muy similar al de los templos de Lloth que tenían las demás grandes casas. Un altar de sacrificios, envuelto en una luz violeta fantasmal e iluminado por velas, ocupaba el ábside de una nave oval de gran tamaño. Detrás del altar sobresalía la enorme escultura de una araña, tallada en suave basalto o azabache, de una forma tan minuciosa que parecía viva.

Gomph sabía que era un gólem que se animaría en caso de que alguien entrara en el templo sin autorización.

Una sillería de altos respaldos de piedra se alineaba a ambos lados de la nave. Cortinas de gasa transparente que imitaban telarañas cubrían las ventanas del templo. Por todo se repetían los motivos arácnidos, desde la tela negra del altar hasta las jambas talladas de la puerta o los posabrazos de los bancos. En todos los rincones había telarañas, cuyos hilos plateados y sus pequeñas creadoras negras se consideraban una bendición de Lloth.

Una representación de la Reina Araña en su forma híbrida, cabeza y torso de una hermosa hembra drow saliendo del cuerpo excesivo de una gigantesca viuda negra, decoraba el techo de la alta cúpula del templo. Gomph se preguntó al pasar si ahora Lloth tendría el mismo aspecto, si Lloth sería la misma.

Casi todo el templo resplandecía bajo la mirada de Gomph. Salvo por las protecciones de las sacerdotisas de Lloth la nave estaba vacía.

Gomph dejó escapar un suspiro de frustración y se dispuso a desplazarse, pero algo llamó su atención. Mantuvo el ojo escrutador sobre el templo, mirando, pensando.

—¿De qué se trata, archimago? —preguntó Prath con tono nervioso—. ¿La has encontrado?

—Silencio —ordenó Nauzhror al aprendiz, aunque la voz del maestro también dejaba traslucir cierta ansiedad.

Gomph meneó la cabeza. No veía nada fuera de lo común, pero…

¡La araña gólem!

Su ojo escudriñador no revelaba que fuera mágica, y sin embargo debería haberla identificado como mágica, a menos que las sacerdotisas de Agrach Dyrr hubieran reemplazado el gólem original por una estatua normal. Le pareció poco probable.

Una descarga de excitación recorrió su cuerpo. Hizo que el ojo escudriñador se acercara más al gólem, hasta que su imagen llenó todo el cristal. Lo recorrió todo, centímetro a centímetro. ¿Estaría tras un panel secreto en el suelo? Formuló otra serie de conjuros, tratando de encontrar un indicio, fuera el que fuese, de que la magia del gólem estaba enmascarada.

Al principio no tuvo éxito, pero insistió.

Por último, y sólo por un instante, captó el destello de un débil resplandor rojizo, como de la luz cuando se filtra por debajo de una puerta cerrada. En ese instante único, vio que el gólem relumbraba, como correspondía a la magia latente que seguramente lo animaba, pero un brillo aún más intenso partía de su interior.

Nauzhror sonrió, Prath dio un respingo y Gomph no pudo contener una risita.

—El gólem —dijo Nauzhror con voz casi inaudible.

El maestro de Sorcere parecía casi tan agotado como Gomph, aunque no había hecho nada más que observar.

—El gólem —dijo Gomph, asintiendo. No podía creer la temeridad del lichdrow.

—¿El gólem es la filacteria? —preguntó Prath.

Gomph estudió la figura un poco más, confirmando su sospecha con una serie de conjuros.

—No —dijo cuando acabó—, pero la filacteria está encastrada en él.

A pesar de lo que habían visto en el cristal, los rostros de Prath y de Nauzhror reflejaban incredulidad.

—¿Dentro del gólem? —dijo Prath—. Eso es herejía.

—Es ingenioso —lo corrigió Nauzhror.

Gomph lo confirmó. El lichdrow, un varón, no sólo había ocultado su filacteria dentro del templo de Lloth de la casa Dyrr, lo había ocultado dentro del cuerpo del guardián más poderoso del templo. Gomph sólo lo había detectado porque sabía que la escultura de la araña era un gólem que debería haber brillado bajo su mirada detectora de magia. El hecho de que no lo hiciera había sido la causa de que lo mirara más detenidamente, y a pesar de todo, a punto había estado de pasarlo por alto.

Con un leve ejercicio de voluntad, Gomph dejó que la imagen se desvaneciera en el cristal escudriñador. Primero todo se volvió gris y después negro.

El archimago se recostó en su silla y estiró los brazos por encima de la cabeza. Le dolía todo el cuerpo, le palpitaban las sienes y estaba empapado en sudor. Por desgracia, no podía tomarse un respiro. Atravesar las proyecciones antiescudriñamiento y encontrar la filacteria había sido la más fácil de sus dos tareas. A continuación tenía que introducirse en la casa Agrach Dyrr, en el templo de Lloth, y destruir el gólem y después la filacteria.

—Deberías descansar antes, archimago —dijo Nauzhror sabiendo por su expresión lo que se avecinaba.

Gomph cogió su copa y bebió otro trago de vino. Suficiente. Quería tener la cabeza despejada cuando asaltase la casa Agrach Dyrr.

—No hay tiempo —dijo—. Yasraena o sus hijas pueden dar por casualidad con la filacteria. Será más fácil arrebatársela al gólem que arrancársela de las manos a la madre matrona de la casa Dyrr.

Nauzhror no pudo por menos de estar de acuerdo.

—Entonces, ¿cuándo? —preguntó.

—En el curso de la próxima hora —respondió Gomph y exhaló un suspiro de cansancio.

Prath y Nauzhror sopesaron sus palabras y su gesto. Gomph cerró los ojos y trató de aquietar las palpitaciones de sus sienes.

—Las protecciones mágicas serán todo un reto —dijo Prath por fin.

Nauzhror le dio un revés en toda la boca.

—El archimago es consciente de todos los retos, aprendiz —le soltó.

El golpe le hizo brotar sangre. Prath se llevó la mano al labio roto. Sus ojos lanzaban fuego, pero no dijo nada. Gomph quedó complacido al ver la expresión de furia de Prath.

Gomph era consciente de los retos que aquello implicaba. Acababa de verlos; lo tenían todo.

Una intrincada red de protecciones mágicas y luego una capa totalmente diferente de protecciones al menos tan compleja como la que acababa de sortear trataría de impedir su entrada en la fortaleza. El poder combinado de todos los magos de la casa Xorlarrin no había sido capaz de atravesarlas hasta el momento. Gomph no era un simple mago Xorlarrin, por supuesto, pero tampoco era probable que la segunda capa de protecciones resultara tan fácil de superar como las protecciones antiescudriñamiento.

Además, hacer saltar una protección estando él físicamente presente lo ponía en riesgo no sólo de que lo detectaran, sino de resultar herido o incluso muerto. Recordaba muy bien el resplandor rojo de las trampas de los conjuros.

—¿Quieres que te acompañe, archimago? —preguntó Nauzhror.

—No —respondió Gomph masajeándose las sienes—. Tengo otros planes para vosotros dos. Tú, Nauzhror, debes permanecer aquí y ayudarme a escudriñar la casa Agrach Dyrr.

En la cara regordeta de Nauzhror apareció una expresión interrogante.

—¿Ayudarte a escudriñar? Es lo que acabas de hacer. ¿Qué quieres decir?

Gomph miró a Prath, que también parecía confundido.

—Quiero decir —dijo Gomph— que estaré en dos lugares al mismo tiempo, maestro Nauzhror.

Gomph dejó sus palabras suspendidas en el aire sin más explicación.

Apenas un momento después una luz de comprensión brilló en la cara de Nauzhror.

—Prath se quedará aquí haciéndose pasar por ti —dijo el maestro de Sorcere.

—Eso es —dijo Gomph—. Y yo me haré pasar por él, al menos por un tiempo. Tú también te quedarás aquí, Nauzhror, como si estuvieras ayudándome en mis adivinaciones.

La expresión de Prath fue al mismo tiempo de comprensión y de duda.

—¿Por qué el engaño, archimago? —preguntó—. Yasraena y sus magos no pueden escudriñar aquí. Nadie puede hacerlo.

—No —coincidió Gomph—, pero sin duda lo está intentando. Sabe que debo actuar contra su casa y querrá saber cuándo voy a ir. Vamos a desorientarla. Tú y yo nos haremos pasar el uno por el otro. Reduciré el poder de las protecciones mágicas de mi despacho lo suficiente para permitir que Yasraena y sus magos puedan atravesarlas finalmente. Cuando lo hagan, verán a Gomph y a Nauzhror intentando escudriñar la casa Agrach Dyrr como si se estuvieran preparando para un ataque inminente. Sin embargo, el ataque ya estará en marcha.

Nauzhror sonrió.

—Muy astuto, archimago —dijo—. Sin embargo ¿no sería tal vez más fácil que yo tomara tu forma?

Gomph ya esperaba eso de Nauzhror.

—Creo que no —respondió mirando al mago con frialdad—. Y ten cuidado, Nauzhror, no sea que encuentre indecorosa tu prisa por ocupar mi lugar.

Nauzhror bajó la mirada.

—No pretendía ser presuntuoso, archimago —explicó—, simplemente pensé que yo podría imitarte mejor que un aprendiz.

Gomph decidió dejarlo pasar. Ya le había dejado a Nauzhror bien claro lo que pensaba.

—Prath servirá. Además, el hecho de tenerte a ti, un maestro de Sorcere, ayudándome, contribuirá al engaño.

Nauzhror lo aceptó con un gesto de sumisión.

El archimago se levantó de su asiento.

—El tiempo apremia —dijo—. Empecemos.

Dicho esto, Gomph se despojó de sus prendas mágicas y de sus aditamentos mágicos más conocidos, entre ellos el anillo que sólo usaba el archimago de Menzoberranzan. Nauzhror vio cómo se deslizaba el anillo del dedo de Gomph con mal disimulada codicia.

También Prath se puso de pie y se quitó todo lo que llevaba.

Ahora Gomph vestía el piwafwi y las ropas excesivamente holgadas del aprendiz de mago, junto con todos sus demás adornos, y Prath, los del archimago de Menzoberranzan.

—Puede que algún día te queden bien —le dijo a Prath.

El aprendiz palideció.

—Las mías no te favorecen —dijo con nerviosismo.

Gomph estuvo a punto de reírse pensando en el aspecto que debía de tener. Hacía siglos que no se veía tan humildemente ataviado.

Miró a Nauzhror, señaló a Prath y dijo:

—Maestro Nauzhror.

Nauzhror asintió y pronunció las palabras de un encantamiento menor. Cuando acabó, una imagen ilusoria de Prath se concretó junto al aprendiz real, un retrato mágico que debía servir como marco de referencia.

—Un parecido sorprendente —comentó Prath.

Gomph estuvo de acuerdo. Abrió un cajón bajo de su escritorio y sacó un rollo en el que estaba apuntado uno de sus conjuros más poderosos.

—Aprendiz —dijo dirigiéndose a Prath—, si erraras en la formulación de este conjuro podrías ocasionar resultados sumamente infortunados.

El archimago habría hecho él mismo el conjuro a Prath, pero la magia sólo podía afectar a quien la hacía. Tendría que hacerla el propio Prath.

—Tras completar el encantamiento —prosiguió Gomph—, mírame y desea adoptar mi forma. El conjuro hará el resto.

Prath cogió el rollo con mano firme, lo cual hablaba muy a su favor. Desenrolló el pergamino, estudió las palabras, volvió a mirar a Gomph y a Nauzhror y, cuando éstos se lo indicaron, empezó a formular el conjuro.

Gomph escuchó con atención la pronunciación de las palabras. Vio con satisfacción que el aprendiz leía con seguridad. Cuando Prath dijo la última palabra, el pergamino se deshizo en sus manos y su cuerpo empezó a cambiar.

—La sensación no es dolorosa —dijo con voz que ya empezaba a cambiar.

Adelgazó y los ojos se le hundieron más en las órbitas, le creció el pelo y los ojos dejaron de ser de color carmesí para volverse rojo sangre, como los de Gomph. Prath estudió los rasgos de Gomph mientras la magia producía el cambio, dando forma mentalmente a la transmutación. La magia del conjuro aportó todos los detalles necesarios y en apenas unos segundos Gomph se encontró mirando a su doble.

—Bien hecho —le dijo Gomph a Prath.

El aprendiz resplandeció de orgullo.

—En un bolsillo interno, a la derecha, hay una diadema de jade —le dijo Gomph a Prath, señalando su manto—. Dámela.

Gomph necesitaría el componente para hacer el mismo conjuro sobre sí. No lo leería de un pergamino, se lo sabía de memoria.

Prath buscó en el bolsillo del archimago, encontró la diadema y se la entregó a Gomph.

El archimago se la puso en la cabeza y pronunció las palabras acompañándolas con los gestos que le permitirían adoptar la forma que quisiera. Cuando la magia surtió efecto, sintió un cosquilleo en toda su carne. Su piel se volvió maleable y al mismo tiempo algo más gruesa, como si fuera cera.

Utilizando la imagen ilusoria de Prath como modelo, Gomph hizo que la magia moldeara su cuerpo y sus facciones transformándolas en las de Prath. No le produjo el menor dolor, sólo una sensación extraña, como si su carne fuera fluida. Cuando sintió que su cuerpo se solidificaba supo que la transformación estaba completa. La magia del conjuro se mantendría durante unas dos horas, y durante ese tiempo Gomph podría recurrir a ella para adoptar prácticamente cualquier forma que deseara.

—Está hecho, archimago —dijo Nauzhror estudiándolo—. El parecido es casi exacto.

Nauzhror desactivó la imagen ilusoria de Prath.

Gomph asintió y se volvió hacia Prath.

—El resto de mis componentes, aprendiz.

Obedientemente, el muchacho buscó en los bolsillos mágicos de la túnica de Gomph y sacó todo tipo de artilugios esotéricos de los espacios extradimensionales de los bolsillos del archimago y los fue colocando sobre el escritorio. Entre ellos estaba el hacha duergar arrebatadora de almas. Las sombras se arremolinaban alrededor de ella, dibujando rostros, sugiriendo gritos.

Gomph cogió los múltiples componentes y los guardó en su túnica. También cogió el hacha y se la colgó al cinto. La sentía pesada, pero no tenía ningún bolsillo extradimensional en las ropas de Prath capaz de soportar su peso.

Buscó en otro cajón de su escritorio y sacó varias pociones, un pergamino y un ocular de color lechoso que colgaba de una cadena de plata. Este objeto permitiría a Gomph ver cierto tipo de ilusiones. También cogió varias varitas mágicas, todas hechas de hueso y rematadas con el ojo petrificado de un esclavo de vista aguda. Al haber agotado tantos de sus propios conjuros, iba a necesitar los poderes del ocular y de las varitas mágicas para complementar su repertorio.

Cuando tuvo todo lo que necesitaba y lo hubo organizado de forma satisfactoria, miró a Prath y señaló su silla de hueso de alto respaldo.

—Siéntate, eh… archimago —dijo con una sonrisa.

Con evidente recelo, Prath rodeó el escritorio y se sentó en la silla de Gomph.

—Sin vacilaciones, sin recelos —lo reconvino Gomph—. Yasraena lo notará. Hasta que vuelva tú eres el archimago de Menzoberranzan.

Prath miró a Gomph a la cara, apretó los dientes y asintió.

A Gomph sólo le quedaba una cosa por hacer.

Aunque Nauzhror y Prath eran Baenre, Gomph era demasiado listo para confiar en los lazos familiares para asegurarse su obediencia. Necesitaba meterles el miedo en el cuerpo. En cuanto hubiera entrado a la casa Agrach Dyrr, sería vulnerable a una fácil traición. Nauzhror, y puede que incluso Prath, sentirían la tentación de traicionarlo a menos que Gomph hiciera que el coste del fracaso fuera más elevado que las ventajas del éxito. Bastaría una simple mentira.

—Además de vosotros dos, he compartido este plan con el maestro Mizzrym —dijo Gomph—. En caso de que fracase, me he asegurado de que Pharaun alerte a la madre matrona Triel e investigue minuciosamente las causas del fracaso.

Ni Nauzhror ni Prath pronunciaron una sola palabra. El mensaje de Gomph era claro: la traición tendría su castigo, y duro, incluso en el caso de que Gomph resultara muerto.

—Yasraena nunca se enterará del engaño —dijo Nauzhror.

—Buena suerte, archimago —dijo Prath.

—Mantened la ilusión hasta mi regreso o hasta que sepáis que he fracasado —ordenó Gomph.

Ambos asintieron.

Satisfecho, Gomph pronunció unas palabras de poder y las utilizó para debilitar las protecciones más poderosas que rodeaban su despacho. Los magos de Yasraena pronto encontrarían la forma de entrar.

Tragándose su orgullo, se inclinó ante sus «superiores» como lo haría cualquier joven aprendiz.

—Maestros —dijo, y salió retrocediendo del despacho.

El conjuro de cambio de forma sólo estaría activo unas dos horas. Tendría que hacerlo todo dentro de ese tiempo.

El verdadero trabajo estaba a punto de empezar.