Cuando atravesó el portal, Halisstra se sintió transportada a través de una vasta y profunda distancia. En sólo una fracción de segundo, el portal la llevó de la nada gris, relativamente tranquila, hasta…
De repente se encontró en el aire, cayendo.
Antes de que pudiera activar el poder de levitación de su broche, golpeó el suelo y profirió un gruñido. Consiguió ponerse en pie y se encontró bajo un pálido sol, sobre un suelo inhóspito, en mitad de una pesadilla.
Estaba rodeada de arañas, que la invadían, la asaltaban. Arañas del tamaño de una mano que pasaban bajo sus pies, y monstruos horribles que doblaban su propia estatura. Las criaturas se masacraban unas a otras alrededor de Halisstra, cuyos oídos quedaron saturados de silbidos, chasquidos y quejidos; serosidades negras, marrones y rojas empapaban el suelo y salpicaban su rostro.
Halisstra estaba en medio de un océano de hijas enloquecidas de Lloth. Es muy probable que la Reina Araña hubiera provocado la caída de Halisstra en medio de aquel caos como castigo por su apostasía.
Ella afirmó sus pies en el suelo, blandió la Espada de la Medialuna y se hizo cargo de la situación. Se encontraba en medio de un paisaje rocoso, desolado y salpicado de pozos, a la sombra de una aguja de roca de extraña apariencia, un peñasco de piedra negra que parecía haber dado forma el propio viento. Los torbellinos del poder reactivado de Lloth salpicaban el nuboso cielo. Ella había salido despedida de uno y daba gracias a la diosa por no haber caído desde mayor altura. Una hilera de almas discurría a través del cielo, y todas flotaban en dirección a una cadena de montañas lejana, arrastradas hasta allí por el imán del poder de Lloth.
Un estremecedor lamento sonó en sus oídos, era el sonido de las telas de las arañas, que silbaban en el huracanado viento, como una especie de intento de imitar el sonido de la espada cantora de Seyll. En él, ella escuchaba el eco de la palabra que había oído en el Astral, la palabra que le provocaba un escalofrío: Yor’thae.
No tenía tiempo para reflexionar sobre ello. Las arañas se habían dado cuenta de su presencia. A su alrededor se agitó un mar de enloquecidos colmillos, pinzas, patas y cuerpos peludos. Los arácnidos corrían por las rocas, unos por encima de otros, por encima de ella. Empezó a lanzar estocadas y a cortar cuerpos a diestro y siniestro, pero eran demasiadas. Mordían y cercenaban indiscriminadamente, matando y devorando a todo el que se interpusiera en su camino. Los cuerpos de las arañas caían sobre ella; sus colmillos trataban de morderla a través de la cota de malla; las garras la embistieron y la golpearon hasta hacerla caer de rodillas.
Ella se negó a morir de rodillas.
—¡Por la diosa! —gritó y empezó a trazar amplios arcos defensivos con la Espada de la Medialuna.
Como si respondieran a su invocación, Feliane y Uluyara aparecieron a través de un portal que se materializó a unos veinte pasos a su derecha y a unos cinco pasos por encima de ella. Cayeron al suelo y sólo las vio por un instante —ambas tenían una expresión de sorpresa y horror en los rostros—, antes de que acabaran enterradas bajo una masa de furiosas y saltarinas arañas.
Arrodillada como estaba, Halisstra seguía moviendo a ciegas su espada a diestro y siniestro, cercenando cuerpos de araña. La serosidad derramada impregnaba su cara y sus manos. Los silbidos y los chasquidos saturaban sus oídos y los chillidos de dolor.
Se esforzó por ponerse de pie. Ensartó una enorme araña azul en la punta de su espada. Resbaló en sus viscosos fluidos y casi volvió a caer.
Un enorme arácnido negro y peludo saltó sobre su espalda y le clavó los colmillos en el brazo, pero su cota de malla resistió. Se desprendió de la araña y la golpeó en el tórax al tiempo que otra enorme araña se plantaba ante ella, se inclinaba hacia adelante y le mordía las piernas. Halisstra dio un paso atrás y la partió en dos con la Espada de la Medialuna. Se sintió como si estuviera hundida hasta la cintura en esa marea de criaturas; a cada paso que daba, aplastaba a una docena de pequeñas arañas. No veía la salida a aquella situación, ninguna posibilidad de librarse de los arácnidos. Moriría a dentelladas y su cuerpo acabaría siendo una cáscara disecada que arrastraría el lastimero viento.
—¡Por la diosa! —volvió a gritar, dando mandobles con la Espada de la Medialuna.
El acero mágico provocaba la muerte donde golpeaba, seccionando fácilmente la carne de las arañas, pero había miles. Eilistraee no tenía ningún poder sobre esas criaturas, y en su desesperación Halisstra estuvo a punto de caer en el antiguo hábito de canalizar el poder de Lloth para controlar a las arañas. Sería tan sencillo como ordenarles que se retirasen…
Sonó el cuerno de Uluyara y Halisstra se aferró al sonido con la desesperación de un náufrago. Recordó la primera vez que había oído su sonora llamada, en el Mundo Superior bajo la luz plateada de la luna. Se concentró y con gran esfuerzo resistió la atracción de Lloth.
Si quería vivir tenía que salvarse con las armas que Eilistraee, y sólo Eilistraee, había puesto en sus manos.
Empuñando la Espada de la Medialuna con ambas manos, Halisstra empezó a dar tajos a su alrededor con la desesperación nacida de su situación, cercenando a mansalva patas y cuerpos de araña. El tamaño reducido de su escudo le dificultaba la maniobra de empuñar con las dos manos la espada, pero se las arregló. Necesitaba aquella fuerza duplicada para que los tajos fueran más eficaces.
Los colmillos se le clavaron en el brazo, en la pierna y perforaron su cota de malla llegando hasta su carne. La agonía se apoderó de su cuerpo, y el tibio veneno empezó a correr por sus venas. Cogió a la peluda araña que se aferraba a su antebrazo y la apretó hasta reventarla. Hundió la espada en otra, dio un par de mandobles a su derecha y le cercenó la mandíbula a otra. Le pareció extraño que matar a esas criaturas de Lloth no le causase la misma alegría que había sentido en el bosque del Mundo Superior, cuando había matado a la araña en fase en nombre de Eilistraee.
En lugar de eso, se sentía fuera de lugar, sucia, culpable.
—Lo siento —murmuró mientras mataba, aunque no estaba segura de lo que quería decir. Simplemente esas palabras le parecieron adecuadas. La sangre de araña le había salpicado las manos, la ropa, la cara—. Lo siento.
A pesar de sus palabras, se abrió camino entre la agitada masa de cuerpos, patas, mandíbulas y serosidad hacia el lugar donde había visto por última vez a las otras sacerdotisas. Sintió un gran alivio al ver que Feliane y Uluyara se encontraban enteras y habían recuperado sus espadas. Avanzaban con agilidad entre el caos, repartiendo mandobles y estocadas. Daba la impresión de que estaban bailando: saltaban, giraban, hacían piruetas y volteretas, sirviendo a la Señora de la Danza incluso mientras mataban. Ambas presentaban cortes y picaduras, y Feliane tenía una punzada oscura en el brazo desnudo. A pesar de todo, a Halisstra le parecieron hermosas. Sus espadas silbaban atravesando el aire, como respuesta y reto a aquel extraño exceso. Halisstra cruzó su mirada con la de Feliane mientras ambas se abrían paso pela interminable marea de arañas.
—¡Halisstra! —llamó Feliane. Su cara redonda estaba salpicada de sangre y sustancia serosa.
Uluyara cruzó un momento su mirada con la de Halisstra.
—¡Aquí! —respondió Halisstra.
Sin detenerse, abrió el abdomen de una araña y luego el de otra y el de otra más. Estaba a quince pasos de sus hermanas.
De la vorágine de cuerpos surgió un arácnido espada de color marrón. Halisstra sintió que el tiempo se ralentizaba.
La criatura, como del tamaño de un lagarto de carga, tenía ocho brazos terminados en garras que parecían estoques. Y mataban tan eficazmente como éstos. Halisstra se quedó sin respiración al ver que la criatura llegaba al punto culminante de su salto. Había visto espadas arácnidos en el ruedo de los sótanos de la casa Melarn que acababan con guerreros caídos en desgracia con una eficiencia sangrienta y brutal.
Mientras la criatura se precipitaba hacia Feliane, dispuso sus garras como espadas y apuntó a la esbelta sacerdotisa elfa.
—¡Arriba! —gritó Halisstra, aunque no estaba segura de que Feliane la hubiera oído—. ¡Feliane!
Una araña enorme apareció delante de Halisstra, que le cercenó dos patas con la Espada de la Medialuna.
La sombra que proyectó en su salto el arácnido espada debía de haber tapado la luz roja del sol. Feliane miró hacia arriba, la vio y se apartó a un lado, tratando de levantar su acero a modo de defensa. Falló por una milésima de segundo y la araña cayó sobre ella, desviando su espada y haciéndola caer de espaldas sobre el suelo. Sus patas atravesaron su armadura a la altura del hombro y se hundieron en la carne. La sacerdotisa dio un grito de dolor y de la herida brotó un chorro de sangre. Se le cayó la espada de la mano, perdiéndose en medio del revoltijo de arañas.
El arácnido espada se montó a horcajadas sobre su exigua figura aprisionándola. Feliane se debatía debajo y lanzaba puñetazos con su brazo sano y patadas a diestro y siniestro, pero la pérdida de sangre ya empezaba a debilitarla. Los golpes hacían crujir el cuerpo enorme y quitinoso de la araña, pero al parecer lo único que conseguían era que el arácnido emitiera un silbido de furia.
Un grupo de tarántulas gigantes apartaron a Uluyara de Feliane, y Halisstra perdió de vista a la suma sacerdotisa.
Halisstra volvió a gritar y se fue abriendo camino hacia sus hermanas, repartiendo inclementes mandobles a todo lo que se le pusiera por delante. A su paso iba dejando un rastro de patas y pinzas cortadas. Catorce pasos, doce, diez. A cada paso se cobraba una muerte. Estaba cubierta, empapada de fluido seroso. Pequeños arácnidos pululaban por su piel desnuda y por su pelo. Mordía a los que se le acercaban a la boca y escupía los trozos al suelo.
Sabía que no iba a llegar a tiempo para auxiliar a Feliane.
Con las espadas de sus garras brillantes por la roja sangre de la sacerdotisa elfa, el arácnido sujetó a la moribunda Feliane con tres de sus patas y alzó las delanteras, dispuesto a descargarlas sobre el pecho de Feliane para desgarrarlo y destrozarle el corazón.
Uluyara se materializó en medio de aquella hecatombe a la derecha del arácnido espada, blandiendo su acero. La suma sacerdotisa atacó, invocando a la Doncella Oscura, y describió con la espada una doble estocada para abrir el abdomen del arácnido de la cabeza hasta las glándulas hiladoras; pero la araña la vio venir y, desplazándose levemente por encima de la maltrecha Feliane, paró el ataque de Uluyara con una de sus garras al tiempo que la atacaba con otra. El golpe alcanzó a Uluyara en todo el pecho haciendo saltar algunos eslabones de su cota de malla y empujándola hacia atrás. Uluyara se tambaleó, tropezó con la carcasa de una gran araña que tenía a sus espaldas y quedó inmediatamente cubierta de arácnidos más pequeños.
El arácnido espada volvió su atención a Feliane. La criatura volvió a alzar sus patas delanteras y a atravesar con ellas el pecho de Feliane. Rompió la cota de malla, aplastó los huesos y penetró en los órganos. Feliane arqueó la espalda y la sangre formó un charco a su alrededor.
—¡Feliane! —gritó Halisstra mientras eliminaba una araña tras otra.
Estaba a cinco pasos de la elfa. Demasiado lejos.
Los ojos de la sacerdotisa seguían abiertos, pero estaban vidriosos. La sangre le salía del pecho a borbotones y se deslizaba en un hilillo por una de las comisuras de sus labios. El arácnido espada mostró unos colmillos largos como cuchillos y los hundió en la carne de Feliane, cuya cabeza cayó hacia un lado. La araña hizo intención de levantarla para llevársela a su guarida.
Halisstra no tenía tiempo para pensar, de modo que hizo lo único que podía. Apartó las arañas que la rodeaban con un torbellino de furiosas estocadas, alzó la Espada de la Medialuna con ambas manos por encima de su cabeza, maniobra nada fácil ya que tenía el escudo colgando de uno de los brazos, y la descargó con todas sus fuerzas sobre el arácnido espada.
La espada describió un arco perfecto y su hoja se clavó hasta la mitad en el tórax del enorme ejemplar. La criatura lanzó un silbido de agonía y todo su cuerpo fue presa de espasmos. Retiró los colmillos y las garras ensangrentados del cuerpo de la sacerdotisa elfa y se volvió hacia Halisstra. La Espada de la Medialuna salió de su carne triunfalmente. Otro espasmo sacudió a la criatura, otro silbido escapó de su boca flanqueada por los colmillos y cayó muerta encima de Feliane.
Feliane no se movía.
Utilizando el escudo como arma, Halisstra golpeó en la cabeza a otra araña que se lanzaba sobre ella. Sacó la espada cantora de Seyll de la vaina que llevaba a la espalda. Mientras la empuñadura aflautada silbaba una melodía que era contrapunto del fantasmagórico sonido del viento, abatió a una araña, luego a otra, y acudió presurosa al lado de Feliane.
Se puso de rodillas y suspiró aliviada al ver que Feliane estaba inconsciente pero viva… apenas viva. Halisstra no podía permitirse un examen más a fondo. Giró sobre sí y derribó a un trío de viudas gigantescas, abriendo una profunda herida a una de ellas. A continuación se volvió y, agachándose, quitó la carcasa del arácnido espada de encima de la elfa.
En una tregua que le permitieron las arañas, Halisstra dio la vuelta a la espada de Seyll y aplicó los labios a la empuñadura mientras colocaba una mano sobre el pecho herido de Feliane, sin perder de vista a las arañas que tenía a su alrededor. Tocó una única nota apaciguadora. El sonido actuó como aglutinador de su magia curativa de bae’qeshel.
Las heridas del pecho de Feliane se cerraron transformándose en unos puntos rosados y ésta empezó a respirar con menos dificultad, aunque no recuperó la conciencia. Halisstra no podía arriesgarse a hacer otro conjuro entre la multitud de arañas que la rodeaban. Cogió la empuñadura con las dos manos. De repente tres arañas tan grandes como ratas aterrizaron en su espalda. Sus colmillos no podían atravesar la cota de mallas de la sacerdotisa, y ésta las cogió y atravesó una por una con su acero.
Y entonces buscó entre la vorágine a Uluyara.
La suma sacerdotisa luchaba allí cerca contra una araña roja y negra, tan grande como un rote. Ya le había cortado dos patas.
—¡Uluyara! —gritó Halisstra—. ¡Aquí!
Uluyara se la quedó mirando y asintió, descargó un golpe a la araña, retrocedió un paso, se volvió y corrió hacia Halisstra. La criatura salió tras ella con sorprendente velocidad.
Halisstra volvió a llevarse la empuñadura a los labios y tocó una serie a notas disonantes. El bae’qeshel proyectó una onda sonora por encima de la cabeza de Uluyara y sacudió a la araña con su discordancia. El poder del conjuro derribó al enorme arácnido, perforó su exoesqueleto y una multitud de pequeñas arañas se lanzó sobre ella para comérsela.
Uluyara se fue abriendo camino con su danza sinuosa entre las arañas y llegó hasta Halisstra. Miró a Feliane con preocupación.
—¡Esta viva —dijo Halisstra, respirando con fatiga—, pero tenemos que sacarla de aquí ahora mismo!
Uluyara sonrió decidida, y puso una mano sobre el hombro de Halisstra.
—Dame tu protección durante un momento —dijo.
Halisstra asintió, y mientras la suma sacerdotisa elevaba una plegaria junto a ella, Halisstra utilizó la espada cantora de Seyll y el escudo para mutilar y aplastar a todas las arañas que se acercaban.
La violencia de la carnicería le producía náuseas. Había restos de arañas por doquier y la sangre teñía el suelo de oscuro.
Cuando Uluyara acabó su plegaria a la Señora, un círculo de espadas de plata se concretó en torno a ellas. Miles de espadas mágicas, todas girando y silbando, formaron un círculo de diez palmos de altura. Dos arañas que quedaron atrapadas en el muro mientras tomaba forma quedaron reducidas a cintas sanguinolentas.
—Los conjuros de la Señora nos prestan buenos servicios incluso en la Red de Pozos Demoníacos —dijo Uluyara con gran dureza en la voz y en la mirada.
Halisstra asintió, aunque sólo en ese momento se dio cuenta de que durante el combate no se le había ocurrido en ningún momento formular uno de los conjuros que Eilistraee le había concedido. Se preguntó por qué, pero temía demasiado a la respuesta para meditar sobre la cuestión.
Unas dos docenas de arañas habían quedado dentro del círculo de espadas de Uluyara. Halisstra conocía un conjuro capaz de acabar con ellas, pero algo en su interior se resistía a hacerlo.
—Deberíamos irnos —dijo.
—Primero nos ocuparemos de éstas —respondió Uluyara dando un paso al frente—. Eilistraee las ha puesto en nuestras manos, debemos acabar con ellas.
Uluyara blandió la espada, pero Halisstra le sujetó el brazo y frenó su avance. Echó una mirada a las peludas arañas que la rodeaban.
—Yo me encargo —dijo.
Uluyara vaciló, pero finalmente asintió.
—Tú eres la portadora de la Espada de la Medialuna —dijo.
Con un supremo esfuerzo, Halisstra venció su renuencia, colocó las yemas de los dedos sobre el símbolo de Eilistraee que llevaba en el pecho y oró. Sobrevino un momento terrible en el que las palabras se negaban a salir, pero finalmente las recordó y su voz adoptó un tono más firme. Cuando acabó el encantamiento, brotó de ella una ola de poder invisible. Golpeó a todas las arañas y las empujó hacia la pared de espadas. Todas ellas desaparecieron en una masa informe de patas y restos despedazados.
Halisstra sintió asco y deleite al mismo tiempo.
Al volverse se encontró conque Uluyara la miraba con la cabeza ladeada. Daba la impresión de que la suma sacerdotisa quería decir algo pero se limitó a hacer un gesto de aprobación y a arrodillarse junto a Feliane. Cogió la cabeza de la elfa entre sus manos y susurró unas palabras curativas. Al cabo de un momento, las leves heridas que todavía tenía Feliane desaparecieron por completo, su rostro recuperó el color y con un parpadeo abrió finalmente los ojos. Uluyara la ayudó a ponerse de pie y a mantenerse erguida.
—La Señora vela por sus fieles —le dijo Uluyara a la elfa, y Feliane asintió.
La menuda sacerdotisa-guerrera elfa se quedó contemplando la carcasa del arácnido espada. Con la mirada dio las gracias a Halisstra.
Halisstra le respondió con una media sonrisa ausente, pues sus ojos miraban más allá, al otro lado de la empalizada de espadas. Allí la matanza continuaba. Las arañas picaban, clavaban sus garras, se destrozaban y devoraban las unas a las otras en una orgía de violencia. De vez en cuando alguna era impulsada por el combate hacia la pared de espadas de Uluyara, donde se desvanecía en un grumo sanguinolento.
Aunque le desagradaba admitirlo, Halisstra encontraba que había cierta lógica en aquella carnicería. Las fuertes devoraban a las débiles y se hacían todavía más fuertes.
Sabía que estaba observando el núcleo de la doctrina de Lloth, una metáfora perfecta del credo de la Reina Araña.
—Esto tiene que terminar algún día —dijo—. Deberíamos escondernos hasta entonces.
—¿Adónde iremos? —preguntó Feliane recogiendo su espada del suelo.
—Allí —respondió Halisstra señalando con la cabeza la aguja de piedra. Pocas arañas hollaban sus alturas extrañamente angulosas. Podrían permanecer allí a salvo hasta que aquella locura llegara a su maldito final—. Iremos volando.
Al notar que en la mirada de Uluyara y de Feliane había asentimiento, volvió a tocar el medallón que llevaba en el peto de su cota de malla y elevó una palabra a Eilistraee.
—Halisstra —la interrumpió Uluyara en voz baja y con cierta urgencia—. La Espada de la Medialuna…
Las palabras de la plegaria se desvanecieron en sus labios y sintió que las mejillas se le encendían. Había dejado la espada de Eilistraee en la carcasa del arácnido espada.
La había olvidado.
—Por supuesto —dijo, en un intento poco convincente de cubrir su negligencia.
Sin mirar a los ojos de las otras dos, guardó la espada cantora de Seyll en la vaina que llevaba a la espalda, se dirigió hacia el arácnido muerto y recuperó la Espada de la Medialuna. La limpió sobre el cadáver de la araña antes de volver a ponerla en la vaina de su cinto.
Al volverse, advirtió la duda en los ojos de Uluyara y la sorpresa en los de Feliane. Optó por no hacer caso.
—Estás herida —dijo Uluyara y señaló las heridas de las piernas y los brazos de Halisstra.
También se había olvidado de eso. Estaba segura de que las arañas debían haberle inoculado el veneno. El anillo mágico que llevaba le permitía sentirlo, pero no sentía efectos nocivos. No quería plantearse a qué podía deberse eso.
—No es nada —dijo, y volvió a iniciar su conjuro.
Cuando lo completó, su cuerpo y su indumentaria, al igual que los de las otras sacerdotisas, se metamorfosearon en un vapor gris e insustancial. Todavía podía ver, aunque su campo visual parecía ampliarse, contraerse y cabecear. En cierto modo todavía sentía el cuerpo, o menos un cuerpo, aunque lo sentía delgado, estirado, no muy diferente de su alma.
Las ráfagas de viento tiraban de ella, pero resistiéndose a su impulso consiguió elevarse en el aire. Feliane y Uluyara, ambas con el aspecto de nubes de vapor vagamente humanoides, la siguieron.
Despojada de su envoltura carnal al menos durante unos momentos, Halisstra se sintió liberada de dudas, de su lucha interior. Se sintió inconsútil, tan ligera como una de las almas de Lloth que surcaban el cielo en las alturas. Le hubiera gustado sentirse así para siempre.
Volando ya cerca del afloramiento rocoso, buscó un lugar propicio para esperar a que terminara la matanza. Vio complacida que no había telarañas en la aguja, aunque en muchos otros picos rocosos sí las había, y tuvo la impresión de que el viento racheado impedía que las arañas llegaran a aquellas alturas.
La cima de la aguja daba la impresión de haber sido cortada por una espada afilada y formaba una pequeña meseta redondeada, de unos veinte pasos de diámetro. El viento las azotaría allí sin piedad, pero estarían a salvo de la violencia de abajo.
Halisstra se posó en la meseta, esperó a que Feliane y Uluyara se unieran a ella y disipó la magia. Las tres sacerdotisas recuperaron su forma normal al mismo tiempo. La duda volvió a apoderarse de Halisstra y el viento racheado a punto estuvo de hacerle perder pie.
—Necesitaremos un refugio —dijo hablando alto para imponerse al viento.
Incluso allí sentía la llamada de las telarañas gemebundas.
Yor’thae, musitaban.
A lo lejos podía ver nubes amenazadoras que se formaban sobre una cadena montañosa distante y avanzaban rápidamente hacia ellas. Se avecinaba una tormenta.
—Hagamos un círculo —dijo Uluyara, buscando los brazos de Halisstra y de Feliane.
Envuelta en el abrazo de las sacerdotisas, Halisstra tuvo una sensación de hermanamiento que la tranquilizó, al menos por el momento.
—Juntas formaremos un santuario —dijo Uluyara haciéndose oír a pesar del viento—. Un lugar seguro en medio de aquella obscenidad.
Feliane y Halisstra asintieron, aunque Halisstra no entendió exactamente lo que había querido decir.
Uluyara retrocedió, apartándose del círculo, sacó su medallón de plata de debajo de su cota de malla y pronunció una plegaria a Eilistraee. El viento se llevó sus palabras, pero cuando hubo terminado, volvió a coger las manos de las dos con ellas señalaron el suelo de piedra. Al cabo de unos instantes Uluyara soltó las manos de sus compañeras.
La piedra respondió a su gesto. Su magia tornó maleable la roca y ella la moldeó como si se tratara de arcilla. Moviéndose con precisión usó el conjuro para elevar dos paredes. Ambas se unieron formando un ángulo recto y las protegieron del viento. La suma sacerdotisa dio un paso adelante y perfeccionó la forma lo mejor que pudo con las palmas de las manos.
—Ahora tú —le dijo a Feliane.
La elfa sonrió, asintió y repitió el conjuro de Uluyara. Levantó un tercer y un cuarto muros dejando una estrecha arcada en el centro de uno de ellos para que hiciera las veces de puerta.
—Y tú —le dijo a continuación a Halisstra.
Halisstra pronunció la plegaria que permitía moldear la piedra a voluntad. Cuado terminó sintió las manos pesadas, como si estuvieran unidas a la tierra. Las movió con suavidad, como si fuera una alfarera, y adelgazó las paredes, eliminando el exceso hasta dejar un techo perfectamente liso. Tenían un refugio.
Sintió placer al trabajar en estrecha colaboración con sus hermanas sacerdotisas. Estaban creando. Cuando las sacerdotisas de Lloth trabajaban juntas, era para destruir, aunque Halisstra sabía que a veces, sólo a veces, la destrucción también producía placer.
Cuando acabaron su obra, ella y las otras dos sacerdotisas compartieron una sonrisa. El viento les revolvió el pelo formando halos alrededor de sus cabezas.
Inspirada, Halisstra desenvainó la Espada de la Medialuna y con la punta grabó el símbolo de Eilistraee en la piedra todavía maleable por encima de la abertura de la puerta.
—¡Un templo a la Señora en el corazón de los dominios de Lloth! —gritó Uluyara con voz desafiante, imponiéndose al aullido del viento—. Bien hecho, Halisstra Melarn.
Halisstra advirtió que la duda que previamente había nublado la expresión de sus hermanas había desaparecido. Por obra de sus miradas de aceptación, la duda de su propia alma se encogió hasta que fue apenas algo más que una diminuta semilla en el centro de su ser, apenas perceptible.
En ese preciso instante, Halisstra sintió que una punzada de dolor le recorría la pierna. Se le nubló la vista, hizo una mueca y habría caído de no haber tropezado con el templo de Eilistraee.
El veneno de araña.
Uluyara y Feliane la rodearon, con expresión preocupada. Uluyara examinó las heridas de Halisstra y encontró las picaduras ennegrecidas de la pierna.
—Veneno —fue su conclusión.
—Permíteme —dijo Feliane cogiendo con las suyas las manos de Halisstra.
Feliane elevó un canto a la Diosa de la Danza sobreponiéndose al aullido del viento, y su canción fue eliminando el veneno de las venas de Halisstra.
Ésta sintió como si sus venas fueran purgadas de algo más y se lo agradeció a Feliane, que la abrazó.
Después de esto, las tres sacerdotisas de Eilistraee entraron en el templo que habían construido. Uluyara rápidamente recorrió el interior sosteniendo el medallón con el símbolo sagrado y entonando cánticos.
Cuando hubo acabado miró a sus dos compañeras y dijo.
—Ahora esto es un lugar sagrado, reclamado a Lloth en nombre de la Doncella Oscura. Al menos por un tiempo.
Halisstra no pudo evitar una sonrisa. El interior del templo realmente parecía diferente, más limpio, más puro. Dentro de sus ásperas paredes se sintió segura de sí por primera vez desde hacía días.
Las tres se dejaron caer al suelo, exhaustas, con la espalda contra la pared y las piernas estiradas. En los rostros de Uluyara y de Feliane se reflejaba el agotamiento, pero también el gozo. Habían llegado a la Red de Pozos Demoníacos y habían sobrevivido al ataque de una multitud de arañas.
Tras unos momentos de respiro, Uluyara las curó de todas sus heridas, arañazos y picaduras menores. Feliane hizo aparecer un guiso de verduras y agua pura en unos pequeños cuencos que llevaba en su petate.
—Deberíamos hacer guardia por turnos mientras esperamos —dijo Halisstra después de la comida—. Dudo de que las arañas se atrevan a trepar hasta aquí mientras haya viento, pero no podemos estar seguras. Cuando las cosas se tranquilicen allá abajo, podremos seguir adelante. Yo haré la primera guardia.
Uluyara asintió, se acomodó contra la pared y cerró los ojos. Dio un suspiro y no tardó en sumirse en la Ensoñación. Feliane no tardó en hacer otro tanto.
Halisstra se dio cuenta de que ambas eran guerreras avezadas, capaces de tomarse un descanso cuando y donde podían.
Halisstra se situó cerca de la puerta. Sacó la Espada de la Medialuna, la cruzó sobre sus piernas y se dispuso a vigilar.
El viento golpeaba contra el templo como si quisiera derribar aquel acto de osadía. En sus furiosos aullidos, Halisstra podía distinguir la llamada a las Elegidas de Lloth, pero sabía, o al menos creía saber, que va no era a ella a quien llamaba.
—Voy a ir a por ti —prometió en voz baja—. Pronto.
Como apenas eran algo más que un amasijo de patas, las chwidenchas avanzaban con alarmante velocidad. Pharaun se elevó en el aire al ver que se acercaban. En una mano sostenía todavía la bola de guano; con la otra extrajo un puñado de hongo desmenuzado de un bolsillo de su capa y gritó las palabras de un conjuro. Al pronunciar la última palabra del encantamiento arrojó el polvo hacia una de las chwidenchas.
Ésta lanzó un gemido de agonía al ser engullida por la magia, que la despojó de su carne y de su caparazón, y la dejó reducida a un montón informe de restos sanguinolentos.
El resto de las arañas ni siquiera aminoró la marcha.
Jeggred dio un salto hacia adelante e hizo frente a tres chwidenchas que avanzaban a gran velocidad. Alcanzó a la primera en pleno salto, la cogió en el aire con sus potentes brazos de combate y de un tirón le arrancó las patas mientras la criatura chillaba y lanzaba las garras que le quedaban contra la carne del draegloth, produciéndole sangrientas marcas. En unos instantes, el draegloth había destrozado la criatura, que quedó reducida a un montículo de pelo y carne.
Otras dos chwidenchas saltaron sobre Jeggred. Una aterrizó una sobre su espalda y otra en su costado. El peso de las criaturas lo derribó al suelo y los tres formaron una maraña de patas y garras. Jeggred todavía sujetaba un puñado de las patas de la primera chwidencha a la que había matado. Las garras de sus oponentes subían y bajaban como picos de minero, abriendo surcos en la carne del draegloth y en la tierra. Las bocas de poderosos colmillos trataban de penetrar en la piel de hierro de Jeggred. Este rugía y contraatacaba con sus propias garras. Y por el aire volaban trozos de chwidencha.
El resto de las arañas seguía avanzando e iban cercando a las sacerdotisas. Danifae apenas tuvo tiempo de guardar su símbolo sagrado y de liberar su estrella matutina antes de tener encima a las chwidenchas. Golpeó a una con la punzante arma, cercenándole algunas patas. Con un viraje esquivó la garra de otra y descargó su arma sobre la parte frontal de una tercera criatura, mas una cuarta dio un salto y cayó encima de ella. Trató de formular un conjuro, pero la criatura la ciñó con sus patas y trató de derribarla al suelo. Danifae describió un círculo y el peso de la araña a punto estuvo de hacerla caer. A todo esto no dejaba de entonar un cántico entre dientes. Por fin cayó y cinco chwidenchas se abalanzaron sobre ella y con sus garras empezaron a hurgar en su cota de malla y en su carne. Pharaun a duras penas conseguía ver a la sacerdotisa bajo la masa movediza de patas y garras.
El mago comprobó sorprendido que Danifae no dejaba de luchar, lo cual la honraba. Sacó una daga de la vaina que llevaba al cinto y empezó a luchar, dando puntapiés y apuñalando repetidamente la carne de las chwidenchas que la cubrían. Pharaun la dio por muerta y se olvidó de ella.
Abajo, a la derecha de Pharaun, el látigo de Quenthel restallaba en el aire. Las cinco serpientes, que habían duplicado su longitud habitual, hundieron sus colmillos en las patas de una chwidencha. Casi instantáneamente, las patas de la criatura se paralizaron y cayó muerta por efecto del veneno inoculado. Sin inmutarse, sus compañeras le pasaron por encima y rodearon a Quenthel.
Quenthel elevó una urgente plegaria a Lloth e instantáneamente aumentó su tamaño. Su carne empezó a irradiar un resplandor violeta al manifestarse el poder de Lloth. Usando su hebilla mágica como arma, y con la fuerza incrementada por el hechizo, golpeó a una criatura, cercenando un grupo de patas como sí fueran astillas. Tres garras de una chwidencha que estaba a su derecha la golpearon en rápida sucesión, haciéndola retroceder aunque sin causar aparentemente ningún daño grave. Su látigo volvió a restallar, obligando a recular a una de las criaturas. A otra la golpeó con la mano en que llevaba la hebilla. Le arrancó dos gruesas patas y la arrojó lejos.
Antes de que Pharaun pudiera lanzar un grito de advertencia, otras dos chwidenchas saltaron sobre Quenthel desde atrás. Ella soportó el peso mejor que Danifae y trató de quitárselas de la espalda, pero otras seis avanzaron a toda velocidad. Las garras golpearon sobre su armadura y abrieron surcos en su piel expuesta. Sus serpientes lanzaron un ataque pero erraron el golpe y la sacerdotisa cayó bajo un insidioso amasijo de patas y garras.
Pharaun oyó un grito de advertencia de Danifae. Se volvió en el aire… y vio una cortina de patas, garras, pelo basto y una boca enorme erizada de colmillos. Una chwidencha había dado un salto tan descomunal que había llegado hasta él. Lo golpeó con toda la fuerza en pleno pecho y lo envolvió con sus patas. El impacto lo hizo caer a pesar del poder de su anillo de vuelo. Impacto contra el suelo, enzarzado con la criatura y sin aliento. La chwidencha lo tenía atenazado con algunas de sus innumerables patas mientras lo mordía con sus colmillos rezumantes y lo atacaba con las garras que le quedaban libres como una posesa. Pharaun recibía golpes en los costados, en los brazos, en la cara y sentía que se hundía en la tierra.
Sólo el piwafwi mágico de Pharaun impedía que las garras lo destriparan, pero a pesar de todo sentía que la sangre le corría por el torso y los impactos que recibía en la cabeza amenazaban con dejarlo sin sentido.
Trató de protegerse de los golpes con las manos y los pies y de rodar hacia un lado para liberarse del peso de la chwidencha, pero ésta era demasiado pesada y estaba decidida a mantenerlo sujeto. Incapacitado como estaba para volar, invocó mentalmente el estoque de su anillo, y recordó demasiado tarde que lo había perdido en su enfrentamiento con Belshazu. Los colmillos de la chwidencha intentaban una y otra vez atravesar su blindaje mágico para hundirse en su carne.
Pharaun trataba de recuperar el resuello y la claridad de su mente.
La chwidencha levantó muy alto una de sus garras en un intento de clavársela en la cara. Pharaun trató de esquivarla haciéndose a un lado, no lo consiguió y la garra lo golpeó con fuerza suficiente como para romper una roca. Sus encantamientos de protección impidieron que su cara y su cráneo fueran aplastados por el impacto, pero éste le rompió la nariz e hizo que su cabeza chocara contra el suelo rocoso. Durante un instante terrorífico estuvo a punto de perder la conciencia, pero se aferró a ella con toda la fuerza de su voluntad.
Mareado y cada vez más furioso, se dio cuenta de que todavía tenía en la mano derecha la bola de guano de murciélago.
—Aquí tienes un regalo —musitó con la boca llena de sangre.
Pronunció las palabras de un conjuro capaz de convertir en cenizas a la chwidencha y a todo lo que la rodeaba. Tragó la sangre que le llegaba desde la nariz aplastada y empezó a pronunciar las palabras. Tendría que confiar en que la proverbial resistencia de los drows a la magia los protegiera a él y a sus compañeros; o eso, o tendría que confiar en que fueran más capaces que las chwidenchas de soportar el castigo.
Precisamente cuando estaba a punto de pronunciar las últimas sílabas del conjuro, los colmillos de la criatura perforaron su piwafwi y se le clavaron en el pecho. Un relámpago de dolor hizo que su cuerpo se sacudiera en un espasmo, pero Pharaun no perdió el hilo del conjuro. Se había formado en Sorcere y había formulado conjuros siendo aún aprendiz mientras sus maestros aplicaban velas encendidas sobre su piel desnuda. Una picadura de uno de aquellos desechos de Lloth no podría con su concentración férrea.
Acabó el conjuro cuando la chwidencha reculaba para volver a hundirle los colmillos. Rechinando los dientes, Pharaun cerró el puño en torno a la pequeña bola de guano y la introdujo en la boca abierta de la criatura que, por reflejo, se cerró sobre su mano.
Pharaun cerró los ojos mientras el universo explotaba produciendo una luz anaranjada y un calor abrasador. Sintió que parte de su pelo, la carne del brazo, el pecho y la cara se chamuscaban y no pudo contener un grito.
La fuerza de la explosión hizo estallar a la chwidencha que tema encima, reduciéndola a cenizas. Sonidos sibilantes, chillidos y gritos se entremezclaron con el retumbo de la explosión. Le llegó olor a carne chamuscada, la suya sin duda.
Todo se acabó en un instante agónico.
Abrió los ojos y se encontró contemplando el cielo oscuro. Por un momento tuvo la absurda sensación de que su conjuro había chamuscado las nubes, pero después se dio cuenta de que se estaba preparando una tormenta.
Pestañeando, mareado, se sacudió del cuerpo los trozos de carne de chwidencha quemada, y lentamente se sentó. Se enjugó la sangre oscura que le cubría la cara y la nariz y parpadeó para aclarar su vista borrosa. Su mano se había convertido en un trozo de carne quemado, ennegrecido. Todavía no le dolía, pero no tardaría en hacerlo.
Miró en derredor y vio que la bola de fuego había producido una esfera perfecta de devastación. Una extensión circular de roca ennegrecida y parcialmente fundida marcaba sus fronteras. No había quemado el cielo, pero sí la tierra. Sintió un orgullo muy profesional al ver el daño que había ocasionado.
Dentro del círculo, Jeggred estaba apoyado en las rodillas y en sus cuatro manos, respirando agitadamente y pestañeando. Sujetaba el cadáver de una chwidencha destrozada bajo sus garras y de su boca sobresalían patas cercenadas. Sangrando, pero sólo levemente quemado, el draegloth miró a Pharaun con frialdad mientras escupía las patas y se ponía de pie.
—Te hará falta algo más que fuego, mago —dijo el draegloth con voz ronca.
Pharaun vio sorprendido que también habían sobrevivido Quenthel y Danifae. Estaban chamuscadas y las dos presentaban cortes y quemaduras menores, pero estaban vivas. Quenthel se puso de pie en un extremo. Sus serpientes, cubiertas de cenizas, miraban furiosas a Pharaun. El mago torció el gesto y deseó haber acabado con ellas.
Danifae estaba en el extremo opuesto del círculo, apoyada en su estrella matutina.
En el campo de batalla aparecían diseminadas las carcasas de unas veinte chwidenchas, chamuscadas, humeantes y despidiendo un olor nauseabundo.
—¿Qué demonios has hecho? —inquirió Danifae y empezó a toser. Su cara, enrojecida por la bola de fuego, estaba surcada de arañazos.
«Salvaros el pellejo, desgraciadamente», pensó Pharaun aunque no fue eso lo que dijo.
—Un conjuro que ha salido mal, señora Danifae —respondió.
—¿Mal? —preguntó Quenthel que había perdido casi todo el pelo pero por lo demás parecía haber superado muy bien el efecto de la bola de fuego—. La verdad —dijo tosiendo—, si tu conjuro salió mal, mago, no es tuyo el mérito de haber puesto fin al combate.
Pharaun torció el gesto a pesar de su nariz partida e hizo la reverencia que le permitía su cuerpo maltrecho. La herida del pecho le producía un dolor punzante y la mano le ardía.
—La próxima vez, varón —dijo Danifae mirándolo con furia—, será mejor que avises antes de que otro de tus conjuros… salga mal.
Pharaun lanzó una risa burlona e inmediatamente se arrepintió porque la sangre volvió a brotarle de la nariz y sintió un dolor horrible en toda la cara.
Al ver eso, quien se rió fue Jeggred.
—Y tú podrías haberme advertido un poco antes —dijo Pharaun a Danifae sobreponiéndose al dolor— de que…
Un ruido lejano llamó la atención de Pharaun, que desvió la mirada.
Todos miraron al mismo sitio.
El Hostigamiento continuaba en torno a ellos, pero no era eso lo que lo preocupaba.
Aproximadamente una veintena de chwidenchas salió humeando de las rocas que quedaban fuera de la onda expansiva. Todas tenían las patas retorcidas y la carne y el pelo quemados, pero habían sobrevivido. Silbaban, levantaban las garras delanteras y avanzaban.
—Es posible que el combate no haya terminado —comentó Pharaun y sintió cierta satisfacción al ver la mirada torva de Quenthel.
La sacerdotisa hizo restallar su látigo y las serpientes miraron retadoras a las chwidenchas. El draegloth echó atrás la cabeza y lanzó un rugido que removió las piedras.
Y entonces habló Pharaun:
—Pero también es posible que sí haya terminado —ya había tenido bastantes chwidenchas por ese día—. Acercaos —les dijo mirando directamente a Danifae—. Ahora ya lo sabes.
Sus compañeros se miraron y rápidamente se reunieron alrededor del mago mientras las chwidenchas iban avanzando lentamente. Pharaun cogió una pizca de polvo de fósforo que llevaba en el bolsillo de su piwafwi, la arrojó al aire y pronunció las palabras de un conjuro. Cuando acabó, una cortina semiopaca de fuego verde tomó cuerpo formando un cerco de llamas de veinte palmos de altura entre ellos y las chwidenchas. Las llamas danzaban alegremente, proyectando sobre todos ellos una enfermiza luz verdosa.
—Eso las mantendrá a raya por un rato —dijo.
Sus compañeros no le dieron las gracias, pero sintió cierta satisfacción cuando incluso las serpientes del látigo se relajaron, aliviadas.
No teniendo nada más que hacer por el momento, Pharaun se disculpó ante todos antes de oprimirse una fosa nasal con el dedo y expulsar un tapón de sangre y mucosidad, maniobra que repitió en el otro lado.
La operación le produjo cierta molestia. Era algo propio de Jeggred, pero él no tenía más remedio ya que apenas podía respirar. Pharaun sacudió la cabeza para despejarse un poco y sacó un pañuelo de un bolsillo interior con el que se limpió la cara lo mejor que pudo. La blanca seda se tiñó de negro por las cenizas y de rojo por la sangre.
A través del cerco de llamas, Pharaun veía a las chwidenchas describiendo círculos alrededor de ellos, observándolo entre el fuego. Más allá de las chwidenchas todavía era capaz de entrever la violencia del Hostigamiento.
—¿Cuánto falta, mago? —preguntó Quenthel.
—Todavía un poco, por desgracia —respondió—. Tal vez un cuarto de hora. ¿Cuánto dura este Hostigamiento?
Quenthel sujetó su látigo a la cintura y meneó la cabeza. Pharaun no supo si eso significaba que no lo sabía o simplemente que no quería contestar.
—Dura todo lo que quiere Lloth —intervino Danifae, enfundando su propia arma. Se pasó los dedos por los arañazos de la cara, comprobando lo profundos que eran.
—Eso no es de gran ayuda, señora Danifae —dijo Pharaun—. Y qué oportuno que su voluntad quisiera que ocurriese justo después de nuestra llegada.
—Ándate con cuidado, mago —le advirtió Quenthel.
—Eso —dijo Danifae mirándolo fijamente.
Pharaun se sintió tentado de preguntar por qué las chwidenchas no habían respondido a las órdenes de Quenthel ni de Danifae, pero una mirada al látigo de Quenthel bastó para que se lo pensara mejor.
—Pienso que no es aconsejable —dijo en cambio— viajar por tierra mientras esto continúe. Las chwidenchas pueden ser la menor de nuestras preocupaciones. Da la impresión de que la Reina Araña ha decidido que el Hostigamiento forme parte de su prueba.
Las sacerdotisas no dijeron nada. Se limitaron a mirar a través de la cortina de fuego con expresión distante e inescrutable. Tal vez también ellas se preguntaban por qué las criaturas no habían respondido a su poder.
—Deberíamos buscar refugio durante un rato —dijo por fin Danifae— y dejar que el Hostigamiento siga su curso. Después podremos volver a viajar por tierra.
Jeggred miró con gesto torvo a las chwidenchas.
—El mago ha dicho que la cortina de fuego sólo duraría un cuarto de hora. ¿Qué refugio podremos encontrar en tan poco tiempo?
—Las cuevas —dijo Pharaun.
Todos ellos miraron primero a Pharaun y después al suelo, a los agujeros que los rodeaban.
—¿Por qué no en la cima de una de esas colinas pedregosas? —preguntó Danifae señalando una de los innumerables cerros de piedra que salpicaban el plano—. No creo que muchas arañas sean capaces de escalarlas o tengan voluntad de hacerlo.
—Mira al cielo, señora Danifae —respondió Pharaun. El sol ya no se veía tras la cortina de las oscuras nubes de tormenta—. Creo que estaremos más seguros y más cómodos bajo tierra.
Además, Pharaun ya había tropezado con un horror en una cima y no le apetecía nada tropezar con otro.
—Las cuevas —dijo Quenthel asintiendo con la cabeza.
—Sí, señora —bisbiseó una de las cabezas femeninas del látigo—, las cuevas serán más seguras.
—Silencio, Zinda —la reconvino Quenthel en voz baja.
—¿Más seguras? —dijo Jeggred con tono descreído—. Sólo cobardes se preocupan por la seguridad: las sacerdotisas sin agallas los magos endebles —dijo mirando a Quenthel y a Pharaun.
Pharaun se tomó un momento para disfrutar de la mirada de consternación de Jeggred antes de hablar.
—Entonces, tal vez no, pero en cualquier caso parece ser que tú preferirías permanecer en la superficie hasta nuestro regreso. Creo que es una idea excelente. Gracias, Jeggred, tu valentía se convertirá en tema de muchas canciones.
Le hizo al draegloth una reverencia burlona que Jeggred retribuyó con una mueca desdeñosa que le mostró sus colmillos.
Pharaun hizo como si no lo viera, ya que el hecho de pensar que un necio es siempre un necio sólo le produjo una magra satisfacción, y echó una ojeada a la boca abierta del agujero.
—Puedo sellar la boca de la cueva con un conjuro una vez que hayamos entrado —dijo volviéndose hacia Quenthel—, y allí podremos esperar todo el tiempo necesario. Cuando pase la tormenta y cese la violencia podemos salir y proseguir el viaje.
Quenthel asintió.
—Una idea excelente, maestro Mizzrym —dijo.
Jeggred resopló y los miró despreciativamente. Quenthel lo miró con unos ojos que podrían haber congelado al propio fuego. Las cabezas de serpiente de su látigo se levantaron y lanzaron al draegloth sus propias miradas.
—¿Sobrino? —dijo la sacerdotisa haciendo que la palabra sonara como un insulto—. ¿Deseas agregar algo tal vez?
Jeggred abrió la boca, pero la mano de Danifae sobre su brazo le impidió pronunciar las palabras que tenía preparadas, fueran cuales fuesen.
Danifae esbozó una de sus seductoras sonrisas y miró a Pharaun.
—El maestro Mizzrym ha ofrecido un sabio consejo —dijo, como si se dirigiera a Jeggred, aunque sus palabras realmente estaban destinadas a Quenthel—, y la señora Quenthel hace bien en seguirlo. —Dejó que eso produjera su efecto antes de ladear su preciosa cabeza mientras fruncía el entrecejo—. Sin embargo, jamás había visto que un varón demostrara tener tal poder de persuasión sobre una sacerdotisa de Lloth.
Pharaun estuvo a punto de romper a reír ante la transparencia de sus intenciones. Danifae esperaba debilitar la relación entre Pharaun y Quenthel dando a entender que la suma sacerdotisa confiaba demasiado en Pharaun.
—No se trata de persuasión —respondió el mago—. Pero tal vez si ella no fuera la única sacerdotisa de este pequeño grupo que ha demostrado tener sentido común, no tendría que apoyarse en las insignificantes sugerencias de un simple varón.
Jeggred le lanzó rayos con los ojos y volvió a mostrarle los colmillos. Pharaun le sostuvo la mirada.
Danifae aparentó no haber oído lo que había dicho Pharaun. Sólo tenía ojos para Quenthel.
La sacerdotisa Baenre miró a Danifae, sonrió falsamente y dijo:
—Hay varones que sirven a un propósito, prisionera de guerra —dijo, e hizo una pausa para que sus palabras surtieran efecto—. Por supuesto, se debe ser muy cuidadosa al elegir qué varones pueden ser más útiles en cada momento. —A continuación fijó los ojos con desprecio sobre Jeggred—. Una sacerdotisa con mal ojo para elegir a sus sirvientes puede acabar muerta. Tal vez tu draegloth tenga algún sabio consejo para la situación actual.
—¿Consejo? —dijo Jeggred con desdén—. Aquí tienes mi consejo, te puedes…
—Jeggred —lo interrumpió Danifae dando unas palmaditas en uno de los brazos de combate del draegloth—. Cállate.
Jeggred no dijo más.
—Tu perro está bien entrenado —soltó Pharaun y Jeggred hizo intención de lanzarse sobre él.
Danifae lo cogió por las crines y lo detuvo a media zancada. Pharaun no se movió de donde estaba y sonrió.
Una vez más, Danifae optó por pasar por alto las palabras de Pharaun y volvió a dirigirse a Quenthel.
—No, Jeggred no tiene nada que decir por el momento. Es un varón y sólo da su parecer cuando yo se lo pido.
Pharaun advirtió que la furia asomaba a los ojos de Quenthel. Avanzó hacia Danifae sin que ni siquiera Jeggred, que se mantuvo junto a la cautiva de guerra, se atreviera a ponerse en su camino, y miró a la otra desde su aventajada estatura.
—Mi sobrino jamás destacó por su inteligencia —dijo.
Danifae sonrió y acarició el brazo del draegloth.
—No, señora Quenthel —respondió—, sólo por su lealtad.
La expresión de Quenthel se endureció. Dirigió a Danifae una última mirada y luego se volvió hacia Pharaun.
—Y yo sólo confío en Lloth, varón.
Al oír esas palabras, Pharaun se dio cuenta de que Danifae había conseguido exactamente lo que pretendía.
—Por supuesto, señora —dijo, pues no había nada más que decir. El daño ya estaba hecho.
Por detrás de Quenthel, Danifae le dedicó una sonrisa de complicidad. Jeggred, por su parte, lo miró con gesto de indisimulado odio.
—¿A la cueva, señora? —consultó Pharaun haciendo caso omiso de los dos.
Quenthel asintió.
—A la cueva —dijo—, pero antes…
La suma sacerdotisa sacó de un bolsillo interior de su piwafwi la varita de curar que le había robado a Halisstra Melarn en Ched Nasad. Se dio un toque con ella, susurró una palabra de mando y los cortes de su cara se cerraron, las quemaduras se redujeron y empezó a respirar mejor. Después avanzó unos pasos y sin pedir autorización la aplicó a Pharaun y repitió el proceso. El mago notó con alivio que se le curaba la nariz, el muñón de su mano se regeneraba y los innumerables cortes y arañazos de su torso se cerraban.
—Gracias, señora —dijo con una reverencia.
Quenthel no dio muestras de haber advertido su gratitud. Volvió a guardar la varita mágica y se volvió hacia Danifae.
—Sin duda tú te ocuparás de ti misma y de tu leal draegloth.
Pharaun miró a Danifae con gesto burlón. Lo más probable era que Danifae no pudiera hacer nada. Aunque Lloth se había despertado las dos sacerdotisas tenían conjuros a su servicio, no era frecuente que una sacerdotisa de la Diosa Araña almacenase muchos conjuros de curación en su mente. Las sacerdotisas de Lloth no curaban, destruían. Quenthel podía curarse y curarlo a él porque tenía la varita de Halisstra.
Sorprendido, vio que Danifae sonreía a Quenthel.
—Lloth se ocupará de nosotros —dijo—. Como siempre.
Pharaun se alisó la túnica. A sus pies se abría la boca de la cueva, que se hundía casi verticalmente. Las paredes estaban recubiertas de telarañas y despedían un hedor terrible.
—Tú primero, señora Danifae —dijo señalando la entrada de la cueva. Después de todo, podía haber algo peligroso allí abajo.
Danifae torció el gesto de su bonita cara y con sorna se dirigió al draegloth.
—Vamos, Jeggred, el maestro Mizzrym sigue siendo un indeciso.
El draegloth cogió su cuerpo curvilíneo en sus brazos más pequeños y la levantó del suelo.
—Qué curioso —observó Pharaun.
El draegloth lo asaeteó con la mirada.
Una de las piernas de Danifae quedó al descubierto. Llevaba unas mallas ajustadas y la curva del muslo y de la cadera atrajeron la atención de Pharaun muy a su pesar. Ella sorprendió la mirada del mago y no hizo nada por taparse.
—Baja —le dijo a Jeggred sin olvidarse de lanzar a Pharaun una sonrisa seductora.
Jeggred tocó su broche de la casa Baenre y levitando se introdujo en la boca de la cueva.
En honor de Quenthel, Pharaun dibujó en el aire con signos la palabra «zorra» cuando Danifae hubo bajado.
Al alzar la vista se encontró con que Quenthel lo estaba mirando con expresión indescifrable. La sacerdotisa sacó su látigo y se dirigió a la abertura de la cueva.
—Séllala una vez que estemos dentro —dijo.
Tocó su propio broche y siguió a Danifae y a su sobrino hacia las profundidades, con el látigo preparado para defenderse de cualquier emboscada.
Pharaun se quedó un momento en el borde mirando la coronilla de Quenthel, que se sumergía en la oscuridad. Quenthel le había dicho a Danifae que algunos varones servían para un propósito, y necesitaba asegurarse de que seguía pensando que él era uno de ésos.
Durante un instante sintió la tentación de abandonarla, de abandonar la empresa, pero rápidamente descartó la idea por imprudente. Lloth estaba despierta y una vez más sus sacerdotisas ejercían el poder que les otorgaba su diosa; las cosas volvían a la normalidad. Además, Pharaun tendría que responder ante Gomph y la casa Baenre a su regreso a Menzoberranzan por cualquier daño, directo o indirecto, que hubiese causado a Quenthel.
Sin ninguna otra razón que lo justificase, tocó su broche de la casa Mizzrym y saltó desde el borde de la cueva. Por un momento se quedó suspendido en el aire, escuchando cualquier sonido que viniera de la oscuridad, preguntándose si Danifae y Jeggred intentarían una emboscada. Como no oyó nada, descendió hasta quedar flotando por debajo de la boca de la cueva. Llegado a ese punto, sacó de su bolsillo un trozo redondo y pulido de granito, una piedra que había comprado a un vendedor de curiosidades en el bazar de Menzoberranzan hacía tiempo. La sostuvo con el pulgar contra la palma de su mano, colocó las manos boca abajo y pronunció una serie de palabras arcanas.
Cuando acabó su encantamiento, la magia formó una pared de piedra sobre la boca de la cueva. Sus bordes se fundieron con la roca circundante, impidiendo el paso del sol de Lloth. La tormenta que se avecinaba y el fragor del Hostigamiento desaparecieron detrás de la piedra. La cueva quedó sumida en una oscuridad tranquilizadora a la que sus ojos pronto se adaptaron.
Volvió a guardar el trozo de granito y descendió hasta el fondo del pozo, que tenía alguna pequeña desviación a derecha o izquierda, pero siempre penetraba hacia abajo. No oía ningún ruido proveniente del fondo y supuso que nada peligroso lo acechaba allá abajo, salvo sus compañeros. Extremando la prudencia sacó una pizca de hongo desmenuzado del bolsillo y se preparó para formular un conjuro de descarnar. Pensó en el antiguo adagio drow: Ten a los aliados al alcance de tu espada, pero a los enemigos al alcance de tu cuchillo. Comprendió la enorme sabiduría que encerraba. Cuando más intranquilo se sentía Pharaun era cuando no tenía a la vista ni a Danifae ni a Jeggred.
Para él estaba claro que Danifae estaba tratando de socavar el convencimiento que tenía Quenthel de que ella era la Yor’thae. ¿Acaso quería reservarse ese privilegio para sí? Por absurdo que pareciera, Pharaun pensaba que así era.
Pero en el fondo, el mago estaba empezando a pensar que ninguna de las dos sacerdotisas sería la Elegida de Lloth.