Capítulo cuatro

Alrededor de Gomph chisporroteaban y ardían cientos de hogueras. Columnas de humo negro se elevaban en el aire. Tiendas abandonadas y tenderetes formaban calcinados montones de basura. Las ennegrecidas y petrificadas figuras de los comerciantes drows —petrificados por el contacto del lichdrow Dyrr transformado en la apariencia de un gigante de piedra negra— estaban esparcidas por el suelo. Algunos de los drows petrificados se habían fundido como la cera de una vela por el calor de la explosión del Bastón de Poder; nunca volverían a ser de carne y hueso. Gomph no dedicó a su destino ni un pensamiento más.

Enormes y profundas grietas producidas por los aporreos del gigante destrozaron el otrora uniforme suelo del bazar.

Asombrado aún por la destrucción del bastón, Gomph se sentó sobre un montículo del frío suelo de piedra con las piernas estiradas hacia adelante. De su ropa salía humo. Su mente funcionaba con lentitud. Tenía los sentidos embotados.

Pero no tan embotados como para no tener conciencia de su dolor. Un dolor terrible.

Buena parte de su cuerpo estaba quemada. Sentía como si un millón de agujas le traspasasen la piel, como si se hubiera bañado en ácido. La pierna que le había sido cortada aún no estaba totalmente unida y enviaba oleadas de dolor al muslo y a la cadera. Las prendas que no eran mágicas —por suerte, una pequeña porción de su atuendo— se habían fundido con la carne, dando lugar a una amalgama de piel, carne quemada y tela. Podía imaginarse cómo habría quedado la parte expuesta de su cara. Estaba sorprendido de poder ver todavía. Tal vez había cerrado los ojos —sus ojos arrancados a Agrach Dyrr— antes de la explosión.

En las manos llevaba dos bastones chamuscados. Los miró, preguntándose por su finalidad. Al parecer, le recordaban sus antebrazos, delgados y quemados hasta el punto de resultar irreconocibles. Tardó unos instantes en comprobar lo que eran: los restos del Bastón de Poder.

Con una mueca de dolor despegó sus lacerados dedos de la madera y dejó caer al suelo los trozos del bastón chamuscado.

A la vista de que no había ningún movimiento en el bazar salvo el de Nauzhror, que estaba de rodillas ante él y parloteaba nerviosamente, Gomph pensó por un absurdo momento que la destrucción del bastón podría haber aniquilado a toda la población de Menzoberranzan.

Lo tonto de la idea lo hizo sonreír, y al instante se arrepintió incluso de ese pequeño movimiento. La piel chamuscada de sus labios se cuarteó, ocasionándole una insoportable punzada de dolor. De la herida fluyó hacia su boca un líquido tibio. Expresó su dolor mediante un leve siseo.

Gomph no era ajeno al dolor. Si había podido soportar que su propia mascota le comiese los ojos y que un ciempiés gigante le cortase una pierna, podía aguantar algunas quemaduras.

—¿Archimago? —interrogó Nauzhror—. ¿Necesitas mi ayuda?

El rotundo señor de Sorcere alargó una mano con la intención de tocar el brazo de Gomph.

—¡No me toques, idiota! —siseó Gomph a través del horror abrasado de su cara. En su boca entró más sangre. De las ampollas reventadas salió pus.

Nauzhror reculó tan deprisa que a punto estuvo de caerse.

—So-solo quería ayudarte, archimago —tartamudeó.

Gomph dejó escapar un suspiro, arrepentido de haber sido tan brusco. No era propio de él dejar que sus emociones condicionasen sus palabras. Además, en su mente se estaba configurando el inicio de un plan para habérselas con el lichdrow. Y con Pharaun fuera, como parte de la misión enviada a la Red de Pozos Demoníacos, necesitaría a Nauzhror.

—De acuerdo, Nauzhror —dijo Gomph—. Debemos dejar actuar al anillo un poco más.

—Sí, archimago —respondió Nauzhror.

Gomph sabía que el anillo mágico que llevaba sanaría su carne. El proceso era doloroso, irritante y lento, pero tan inexorable como el aumento de la luz a medida que se sube por el pozo Narbondel. Es cierto que Gomph podía haberse beneficiado de un conjuro de sanación —que podría haber lanzado su hermana—, pero lo hería en su amor propio que Triel ya lo hubiera salvado en una ocasión. El lichdrow había golpeado a Gomph, lo había convertido en piedra y él habría muerto o se hubiera quedado siendo piedra para siempre de no haber intervenido su hermana.

No, no podía pedirle a ella ni a ninguna de las sacerdotisas Baenre que lo curasen ni que le prestasen ninguna otra ayuda. La gracia de Lloth moraba una vez más en ellas. Pronto, las cosas volverían a la normalidad y Gomph no quería depender de las sacerdotisas de la Reina Araña más de lo que fuera absolutamente necesario. Conocía demasiado bien el precio. En lugar de eso, soportaría unos instantes más aquella agonía mientras el anillo regeneraba su carne.

Me alegro mucho de que haya sobrevivido, archimago, dijo Prath en su mente. Al parecer, las comunicaciones telepáticas seguían funcionando.

Y yo comparto esa alegría, Prath, respondió Gomph. Ahora guarda silencio.

A Gomph le dolía la cabeza, y deseaba tanto que la voz de su aprendiz lo anduviese rondando como que le clavasen un puñal en un ojo.

Al poco, la piel le picaba por todas partes. A duras penas resistió la urgencia de rascarse. Tras unos momentos, la carne muerta empezó a caer de su cuerpo y en su lugar creció nueva piel sana.

—¿Archimago? —dijo Nauzhror.

—Espera un momento —respondió Gomph con los dientes apretados.

Rabiando de dolor, vio cómo caían trozos de piel ampollada de su cuerpo y dibujaban su silueta en el suelo. Gomph se imaginó a sí mismo como una araña de Lloth, mudando su antigua forma y saliendo con un cuerpo más grande y fuerte del caparazón muerto. La batalla librada con el lichdrow había tenido unos costes para él, pero no lo había vencido.

Pero, desde luego, se dijo, esa batalla aún no había finalizado.

Cuando consideró que estaba preparado, cuando la mayor parte de su piel muerta hubo formado un grotesco montón sobre el suelo del bazar, alargó su mano aún tierna a Nauzhror.

—Acércate y ayúdame a levantarme.

Nauzhror sostuvo firmemente la mano de Gomph y tiró de él hasta ponerlo de pie.

Gomph se quedó quieto por un momento, recomponiéndose, comprobando su pierna regenerada, superando los últimos vestigios del dolor.

Nauzhror giró a su alrededor, tan solícito como una partera, pero sin tocarlo.

—Ya casi puedo permanecer de pie —dijo Gomph, pero no estaba seguro del todo.

—Desde luego, archimago —respondió Nauzhror, pero no se apartó de él.

Gomph respiró hondo y esperó a que sus piernas temblorosas se afirmaran. A través de los ojos robados a Dyrr, examinó las ruinas a su alrededor, la ciudad.

Salvo por las ruinas humeantes del bazar, el centro de la ciudad no estaba afectado. La gran espiral de Narbondel seguía brillando, anunciando un nuevo día en la vida de Menzoberranzan la Poderosa. Gomph no podía recordar si él la había encendido o lo había hecho otro.

Levantó la cabeza y preguntó a Nauzhror:

—¿Encendí yo Narbondel en este ciclo?

—¿Archimago? —preguntó Nauzhror.

—Olvídalo —respondió Gomph.

Sólo la circunstancia de que los caminos de Menzoberranzan estuviesen vacíos atestiguaba que la ciudad estaba en lucha. Las calles habitualmente atestadas de gente seguían silenciosas como tumbas. Los menzoberranos habían concentrado la mayor parte de sus efectos en los túneles del Dominio Oscuro, en Donigarten, y en Tier Breche. El centro de la ciudad seguía ajeno a las batallas, salvo la que se había librado entre Gomph y el lichdrow.

Pero esa batalla casi había arrasado el bazar.

Gomph se dio la vuelta y miró a través de la caverna, a la gran escalera que conducía a Tier Breche. En aquellas alturas se encontraba la columna vertebral del poder de Menzoberranzan, el trío de instituciones que se habían conservado fuertes durante milenios: Arach-Tinilith, Sorcere y Melee-Magthere.

Llamaradas, explosiones y humo iluminaban las siluetas de las escuelas. El asedio de los duergar del norte seguía sin tregua. Gomph sabía que todas las escuelas habían sido golpeadas y quemadas por las bombas de piedra incendiaria, pero también sabía que todas seguían en pie.

Y muy pronto, los duergar encontrarían los conjuros de las sacerdotisas de Lloth que sostenían las defensas y retrasaban la caída.

—Los duergar son obstinados —dijo Nauzhror, siguiendo su mirada.

—Lo más probable es que no sepan del regreso de Lloth —respondió Gomph—. Pero ignorantes u obstinados, pronto estarán muertos.

En la mente de Gomph, la batalla por la ciudad estaba ya ganada. El asedio de Menzoberranzan pronto terminaría. Se permitió un instante de satisfacción. Había hecho la parte que le tocaba y su ciudad seguiría.

—Estoy de acuerdo —dijo Nauzhror—. Ahora sólo es cuestión de tiempo.

Gomph se volvió y dirigió la vista hacia el otro lado de la caverna, donde se elevaba la alta plataforma de Qu’ellarz’orl. Si Sorcere, Arach-Tinilith y Melee-Magthere eran la columna vertebral de Menzoberranzan, las grandes Casas de Qu’ellarz’orl eran el corazón de la ciudad.

Una casa al lado de la otra bordeaban la plataforma, donde la casa Baenre dominaba con mucho tanto en tamaño como en poder. Agazapadas a la sombra de la casa Baenre, sobre la ladera, difícilmente visibles a aquella distancia, estaban las fortalezas de las demás grandes casas de la ciudad: Mizzrym, Xorlarrin, Faen, Tlabbar e incluso Agrach Dyrr.

Los ojos de Gomph se entrecerraron cuando tropezaron con la pared de estalactitas de la casa del traidor. Relámpagos ocasionales de poder y explosiones de energía mágica alumbraban la fortaleza de Dyrr. El asedio por parte de los magos de Xorlarrin continuaba. Gomph supuso que seguiría durante algún tiempo más. Con Yasraena y sus sacerdotisas auxiliares en posesión, una vez más, de los poderes de Lloth, el sitio podía prolongarse mucho tiempo.

—Los de Xorlarrin también son contumaces —observó Gomph.

—Y codiciosos —añadió Nauzhror—. Una vez derrotada la casa Agrach Dyrr y eliminada del Consejo Rector… —la voz de Nauzhror enmudeció.

Gomph asintió. Cuando cayera Agrach Dyrr, era evidente que la casa Xorlarrin esperaría ocupar su lugar en el Consejo.

—La caída de la casa Dyrr también es una cuestión de tiempo —observó Nauzhror.

Gomph volvió a asentir y agregó:

—Pero yo no puedo esperar.

En la casa Agrach Dyrr, según él creía, estaba la filacteria del lichdrow, el receptáculo de la esencia inmortal del lichdrow. Gomph tenía que encontrarla y destruirla para encontrar y destruir definitivamente al lichdrow. De lo contrario, la esencia superviviente del mago, incorporada en la filacteria y manejada por la voluntad imperecedera de Dyrr, lo devolvería a un cuerpo en cuestión de sesenta horas. En caso de que eso ocurriera, la batalla entre el lichdrow y Gomph se reanudaría.

Y Gomph ya no contaba con un Bastón de Poder para sacrificarlo con el fin de vencer.

Otra bola de fuego explotó en el parapeto del muro de Agrach Dyrr.

—¿Qué estás pensando en este momento, Yasraena? —preguntó en voz baja.

Gomph sabía que la madre matrona de la casa Agrach Dyrr ya se había enterado de la caída del lichdrow; aún así, probablemente estaba escudriñando a Gomph.

Al igual que Gomph, Yasraena sabía que el lichdrow no estaba completamente muerto a menos que su filacteria fuese destruida.

—¿Te confió dónde la tiene escondida, madre matrona? —musitó.

—¿Archimago? —inquirió Nauzhror.

Gomph hizo caso omiso de él. Pensó que era improbable que el lichdrow hubiera compartido el secreto de la ubicación de la filacteria con Yasraena. Imaginó que la relación entre el lichdrow y la madre matrona habría sido tensa, no muy diferente de la que mantenían Gomph y su hermana Triel. Probablemente, Yasraena sabía lo mismo que Gomph sobre la filacteria del lichdrow. Pero al igual que Gomph, Yasraena miraría primero en su propia casa, en el lugar más recóndito posible.

Ya estaría buscándola. Gomph lo sabía. Él tenía poco tiempo. Tenía que encontrar un camino para atravesar las defensas de una de las grandes casas de Menzoberranzan mientras seguía sitiada y mientras su madre matrona y sus sacerdotisas auxiliares —todas ellas armadas una vez más con conjuros de Lloth— lo esperaban.

Casi lanzó una carcajada. Casi.

—Ven, Nauzhror —llamó Gomph—. Volvemos a mi santuario. La guerra por la ciudad está ganada, pero quedan por librar una o dos batallas.

Prath, transmitió al joven aprendiz Baenre. Reúnete con nosotros en mis dependencias.

Yasraena se quedó inmóvil escudriñando el cuenco de visión y vio la imagen de Gomph Baenre titubear y desvanecerse cuando él y su mago acompañante se teleportaron fuera del ruinoso bazar. No había señales del lichdrow. El cuerpo del mago había sido totalmente destruido.

Pero no así su alma, se recordó a sí misma, no su esencia, y ese recordatorio le dio esperanzas.

Aunque el corazón se le quería salir del pecho, Yasraena mantuvo una expresión notablemente tranquila. Con el lichdrow… ausente, ella era la verdadera y única representante de la casa Agrach Dyrr. No se mostraría alarmada.

La flanqueaban dos de sus cuatro hijas, Larikal y Esvena, la Tercera y Cuarta Hijas de la casa, ambas sacerdotisas menores de Lloth. La Primera y la Segunda Hijas estaban ocupadas supervisando las defensas de la casa contra las fuerzas sitiadoras de Xorlarrin, por eso correspondió a Larikal y Esvena aunar inteligencia y observación contra los enemigos de la casa. Ambas eran más altas que Yasraena, y Larikal era gordita, pero ninguna de las dos tenía una figura tan maciza como la de su madre. Sin embargo, ambas habían heredado la ambición de Yasraena. Las dos estaban tan dispuestas como cualquier sacerdotisa drow a matar para llevar a la cima a su propia casa.

En la sala había también tres varones, situados del otro lado del cuenco. Los tres eran graduados de Sorcere y aprendices del lichdrow. Parecían asombrados de que su maestro hubiera sido derrotado. De las mangas de sus piwafwis colgaban sus inactivas manos. Yasraena intuyó miedo en sus posturas, incertidumbre en sus ojos rojos velados por la capucha. Eso la desagradó, pero no esperaba más de unos varones.

—El Archimago se ha retirado a su santuario —dijo Larikal—. Ya no podemos seguir escrutándolo, está fuera de nuestro alcance.

Yasraena desahogó su frustración con su hija.

—Dices una obviedad como si se tratara de algo profundo. Quédate callada a menos que tengas algo útil que decir, necia.

Larikal apretó con rabia los labios, pero bajó la mirada al suelo. Los magos se revolvieron incómodos, lanzándose miradas subrepticias. Yasraena apretó su vara tentáculo con tanta fuerza que le dolieron los dedos. Habría estrangulado al lichdrow con sus propias manos de haberlo tenido delante.

¡A la vista estaba adonde había llevado a la casa Agrach Dyrr el complot del lichdrow!

Echó una mirada al agua oscura del cuenco de piedra y trató de pensar.

La batalla por la ciudad había llegado a su fin, o estaba a punto de llegar. En cuanto las grandes casas reuniesen a sus sacerdotisas —capaces todas ellas, de nuevo, de formular conjuros— el curso de la batalla podría cambiar rápidamente. Los duergar y los tanarukk serían derrotados. Su casa se quedaría sola para luchar contra los poderes combinados de todo Menzoberranzan.

A pesar de esta situación extrema, Yasraena no perdió la esperanza. Después de todo, la casa Agrach Dyrr había aniquilado por sí sola a muchas casas nobles en los últimos siglos, tanto bajo su propio mando como bajo el de su hermana Auro’pol, que la había precedido como madre matrona. Los Dyrr sabían luchar.

Por unos instantes, repasó otras opciones.

Podía huir de la ciudad ¿pero adónde iría? ¿Se convertiría en una vagabunda sin casa, dando vueltas y más vueltas por la Antípoda Oscura o por los planos superiores pidiendo limosna? La idea le provocó un escalofrío. ¡Era la madre matrona de la casa Agrach Dyrr, una de las grandes casas de Menzoberranzan, no una pordiosera!

Ni hablar, viviría o moriría con su casa. Soportaría el cerco, encontraría un modo de que su casa fuese útil a otra gran casa, y en última instancia acordaría una tregua. Desde luego, se obligaría a la casa Agrach Dyrr a abandonar el Consejo Rector, y tendría que soportar algunos siglos de ignominia, pero ella y la casa sobrevivirían. Ésa era su única nieta. La casa retornaría al Consejo con el tiempo.

Pero para que su sueño se convirtiera en realidad, necesitaba al lichdrow. Sin él, la casa no resistiría el asedio mucho más. Sabía que el mago se corporizaría en cuestión de horas siempre y cuando su filacteria estuviese a salvo.

Por desgracia, nadie sabía, al parecer, dónde podría estar exactamente el amuleto. Las adivinaciones que ella había efectuado no habían podido localizarlo, si bien daba por supuesto que estaba en algún lugar de la casa Agrach Dyrr, pues el lichdrow se había pasado prácticamente toda su existencia dentro de la casa. No podía haber escondido la filacteria en ningún otro lugar. Yasraena sabía que Gomph Baenre partía de la misma suposición y que vendría a por ella. Tenía que encontrarla ella primero, o al menos evitar que la encontrase el archimago. Para esto, le resultaba imprescindible saber lo que Gomph Baenre estaba haciendo en cada momento.

En el pasado, ni los conjuros de escrutamiento de sus hijas ni los de los magos de la casa habían conseguido traspasar las defensas que rodeaban al santuario de Gomph Baenre dentro de Sorcere, a pesar de todos los intentos. Pero tenían que encontrar un modo de atravesarlas, y lo encontrarían. Yasraena necesitaba saber cuándo iba a venir el archimago.

Miró por encima del cuenco a Geremis, el aprendiz anciano y calvo del lichdrow. En ese momento, su cabeza calva la irritaba más allá de todo lo razonable.

—Exprime tu memoria en busca de alguna pista, Geremis —le ordenó—. O te arrancaré el cerebro y la buscaré con mis propios dedos. ¿Dónde podría haber escondido el lichdrow su filacteria?

Visiblemente turbado, Geremis meneó la cabeza y evitó mirarla a los ojos.

—Madre matrona, el lichdrow no compartía esa información con nadie. No te enfurezcas. Nuestras adivinaciones no…

—¡Basta! —gritó Yasraena mientras golpeaba el suelo con el pie—. Se acabaron las excusas. Larikal, tú y Geremis organizaréis un equipo para buscar por toda la casa. ¡A mano, a gatas si es necesario! Tal vez una búsqueda ordinaria pueda conseguir lo que no consiguen los conjuros. Mantenedme informada cada hora.

Sabía que Geremis compartía algunas veces la cama de Larikal. Ambos eran espantosos, y la idea de su casamiento la ponía enferma.

—Sí, madre matrona —respondió Larikal, sin atreverse a discutir la orden.

—Sígueme, varón —ordenó Larikal a Geremis.

Ambos se apresuraron a salir de la cámara de escrutamiento, deseosos de ponerse a salvo de la furia de Yasraena.

Cuando hubieron desaparecido de su vista, Yasraena dirigió su mirada a Esvena.

—Tú busca una forma de traspasar las defensas en torno al santuario de Gomph Baenre. —Miró a los dos machos que permanecían en la sala, magos ambos, feúchos y de mediana edad; ni siquiera conocía sus nombres—. Vosotros dos, ayudadla. Y reforzad nuestras defensas. Me disgustará mucho que no seáis capaces de traspasar las defensas del Archimago, o que él o algún Xorlarrin de mierda abran brecha en las nuestras.

Dejó en el aire un eco de amenaza.

Uno de los varones se aclaró la garganta.

—Madre matrona —empezó a decir—…

Yasraena hizo restallar su vara tentacular. Dos de los brazos gomosos y negros que surgían de su extremo se extendieron y se enrollaron en el cuello del mago, que empezó a asfixiarse y trató de desprender los tentáculos con las manos. Sus ojos rojos se quedaron en blanco; la boca se movía, pero sin emitir sonido alguno. Con una orden mental Yasraena ordenó a la vara que apretase aún más la garganta del varón.

—Tú hablarás sólo cuando yo te lo ordene —le dijo y miró directamente a la cara al otro varón. Él evitó su mirada—. Como acabo de decir, se acabaron las excusas. Haced lo que tengáis que hacer.

Esvena lanzó una mirada al tiempo que esbozaba una fría sonrisa.

Con el dorso de la mano libre, Yasraena abofeteó a su hija en plena boca. La joven sacerdotisa dio un traspié y sus labios empezaron a sangrar mientras miraba con odio a su madre.

—No te atrevas a sonreír en mi presencia —vociferó Yasraena—. El destino de nuestra casa está en juego. Deja tus pequeños placeres para cuando hayamos derrotado a nuestros enemigos.

Esvena se limpió la sangre de los labios y bajó los ojos.

—Perdóname, madre matrona —pidió.

Yasraena sabía que las disculpas eran falsas, pero no habría esperado otra cosa. Liberó al varón de la opresión de la vara. Él cayó de rodillas ante el cuenco escrutador, entre toses y jadeos.

—Moriremos o viviremos todos con esta casa —les advirtió Yasraena—. A poco que yo tenga sospechas de que se prepara una traición o que no se hacen los esfuerzos debidos, os daré muerte, os resucitaré y os volveré a matar. Y ese proceso se repetirá una y otra vez hasta que mi ira quede totalmente aplacada. No dudéis de que lo haré.

Miró a su hija, y en los ojos de Esvena asomaba un temor real. Los machos hicieron todo lo posible por humillarse.

—Intentad escrutar las estancias del Archimago —ordenó Yasraena— y no paréis hasta conseguirlo. Gomph Baenre va a venir y debo saber cuándo. En una hora os pasaré revista.

Cuando se disponía a abandonar la cámara de escrutamiento, un temblor sacudió la casa: una consecuencia de un ataque de Xorlarrin.

Conectó telepáticamente con la Primera y la Segunda hijas a través de los amuletos mágicos que llevaban encima, y proyectó:

Anival ¿qué está pasando?

La calmada, voz mental de su Primera Hija llegó a su mente.

Las tropas de choque del ogro Xorlarrin, portando un ariete mágicamente aumentado, se están lanzando contra las puertas. Han muerto todos y el ariete quedó inservible. Las defensas están intactas, y los de Xorlarrin ni siquiera pudieron pasar del foso. Parece que se están reagrupando. Puede que muy pronto se una a ellos otra casa, madre matrona.

Yasraena lo sabía, pero a su Primera Hija le respondió:

Muy bien. Seguid alerta y mantenedme informada.

Yasraena no sabía cuánto tiempo podría resistir su casa el cerco continuado de los magos de Xorlarrin. Las defensas y los conjuros de protección preservaban el foso de la casa, el puente y la muralla adamantina —algunos de ellos los había levantado Yasraena, otros eran de sus antepasados, algunos pertenecían al lichdrow—; pero las defensas podían ser destruidas. Hasta ese momento, los de Xorlarrin no habían sido capaces de abrir una brecha, pero tarde o temprano, probablemente lo harían.

En silencio, Yasraena rezaba a Lloth para que las defensas aguantasen un poco más, lo suficiente para que el lichdrow se corporizase y estuviese de nuevo a su lado. Era todo lo que necesitaba para salvar la casa. A menos que…

Tal vez hubiera otra forma. Aunque la idea le repugnaba, podría salvar su casa.

Se pondría en contacto con Triel Baenre. Al menos ella podría darle más tiempo a la casa Agrach Dyrr.

Sin decir nada más, se alejó de sus subordinados y se fue hacia sus aposentos privados. Cuando salió de la cámara de escrutamiento oyó que Esvena les largaba un discurso a los magos varones.