Halisstra retorció la espada de Seyll en la espalda encorvada de Danifae haciendo que ésta lanzara un gemido de dolor. La sacerdotisa Melarn sintió gran satisfacción al ver las boqueadas de la antigua prisionera de guerra. Quenthel Baenre la miraba con expresión de sorpresa, pero Halisstra no hacía el menor caso de ella. Sólo tenía ojos para Danifae. En ese momento, la suma sacerdotisa era irrelevante.
La estrella matutina cayó de la mano de Danifae.
—Señora… Melarn —dijo con voz exangüe.
Halisstra decidió que le apetecía mirar a Danifae a la cara antes de que muriera. Soltó la espada de Seyll y permitió que la cautiva de guerra se volviera.
Un tercio de la hoja de Seyll asomaba como un pendón ensangrentado del pecho de Danifae, cuyos hermosos ojos grises la miraron con una expresión de incongruente dulzura. Miró a Halisstra y sonrió mostrando sus dientes tintos en sangre.
—No vuelvas a llamarme señora nunca más —dijo Halisstra.
Los labios carnosos de Danifae se contrajeron de dolor. Alzó una mano como para tocar la cara de Halisstra, pero el esfuerzo le provocó una mueca de sufrimiento.
—Halisstra —dijo, subrayando cada palabra con una exhalación dolorida—, lo… lamento.
Halisstra tardó un momento en comprender las palabras. Cuando lo hizo, se le llenaron los ojos de lágrimas y no pudo impedir que el llanto humedeciera sus mejillas. De golpe pensó en todo lo que Danifae y ella habían compartido, los secretos, las ambiciones. Habían pasado tantas cosas juntas, habían llegado a conocerse tan bien durante el Vínculo… Se sorprendió lamentando que todo hubiera terminado así.
—¿Que lo lamentas? —dijo Halisstra con voz quebrada—. ¿Que lo lamentas? ¡No deberíamos haber llegado a esto!
Danifae asintió. La sangre manaba por la hoja que sobresalía de su cuerpo. Halisstra no le había acertado en el corazón.
—Lo sé —dijo Danifae con la mano todavía tendida.
A su pesar, Halisstra empezó a levantar la suya, pero se detuvo.
—Te he echado de menos, señora —dijo Danifae.
Halisstra parpadeó para dejar de llorar y por fin cogió la mano de Danifae.
—Yo también te…
Rápida como una serpiente, Danifae asió a Halisstra con el otro brazo y la acercó hacia sí, atravesándola con la punta de su propia espada.
Halisstra dio un respingo cuando el acero le atravesó primero la cota de malla y a continuación se le clavó en la carne. Sintió el golpe de la punta del arma contra sus costillas y a continuación cómo le salía por la espalda. La sangre caliente empapó su piwafwi.
Debería haberse dado cuenta. Debería haberse dado cuenta.
Por encima del hombro de Danifae miró a Quenthel.
La sacerdotisa Baenre sonrió satisfecha, látigo en mano.
Danifae envolvió a Halisstra en sus brazos y la estrechó contra sí. Halisstra sintió un dolor punzante.
—No lamento nada —le dijo al oído en un susurro la cautiva de guerra.
Halisstra aguantó el dolor y le devolvió el abrazo con igual fuerza.
Sus cuerpos estaban fundidos, unidos por el acero. La sangre de ambas corría como una sola. Un nuevo Vínculo, de una especie diferente, volvía a unirlas.
Halisstra apoyó la cabeza en el hombro de Danifae en un gesto extrañamente tierno.
—Te odio —susurró.
Danifae alzó la mano y le acarició el pelo, algo que había hecho a lo largo de muchas noches.
—Lo sé —respondió Danifae.
Halisstra también la quería, a pesar de todo.
—Lo sé —repitió Danifae y su abrazo se volvió más tierno.
Halisstra ya no podía aguantar más. Con un gruñido apartó a Danifae de un empujón, gritando al salir la espada de su carne. El esfuerzo hizo que perdiera el equilibrio y ambas cayeron al suelo, desmadejadas. Danifae todavía tenía clavado el acero. Las dos descansaban en suelo de Lloth, sangrando y boqueando.
Quenthel Baenre las miró a ambas.
—Aquí es donde acaba todo —dijo avanzando hacia Danifae. Las serpientes de su látigo tenían una mirada feroz.
Un sonido sibilante y reverberante hizo que Halisstra, Quenthel y hasta las sierpes del látigo volvieran la cabeza.
En torno a ellas aparecieron nycaloths teleportados del campo de batalla. Uno, tres, ocho, una docena, el más pequeño de los cuales superaba en estatura incluso a Quenthel. Sus músculos abultaban incluso bajo la piel escamosa y cada uno era portador de un hacha que llevaba inscrita una runa. Sus hocicos lucían una expresión despreciativa.
La desesperación se reflejó en el rostro de Quenthel. Miró a los nycaloths, a Danifae, a Halisstra. Esta última pudo ver en sus ojos la indecisión, que se transformó en una expresión de acendrado odio.
—No eres tú —le espetó Danifae a la sacerdotisa Baenre.
Quenthel hizo caso omiso del peligro que representaban los nycaloths y enarboló el látigo para asestar un golpe mortal cuando, en lo alto de la grotesca mole de la ciudad de Lloth, se abrieron de golpe las dobles puertas del tabernáculo de la Reina Araña y a través de ellas salieron rayos de luz violeta.
A Halisstra le dio la impresión de que el tiempo se detenía. Cesó todo movimiento. Todos los seres que tenían a la vista la ciudad de Lloth, tanto yugoloths como drows, demonios y draegloths, se quedaron inmóviles, y todos los ojos se volvieron hacia la red interminable, hacia la ciudad de la Reina Araña.
Unas ondas recorrieron todo el espacio ocupado por la multitud de arácnidos reunida en el otro extremo de las llanuras, algo así como un soplo anticipatorio. El sonido del movimiento le hizo pensar a Halisstra en el ruido de la lluvia que había oído en el Mundo Superior.
El corazón le latió con fuerza y su respiración se aceleró. Asió lo que quedaba de la Espada de la Medialuna con tanta fuerza que temió que se le desgarrara la piel. Apenas sentía la herida. Danifae estaba tendida a pocos pasos de ella, mirando a la ciudad con los ojos muy abiertos, respirando pesadamente y con la ropa empapada de sangre. El susurro de una plegaria de curación, una poderosa plegaria, salió de los labios de la cautiva de guerra. La espada de Seyll se deslizó fuera de su carne y la herida se cerró. Halisstra se hizo eco de la plegaria y cerró su propia herida.
Quenthel no reparó en ninguna de ellas. Estaba de pie, mirando hacia la ciudad de Lloth, congelada en el movimiento de blandir el látigo.
Sobre sus Llanuras, las almas estaban suspendidas en el aire, retorciéndose de dolor, sangrando debilidad de sus formas eternas.
Se levantó una brisa que provenía del interior del tabernáculo y que se transformó en un vendaval ululante que arrastraba la voz de Lloth, el sonido de las múltiples voces, las siete voces de la visión de Halisstra:
Yor’thae.
Los nycaloths intercambiaron miradas. Halisstra vio el miedo en sus ojos, la incertidumbre.
Sin previa advertencia, en un abrir y cerrar de ojos, se teleportaron para volver al lugar de donde habían venido. La retirada se extendió rápidamente al resto del ejército superviviente. La multitud de hormigas se disipó y las criaturas se refugiaron en sus guaridas de las montañas. Los mezzoloths no muertos, animados por el ultroloth, cayeron al suelo, tan inertes como la tierra.
Las Llanuras de las Almas quedaron sembradas de cadáveres. Pharaun Mizzrym estaba suspendido en el cielo por encima de la tierra resquebrajada, extrañamente inmóvil. Halisstra no vio por ninguna parte a Jeggred Baenre.
—Ella ha elegido —dijo Danifae poniéndose de pie.
Lo mismo hizo Halisstra.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Quenthel Baenre, si provocado por el éxtasis o por el miedo era algo que Halisstra no fue capaz de determinar.
Pharaun no podía moverse ni hablar. Controlaba el vuelo con su anillo, que respondía a sus órdenes mentales. La sangre seguía manando de las heridas que le habían infligido los nycaloths.
Había oído la llamada de Lloth, había visto cómo se abría su templo, pero nada de eso tenía que ver con él. Si no conseguía la ayuda de una de las sacerdotisas de Lloth, y pronto, moriría desangrado.
Modificó su postura en el aire para poder ver el suelo. Llamó su atención un movimiento: Jeggred se puso de pie, tambaleándose. Se abrió camino entre una pila de cadáveres de mezzoloths que lo cubría. Tenía la carne ensangrentada, uno de los brazos interiores cortado a la altura del codo y uno de sus ojos era apenas algo más que un agujero sanguinolento. El draegloth no volvió la mirada hacia el templo de Lloth, sino hacia el sendero que conducía al Paso del Ladrón de Almas, donde estaban las tres sacerdotisas.
No sabía cómo, pero Halisstra Melarn los había seguido.
Quenthel, Danifae y Halisstra estaban en una altura desde donde se dominaba el escenario de la carnicería, mirando al tabernáculo de Lloth. A Pharaun le parecieron unas reinas contemplando su reino.
En el aire, en torno a Pharaun, las almas seguían ardiendo en un fuego violeta. Después de superar un período de prueba, volaban a la ciudad de Lloth.
Pharaun sabía que también las sacerdotisas habían pasado una prueba, lo mismo que él y que Jeggred, a su modo.
Voló hacia ellas, maravillándose de que no se hubieran matado las unas a las otras.
Pharaun supuso que la llamada de Lloth era superior al odio mutuo que se tenían. La voz de la Reina Araña controlaba el conflicto que había entre ellas del mismo modo que su culto controlaba el conflicto endémico de la sociedad drow.
Su visión se nubló, pero procuró mantenerse alerta. Se estaba debilitando. Quiso llamar a Quenthel, pero no podía hablar. Se dirigió volando hacia el sendero.
Las sacerdotisas lo vieron venir. Halisstra recogió una espada del suelo, pero ninguna de ellas hizo la menor intención de ayudarlo. Pharaun se posó en el suelo, delante de Quenthel.
A sus espaldas, podía oír a Jeggred subiendo hasta el saliente de roca.
—Tu varón ha vuelto —dijo Danifae con desdén, aunque Pharaun disfrutó al ver su mueca de dolor.
—Y el tuyo está de camino —dijo Quenthel volviendo la cabeza, refiriéndose a Jeggred.
La sacerdotisa Baenre estudió a Pharaun con una mirada peculiar en sus ojos. El Maestro de Sorcere se dio cuenta de que su vida pendía de un hilo.
—Puedes volar gracias a tu anillo; pero ¿no puedes moverte de otra manera? —preguntó ella.
Pharaun no pudo responder.
—Bastará con un contraconjuro —dijo Quenthel.
De haber podido, Pharaun habría suspirado aliviado.
Quenthel formuló su conjuro; pero, cuando acabó, Pharaun seguía sin poder moverse.
Una funesta sonrisa se dibujó en el rostro de la suma sacerdotisa.
—Se acabó el volar —dijo.
El mago decidió comprobar lo que había dicho comunicándose mentalmente con su anillo para que lo elevara. No dio resultado.
¡La muy zorra había anulado la magia de su anillo!
—La diosa me llama, Maestro Mizzrym —dijo—. Has cumplido tu propósito, pero ahora tu alma le pertenece a ella.
Jeggred llegó arriba, jadeando y sangrando. De la carne desgarrada del muñón de su brazo manaba sangre.
—Señora —le dijo el draegloth a Danifae mientras miraba a Quenthel y a Pharaun con indisimulado odio.
Danifae miró a Jeggred, miró a Pharaun y echó luego una mirada a las Llanuras de las Almas.
—La diosa nos llama, Quenthel Baenre —le dijo a la suma sacerdotisa. Luego se volvió hacia Jeggred—. Lleva al Maestro Mizzrym abajo, a las llanuras, y déjalo allí. Tal como dijo la señora Quenthel, su alma pertenece a la Reina Ataña.
Pharaun habría querido maldecir, formular un conjuro, clamar, pero no podía hacer nada. El corazón estaba a punto de salírsele del pecho.
Jeggred no discutió la orden. Miró a Pharaun a la cara y se dispuso a cogerlo con sus brazos de combate.
Pharaun se sintió invadido por el regocijo. El ultroloth no había anulado el conjuro de contingencia de Pharaun. En cuanto el draegloth lo tocó, tomó cuerpo un puño mágico que Pharaun podía controlar mentalmente. Se puso tenso, alerta.
Jeggred ladeó la cabeza y retrocedió.
—Dijo que iba a formular un conjuro de contingencia, de modo que si lo tocaba… —Jeggred dejó la frase en suspenso mientras miraba a Pharaun.
El desánimo hizo presa de Pharaun. ¿Por qué tenía que ser ése precisamente el momento elegido por el draegloth para dar una muestra de inteligencia?
Danifae chasqueó la lengua.
—Siempre has carecido de sutileza, Maestro Mizzrym —dijo mientras entonaba un contraconjuro. Cuando hubo acabado, el conjuro de contingencia de Pharaun se había disipado.
—Ahora, Jeggred —dijo.
—Adiós, varón —añadió Quenthel con voz totalmente exenta de emoción.
Jeggred lo cogió con sus brazos de combate y bajó corriendo el sendero. Cuando llegó a las llanuras dejó a Pharaun frente a él.
—Hubiera preferido matarte con mis propias manos —dijo el draegloth—. ¿Qué? ¿No hay una respuesta insultante?
El draegloth lanzó una risotada y su aliento apestoso invadió la cara de Pharaun.
El Maestro de Sorcere no podía creer que una de las últimas impresiones sensoriales de su vida fuera el aliento fétido de Jeggred.
Jeggred arrojó a Pharaun sobre el terreno rocoso. Cayó de lado, mirando hacia la Red Infinita, hacia la ciudad de Lloth, hacia la multitud de arácnidos reunidos en las Llanuras de las Almas.
Desde lo alto le llegó la voz de Danifae.
—Sálvate si puedes, Jeggred Baenre. A mí me llaman al tabernáculo.
Tras estas palabras, Pharaun oyó las palabras de un conjuro. Momentos después, las tres sacerdotisas, una tras otra, pasaron volando encima de él en forma de vapor grisáceo. Rápidas como centellas, como si estuvieran corriendo una carrera, acudían por fin a presencia de Lloth.
Cuando las sacerdotisas desaparecieron a lo lejos, la multitud de arañas del otro extremo de las llanuras empezó a removerse. Pharaun se acordó del Hostigamiento y la imagen lo inquietó.
Sin previa advertencia, las arañas se lanzaron adelante. Pharaun las vio acercarse, una muralla de ojos, garras, patas y colmillos. Su marcha era como un torrente. En su camino se alimentaban de los caídos, dejándolos reducidos a puro esqueleto en cuestión se segundos. Deseó fervientemente morir desangrado antes de que llegaran a él.
Oyó que Jeggred maldecía detrás de él y luego sus pisadas cada vez más lejanas al huir el draegloth hacia el Paso del Ladrón de Almas.
El mago pensó que por fin aquel zoquete mostraba algo de sentido común.
Pharaun no podía ni siquiera cerrar los ojos. No podía hacer más que observar la oleada inminente y esperar a que lo comieran vivo. No se iba a desangrar tan rápido.
Observó cómo las hordas devoraban la carne de un cadáver tras otro. Sabía que su última impresión sensorial no iba a ser el aliento fétido de Jeggred. Sería el dolor.