Capítulo diecinueve

En las Llanuras de las Almas, los mezzoloths se desplazaban en formación de combate. Los nycaloths sobrevolaban las huestes esgrimiendo sus hachas. El ultroloth lanzó una segunda andanada que amenazaba con derribar el muro de fuerza de Pharaun.

Jeggred se encontraba en la parte más alta del sendero, gruñendo de furia.

—¡Echa abajo este muro, mago! —rugía el draegloth con las venas y los tendones hinchados bajo su piel coriácea.

Al lado de Pharaun, las sacerdotisas pronunciaban conjuros de invocación. Quenthel no se molestó en hacer un círculo de invocación, y tampoco lo hizo Danifae. Cada una de ellas apretaba su símbolo sagrado contra el pecho y pedía la ayuda de Lloth. Sus voces resonaban por encima de las llanuras arrasadas.

Y la Reina Araña respondió.

Quenthel pronunció un nombre. La palabra golpeó a Pharaun como un golpe físico, se deslizó de su cerebro y desapareció de su memoria.

Un trueno retumbó, y Quenthel repitió el nombre.

Por encima de ellos, el cielo se abrió. Una sombra enorme cubrió el claro, una sombra alada y espantosa.

Pharaun la reconoció, pero a duras penas daba crédito a lo que veía.

Un klurichir, uno de los demonios más poderosos del Abismo. Quenthel había corrido un gran riesgo al invocarlo. O tenía mucha confianza, o estaba muy desesperada.

Salvo por el sonido solitario de la voz de Danifae, el silencio reinó sobre las Llanuras de las Almas. Hasta Jeggred estaba callado. Un murmullo nervioso recorrió todo el ejército yugoloth. Los nycaloths volaron veloces hasta replegarse junto a sus tropas. Pharaun captó la proyección telepática del ultroloth.

No cedáis terreno, ordenó, y los yugoloths obedecieron.

El klurichir iba descendiendo en círculos, haciéndose mayor por momentos. Profirió un rugido, y el sonido hizo retemblar las montañas.

Se posó en la ladera, justo al otro lado de la esfera de fuerza de Pharaun.

El cuerpo musculoso del klurichir, cubierto por una áspera piel grisácea y con unos pelos que más bien parecían púas, cuadruplicaba la estatura de Jeggred. Las alas rojas membranosas que salían de su espalda eran el doble de ésta y proyectaban su sombra sobre toda la plataforma. Sus cortas piernas parecían tan gruesas y sólidas como columnas de piedra. Cuatro brazos poderosos, todos ellos en un constante movimiento convulsivo, surgían de un torso que era apenas algo más que una boca cavernosa capaz de engullir de un solo bocado a dos ogros enteros. A ambos lados de la boca tenía dos pinzas insectoides que se sacudían vorazmente. Un chorro de parloteo incomprensible y baba fluía de entre sus hileras de dientes trituradores.

Pharaun creyó que aquel parloteo iba a volverlo loco. Vomitó y se manchó la parte delantera de su piwafwi. No pudo evitarlo.

La cabeza ciclópea que coronaba el torso del demonio se parecía un poco a la de un orco, pero era más bestial. Una segunda boca, más pequeña, se abría en la cara, debajo de un par de ojos negros. En una de sus manos, el demonio sostenía un hacha con runas grabadas cuyo tamaño superaba la estatura de Jeggred.

La voz de bajo que brotó de la boca de la cara del klurichir era tan potente que a punto estuvo de hacer caer a Pharaun. La enorme boca de su torso seguía parloteando y babeando mientras la otra hablaba.

—No deberías haberme invocado, pequeña sacerdotisa —dijo el demonio. La amenaza implícita en sus palabras era todavía más aterradora porque no la había pronunciado.

Había que reconocer que el cuerpo de Quenthel no temblaba, aunque Pharaun sabía que ni siquiera ella podía igualar al klurichir en poder.

Por un momento, pareció que a Quenthel le faltaban las palabras.

—Diez mil almas serán tuyas —dijo por fin—, si me prestas un solo servicio.

Las dos bocas rompieron a reír.

—Diez mil almas son una minucia para mí —respondió el klurichir. Movió sus alas y provocó un alud de piedras.

—Di cuál es tu precio —dijo Quenthel.

Pharaun casi no daba crédito a sus oídos. Hasta Jeggred dio un respingo.

Quenthel acababa de ofrecer a uno de los demonios más poderosos del Abismo lo que quisiera.

También el demonio pareció sorprendido. Por un momento, su enorme boca paró su incesante parloteo. Sacó una lengua enorme que se pasó por los labios.

—Tu desesperación me intriga —dijo—. Dime cuál es ese servicio y lo consideraré. A modo de pago, exigiré el pago en carne que considere adecuado.

Quenthel no se estremeció, y Pharaun no podía creerlo.

—Hecho —dijo mientras abarcaba con un gesto las llanuras—. Ayúdanos a destruir al ejército del yugoloth.

El demonio sonrió, parloteó y se alzó en el aire a gran altura. Quenthel lo observaba, sonriendo, respirando agitadamente y sudando.

La voz de Danifae sonó detrás de él, recordándole que también ella estaba pidiendo ayuda.

Cuando la antigua prisionera de guerra acabó su conjuro, se oyó su voz que imploraba ayuda a Lloth. Cuando acabó, se volvió a mirar la montaña.

Al principio, no sucedió nada, pero luego, la ladera se convirtió en un hervidero.

Millones de arañas, miles de millones borboteaban saliendo de todas las grietas, resquicios, agujeros y aberturas. El ruido de sus patas y sus pinzas era como el de un aguacero, casi peor que el parloteo del klurichir.

Danifae gritó algo que Pharaun no consiguió entender. Las arañas se agruparon, se arracimaron, formaron una masa. Agitándose de una manera exasperante formaron un enjambre tan grande como el klurichir. La multitud adoptó la forma aproximada de una araña gigante. Danifae hizo un gesto ampuloso con el brazo que abarcó todo el valle cubierto por los yugoloths.

Todos a uno, miles de millones de arácnidos se dirigieron ladera abajo.

—¡Ahora, maestro Mizzrym! —le gritó Quenthel a Pharaun.

—¡Derriba el muro de fuerza! —ordenó Danifae.

Eso fue precisamente lo que hizo Pharaun, e inmediatamente se elevó por los aires.

Jeggred salió en estampida ladera abajo, rugiendo de furia. Quenthel y Danifae lo siguieron a la carrera. El klurichir rugió, sembrando de babas las Llanuras de las Almas, y descendió también. La multitud de arácnidos avanzaba hacia los yugoloths.

Hay que reconocer que éstos respondieron velozmente. Eran un ejército avezado.

Aunque a menudo eran reacios a hacerlo debido al precio, Pharaun sabía que estos seres extraplanares tenían la capacidad de invocar a otros de su especie, por lo general vinculados por algún acuerdo previo de cooperación. Los mezzoloths y los nycaloths no constituían una excepción. Un zumbido de sílabas arcanas surgió de las profundidades y cada vez más mezzoloths y un puñado adicional de nycaloths se teleportaron con un suave sonido reverberante y un hedor de vómito. Un ejército de quinientos se transformó en uno de ochocientos antes de contar tres.

Los nycaloths desplegaron a toda prisa a las nuevas tropas, tratando de prepararse para el ataque del klurichir, la arremetida de Jeggred y el asalto de las arañas.

El ultroloth se elevó en el cielo para retar a todas luces a Pharaun.

El klurichir rugió, los yugoloths gritaron, la multitud zumbaba y hervía.

La batalla estaba planteada.

Jeggred bajó a todo correr el estrecho sendero, sin pensar en los profundos precipicios que había a uno y otro lado, sin pensar en el ejército que lo esperaba al final. Sus pies terminados en garras abrían surcos profundos en la piedra a cada paso. Ya saboreaba la sangre y la carne, y rugía de gozo.

Allá abajo, cuatro decenas de mezzoloths esperaban su ataque, con sus sables preparados. Varios de ellos hacían gestos, invocando sus innatas capacidades mágicas, y nubes de hediondo gas verdoso se formaban ante Jeggred.

El draegloth corría a través de la niebla mortífera sin detenerse, inhalando el humo apestoso, sintiendo el escozor en la carne. No paró mientes en el ardor de la piel y de los pulmones y siguió adelante.

Mientras corría, algunos de los mezzoloths de la segunda fila lanzaban contra él bolas de fuego que se formaban en sus manos. La mayor parte no daban en el blanco y estallaban inofensivamente sobre las rocas o en el aire, pero incluso las que hacían impacto contra él no producían efecto alguno sobre su carne. Después de todo, era un engendro demoníaco y los fuegos de baja intensidad no le hacían mella.

Echó la cabeza hacia atrás y volvió a rugir.

Otra explosión estuvo a punto de hacerle perder pie, pero clavó sus brazos de combate en la roca para mantener el equilibrio y siguió corriendo.

Una sombra se proyectó sobre él, pero no perdió el tiempo en mirar hacia arriba. El gigantesco demonio invocado por su tía pasó volando por encima de su cabeza, hacia la retaguardia de los mezzoloths.

Jeggred estaba a veinte pasos de la primera de las criaturas. Quince. Diez. Miró sus ojos compuestos, puso sus brazos de combate en posición de ataque. Podía oír los chasquidos, el entrechocar de las armaduras.

Saltó desde lo alto del sendero y aterrizó en medio de ellos. El impulso lo lanzó contra dos de los sables de los mezzoloths que le atravesaron la piel.

Casi no sintió el dolor, ni siquiera cuando empezó a chorrear sangre.

Dejó que la furia lo embargara. Sus garras atacaban a diestro y siniestro. A veces golpeaba sobre un caparazón, otras fallaba el golpe. Todo lo que se ponía a su alcance resultaba mordido, desgarrado, cercenado. De su boca chorreaba sangre de yugoloth.

Por todas partes lo atacaban con sables, pero a él no le importaba. Bolas de fuego estallaban contra su piel, pero tampoco le importaba. Sentía que le corría sangre por la espalda, el pecho, los brazos. Los mezzoloths lo acorralaban y él rugía y mataba, rugía y mataba.

De repente, una oscuridad impenetrable lo envolvió. Ciego, siguió arremetiendo contra todo lo que se le ponía a tiro. No sabía si los mezzoloths podían verlo en la oscuridad, pero era igual. Seguía desgarrando y matando aunque lo iba ganando la debilidad.

Pharaun observó a Jeggred mientras se lanzaba por el estrecho sendero y saltaba en medio de una masa de mezzoloths que lo esperaban. El draegloth se desvaneció bajo una avalancha de cuerpos negros, y Pharaun no volvió a pensar en él.

El klurichir descendió en la retaguardia del ejército yugoloth y abrió una brecha en sus filas con el hacha. Nycaloths y mezzoloths se arracimaron a su alrededor, hachas y sables golpeaban su carne. Su rugido atravesaba todo el campo de batalla.

La multitud de arañas se derramó montaña abajo como una avalancha y chocó con las líneas yugoloth. Los mezzoloths respondieron con nubes de mortífero gas verdoso, dejando pilas de arañas muertas; pero la multitud seguía avanzando, devorando todo lo que encontraba a su paso.

El ultroloth sobrevolaba la batalla en dirección a Pharaun, a la distancia aproximada de un tiro de ballesta. Ocho nycaloths acompañaban al poderoso ultroloth, cuatro a cada lado. Cada uno de los nycaloths evocaba un poder mágico innato y daba lugar a múltiples imágenes especulares que se formaban en torno a él. Esas ocho se convirtieron en más de treinta. Pharaun no distinguía las verdaderas de las ilusorias.

La mitad de los nycaloths batían las alas, blandían sus hachas encantadas y volaban hacia Pharaun. El ultroloth los seguía, sosteniendo una espada en una mano y dos varas de cristal en la otra. Los demás nycaloths se desviaron hacia un lado, hacia el saliente, hacia las sacerdotisas.

—¡Cuidado, señora! —le gritó Pharaun a Quenthel.

Ella lo oyó y alzó la vista.

Quenthel vio que los escamosos y verdes yugoloths se lanzaban contra ella. Quenthel detuvo su descenso por el sendero, cogió su símbolo sagrado y empezó un encantamiento. A su lado, también Danifae empezó a entonar un conjuro.

Los yugoloth están habituados al rayo, señora, le dijo Yngoth al oído, y al fuego y al hielo.

Quenthel asintió mientras seguía con sus conjuros. Lo sabía todo sobre los yugoloths y suponía que habrían aumentando sus resistencias innatas con protecciones mágicas. No tenía intención de utilizar ninguna de esas energías. En lugar de eso, cuando completó su conjuro, una cobertura de energía azul relució en torno a cada uno de los nycaloths que se aproximaban. La magia del conjuro eliminó toda la humedad del interior de los cuerpos de los nycaloths: agua, saliva, sangre. Las criaturas sólo tuvieron un momento para lanzar un alarido de agonía antes de que el conjuro de Quenthel los dejara reducidos a unos pellejos huesudos que cayeron al suelo.

Pero la suma sacerdotisa apenas tuvo un momento para disfrutar con su destrucción antes de que Danifae la golpeara en la nuca con su estrella matutina.

Sintió un dolor agudo en la cabeza y no vio nada más que chispas. Se le nubló la vista y se tambaleó, pero no cayó. El golpe habría podido matar a cualquiera, pero los conjuros de protección de Quenthel amortiguaron el impacto.

Golpeó a ciegas hacia atrás con su látigo y no dio contra nada. Las serpientes sisearon, furiosas.

Desde atrás le llegó la voz de Danifae.

—He aquí la prueba final, zorra Baenre. Aquí estamos, tú y yo. Es hora de ver quién es la Yor’thae.

Quenthel se tocó la nuca. La sintió caliente y pegajosa por la sangre, pero ya se le empezaba a aclarar la vista. Se dio la vuelta con el látigo y el escudo en ristre.

—Deberías haberte asegurado de matarme con ese golpe, muchacha —dijo.

Danifae revoleó su estrella matutina.

—Ahora mismo pondré remedio a eso —dijo.

Halisstra se despertó al otro lado del Paso del Ladrón de Almas. El ruido de la batalla, el entrechocar del acero con el acero, los gritos de los moribundos la hicieron volver en sí.

El estruendo quedó superado por las palabras que todavía le resonaban en la cabeza:

Acepta lo que eres.

Lo haría. Y con el poder que le había concedido Lloth mataría a Danifae Yauntyrr.

Su mano se cerró sobre la empuñadura de la Espada de la Medialuna que estaba junto a ella, sobre la roca.

Se incorporó y se encontró en un saliente, en lo alto de la ladera de la montaña. El Paso del Ladrón de Almas se abría a sus espaldas. Las almas salían en torrente de él y pasaban a su lado.

El fuego había ennegrecido la roca del saliente, derritiéndola en algunos lugares. El suelo estaba cubierto de arañas quemadas cuyas patas chamuscadas se curvaban bajo los cuerpos. El pelo de sus caparazones también estaba quemado.

—¿Una señal, Reina Araña? —le preguntó a Lloth.

Nada.

Entonces una brisa removió a las arañas muertas y las envolvió en un remolino. Halisstra las observó, sus pequeños cuerpos flotaban al azar, caóticamente llevados por el viento. Sintió pena por ellas.

Mientras contemplaba a las arañas muertas, sintió una emoción que le recorría el alma. Sonrió, con una sonrisa fiera, cargada de odio. Por fin lo entendía.

Lloth le había dicho que aceptara lo que era.

Ansiosa, se puso de pie y estudió la faz de la montaña.

Allí estaba. Una grieta estrecha, como una ranura.

—Ahora lo entiendo —dijo.

Halisstra clavó su espada en ella hasta la mitad, asió la empuñadura con ambas manos y dio un tirón hacia abajo. La hoja resistió su intento. Volvió a probar. Una vez más. Rugió y volvió a intentarlo.

La Espada de la Medialuna se partió con un destello de luz carmesí. Cuando el acero se partió, también se rompió algo en el interior de Halisstra. Las lágrimas empezaron a correr por su rostro sin que ella supiera por qué. La diminuta semilla de la duda, del odio, el núcleo anhelante de poder que ocupaba el centro de su ser, se abrió plenamente y floreció. Se sintió tal como se había sentido antes de la caída de Ched Nasad, como si los últimos tiempos hubieran sido un sueño.

No, se dio cuenta, un sueño no, una prueba. Y por fin la había superado.

Era Halisstra Melarn, Primera Hija de la casa Melarn, servidora de la Reina Araña, y sabía lo que tenía que hacer.

Tenía que matar a Danifae.

Necesitaba matar a Danifae tanto como antes había pensado que tenía que redimir a su antigua esclava.

Halisstra vio que la hoja de la espada rota se tornaba negra en su mano, se doblaba y moría como las arañas que cubrían el saliente.

Ahora tenía su nuevo símbolo sagrado. Su propio signo.

Las plegarias que había memorizado en nombre de Eilistraee, la magia que había almacenado en su cerebro para usarla contra Lloth, salió de ella. Suspiró, se sintió débil y sólo la pared de roca contra la que se apoyó impidió que cayera al suelo.

Halisstra estaba vacía, despojada.

Una pequeña araña negra surgió de una hendedura de la roca y trepó hasta su mano, la mano que sostenía la espada rota. La miró mientras le clavaba los colmillos en la carne.

No sintió dolor, más bien un frío que inundó su ser. El veneno entró en sus venas y a medida que se difundía por todo su cuerpo le trajo…

Halisstra arqueó la espalda y gritó mientras los conjuros que Eilistraee había eliminado de su mente eran restaurados por Lloth. Volvió a verter lágrimas, pero al menos sabía por qué.

Desbordada de poder, se enjugó la cara y corrió hasta el borde del saliente.

Allá abajo se libraba una batalla entre demonios, yugoloths y drows.

La ciudad de Lloth se veía a la distancia, una red infinita que reverberaba sobre una hondonada sin fondo, y los condenados de Lloth se quemaban con llamaradas color violeta en el cielo.

Halisstra no prestó mucha atención a nada. Sólo tenía ojos para Danifae Yauntyrr, que luchaba contra Quenthel Baenre en un estrecho sendero que partía del saliente.

Sosteniendo en la mano su símbolo sagrado, Halisstra entonó una plegaria a Lloth. Cuando completó el conjuro, sintió que su fuerza se incrementaba. La sensación de volver a formular conjuros en nombre de Lloth la hizo sonreír.

Cuando estuvo lista, sacó la espada de Seyll de la vaina que llevaba a la espalda y corrió por el sendero hacia su antigua prisionera de guerra.

Pharaun levitaba en el aire y observaba a los nycaloths que se le venían encima. Extrajo un pequeño frasco de cristal de fuego de su piwafwi se empapó los dedos con la sustancia pegajosa, inflamable, y apresuradamente recitó las palabras de un poderoso encantamiento. Cuando terminó, seleccionó mentalmente algunos puntos en el aire, junto a los nycaloths, que volaban hacia él, junto a los nicaloths que volaban hacia las sacerdotisas y unos cuantos puntos al azar entre los mezzoloths que evolucionaban por el terreno.

Pequeñas bolas de fuego aparecieron en los lugares que él había elegido y explotaron en ráfagas de fuego, pequeñas pero increíblemente intensas. Los nycaloths rugieron. La explosión los desvió de su curso y describieron varios trompos. Uno de los cuatro que venían hacia él cayó al suelo echando humo, arrastrando en pos de sí sus imágenes especulares.

Los yugoloths eran resistentes al fuego, pero no a un fuego de la intensidad del que podía provocar Pharaun.

Desde abajo, los mezzoloths respondieron al conjuro de Pharaun y seis decenas de bolas de fuego explotaron a su alrededor. Sus conjuros protectores lo defendieron parcialmente, pero sus ropajes no mágicos se prendieron fuego y se le chamuscó la piel.

La explosión lo hizo girar como una peonza y procuró por todos los medios reorientarse. Por fin vio a los tres nycaloths, que avanzaban hacia él. En el preciso momento en que preparaba otro conjuro, los tres nycaloths desaparecieron.

«Teleportación», pensó Pharaun al tiempo que lanzaba una maldición.

Antes de que pudiera pensar en una respuesta, aparecieron a su lado.

Sólo tuvo un atisbo caótico de cuerpos musculosos, cubiertos de escamas, de hocicos armados con afilados colmillos, de negras cornamentas y batir de alas, armaduras, garras y hachas.

El acero y las garras lo atacaron por todos los flancos. Su piwafwi, tan difícil de atravesar como una armadura, repelió la mayor parte de los ataques, pero una garra lo hirió en el hombro y empezó a sangrar.

Se elevó por el aire en línea recta y describió un pronunciado rizo en el aire. Su campo visual pasó del suelo a las montañas, al cielo y otra vez al suelo. Los nycaloths y sus duplicados ilusorios lo persiguieron, hostigándolo permanentemente, pero él los superaba en agilidad en el aire.

Mientras volaba, pronunció las palabras arcanas de su siguiente conjuro. En la mitad del encantamiento, sacó un pequeño espejo de cristal y lo sostuvo en la palma de la mano.

Uno de los nycaloths pasó volando a su lado y lo cogió por el tobillo. Otro chocó con él por el otro lado. Los tres empezaron a girar como un torbellino enloquecido. La fuerza centrífuga hizo que un nycaloth lo soltara.

Pharaun era incapaz de distinguir entre arriba y abajo. Pasaba del suelo al cielo, del suelo al cielo, del suelo al cielo.

Un rayo del ultroloth lo alcanzó de lleno. No produjo el menor efecto en el nycaloth —pues su raza era inmune al rayo— pero su poder penetró en las protecciones de Pharaun, le laceró la piel en varios puntos e hizo que se le pusieran los pelos de punta. Rechinó los dientes y siguió formulando conjuros.

El nycaloth que luchaba con él cuerpo a cuerpo le rugía en el oído y agitaba frenéticamente las alas y las garras. Pharaun lo mantenía a raya lo mejor que podía mientras desgranaba su conjuro.

Las garras abrieron el piwafwi de Pharaun, le desgarraron la piel del tórax y de la herida empezó a manar sangre, pero Pharaun consiguió pronunciar la última palabra de su conjuro mientras al mismo tiempo golpeaba al nycaloth que lo sujetaba con el frasco de cristal que tenía en la mano. Hubo un destello de energía verde y el rugido del nycaloth se interrumpió abruptamente al surtir efecto la magia.

Todo el cuerpo de la criatura se convirtió en cristal traslúcido.

Empezó a caer, junto con sus dobles ilusorios, arrastrando a Pharaun con él.

Pharaun consiguió desasirse de su firme garra. Observó con satisfacción cómo la criatura transformada se hacía añicos al dar contra el suelo. Otros dos nycaloths y sus duplicados ilusorios describían círculos a su alrededor rugiendo sin cesar.

Pharaun se volvió y escapó de ellos, esquivando una serie de almas drows ardientes y reuniendo energía para otro conjuro.

Miró de soslayo a la derecha, al ultroloth. Ya había un globo reverberante de energía mágica alrededor de él, y la criatura estaba en plena tarea de lanzar otro conjuro. Pharaun sabía que el globo haría invulnerable al ultroloth a muchos de sus conjuros menos poderosos.

Pharaun se alzó en el aire y giró hacia la derecha. Los torpes nycaloths le pasaron al lado, maldiciendo.

Con la esperanza de desbaratar el conjuro del ultroloth, Pharaun sacó un cono de cristal de su piwafwi y realizó a toda prisa un encantamiento.

Casi todos los conjuros que protegían la persona de Pharaun se desactivaron al mismo tiempo debido al contraconjuro del yugoloth.

Pharaun lanzó una maldición. El ultroloth debía de ser muy poderoso para eliminar así su magia protectora.

Pharaun apartó de su mente que ahora era vulnerable y acabó su propio conjuro. Voló hacia el ultroloth, pronunció la última palabra, se llevó el cono a los labios y sopló.

Una ráfaga de hielo y escarcha surgió y envolvió al ultroloth. La criatura retrocedió girando sobre sí misma, cubierta por un manto de frío helador.

Pharaun se dio cuenta de que su conjuro había hecho daño al ultroloth, pero no lo había matado.

Describió un círculo en el aire y volvió a mirar a los nycaloths.

No los vio por ninguna parte. O bien habían abandonado el campo o bien se habían vuelto invisibles.

Ascendió a toda prisa, previendo a cada aliento un golpe de hacha. Activó su capacidad para ver a las criaturas invisibles. El poder le llegó justo a tiempo para ver a los nycaloths, que venían rápidamente hacia él desde lados opuestos enarbolando sus hachas.

Trató de esquivarlos, pero no fue lo bastante rápido para impedir que un hacha se le clavara en el hombro. La otra le hubiera partido el cráneo, pero consiguió esquivarla casi por completo en el último momento, de modo que sólo le hirió el cuero cabelludo.

Ante su cara todo eran aleteos. Los nycaloths tiraban de su piwafwi, lo atacaban con sus garras. Se valió del anillo de vuelo para resistirse a sus tirones, pero cada vez bajaba más.

En el suelo lo esperaban cientos de mezzoloths.

Sangrando y un poco mareado, Pharaun pronunció la palabra única de uno de sus conjuros más poderosos. El encantamiento usaba el sonido como arma, y Pharaun pensó que era poco probable que los yugoloths se hubieran protegido contra la energía sónica.

Cuando la magia surtió efecto, sintió que se le acumulaba en la garganta. Dejó que así fuera y después la exhaló con un grito potente que resonó sobre el campo de batalla. La magia del grito pasó entre y a través de los nycaloths, matándolos, y continuó su camino descendente en una oleada invisible, hasta que impactó en los mezzoloths, que estaban aguardando. Mató a más de la mitad de ellos.

Pharaun enderezó su trayectoria en el aire, sangrando profusamente por las heridas infligidas por las garras de los nycaloths. Decidió enfrentarse al ultroloth. En el espacio que quedaba entre ellos, las almas ardían, retorciéndose de dolor.

Quemado y herido como estaba, Pharaun se sintió identificado con ellas.