Capítulo dieciocho

Miles de millones de ojos poliédricos relucían en los agujeros situados a espaldas de Inthracis. Sentía aquellas miradas a través de su ropa como si se tratara de un peso aplastante. El chasquido de las mandíbulas de los innumerables arácnidos no dejaba de sonar en sus oídos.

Podía percibir el nerviosismo que reinaba entre el regimiento. Los demonios avanzaban con desazón, mirando furtivamente hacia atrás. Con alma o sin alma no se esperaban esto.

Ni un paso atrás, proyectó Inthracis en la mente de los oficiales.

Él siguió dando la espalda a la Red Infinita y a la ciudad móvil de Lloth. Inthracis no quiso volver a contemplar el abismo interminable, las caóticas cuerdas de la red sin fin, la absurda ondulación y los gruñidos metálicos de la metrópolis de Lloth.

Y los ojos.

Millones y millones de arañas y de otros arácnidos, incluidas las miles de viudas abismales y los cientos de yochlols, atestaban los lejanos confines de los planos. Miraban en dirección a las montañas, hacia el Paso del Ladrón de Almas, hacia Inthracis y su regimiento. Inthracis no había visto en toda su vida una horda tan numerosa, ni siquiera durante la Guerra de la Sangre. Parecía que se hubieran reunido allí todos los arácnidos de la Red de Pozos Demoníacos, alineados ante la ciudad de su diosa.

Se habían producido muchos momentos de tensión antes de que Inthracis tuviese la certeza de que la horda de arañas no lo atacaría. Aparentemente, se habían reunido no para luchar sino para ser testigos.

De todos modos, la constatación preocupó a Inthracis. Significaba que Lloth había planeado, o al menos previsto, la implicación de Inthracis. Lo cual lo reconfortó al recordar que Lloth era un demonio, caos materializado, y no aceptaría, no podría aceptar, por su propia naturaleza, una salida predeterminada. La materia seguía sometida al caos.

Tal vez el ataque de Inthracis facilitaría la creación o la aparición de la Yor’thae. Tal vez él mismo acabara matando a las tres sacerdotisas y la propia Lloth moriría. Tal vez, tal vez.

Consideró la posibilidad de no cumplir su promesa a Vhaeraun y volver a la Sima Sangrienta, pero sabía que la venganza del Dios Enmascarado no tardaría en caer sobre él. Quizá Vhaeraun lo estaba vigilando en ese momento.

Inthracis se resignó a representar su papel. Si Lloth le permitía que atacase a las sacerdotisas, las atacaría. Si no se lo permitía, las dejaría en paz.

No transmitió ninguna de estas dudas al regimiento, por supuesto. Pero les proyectó mentalmente:

Si tuvieran intención de atacarnos, ya lo habrían hecho. Permaneced tranquilos. No durará mucho.

Acarició a Carnicería y Matanza, que gruñeron suavemente por toda respuesta. También ellos parecían inquietos. Miró a su alrededor y se preguntó por qué razón se involucraba en las obras de los dioses.

Las Llanuras de las Almas lo rodeaban. Era una planicie rocosa agrietada que cubría la media legua que se extendía entre las montañas y la Red Infinita. Las hendeduras de la roca escupían bocanadas de fuego y chorros de ácido hacia el cielo. Una fina capa de gas verde cubría el terreno sin llegar a ser opaca, pero era suficiente para distorsionar la percepción de Inthracis.

Delante de él, las llanuras limitaban con las montañas. Detrás… se terminaban, como si las hubiesen borrado. Y donde terminaban se abría un abismo infinito, un negro y vacío agujero en la realidad que no tenía fin. Extendiéndose desde él hasta el infinito, estaba la Red Infinita de Lloth.

Inthracis no se dio la vuelta, pero vio mentalmente la red: cuerdas de seda, la mayoría de cincuenta pasos de diámetro, o más, tendidas en el vacío eterno.

La ciudad de Lloth se asentaba entre las cuerdas y era una metrópoli caótica desde el punto de vista arquitectónico, que recordaba en cierto modo a una enorme araña, con patas igualmente enormes extendidas sobre una tela todavía mayor. Hasta la más gigantesca de las telarañas vibraba en aquella red.

La ciudad era un gigantesco conglomerado de metal y cuerdas, con estructuras envolventes de capas de telaraña superpuestas sin orden ni concierto. Sólo tenía sentido la posición del tabernáculo piramidal de Lloth: coronaba la ciudad, luciendo como un faro de luz violeta. Las almas transformadas caminaban por los paseos de la ciudad, las redes y los caminos, como insectos condenados de una colmena. Los brillantes espíritus a los que no se había transformado aún en carne eterna revoloteaban en torno a la metrópoli como luciérnagas frustradas.

Miles de millones de arañas tejían las cuerdas de la Red Infinita en torno a la ciudad. Algunas vivían en agujeros y en túneles excavados en las cuerdas. Otras correteaban por la superficie. Todas se alimentaban unas de otras. Sólo tenían una larga vida las más fuertes.

Inthracis apartó la ciudad de su mente y se centró en el cometido que lo había llevado allí.

Ante él se erguían los titánicos picos de piedra, cuyas cimas rozaban el cielo. Las afiladas laderas estaban sembradas de grietas y agujeros de los que salían y en los que entraban otros tantos millones de arañas.

El Paso del Ladrón de Almas, como una negra boca en la roca, abría sus labios con una extensión equivalente a tres tiros de lanza en la ladera cortada a pico de la más alta de las montañas.

Una fila rápida de espíritus brillantes fluía por la abertura del paso y se alargaba en el aire hacia la ciudad de Lloth. Pocos lo atravesaban indemnes.

De las grietas abiertas en las rocas de la llanura surgían cortinas de energía mágica que envolvían a las almas en el momento en que pasaban por encima. Los espíritus ardían por todas partes, parecían chispas despedidas por un fuego resplandeciente. Después de una convulsión que podía durar unos segundos o doscientos, las llamas liberaban el alma cautiva, y el espíritu volaba libre hacia la ciudad de Lloth. Inthracis supuso que la incineración representaba una especie de purgatorio.

Inthracis envió a sus sargentos nycaloth el siguiente mensaje:

Restableced la formación de las tropas. Cuando las sacerdotisas drows salgan del Paso del Ladrón de Almas, les tenderemos una emboscada de conjuros. Estarán sin protección. Y nosotros podremos acabar con ellas.

Si las sacerdotisas sobrevivían a la primera serie de conjuros, tendrían que avanzar o volar por el estrecho desfiladero. Inthracis y sus tropas las atacarían mientras descendían y las estarían esperando si alcanzaban las Llanuras de las Almas.

Los nycaloths, volando sobre la compacta hueste de mezzoloths, gruñían sus órdenes a diestro y siniestro, consiguiendo que éstos volviesen a la formación. El regimiento adoptó una configuración bastante aproximada al cuarto creciente de la luna, en la base de la rampa que llevaba al Paso del Ladrón de Almas. Las puntas erizadas de púas de sus sables brillaban con destellos mágicos. Los oficiales siguieron cerrando el círculo de sus tropas frente al Paso. Cada uno de ellos iba armado con un hacha dotada de un poderoso encantamiento.

Inthracis se quedó cerca de la retaguardia de sus fuerzas, rodeado de canoloths.

Inthracis supuso que las sacerdotisas estarían a punto de cruzar desde el otro lado del Paso. Formuló una serie de conjuros defensivos sobre su persona y ajustó su visión para poder percibir a las criaturas mágicas e invisibles, incluso a las formas etéreas. Nada de la ladera de la montaña podría escapar a su vista.

Muy pronto, el Paso del Ladrón de Almas escupiría a las sacerdotisas de Lloth. Y cuando eso ocurriera, Inthracis estaría preparado. Sus tropas iban a tener un espectáculo digno de verse.

Pharaun volvió en sí en lo que supuso que era el otro lado del Paso del Ladrón de Almas. Ante él se extendía la negra abertura. Las almas salían y se alzaban por encima de su cabeza, alejándose del lugar. Pensó en el Ladrón, en las almas que nunca conseguirían cruzar el desfiladero, y un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza.

Después de haber sido engullido por la criatura, no había sentido ni visto nada más. No recordaba haber cruzado el Paso. Esos momentos o esas horas no existían para él. Recordó una voz susurrante, difuminados gritos y dolor agónico, pero los acontecimientos quedaban tan lejanos en su memoria que también podrían haberle ocurrido a otra persona.

«El desafío del paso no es para ti —le había dicho Quenthel—. El Ladrón sólo tomará de ti una muestra».

Una muestra.

Se sintió un poco disminuido, pero no sabía cómo expresarlo. Trató de pensar en algo ingenioso, pero no se le ocurrió nada. Tal vez era una consecuencia de su humillación.

Con el ojo de su mente vio las fauces abismales del Ladrón, sus insidiosos susurros. Él no podía ayudar, sólo suponer lo que Quenthel había experimentado.

Estaba sobre el suelo rocoso, al otro lado de lado de las montañas de Lloth, boca arriba y con la mirada fija en el cielo nublado y gris. No veía el sol, aunque una débil claridad iluminaba el paisaje. Se sintió como si hubiera viajado a través de las montañas para encontrarse en otro mundo, en otro plano. Sabía que el lugar donde estaba descansando en ese momento estaba relacionado con la tierra que había abandonado, porque Lloth ejercía su imperio sobre ambas, porque el Paso del Ladrón de Almas las conectaba.

Se llevó la mano a la sien y comprobó que recorrían su piel pequeñas arañas. Oyó un chisporroteo, como si se estuviese asando carne. No pudo localizar la fuente del ruido. Sobre él voló un alma, luego otra.

Volvió la cabeza y vio que Quenthel yacía a su lado con los ojos cerrados. Su cara estaba arrugada. Sostenía en la mano su símbolo sagrado. Su cuerpo había recobrado el tamaño normal.

El mago trató de tragar saliva, pero tenía la garganta seca. Se sacudió las arañas, se sentó y…

A su izquierda yacían inconscientes Jeggred y Danifae. Los miró por un instante antes de que la realidad se le echase encima.

¿Cómo habían acabado allí todos ellos? Debían de haber entrado en el paso muy por detrás de Pharaun y Quenthel.

Sopesó la idea de matar a Jeggred, pero se tragó el impulso. Quenthel le había permitido vivir incluso después de que el draegloth la hubiese atacado. Pharaun no se atrevió a actuar con tanta osadía.

Con un escalofrío debido a la frustración, alargó la mano para tocar a Quenthel.

—Señora —le susurró al oído mientras la sacudía ligeramente.

Ella se estremeció, masculló algo incomprensible, pero sus ojos permanecieron cerrados.

Jeggred dejó escapar un gruñido. Las manos de lucha del draegloth se cerraron. Pharaun se preguntó por un momento lo que podría haber visto Jeggred en su viaje a través del Paso del Ladrón de Almas, luego decidió que era mejor no saberlo.

De un salto quedó erguido sobre sus piernas temblorosas.

A su alrededor se produjo una explosión de fuego que inundó la plataforma rocosa de luz y calor. Sus protecciones mágicas le evitaron cualquier daño grave que pudieran haberle producido las llamas; pero la explosión dejó sus pulmones sin aliento, escaldó su piel expuesta y lo tiró al suelo cuan largo era.

Se puso de pie, parpadeando, miró a Quenthel y vio que también había salido de la explosión relativamente indemne, en parte debido a que estaba boca abajo. Por desgracia, Danifae y Jeggred estaban ennegrecidos, pero vivos.

Otra explosión hizo temblar la plataforma rocosa, luego otra. El calor estaba fundiendo las rocas. El humo hizo llorar los ojos de Pharaun. Arañas chamuscadas empezaron a caer desde lo alto, como si se tratase de nieve negra.

«Por todos los infiernos ¿qué está pasando?», se preguntó.

Rozando la plataforma pasó un ardiente rayo que arrancó fragmentos de piedra que fueron a clavarse en la cara de Pharaun, en la de Quenthel y en las carnes de Jeggred.

Las serpientes de Quenthel se reanimaron e hicieron oír sus silbidos, y tras ellas lo hizo también su señora.

A la izquierda de Pharaun, también Jeggred dio señales de vida, con las manos internas laceradas por las esquirlas de piedra clavadas en su carne. Danifae se incorporó apoyándose sobre un brazo y miró a su alrededor, asombrada.

Durante un largo rato, los cuatro se quedaron mirándose unos a otros.

Una nueva explosión hizo temblar la plataforma.

—¿Qué está pasando? —gruñó Jeggred, al tiempo que se ponía de pie de un salto.

Danifae también se puso de pie y se dirigió a Quenthel.

—Parece que ambas hemos pasado la prueba del Ladrón de Almas, señora Quenthel.

Las serpientes de la aludida silbaron a la antigua cautiva de guerra.

—Eso parece —asintió Quenthel.

Pharaun empezó a reptar en dirección al borde de la plataforma, pero antes de que lo alcanzara quedó oculto por una impenetrable nube de vapor blanco y bañado por un aluvión de ardientes ascuas. Pharaun reconoció el conjuro: una nube incendiaria. Las ascuas olieron en la piel del mago y abrieron ardientes heridas a pesar de sus conjuros protectores. Pharaun se echó sobre la cabeza la capucha de su piwafwi encantado. Las ascuas seguían alcanzando sus manos y rechinó los dientes para soportar el dolor.

El hedor de la carne y el cabello chamuscados invadió sus fosas nasales.

Jeggred aulló de dolor. Las sacerdotisas gruñeron por las quemaduras.

A través de la espesa niebla Pharaun no podía ver dos palmos más allá de sus narices.

Un segundo rayo rasgó la niebla, hizo temblar la plataforma rocosa y lanzó a Pharaun contra la ladera. Las ascuas se esparcieron en todas direcciones por la explosión, agujereando la piel expuesta.

—¡Desactiva el conjuro de la nube, señora! —gritó Pharaun y no se preocupó de cuál de las sacerdotisas le prestaba atención—. Yo me ocuparé de nuestra protección.

De ambos lados le llegaron las voces de Danifae y Quenthel, que pronunciaban sus conjuros. Sonaban al unísono, misteriosamente incorpóreas en la nube ardiente. Jeggred gruñía, era el dolorido e irritado gruñido de un animal herido.

Pharaun esperó a que las sacerdotisas se adentrasen en su conjuro antes de iniciar el suyo. Sacó una pizca de polvo de diamante de su piwafwi y recitó rápidamente un conjuro que establecería una esfera de fuerza mágica alrededor de ellos. No sabía exactamente dónde estaba Quenthel, de modo que había escogido un conjuro que hiciera una esfera lo más grande posible.

Las sacerdotisas concluyeron simultáneamente sus conjuros, y uno de ellos, o ambos, hicieron desaparecer la nube mágica en un abrir y cerrar de ojos.

Ambas sacerdotisas blandían sus símbolos sagrados en lugares opuestos de la plataforma. Jeggred se acurrucó cerca de Danifae, rodeándola protectoramente con sus brazos. La pelambrera del draegloth aún humeaba.

Las sacerdotisas se miraron la una a la otra mientras Danifae sostenía su trozo de ámbar y Quenthel su disco de azabache.

Pharaun no tenía modo de saber cuál de los conjuros había hecho desaparecer la nube, y la incertidumbre lo desazonaba. Todo lo que tenía que ver con el pasado reciente le producía inquietud.

Pese a ello mantuvo su concentración y terminó su propio conjuro. Cuando hubo pronunciado la última palabra, tomó forma una esfera transparente de fuerza mágica que envolvió toda la plataforma, cubriendo a los expedicionarios.

Otra bola de fuego y otro rayo chocaron contra la esfera y produjeron una explosión de luz, pero ninguno de los dos rompió el conjuro de Pharaun.

Jeggred se puso de pie cuan largo era y echó una mirada a Quenthel. Tenía sangre seca apelmazada en sus garras y alrededor de la boca. Pharaun imaginó que pertenecía a una de las eilistraeeanas.

—Señora —imploró Pharaun—, mi conjuro no aguantará mucho.

—Claro que no aguantará —respondió Quenthel—. Eres un varón.

Pharaun hizo caso omiso del desprecio, avanzó reptando y miró más allá de la plataforma. Los demás hicieron lo mismo.

Un sinuoso sendero, bordeado de afilados salientes, bajaba por la empinada ladera de la montaña hasta una plataforma acribillada de simas, cráteres y pozos de veneno ácido. En el aire flotaba una neblina verde, y Pharaun parpadeó a causa de la acidez que desprendía. A través de la neblina, el mago vio…

Un ejército.

—Yugoloths —exclamó Pharaun—. Al menos unos quinientos.

—Mercenarios —confirmó Quenthel y sus serpientes sisearon.

Nycaloths escamosos de cuatro brazos sobrevolaban y vigilaban desde el aire a una fuerza compacta de mezzoloths insectoides. Los rechonzos mezzoloths, con aspecto de escarabajo, estaban armados de largas lanzas en sus cuatro brazos, en tanto que los nycaloths enarbolaban un hacha de combate encantada. Estaban en formación de medialuna al fondo del camino, constituyendo un muro de armas y carne. Pharaun sabía que los yugoloths eran resistentes a casi todas las formas de energía. Supuso que la mayoría había usado la magia para reforzar su innata resistencia. Luchar contra ellos no iba a ser tan sencillo como lanzarles una bola de fuego, pero él ya había matado demonios con anterioridad.

Escrutó el grueso del ejército buscando al ultroloth que estaba al mando. Tanto los nycaloths como los mezzoloths eran seguidores y súbditos de los archimagos yugoloth.

La bruma le impedía ver con claridad los detalles, pero…

Allí estaba.

Casi en las últimas filas se ocultaba un ultroloth calvo y de piel grisácea. Incluso a esa distancia, Pharaun sintió el peso de sus ojos enormes y negros. Dos canoloths extraordinariamente largos, protegidos con claveteadas corazas, lo flanqueaban. El ultroloth estaba vestido de negro, la espada a la cintura, y un carcaj lleno de varillas sujeto al muslo. En la mano sostenía también una varilla.

Las almas seguían saliendo del paso y volaban sobre sus cabezas. Cuando los espíritus alcanzaban las llanuras, el aire las capturaba y explotaban en lenguas de fuego violeta. Ardían allí por un tiempo, retorciéndose en el aire por encima del ejército yugoloth, antes de quedar libres. Las llamas recordaron a Pharaun el fuego feérico, la defensa de fuego inocuo que la mayoría de los drows podía invocar.

—El Purgatorio —informó Quenthel, aparentemente más interesada en los espíritus que en el ejército yugoloth.

—Donde se quema la debilidad —añadió Danifae.

—Hablando de debilidad… —interrumpió Pharaun mirando hacia el ejército yugoloth.

Mientras ellos observaban, muchos mezzoloths abrieron las palmas de sus manos y en ellas aparecieron bolas de fuego. Las lanzaron hacia la plataforma, donde chocaron con el muro de fuerza y explotaron.

Por instinto, los drows se cobijaron en el extremo contrario de la plataforma, pero el fuego no hizo mella en el conjuro de Pharaun. Los viajeros volvieron a mirar a hurtadillas.

El ejército seguía en su sitio.

—¿Por qué no se lanzan sobre nosotros? —preguntó Jeggred.

—¿Por qué habrían de hacerlo? —respondió Pharaun—. Quedarían apretujados en el sendero.

Pharaun sabía que los cuatro drows podían bloquear durante días el estrecho sendero que conducía a la plataforma. Los yugoloths esperaban poder obligarlos a bajar bombardeándolos con conjuros o simplemente esperando. Ninguno de los cuatro habían hecho todo el camino hasta las mismísimas puertas de la ciudad de Lloth sólo para darse la vuelta.

—No podemos retroceder —dijo Danifae, expresando con palabras el siguiente pensamiento de Pharaun—. Y tenemos que seguir adelante.

—Desde luego que lo haremos —dijo Quenthel con indisimulado desdén—. Ellos son la prueba final.

—¿Lo son realmente? —preguntó Danifae.

Pharaun pensó que un ejército de yugoloths era una auténtica prueba, pero se calló. Paseó la mirada por el panorama y por primera vez miró más allá del ejército, más allá de las llanuras en ruinas, hasta alcanzar la ciudad de Lloth.

—Mirad —dijo, y no pudo evitar que su voz trasluciera su temor.

Media legua más allá terminaban las llanuras —abruptamente, como cortadas con una navaja— en un golfo de nada que se extendía infinitamente en todas direcciones.

Una telaraña de dimensiones monstruosas, extendida en el vacío, cuyos extremos se perdían en el infinito. Si se estableciese Menzoberranzan sobre sus cuerdas se vería insignificante.

La ciudad de Lloth, un amasijo de metal, telarañas, almas y arañas cien veces más grande que Menzoberranzan, se asentaba cerca del borde de la telaraña. Patas gigantescas, una grotesca amalgama de vida orgánica y metal, brotaban de la base de la ciudad y la fijaban a las cuerdas de la telaraña.

La metrópolis estaba coronada por un templo más o menos piramidal. Pharaun supo por intuición que la pirámide era el tabernáculo de Lloth. Sus grandes puertas estaban cerradas.

—Las criaturas de Lloth… —dijo Danifae, y Pharaun tardó un momento en comprender el significado de la frase.

En el límite donde se acababan las Llanuras de las Almas y empezaba la telaraña se había reunido una verdadera hueste: viudas abismales, driders, yochlols, miles de millones de arañas, incluso más de las que Pharaun había visto durante el Hostigamiento.

—Su telaraña lo cubre todo —murmuró Quenthel y tocó su símbolo sagrado.

—Y el mundo es su presa —concluyó Danifae—. Su hueste ha acudido como testigo.

—Debemos pasar entre los yugoloths —dijo Quenthel.

—Deben morir todos —añadió Danifae—. Su presencia aquí es una herejía.

Jeggred miró al ejército que esperaba allá abajo y gruñó. Pharaun sabía que eso presagiaba su frenesí combativo. De no haber sido por la muralla de fuerza, daba la impresión de que el draegloth fuera a saltar sobre la plataforma y a cargar contra los del sendero en cualquier momento.

Las serpientes de Quenthel rodearon su cabeza, y ella asintió a algo que le estaban comunicando.

—Debemos pasar —repitió Quenthel.

Danifae esbozó una amplia sonrisa y le dijo a Quenthel:

—Desde luego que debemos. Pide toda la ayuda que puedas, sacerdotisa.

Se miraron la una a la otra por un instante, luego retrocedieron en la plataforma, fuera de la vista de los yugoloths y empezaron a lanzar conjuros.

Una vez recobradas las dimensiones reales de su cuerpo, fuera del templo de Agrach Dyrr, Gomph desactivó el detector de conjuros que lo había reducido a una fracción de su tamaño. Invisible aún, comprobó que la poderosa fortaleza de la estalagmita empezaba a desintegrarse. Los edificios se desmoronaban desde los cimientos. La gran estalagmita y las paredes adamantinas vibraban. Los soldados de Dyrr huían desesperadamente a la carrera por las murallas en dirección a las escaleras, corrían por el suelo o saltaban desde los muros y levitaban hasta tocar tierra.

Gomph se habría echado a reír de no haber estado en riesgo su propia vida. Podría haber tratado de volar y alejarse de la fortaleza si no se hubiera olvidado los componentes del conjuro en su túnica, en Larikal, y si hubiera pensado que eso le habría permitido escapar. No lo había previsto.

La explosión iba a ser descomunal. No había modo de escapar.

Con su vista sensible a los detectores de conjuros, observó que la fuerza palpitaba a lo largo de la protección maestra y vio cómo iba extinguiendo las protecciones menores y absorbía su poder. Era una bestia que devoraba todo el poder mágico de la intrincada estructura defensiva de la casa Agrach Dyrr. En cuestión de momentos, lo vomitaría todo en una explosión capaz de hacer temblar la caverna de Menzoberranzan.

La acumulación de energía hacía que a Gomph le zumbaban los oídos.

La onda de poder llegó a las protecciones exteriores de la puerta y las paredes, y las absorbió.

Cayeron los techos de los edificios que rodeaban al archimago. Los drows gritaban. Las sacerdotisas impartían órdenes que nadie obedecía. Otro temblor descomunal sacudió el templo a sus espaldas, y la cúpula se desplomó provocando un aluvión de piedra y cristal. Gomph supuso que Yasraena, Larikal y los vrocks habrían muerto bajo su peso.

Pensó que era lógico que al final Lloth hubiera aplastado a los traidores.

Gomph se alejó del templo. Se preguntaba si las fuerzas Xorlarrin serían alcanzadas por la onda expansiva. Podía ser, daba la impresión de que se estaba reuniendo poder suficiente. La energía de todas las protecciones alimentaría la explosión. Sería más fuerte en el lugar del desencadenamiento, en el centro del templo derruido, y explotaría hacia afuera.

Miró hacia las puertas y vio cómo avanzaba la ola: un gran muro resplandeciente de fuerza arcana. La tierra formaba ondas ante ella.

Una idea empezó a rondar al archimago. La ola reunía y extinguía todas las protecciones a su paso.

Todas las protecciones.

¿Incluso la cerradura dimensional?

Su corazón se aceleró.

¿Podría haber cometido el lichdrow semejante error?

Gomph pensó que era posible. Estudió las protecciones que quedaban en pie mientras la ola de poder se aproximaba. La cerradura dimensional todavía resistía y no había forma de saber si la protección maestra también la absorbería. De ser así…

De ser así, Gomph tal vez pudiera preparar un conjuro final. Por fortuna, para ese conjuro no necesitaba ningún componente material.

Esperó… esperó.

La ola de poder avanzó por la protección maestra y pasó a su lado haciéndole perder pie.

¡Era el momento! La ola se llevó por delante la cerradura dimensional y golpeó el templo en ruinas. Toda la estructura relumbró, fue una palpitación de luz blanca cegadora.

Gomph gritó las palabras de su conjuro lo más rápido que pudo procurando no equivocarse en nada.

Haces de energía salían del templo en todas direcciones. Era inminente una explosión.

Gomph fue desgranando el conjuro. Una palabra, otra, otra más.

El templo despedía un resplandor incandescente como el del sol del Mundo Superior y explotó en una descarga sin igual de energía mágica. Gomph no llegó a completar su conjuro.

El dolor atravesó su cuerpo, un breve instante de agonía diferente de todo lo que había sentido jamás, y Gomph Baenre sabía bien lo que era el dolor.

Después, todo terminó.