Capítulo diecisiete

Halisstra puso un pie en el Paso del Ladrón de Almas y sintió que su cuerpo se estiraba a través del tiempo y del espacio. Apretó los dientes y se obligó a seguir adelante. Sintió náuseas, pero se contuvo.

Un sendero estrecho se extendía por delante y por detrás de ella. A ambos lados sólo había paredes desnudas, y una niebla le rodeaba los tobillos.

De la niebla le llegaron un alarido y un bisbiseo.

Apretó la Espada de la Medialuna. No estaba sola y lo sabía.

—Sal —dijo con una voz desafiante.

Por delante de ella, la niebla se arremolinó y se convirtió en una enorme serpiente cuyo cuerpo se extendía hasta el infinito. Unos ojos negros, vacíos, se clavaron en el alma de Halisstra y la obligaron a permanecer en su sitio. La serpiente abrió la boca y emitió un siseo. El sonido transformó en agua las piernas de Halisstra.

En las profundidades de la serpiente se debatían las esencias diminutas, parcialmente consumidas, de millones de almas que no lo habían conseguido. Sus gritos, llenos de desesperación, de terror, se lanzaron contra Halisstra. Procuró no perder terreno. Veía en ellas su propio destino, también ella era un alma fracasada. Pero eso, en vez de hundirla en la desesperación, la llenaba de ira.

—Mírame a la cara —dijo, sin saber si se dirigía a la criatura o a alguien más.

La serpiente volvió a sisear y se deslizó sinuosamente hacia ella. Las almas aullaban de dolor y de terror con cada movimiento de la criatura.

Halisstra miró fijamente las almas resplandecientes y se preguntó un instante si Ryld estaría atrapado dentro de la criatura. Decidió que no le importaba y dio un paso adelante.

Rugiendo, blandió la Espada de la Medialuna y atacó, saliendo al encuentro de la serpiente.

La multitud de gólems en miniatura se abalanzaba sobre Gomph. La transmutación que le permitía luchar le impedía formular ningún conjuro para detenerlos y no estaba dispuesto a abandonar su puesto encima del cuerpo principal del gólem.

Los más pequeños se arrastraban y trepaban por el cuerpo del gólem para llegar a Gomph. Había unos treinta o cuarenta. El archimago rugía y blandía su hacha.

Un gólem araña le saltó a la espalda, después otro, y los dos lo mordieron. Otros le subían por las piernas. Los conjuros de su armadura desviaban algunas pero no todas las mordeduras, y él no hacía más que gruñir de dolor.

Cogió a una de las criaturas por una pata y la arrojó encima del cuerpo del gólem, donde la partió con su hacha. Después hizo lo mismo con otra y otra más, esperando a que culminara el conjuro de transformación que le permitiera centrarse en lo que realmente lo preocupaba: la esfera prismática.

Sin dejar de maldecir, descargaba golpe tras golpe sobre las arañas. A cada golpe que daba, los pequeños gólems se hacían pedazos y de cada pedazo surgía otro gólem araña más pequeño. Cada vez que mataba a uno surgían cinco.

Estaba rodeado por un enjambre arrollador de arañas artificiales que venían a por él por todos lados, un enjambre de asesinas a las que no afectaban ni el miedo ni el remordimiento. En un momento dado, dejó de destrozarlas con su hacha y optó por tratar de espantarlas del cuerpo principal del gólem, pero a pesar de todos sus esfuerzos, momentos después estaba cubierto de ellas y su peso era tal que apenas podía moverse.

Trató de activar el poder de levitación de su broche de la casa Baenre, pero el peso de los gólems que llevaba encima era demasiado. No pudo levitar.

Los colmillos y las pinzas de los gólems atacaban a sus conjuros defensivos y se le clavaban en la carne. Gritaba de rabia, dolor y frustración. Su anillo trataba de curar las heridas que le infligían las arañas, pero eran demasiadas. Por cada araña que arrancaba de su cuerpo o expulsaba del gólem, había tres que ocupaban su lugar. Se las sacudía de las manos, de la cara, de las piernas. El dolor lo atenazaba. Rugía mientras luchaba y de no haber sido por la magia regeneradora de su anillo, a esas alturas ya habría estado muerto.

Con la brusquedad de un latigazo, su conjuro transformador acabó.

De golpe le volvió el conocimiento. Perdió la fuerza física y cayó abrumado por el peso de los gólems. Las técnicas de combate —fintas, volteretas, ataques— se borraron de su memoria como un sueño que se recuerda a medias. Volvieron a su mente su comprensión normal del Tejido: los gestos necesarios, las combinaciones de componentes, el lenguaje de lo arcano.

Gomph volvía a ser él mismo, y sufría. Tenía cien picaduras en la piel. La sangre empapaba sus vestiduras. En teoría, ya podía formular conjuros, pero el dolor lo superaba.

Pensando con rapidez, hizo lo único que podía hacer. Saltó de encima del gólem y cayó en el suelo. Se revolcó para desalojar de su piel la mayor cantidad posible de arañas. Después de eso, ya liberado de tanto peso, desencadenó la magia de levitación de su broche y se elevó por los aires.

Se desembarazó del resto de las arañas y se mantuvo suspendido, jadeando y tratando de recuperar el resuello, chorreando sangre.

Desde abajo lo miraban un millar de ojos. Las arañas chasqueaban las diminutas mandíbulas y agitaban las pinzas. Su broche sólo le permitía el movimiento vertical, de modo que cogió una pluma, componente difícil de encontrar en la Antípoda Oscura, y pronunció las palabras de un conjuro de vuelo. Cuando acabó, flotó hacia la derecha.

Al unísono, la multitud de atañas lo siguió, con los ojos enfocados hacia lo alto. Entonces se le ocurrió una idea…

Un sonido reverberante que llegada desde lo alto hizo que se volviera. Unas líneas verdes de energía mágica recorrían su muro de fuerza. Los magos Dyrr estaban tratando de desactivarlo, pero su primer intento había fracasado.

Era preciso actuar con rapidez. Voló más hacia la derecha y apartó a los gólems del cuerpo del gólem primigenio. Sacó de su túnica una piedra imán con forma de dedo con uno de los extremos cubierto de virutas de hierro.

Levitando por encima de la multitud de gólems pronunció las palabras de una poderosa transmutación. Cuando acabó, las virutas pasaron de un extremo del dedo al otro y formaron un área cilíndrica que se extendía desde el suelo hasta el techo. En su interior estaban Gomph y todos los gólems araña. Y ahora el arriba se convirtió en abajo.

Bajo el efecto de su conjuro de vuelo, Gomph se limitó a ajustar su orientación, se dio la vuelta y quedó flotando en el aire. Los gólems, en cambio, cayeron todos hacia el techo, como si hubieran caído por un precipicio. Gomph los esquivaba en su trayectoria. Dos se aferraron a él, pero se los sacudió y también se fueron hacia arriba. Todos se estrellaron contra el techo, pero eso no les causó demasiado daño.

Cuando todas las arañas estuvieron en el techo como si se tratara del suelo, Gomph pronunció las palabras de otro muro de fuerza y rodeó el área en la cual había invertido la gravedad. Los gólems no podrían salir andando del área afectada por su conjuro y caer al suelo. Estaban encerrados en ella.

Gomph no se paró a festejar su victoria. Voló hacia abajo, volvió a cambiar de postura cuando abandonó la zona afectada por su conjuro, aterrizó sobre el cuerpo del gólem primigenio y observó la esfera prismática. Podría haber usado uno de sus conjuros más poderosos para desbaratar la magia, pero eso hubiera significado anular por completo la magia en el interior del templo, lo que dispararía la protección maestra, liberaría a los gólems, obligaría a su alma a volver a su cuerpo y anularía sus muros de fuerza.

En lugar de eso, cancelaría la esfera mediante la aplicación de conjuros específicos. Cada uno de los siete colores de la esfera se anulaba formulando un conjuro determinado cuando aparecía la capa del color adecuado.

Mentalmente, Gomph pasó revista a los conjuros que necesitaría para eliminar las capas de la esfera. Para algunos de ellos iba a necesitar componentes materiales. Buscó en sus bolsillos y sacó esos productos: un diminuto cono de cristal, su piedra imán y una pizca de esporas de hongo desecado.

Contempló la esfera prismática, que pasaba por el ciclo de sus colores. Tenía que desactivar los colores en secuencia, empezando por el rojo y pasando luego al violeta. Existía la posibilidad de que la protección maestra complicara las cosas, pero Gomph no tenía tiempo para preocuparse por eso.

Preparó los conjuros.

La esfera se puso de color rojo. Gomph entonó una estrofa, se llevó el cono de cristal a los labios y exhaló un cono de frío helador que cubrió el suelo de hielo. La esfera prismática se congeló en el hielo. Gomph le dio unos golpecitos con el dedo y la capa roja se hizo trizas y desapareció, dejando al descubierto la capa naranja.

Oyó otro asalto a la pared de fuerza. Pero Gomph no hizo el menor caso.

Pronunció otra serie de palabras arcanas e invocó una fuerte ráfaga de viento. La magia del conjuro le sacudió el pelo, haciéndolo caer sobre su cara, y disipó la capa naranja de la esfera. Quedó al descubierto la capa amarilla.

Cogió su piedra imán, recogió un poco de polvo del suelo y pronunció las palabras del mismo conjuro que había usado para desintegrar a Geremis, El conjuro anuló la capa amarilla, dejando a la vista el verde.

Del otro lado de una de las ventanas llegaban voces. El chillido de algo poderoso y depredador.

Pensó que seguramente Yasraena había traído a los vrocks, recordando a los demonios metamorfoseados que había visto sobre las murallas.

Recogió las esporas de hongo y pronunció en voz alta las palabras de un conjuro que en circunstancias normales habría abierto un agujero a través de paredes sólidas. En lugar de eso, la magia abrió un agujero diminuto en la capa verde, que se fue expandiendo rápidamente hasta que la capa se consumió. Tenía ante sí la capa azul.

Casi había llegado.

Los vrocks chillaban otra vez.

Susurró las palabras de una simple evocación, señaló su dedo y descargó un rayo de energía mágica. Golpeó la capa azul y la consumió, revelando una capa escarlata.

Casi había terminado.

En lo alto se produjo otro asalto sobre su muro de fuerza que lo derribó. Una lluvia de flechas anunció su caída. Al otro lado de la ventana sonó un grito de triunfo. Gomph no podía detener su ataque sobre la esfera para erigir otra defensa.

Tras examinar la siguiente capa, cerró los ojos y pronunció las palabras para el siguiente conjuro. Cuando surtió efecto, una luz tan brillante como el sol del Mundo Superior iluminó el templo. Los ojos de Gomph lagrimearon a pesar de tenerlos cerrados.

Desde el otro lado de la ventana se oyeron gritos de consternación. A las fuerzas de la casa Dyrr no les gustaba la luz más que a Gomph.

Conjuros de oscuridad contrarrestaron rápidamente la luz, pero la tarea de Gomph ya se había cumplido. La luz había quemado la capa escarlata. Quedaba sólo una: la violeta.

Gomph pronunció las palabras del conjuro que había usado tantas veces en las últimas horas, el conjuro que había desactivado la otra magia. Al pronunciar la última sílaba, la capa violeta desapareció.

El archimago contuvo la respiración.

Allí, protegida solamente por el intrincado abrazo de la protección maestra, estaba la filacteria de Gomph. Brillaba tanto ante su visión acostumbrada a la magia que una vez más tuvo que parpadear para contener las lágrimas.

La filacteria tenía todo el aspecto de un beljuril refulgente del tamaño del puño, es decir, una gema verde y dura. Estaba cubierta por runas diminutas.

Gomph sabía que en su interior estaba la esencia del lichdrow.

El archimago alzó el hacha duergar. Un golpe del hacha no sólo destruiría la gema sino que además absorbería el alma del lichdrow. La idea satisfizo a Gomph.

Detrás de él, los vrocks se introdujeron a través de la ventana. Gomph lanzó hacia atrás una mirada furtiva. Los demonios habían asumido su forma natural, esto es, de buitres gigantescos, bípedos y musculosos. Sus patas estaban rematadas en feroces garras y de sus cabezas contrahechas sobresalían unos picos lacerantes. Al batir sus enormes alas, despedían un horrible hedor a carroña.

—¡Allí está Larikal! —gritaron a los que estaban al otro lado de la ventana, y Gomph oyó exclamaciones nerviosas provenientes del exterior del templo.

Yasraena apareció en la ventana, levitando. Se posó en el alféizar. Por un momento, miró con expresión confundida el estado ruinoso del templo y a continuación a Gomph, que todavía llevaba el cuerpo de su hija. Entonces su confusión se transformó en rabia al adivinar quién era.

—¡Archimago! —gritó.

Gomph le dedicó una sonrisa y alzó el hacha en el aire.

Los vrocks volaron hacia él rápidos como flechas, con los picos bien abiertos y graznando. Yasraena pronunció las palabras de un conjuro.

—Adiós, Dyrr —dijo Gomph descargando el hacha sobre el beljuril.

La gema se desintegró en multitud de fragmentos, despidiendo una bocanada de humo maloliente. Un alarido vago, distante, sonó en algún punto de la mente de Gomph y el hacha se sacudió en sus manos. El alma del lichdrow se incorporó al metal. Brilló, vibró y desplazó a las almas a las que anteriormente había hecho suyas el hacha. Una veintena o más de espíritus salieron con una explosión de la cabeza del hacha con exclamaciones de alegría por su libertad y se desvanecieron en el éter. A partir de ese momento, el hacha sólo albergaría al lichdrow.

—¡No! —exclamó Yasraena y perdió el hilo de su conjuro.

La vena de la protección maestra se volvió de color naranja ardiente.

Antes de que Gomph pudiera desentrañar el significado del cambio de la protección maestra, antes de que pudiera volverse para hacer frente a los vrocks que lo atacaban, un temblor sacudió el templo, sacudió toda la casa Agrach Dyrr. Su fuerza hizo que Gomph saliera despedido de los restos del gólem y los vrocks pasaron graznando por encima de él.

Con toda la velocidad de que era capaz, Gomph pronunció el encantamiento de acceso a uno de sus conjuros más poderosos.

El tiempo se detuvo para todos menos para Gomph.

Reinó el silencio y cesó el movimiento.

Los vrocks se quedaron suspendidos en pleno vuelo con los picos abiertos. Yasraena estaba en la ventana, paralizada.

Gomph estudió la vena de la protección maestra. Una burbuja de poder distorsionaba la línea absolutamente recta en el punto en que atravesaba las puertas del templo.

El archimago tardó un momento en determinar lo que había pasado. Hizo una serie de adivinaciones para confirmar sus sospechas. Al ver los resultados casi le dio la risa.

Las defensas del lichdrow no tenían fin. Después de todo, daba la impresión de que se tomaría la revancha.

Las protecciones maestras habían recompuesto las defensas detrás de Gomph no para impedir que entrase un segundo intruso sino para proporcionar una fuente de poder para su propósito real. La destrucción de la filacteria había disparado el conjuro final del lichdrow, una reacción cíclica que se alimentaba de las protecciones recompuestas.

El poder volvería a recorrer la vena de la protección maestra en sentido inverso, absorbiendo la energía de todas las protecciones que encontrara a su paso. Cuando llegara al comienzo de la red de conjuros, para rebotar a continuación a su lugar de origen, el escondite de la filacteria, el templo, traería consigo todo el poder contenido de las protecciones absorbidas.

La explosión sería enorme, tal vez de envergadura suficiente como para arrasar toda la fortaleza estalagmítica de la casa Agrach Dyrr.

Gomph no podía huir. La cerradura dimensional impedía los desplazamientos mágicos, y era imposible que pudiera salir de allí a tiempo.

El lichdrow se había asegurado de no pasar solo al olvido.

—Bien hecho —dijo Gomph hablando con el hacha, aunque sabía que el lichdrow no podía oírlo.

La simetría hizo sonreír al archimago. Había destruido el cuerpo del lichdrow al romper y hacer explotar su bastón de poder. El lichdrow destrozaría el cuerpo de Gomph al hacer explotar toda la casa Agrach Dyrr.

Eso era todo. El conjuro de Gomph para detener el tiempo estaba a punto de expirar. Decidió que era preferible morir dentro de su propio cuerpo que en el de una sacerdotisa Dyrr. También decidió que su muerte fuera divertida. La batalla de conjuros e ingenios, de movimientos y contramovimientos, había sido tan buena como cualquier juego sava que hubiera jugado jamás.

Pronunció las palabras de una transmutación menor y transformó el cuerpo de Larikal para que se pareciera más al suyo: más bajo, más delgado, con el pelo más corto y facciones más afiladas. El parecido no era exacto, pero tal vez serviría.

A pesar de su conjuro para detener el tiempo, tenía la sensación de que la protección maestra estaba acumulando poder.

Mediante un ejercicio de voluntad, devolvió su alma al ocular, obligando a Larikal a volver a su propia forma. Una vez dentro de la gema, rápidamente volvió a cambiarse a su propio cuerpo, encogido e invisible. Volvió a su ser fuera del templo, pequeño e inadvertido, aguardando la muerte.

Yasraena parpadeó sorprendida, pero esta vez consiguió no perder el hilo de su conjuro. Por un momento, Gomph Baenre había aparecido revestido con una ilusión de su hija Larikal, pero la ilusión se había desvanecido y allí estaba el Archimago de Menzoberranzan en su forma propia.

Los vrocks se lanzaron contra él, clavándole los picos y las garras. El archimago parecía desorientado y buscaba en su cinto unas armas que no existían, defendiéndose con los puños en lugar de utilizar conjuros. Sus gritos sonaban como los de una mujer. Encontró el hacha que había utilizado para destruir la filacteria del lichdrow y la enarboló torpemente contra los vrocks que lo rodeaban.

Yasraena continuó con su conjuro. Iba a aniquilar al archimago. Un océano sin fondo de ira acumulada fluyó hacia su conjuro, dándole poder. Estaba rabiosa con Gomph por su engaño, y contra el lichdrow, por su necia y obtusa confabulación, que había significado la caída de su casa.

Otro temblor estuvo a punto de derribarla del alféizar, pero tampoco eso le hizo perder el hilo. De la cúpula del templo caían trozos de piedra, los cristales se hacían añicos, los cimientos de la casa Agrach Dyrr se tambaleaban.

Y entonces lo vio.

Con una especie de certidumbre que hizo que se le formara un nudo en el estómago, supo que la casa Agrach Dyrr estaba acabada. El archimago había destruido la filacteria, y el necio del lichdrow había desatado alguna magia revanchista que arrasaría todo el complejo.

Pensó que eso no tenía importancia. Mataría al archimago. Al menos la madre matrona Yasraena moriría con esa satisfacción.

Las palabras fluían de ella y con cada sílaba el poder se acrecentaba. Los vrocks seguían atacando, asediando a Gomph por todos lados. El archimago se defendía bien. Mantenía a raya a los vrocks y no perdía de vista a Yasraena. Sus ojos se abrieron grandes como platos.

Gritó algo que ella no pudo oír por el estruendo que hacía el templo al sacudirse y por el sonido de su propia voz.

Remató el conjuro, apuntó con su símbolo sagrado al archimago y dejó que su energía arraigara en el cuerpo de Gomph. Yasraena sabía que él estaría protegido, pero también que esas protecciones no le servirían de nada. Ella había acumulado todo su poder en el conjuro. Nadie podría resistirse a él.

Sin apartar de ella los ojos, el archimago empezó a temblar. Todo su cuerpo se sacudía al igual que el templo y el resto de la fortaleza. De su boca salían unos sonidos ininteligibles para Yasraena. Los vrocks retrocedieron, sin entender muy bien lo que estaba ocurriendo. Yasraena tocó el broche de su casa y usó su magia de levitación pata bajar hasta el suelo del templo, que no dejaba de sacudirse. Quería ver de cerca la muerte de Gomph.

—No eres más que un varón, archimago —le dijo—, y observaré cómo mueres antes de que Lloth me llame a su lado.

La magia se enraizó más aún. Gomph procuró decirle algo, pero no pudo controlar su cuerpo. La lengua le colgaba entre los labios. Le dio una arcada, se mordió la lengua y lanzó una lluvia de saliva y sangre. Un horrible gorgoteo brotó de su garganta mientras el cuerpo empezaba a encogérsele.

Por un momento, mientras el cuerpo se derrumbaba, Yasraena vio que las facciones de Gomph se retorcían y revelaban…

—¿Larikal? —Yasraena corrió y cogió el cuerpo en implosión del archimago en sus manos—. ¡Larikal!

Pudo ver al archimago… no, a su propia hija, tratando de asentir en medio de espasmos cada vez más violentos.

Yasraena no podía desactivar el conjuro. Era demasiado tarde.

Yasraena no pudo responder antes de que la voz mental de su hija se convirtiera en un grito sostenido para convertirse a continuación en un gorgoteo incoherente y doloroso. Con una especie de chasquido desgarrador, el cuerpo se plegó sobre sí una y otra y otra vez hasta convertirse apenas en una bola de carne compacta a los pies de Yasraena.

La madre matrona contempló los restos de su hija y apretó los puños de rabia. El archimago había vuelto a engañarla.

Por encima de su cabeza, la cúpula empezó a resquebrajarse. Miró hacia arriba y a los ojos de Lloth.

Toda ensangrentada y tratando de recobrar el aliento, Halisstra estaba a las puertas del tabernáculo piramidal de Lloth. Tenía a izquierda y derecha los cadáveres de Danifae y de Quenthel. Halisstra las había matado a las dos, casi las había hecho picadillo con la Espada de la Medialuna. Su rabia había hecho que transformara a Danifae en poco más que un montón sanguinolento.

Había impedido que ambas entraran en el tabernáculo. Ninguna de ellas sería la Yor’thae de Lloth.

Se despojó del escudo y lo dejó caer sobre el suelo de piedra. El ruido del metal se propagó en medio del silencio reinante. Salvo por el suspiro ocasional de los fuegos morados de las Llanuras de las Almas que había por detrás y por debajo de ella, la totalidad de la Red de Pozos Demoníacos daba la impresión de estar conteniendo el aliento. Hasta el viento de Lloth había desaparecido.

Halisstra alzó la vista hacia la enorme estructura piramidal que tenía ante sí, el tabernáculo de Lloth compuesto de metal negro y cubierto de arañas. En la base, las enormes dobles puertas estaban abiertas. Del interior salía una luz color violeta que le permitió ver siluetas de arácnidos; unas formas de depredadores enormes.

Ahora haría lo que había venido a hacer.

Se detuvo un momento.

¿Qué había venido a hacer?

Meneó la cabeza. Se sentía confundida. Por fin atravesó el umbral.

Las paredes inclinadas del interior del templo estaban cubiertas de telarañas cuya configuración colectiva sugería algo inquietante pero imposible de identificar. Arañas de todas las formas y tamaños iban y venían por las telarañas.

La estructura estaba salpicada de columnas, delgadas agujas hechas de hebras retorcidas y endurecidas. Halisstra no veía de dónde salía la luz violácea.

En el otro extremo del templo erizado de telarañas, de pie sobre una plataforma elevada de granito negro y pulido, estaban los ocho cuerpos de la Reina Araña.

Al ver a su antigua diosa patrona, Halisstra estuvo a punto de ahogarse.

Lloth estaba en sus formas aracnoides, adoptando el aspecto de ocho viudas gigantes, gráciles y mortíferas: una diosa, ocho aspectos.

Siete de las viudas pasaban las unas por encima de las otras, emitiendo silbidos desafiantes, como si se disputaran el lugar, pero todas ellas estaban detrás de la octava, la más grande, que estaba estática sobre su red. Los ojos de la octava la atravesaron como una espada.

Había un yochlol a cada lado de la plataforma. Sus formas parecían fundidas como si fueran de cera y los brazos, que no dejaban de agitar, eran como cuerdas.

Criaturas que Halisstra no había visto jamás formaban una fila entre Halisstra y Lloth. Sus formas altas, gráciles, de hembras drows desnudas, con largas patas de araña saliéndoles del torso, se cernían sobre Halisstra, que también sentía fijos en ella sus ojos y el peso de sus expectativas. Se maravilló ante la gracia de sus formas.

—¡No soy yo la que esperáis! —gritó, y las telarañas absorbieron su voz.

La octava araña se removió.

Un murmullo recorrió las filas del templo.

—Pero podrías serlo —respondieron al unísono las arañas drow—. La octava espera a la Yor’thae.

—¡No! —respondió.

Sus bocas dejaron escapar sonidos sibilantes y mostraron los dientes, dejando ver los colmillos de una araña.

Los ocho cuerpos de Lloth emitieron un chasquido y las viudas guardaron silencio.

Ladearon sus hermosas cabezas y escucharon a su diosa.

Halisstra blandió la Espada de la Medialuna, inspiró profundamente y se adentró un poco más en el templo.

Las puertas se cerraron tras ella de golpe. Se detuvo un momento, insegura, atrapada, sola. Miró a Lloth y sin saber cómo encontró un resto de valor.

—Me enfrentaré contigo por lo que me has hecho —dijo.

Las viudas emitieron un susurro. Los yochlols agitaron los brazos como cuerdas.

Tú misma te lo has hecho, respondió Lloth en la mente de Halisstra.

La voz de la diosa, las voces —porque Halisstra oyó siete tonos distintos en las palabras— estuvieron a punto de hacerla caer de rodillas.

Sosteniendo la Espada de la Medialuna con las dos manos sudorosas, con los nudillos casi blancos por el esfuerzo, Halisstra dio otro paso y luego otro. La espada reverberaba en sus manos y su fuego rojizo hacía de contrapunto a la luz violeta del templo. Era posible que Halisstra ya no sirviera a la Doncella Oscura, pero la espada de Eilistraee todavía quería hacer el trabajo para el que había sido creada.

Las extrañas arañas drows no la perdían de vista mientras avanzaba entre ellas, pero no hacían el menor intento de detenerla. Se movían inquietas a cada paso que la acercaba a las formas de Lloth.

Halisstra se estremecía y sentía las piernas pesadas, pero seguía avanzando.

Siete juegos de mandíbulas rechinaban mientras Halisstra se acercaba. El octavo cuerpo de Lloth permanecía inmóvil, esperando. Halisstra dio un paso hacia la base de la plataforma, ante los cuerpos de Lloth, y miró al inexpresivo ojo compuesto de la octava araña.

Se vio reflejada en aquellos orbes negros y no le importó el aspecto que tenía. Su corazón latía desbocado, tanto que parecía a punto de estallar.

Sudando, rechinando los dientes, blandió la Espada de la Medialuna.

Las voces de Lloth sonaron en la mente de Halisstra suaves, razonables y persuasivas.

¿Por qué has venido, hija?, preguntó Lloth.

No soy tu hija, respondió Halisstra, y he venido a matarte.

Aferró la Espada de la Medialuna. Su luz brilló en los ocho ojos de Lloth, recordándole a Halisstra los satélites en el cielo de la Red de Pozos Demoníacos que la habían vigilado desde las alturas.

Los yochlols situados a uno y otro lado de Lloth se deslizaron hacia Halisstra, pero las formas de Lloth los detuvieron, agitando sus pinzas.

No podrías aunque quisieras, dijo Lloth; pero veo en tu corazón, hija, y sé que no lo deseas.

Halisstra vaciló con la Espada de la Medialuna en posición de ataque.

No es a mí a quien quieres matar, hija, dijo Lloth. Yo soy lo que soy, y tú siempre lo has sabido. Mato, me alimento, y en el acto de matar y alimentarme me vuelvo más fuerte. ¿Por qué te turba tanto tu propia naturaleza? El culto a mi hija te sentó mal. ¿Por qué te da miedo admitir lo que quieres?

La Espada de la Medialuna se sacudió en la mano de Halisstra y entonces se dio cuenta de que las lágrimas asomaban a sus ojos.

No quería matar a Lloth. Lo que quería era acabar con la incertidumbre, con la dicotomía de su alma que había propiciado su debilidad. Sentía que todavía estaba allí como un vacío culpable, temeroso. Había alzado un templo a Eilistraee en la Red de Pozos Demoníacos y había matado a un sinnúmero de arañas sagradas para Lloth, había esgrimido la propia espada de la Doncella Oscura. Su rechazo final de Eilistraee no era un castigo adecuado.

Amaba a Lloth, tenía un anhelo por la Reina Araña, o al menos por el poder que Lloth otorgaba. Eso era lo que quería matar, el anhelo, pero no podía, no sin acabar consigo misma y con quien era.

Acepta lo que eres, hija, dijo Lloth con un coro de siete voces.

Pero fueron ocho los juegos de mandíbulas que se abrieron de par en par.