Danifae le perdió la pista a Jeggred en cuanto puso un pie en el Paso del Ladrón de Almas. De repente, desapareció.
Estaba sola.
Un pasadizo estrecho se extendía ante ella, delimitado a cada lado por paredes de piedra. Una niebla gris cubría el suelo, lo que hizo que se le pusiera la piel de gallina.
Como no podía hacer otra cosa, siguió adelante. Tenía la sensación de avanzar leguas a cada paso y que entre una y otra vez que respiraba pasaban días. Apuró el paso, esperando que el Ladrón se presentara.
Unos momentos después sintió dentro de su cabeza susurros, después bisbiseos y aullidos de dolor. No podía ver de dónde venían.
Sintió un escalofrío en la espalda y su respiración se hizo más agitada.
¡Estaba tras ella!
Bajó su estrella matutina y se volvió lentamente.
A apenas cinco pasos de ella, la forma neblinosa, serpentina del Ladrón de Almas llenó todo el pasadizo. Sus ojos vacíos hicieron que ella pareciera insignificante. Sus fauces abiertas podrían haber dado cuenta de un ogro de un bocado. En el fondo de su garganta, en sus entrañas, brillaba un sinnúmero de almas, tan diminutas como las muñecas de una niña, tan desesperadas y atormentadas como las víctimas de un torturador.
Danifae luchó denodadamente por recuperarse, por no mostrar miedo. Sabía que se encontraba ante otra prueba de su valía.
Tocó su símbolo sagrado y sintió el frío del ámbar contra la palma de su mano. El Ladrón de Almas era tan inmenso, tan antiguo, tan terrible…
Los gritos de las almas resonaban en su cabeza. Lo soportó, aunque hubiera deseado abrir un surco en su cráneo para que ese sonido desalojara su mente.
El Ladrón abrió todavía más la boca, ordenándole de forma desafiante que se acercara, que se pusiera a prueba frente a lo que él iba a mostrarle.
Ella se acercó aunque le pesaban las piernas, pero se detuvo a los dos pasos.
Danifae dijo a la criatura con su tono más seductor:
—Ven tú hacia mí.
El ladrón no vaciló. Con las fauces abiertas, la engulló con rapidez aterradora. Ella ni se movió mientras la devoraba.
Un millar de voces que musitaban, aterrorizadas, desesperadas, las voces de las almas atrapadas, sonaron en sus oídos, sonaron dentro de su ser.
Danifae unió su propio alarido al de los demás.
Anival, Primera Hija de la madre matrona de la casa Agrach Dyrr, vigilaba desde lo alto de una de las murallas mientras las fuerzas Xorlarrin se aprestaban para el asalto. No era mucho lo que podía ver. Esferas de oscuridad estratégicamente situadas ocultaban casi todo el movimiento. Las órdenes dadas a gritos y el ruido del metal resonaban por todas partes.
De pie junto a ella estaba Urgan, el maestro de armas de la casa Agrach Dyrr.
—Atacarán en menos de una hora, señora Anival —dijo.
Anival asintió. Llevó las manos a las empuñaduras de las dos mazas ligeras encantadas que colgaban de su cinto y que tenían la forma de la cabeza de una araña.
—No es coincidencia que hayan elegido este momento —dijo sin dar explicaciones. Suponía que el ataque estaba destinado a proteger al archimago. Sin duda, sus aliados se habían enterado de que la madre matrona estaba al tanto de su engaño.
Anival recorrió con la vista las líneas y las murallas de piedra adamantina. Habían aguantado milenios. ¡No iban a fallar ahora!
Los soldados Dyrr se alineaban en las almenas y Anival pudo ver por sus expresiones duras que todos sabían que el ataque era inminente. Un susurro recorrió las filas.
—Resistiremos —dijo Anival, hablando tanto para sí como para Urgan.
—Lo haremos —dijo el maestro de armas.
A Anival le pareció percibir una duda en el tono de Urgan, pero no hizo ningún comentario. Se preguntaba si debía esperar a que su madre detuviera al archimago. Si la madre matrona moría y se destruía la filacteria del lichdrow, existía alguna probabilidad de que Anival pudiera negociar el fin del asedio.
Pero primero tenía que proteger sus murallas, y no podía contar para ello ni con los vrocks ni con los magos de la casa Agrach Dyrr.
Sonaron las trompetas de guerra de los Xorlarrin.
—Ahí vienen —dijo Urgan.
Cada una de las patas delanteras del gólem araña acababa en una pinza de azabache del tamaño de una espada corta y sus mandíbulas presentaban unos colmillos tan largos como la mano de Gomph.
A Gomph no le importó. Transformado en un eximio guerrero por el poder de su conjuro, cargó frontalmente contra el gólem blandiendo el hacha con ambas manos.
El gólem se agachó a la espera del ataque y le lanzó dos pinzas en rápida sucesión antes de que Gomph se pusiera a su alcance. Anticipándose al movimiento, Gomph paró parcialmente una de las arremetidas con el hacha. La otra pinza fue a dar en una de sus imágenes ficticias e hizo que se desvaneciera como una pompa de jabón.
Gomph se acercó, atacó con un golpe oblicuo del hacha duergar y rebanó un trozo de azabache del tórax del gólem. Con su velocidad aumentada por el conjuro, lanzó otro ataque, hendiendo una pata.
La araña dio un salto atrás, aplastando un banco bajo su peso, y alcanzó a Gomph con una pinza y después con otra. Gomph se agachó y esquivó, tratando de aproximarse nuevamente. Otras dos imágenes se desvanecieron. El gólem se movía con rapidez sorprendente para su peso.
Durante un momento, los dos describieron un círculo, separados por unos cuantos pasos. El gólem abría grietas en la piedra a su paso, moviendo sus pinzas con ritmo hipnótico.
Gomph no le perdía ojo mientras saltaba con ligereza sobre las puntas de los pies.
Un golpe en las puertas del templo hizo que Gomph volviera la cabeza. Alguien trataba de abrirse camino a pesar de su conjuro. Yasraena lo había localizado.
Aprovechando su distracción, el gólem se lanzó contra él, derribando los bancos a su paso. Gomph se lanzó hacia un lado y dio una voltereta. Las pinzas golpearon el suelo cerca de él, una, otra y otra vez, y tres imágenes se desvanecieron en rápida sucesión. Una pinza lo arañó en el hombro, haciendo brotar sangre. El anillo de Gomph empezó a curar la herida.
Gomph se puso de pie de un salto e interceptó con el hacha una pinza que pretendía decapitarlo. El contragolpe seccionó una de las patas del gólem, y un trozo de azabache del tamaño del brazo de un ogro cayó sobre un banco cercano.
Otra vez aporreaban la puerta. Su conjuro resistía, pero le quedaba poco tiempo.
Evitando primero un golpe, luego otro, se colocó cerca del gólem y lanzó un hachazo contra su cabeza. Le arrancó una esquirla, pero el gólem retrocedió. Gomph siguió atacando, pero la criatura respondió exhalando una nube de vapor negro.
Ácido, se dijo Gomph, pero no pudo evitarlo. Las protecciones personales que habrían protegido su cuerpo no protegían el de Larikal. Sintió un dolor lacerante. Sus vestiduras no mágicas se desintegraron, aunque por suerte no se vio afectado el traje encantado en el que llevaba sus componentes esenciales de conjuros. Las partes de su carne expuestas sufrieron quemaduras y se ampollaron al ser atacadas por el ácido. La piedra del suelo y los bancos próximos empezaron a humear y a presentar oquedades. Un hedor acre llenó el aire.
Gomph apretó los dientes para combatir el dolor, saltó sobre un banco carcomido por el ácido y descargó el hecha contra otra pata del gólem. Otra.
El gólem respondió con una andanada de golpes que hizo retroceder a Gomph y desvaneció todas sus imágenes ficticias.
Gomph sangraba y de su piel rezumaba pus. Su respiración se hizo agitada y el dolor le restaba velocidad. Si el gólem era como otros de su tipo, sabía que podría volver a usar su aliento ácido dentro de poco. Sólo tenía que acumular más sustancia tóxica dentro de su cuerpo encantado. El archimago dudaba de poder sobrevivir a un segundo ataque de la corrosiva sustancia. Tenía que destruirlo antes.
Paró otro golpe de las pinzas, dio impulso al hacha desde atrás y…
Un golpe del gólem lo alcanzó en todo el pecho. Sólo el mágico escudo de fuerza y el blindaje conjurado impidieron que lo abriera en canal. A pesar de todo, la fuerza de la embestida lo empujó hacia atrás. Trastabilló y tropezó con los restos de un banco para caer finalmente de espaldas.
La araña se lanzó contra él, haciendo astillas el banco roto. Sus mandíbulas se abrieron, codiciosas, y tendió hacia él las pinzas. Gomph impulsó con furia el hacha desde atrás, dio una voltereta e intentó ponerse de pie. Una pinza buscó su garganta, pero el escudo de fuerza se interpuso, aunque el impacto volvió a tirarlo de espaldas.
Se arrastró hacia atrás, se puso de pie y blandió el hacha. El gólem siguió acorralándolo, se acercó más y cerró las mandíbulas, mordiendo la túnica de Gomph y haciéndole perder el equilibrio. El golpe de una pinza lo hizo caer a cuatro patas y a punto estuvo de dejar caer el hacha.
Gomph retrocedió y dio un golpe de refilón en la cabeza del gólem, justo por encima del ojo. Salieron volando esquirlas de azabache, y el gólem retrocedió, moviendo amenazador las pinzas. Gomph consiguió ponerse de pie y también retrocedió un poco.
El archimago respiraba con dificultad, pero sabía que no había tiempo que perder. El gólem no tardaría en volver a usar su aliento ácido contra él, y pronto Yasraena y sus magos encontrarían una forma de entrar en el templo.
La protección maestra partía del abdomen del gólem como el grotesco remedo de un cordón umbilical. Gomph sabía que en el extremo del mismo, dentro del cuerpo del gólem, estaba la filacteria. Tenía que redoblar el ataque.
Retrocedió hacia el altar blandiendo el hacha. La araña lo siguió, arrastrándose entre bancos rotos o carcomidos por el ácido.
Gomph fingió un tropezón y la araña se lanzó. El archimago se tiró hacia un lado, se puso de pie en un instante y lanzó un furioso golpe de revés que cercenó una de las patas del gólem.
El gólem golpeó a Gomph con otra pata mientras trataba de colocarse frente a él. La arremetida le dio en el muslo, pero Gomph saltó entre dos de las patas que le quedaban y cortó con furia. Partes del gólem volaron por los aires mientras se daba la vuelta con dificultad.
Gomph recibió otro golpe en las costillas y se quedó sin respiración, pero no se atrevió a detener su ataque. El cuerpo del gólem cayó sobre su tobillo y se lo partió.
Gomph vio las estrellas al subirle por la pierna un dolor insoportable. Gritando y escupiendo saliva continuó su asalto. El hacha subía y bajaba, subía y bajaba. Había restos del gólem diseminados por todo el templo, como si hubiera habido un naufragio en el Lago Oscuro.
Después de un tiempo indeterminado, Gomph se dio cuenta de que el gólem araña no se movía. Llevado por la ferocidad inducida por el conjuro, volvió a asestar varios golpes más antes de quedar saciado.
Cuando volvió a tomar conciencia de sí mismo, el dolor estuvo a punto de dejarlo sin sentido. El bulto del gólem yacía ante él, lleno de grietas. Pero le había atrapado el pie.
Sonó otro golpe contra las dobles puertas del templo que sacudió casi toda la estructura del edificio. Yasraena y sus magos no habían sido capaces de desactivar el conjuro de resistencia de Gomph. A continuación probarían con las ventanas.
Poco a poco, entre resoplidos de dolor, levantó el cuerpo del gólem con el hacha duergar y consiguió liberar el pie. Hubo un roce de hueso contra hueso y el dolor hizo que Gomph vomitara los hongos que había comido en su despacho antes de salir. Ni siquiera examinó la fractura. Su anillo estaba trabajando para curar sus heridas, pero muy lentamente. Buscó en la túnica, cuya magia lo había protegido del aliento ácido del gólem, y extrajo dos pociones curativas que solían servir como componentes materiales de sus conjuros. Rompió los sellos con los dientes y se bebió el líquido tibio de los dos recipiente, uno detrás de otro.
El pie se recompuso y se cerraron las heridas del muslo y del hombro. Incluso se curó la mayor parte de las quemaduras producidas por el ácido.
Suspiró, examinó el pie y vio que respondía, y entonces se subió al cuerpo del gólem. Allí se puso de pie y se montó a horcajadas sobre el punto donde el hilo de la protección maestra se introducía en el cuerpo del gólem. Alzó el hacha todo lo alto que pudo y empezó a cortar.
A cada golpe aumentaba su avidez, y la luz del detector de conjuros de la filacteria empezó a brillar cada vez con más fuerza.
Tras una decena de golpes del hacha, quedó al descubierto una oquedad dentro del tórax del gólem. Gomph hizo un alto, sudoroso, y miró atentamente.
Allí, flotando en el aire, envuelta en el cordón de la protección maestra, había una esfera reverberante, roja, del tamaño de un puño.
La esfera se volvió amarilla, después verde y después violeta.
Gomph vio todo el ciclo de siete colores antes de que empezara otra vez la secuencia. Sabía que el globo era una esfera prismática. Los colores se superponían, uno sobre otro, alternando esferas dentro de esferas, como las capas de un hongo desmenuzado. El lichdrow debía de haber encontrado la forma de hacer una esfera prismática permanente. Había colocado su filacteria dentro y luego lo había puesto todo dentro de un gólem construido especialmente para ello.
Gomph sabía cómo destruir una esfera prismática. Había conjuros para cada color. El contacto con ciertos colores sin desactivar el conjuro correspondiente traía aparejados daños o la muerte. Tendría que desactivar todos los colores para llegar a la filacteria.
Le llevaría tiempo, un tiempo que no tenía. Además, había otro problema.
El conjuro de transformación que lo había convertido en un guerrero, había modificado temporalmente su mente, cerrando la puerta a la parte de él que interactuaba con el Tejido. Sabía que podía formular conjuros, pero el conocimiento que le permitía recurrir al Tejido estaba temporalmente obnubilado.
No podía poner fin al conjuro antes de tiempo. Tenía que seguir su curso. Sólo entonces podría destruir la esfera.
En lo alto, una parte de la pared de piedra conjurada ante las ventanas del templo se vino abajo, destruida por algún conjuro de uno de los magos de Yasraena. La piedra cayó sobre el suelo del templo.
Ahora Gomph sólo tenía el muro de fuerza entre él y las fuerzas de la casa Dyrr.
Casi se le había agotado el tiempo.
El sonido de algo que se arrastraba le hizo volver la cabeza. Lo que vio hizo que se le formara un nudo en el estómago.
Cada una de las partes que había seccionado del gólem —las patas, el trozo del tórax, las pinzas, el abdomen— empezaba a resquebrajarse. Ocho patas de azabache salieron y luego un par de mandíbulas. La treintena de trozos de gólem que Gomph había dejado diseminados por el templo se habían reanimado como brotes del gólem principal. El combate no había terminado.
Por décima vez en la última hora, Gomph maldijo al lichdrow.
Danifae miró por la diminuta ventana sin cristales de su desván en el Braeryn. Narbondel emitía un resplandor rojo tras recorrer dos tercios de su astil hacia arriba. El día estaba ya próximo a su fin.
Danifae había perdido la noción del tiempo. Para ella, un día en nada se diferenciaba de otro, una hora daba paso a la siguiente.
Le resultaba más fácil medir el tiempo con cadáveres. Hacía treinta y siete cadáveres que Lloth la había seleccionado a ella —Danifae ni siquiera podía evocar mentalmente su nombre— como Yor’thae.
Aunque Danifae jamás había estado en Menzoberranzan antes de que Lloth eligiese a su Yor’thae, había llegado a conocerlo muy bien desde entonces. Y a odiarlo.
A su derecha, en el otro extremo de la caverna de Menzoberranzan, Danifae veía los escalones de la gran escalera que subía a Tier Breche. Si podía verla a tanta distancia era debido a su enorme tamaño y a los fantasmales fuegos de color violeta que iluminaban los escalones. En la gran planicie que había al fin de la escalera, invisible a sus ojos por la distancia, estaba el templo más grandioso de Lloth, Arach-Tinilith, el centro del culto a la Reina Araña. Danifae nunca había puesto los pies en él ni lo haría jamás.
Dentro de Arach-Tinilith gobernaba aquella zorra, la Yor’thae de Lloth.
Danifae todavía hervía de furia, de odio por la Yor’thae, y lo descargaba contra los varones que llegaban hasta ella.
Danifae había creado su propio templo a Lloth, su propio Arach-Tinilith: un desván diminuto, maloliente, en lo más profundo de Braeryn. Allí tejía su tela y se alimentaba de sus presas en nombre de Lloth.
Se asomó a la ventana. Todavía llevaba al cuello el símbolo sagrado, aunque el ámbar estaba grasiento y lleno de hollín. Miró a la calle, donde los adictos deambulaban por los callejones como fantasmas alucinados de ojos hundidos. Las prostitutas acechaban desde los portales, ofreciendo sus servicios a cualquiera que pasara por allí.
Grupos de osgos y orcos mugrientos echaban miradas lascivas a las hembras drows que habían vendido su dignidad junto con su cuerpo. Pero ella no. Danifae servía todavía a la Reina Araña y seguiría haciéndolo siempre, a pesar de la Yor’thae.
Un espeso cieno en el que se mezclaban aguas fecales y basura cubría la calle. El Basurero, lo llamaban, y no sin razón. A Danifae todo el Braeryn le parecía una cloaca a cielo abierto de la que no podía escapar.
Ella no la dejaría escapar.
A la ventana llegó el olor de orinales recién vaciados y Danifae frunció la nariz. La expresión le daba un aspecto extraño combinada con las burdas cicatrices que marcaban el lado izquierdo de su rostro. Al acordarse de su cara desfigurada sintió otro acceso de ira. Proyectó su odio por el aire hasta el otro extremo de la caverna, hasta Tier Breche.
Hacía tiempo ya que había dejado de tratar de ocultar sus cicatrices. Eran parte de ella, como lo era su fe, como lo era su odio.
Después de que Lloth hubo hecho su elección, se completó la resurrección de la Reina Araña y la Yor’thae regresó triunfal a Menzoberranzan. Había prometido la inauguración de una nueva era para la Reina Araña y para sus fieles.
Pero no para todos.
La Yor’thae había castigado a Danifae por su presunción, obligándola a vivir una vida errante, desposeyéndola de casi todo lo que le pertenecía, desfigurándola para hacerla fea, negándole la dignidad de una ejecución.
Hasta la propia Lloth parecía haberle vuelto la espalda a Danifae. La diosa ya no concedía a la antigua cautiva de guerra el privilegio de formular conjuros e incluso la perseguía en sueños. Cuando dormía, Danifae tenía visiones de ocho arañas, ocho juegos de colmillos, patas, ojos y veneno.
A pesar de todo, Danifae se negó a aceptar la etiqueta de apóstata. Seguía rindiendo culto a Lloth aunque era una congregación a la que sólo ella pertenecía.
Pobre y desfigurada, vendía su cuerpo a varones para ganarse el sustento. Aunque la Yor’thae había marcado su cara, los varones todavía encontraban atractivo su cuerpo y estaban dispuestos a pagar por usarlo. Danifae no soportaba su contacto, detestaba fingir que se sentía subyugada por ellos, pero de todos modos hacía lo que tenía que hacer para sobrevivir, como cualquier buena araña.
La Yor’thae se había reído cuando la condenó a la miseria, pensando que una vida de penuria debilitaría a Danifae, pero ella era una superviviente, como todas las arañas, y esas vicisitudes eran una prueba más en una larga sucesión de ellas. Había sobrevivido y seguiría haciéndolo. Se fortalecería. No podrían doblegarla, jamás.
Si algo había aprendido Danifae de su culto a Lloth, de su vida como esclava de Halisstra Melarn, era que la vida es una prueba. Siempre. Los fuertes prevalecen sobre los débiles y los débiles sufren y mueren. No había nada más que saber.
Y aunque Danifae no era la Yor’thae, no se resignaba a ser débil.
Abandonó la ventana, se volvió y echó una mirada a su guarida escasamente amueblada. Prefería considerarla su red, una red sin pretensiones, como la de la viuda, dentro de la cual acechaba un depredador.
Contra la pared más próxima había una estructura de fibra de hongos cubierta con unas sábanas sucias. Danifae llevaba todos los días las sábanas a las orillas del Lago Oscuro para lavarlas, una rutina que hacía tiempo había adquirido la importancia de un ritual religioso, pero el olor a sudor y a sexo no se iban. Dormía en el suelo para no descansar en la misma cama que compartía con los hombres. Cerca de la cama, sobre una banqueta, había una lámpara de arcilla alimentada con aceite, cuya diminuta llama se consumía en el aire estancado. En el rincón había una silla de piedra sobre la cual estaban las pocas piezas de ropa que tenía. En extremos opuestos había una bacinilla y un lavabo.
Danifae no poseía nada de valor, salvo su fe, su símbolo sagrado y el destilado de raíz negra que llevaba en un frasco metido en su faja. Lo rellenaba una vez cada cuatro semanas entregando su cuerpo a un viejo boticario semidrow que trabajaba a las puertas del bazar. Se había inmunizado al veneno desde hacía tiempo gracias a una exposición lenta.
Sabía que había caído bajo, mucho más bajo que cuando era cautiva de guerra, pero se negaba a renunciar a su fe. Solían tomarla por una ramera loca o por una bruja descastada afligida por grandes decepciones. Pero no era ni lo uno ni lo otro. Era una araña, y la estaban poniendo a prueba, ni más ni menos.
Le había fallado a Lloth allá, en la Red de Pozos Demoníacos, y ésa era la razón por la que no la había designado como su Yor’thae, pero expiaría ese fracaso y algún día recuperaría el favor a los ocho ojos de la Reina Araña.
Mientras tanto, Danifae mataba en nombre de Lloth. Uno de cada ocho clientes que acudían a su guarida era su presa. La Reina Araña tal vez no respondiera a sus plegarias, pero ella le seguía ofreciendo sacrificios.
Para deshacerse de los cadáveres, se los vendía a un viejo drow que cultivaba hongos. Las presas de Danifae acababan como fertilizante en los campos de hongos de Donigarten.
«Los débiles alimentan a los fuertes», pensó, sonriendo entre sus cicatrices.
Una llamada a la puerta hizo que se volviera.
—Fae —dijo una voz con pronunciación poco clara al otro lado de la puerta—. Abre. Quiero probar tu carne.
Danifae conocía la voz. Heegan. El segundo hijo de un mercader arruinado que siempre olía a hongos en vinagre y a vino enajenador.
—Espera un momento —dijo Danifae. El varón obedeció.
Heegan hacía el número ocho.
Danifae sacó la ampolla de destilado de raíz negra de su bolsa, bañó el dedo en él y se lo pasó por los labios. Luciendo una sonrisa, se dirigió a la puerta y la abrió.
Allí estaba Heegan, con su pelo blanco alborotado, su camisa roñosa a medio abotonar. Danifae era dos palmos más alta que él. Lo miró a los ojos llorosos, de color rojo apagado y pensó: «Eres uno de los débiles».
—Bien hallada, Fae —dijo mirando lascivamente los pechos de Danifae, cubiertos sólo con una blusa raída—. ¿Verdad que hacemos buena pareja?
Agitó una bolsa de monedas delante de su cara.
Danifae cogió las monedas y le cruzó la cara de una bofetada. Él sonrió con el labio partido, la cogió en sus brazos y la besó en la boca. Su aliento apestaba, y sus gruñidos de excitación aún más. Ella lo dejó hacer, sabiendo que con cada beso él se enredaba más en su red.
Dejó que la llevara hacia la cama. Él trató de colocársele encima, pero Danifae se valió de su fuerza para doblegarlo y colocarlo debajo. Heegan tenía una sonrisa de ebrio y musitaba algunas ridiculeces cariñosas.
Ella se le montó encima y él le lamió los labios, excitado. Sus manos se enredaban en la blusa de Danifae y por sus movimientos ella pudo ver que algo más que el vino le turbaba la mente. Tropezó con la mano en la ampolla de raíz negra, pero no hizo ni una pausa, tan ansioso estaba de tocarle la piel.
Sin dejar de sonreírle, Danifae se dedicó a provocarlo unos minutos más, hasta que su expresión ansiosa se convirtió en confusión primero y en alarma después.
—¿Qué… que me está pasando? —preguntó, tropezando en las palabras—. ¿Qué me has hecho, zorra?
Trató de quitársela de encima, pero la droga ya había empezado a hacer efecto. Se había quedado sin fuerzas y lo único que hacía era manosearle los hombros. Un instante después se encontraba totalmente paralizado y no podía hacer otra cosa que mirarla horrorizado.
Ella lo miró fríamente sin dejar de sonreír y empezó su encantamiento. Su voz invocó a Lloth, ofreciéndole la muerte del varón para su disfrute. Cuando acabó su plegaria, le apretó la garganta con las manos hasta asfixiarlo.
Heegan murió con los ojos desorbitados y entre estertores.
—Tú eres el débil —le susurró al oído—, y yo soy la araña.