Capítulo doce

Allá en lo alto, las montañas eran una de las cosas más majestuosas que Pharaun hubiera visto jamás. Desnudas y escarpadas, se perdían en las alturas dando la impresión de no tener fin, como una muralla de roca elevada desde el suelo para alcanzar el cielo. Como en toda la Red de Pozos Demoníacos, grietas, socavones irregulares y túneles salpicaban la superficie de los picos. En los agujeros había un ir y venir incesante de arañas que se daban caza las unas a las otras. El sol de Lloth daba a la roca oscura una tonalidad rojiza, como si las montañas estuvieran cubiertas de óxido, o tal vez de sangre.

Las almas pasaban a uno y otro lado de Pharaun, tan cerca que hubiera podido estirar la mano y tocar a una docena al pasar. Confiaba en añadir pronto el espíritu de Jeggred a la procesión.

El nalfeshnee y el chasme echaban miradas codiciosas al pasar. Sólo las órdenes imperiosas de Quenthel y Danifae impedían que los demonios se dieran un festín con los muertos de Lloth.

El torrente de almas fluía hacia un agujero negro y dentado. Pharaun supuso que era el Paso del Ladrón de Almas, aunque más que un paso parecía un túnel. Al mago le pareció un rasgón en la montaña, como una boca deforme abierta en un grito.

La brecha era tan oscura e impenetrable como la noche. La luz del sol de Lloth no llegaba hasta allí. Era un muro de negrura.

Pharaun se fue dando cuenta de que el Paso del Ladrón de Almas era algo superpuesto a la Red de Pozos Demoníacos, pero no formaba parte de ellos. Entrar en él significaría entrar en… otra cosa.

Ajenas a la conclusión de Pharaun, las almas entraban en el agujero y se desvanecían en el momento mismo de tocar la entrada, como si se extinguiesen, como si fueran engullidas.

Pharaun se humedeció los labios con la lengua.

Quenthel señaló hacia abajo con la empuñadura de su látigo y gritó una orden a Zerevimeel. El nalfeshnee describió un ángulo descendente y lo mismo hizo el chasme que llevaba a Danifae y a Jeggred. Pharaun los siguió.

Zerevimeel se posó a unos quince pasos de la entrada, a la derecha. Pharaun lo hizo junto al imponente nalfeshnee. Danifae hizo descender al chasme a unos diez pasos a la izquierda del túnel. El torrente de almas fluía entre ellos, y el Paso del Ladrón de Almas se las tragaba a todas.

Quenthel se alisó la ropa y miró a Danifae a través de la fila de fantasmas. Por su mirada, Pharaun vio que estaba calculando.

El nalfeshnee, moviendo todavía sus pequeñas alas, se inclinó para decirle algo a Quenthel al oído, en voz tan baja que Pharaun a duras penas consiguió oírlo.

—Podría serte de ayuda por un precio aceptable. Me daría mucho gusto matar al draegloth.

Pharaun no podía por menos de estar de acuerdo.

—No necesito ayuda, criatura —respondió Quenthel entre dientes y con los ojos todavía fijos en Danifae—. Además, eso es algo que deben decidir las sacerdotisas. Ya puedes irte. Adiós.

El demonio siseó de furia y retrayendo los labios dejó ver sus colmillos al tiempo que se erguía cuan alto era. Pharaun llevó la mano a la varita mágica del relámpago que llevaba al cinto, por si acaso. No había motivo para preocuparse ya que el demonio no tenía el menor deseo de retar a Quenthel Baenre.

El mago se preguntó si a Danifae todavía le quedarían ganas.

—Recuerda nuestro trato, sacerdotisa —dijo el nalfeshnee—. Me debes sesenta y seis almas. Espero que me pagues la próxima vez que nos veamos.

Quenthel lo despidió con un gesto de la mano. Los ojos del nalfeshnee se entrecerraron, pero ésa fue la única señal de su irritación. Recurrió a la habilidad innata de los de su clase para teleportarse y desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

A escasa distancia de ellos, Danifae y Jeggred permanecían cerca del chasme. El demonio mosca batió las alas y describió un círculo, claramente excitado.

—¿Recibiré ahora mi pago, encantadora sacerdotisa? —preguntó el demonio sacando una larga lengua por su boca sin dientes. Otra cosa larga y rezumante surgió de su tórax.

Danifae le sonrió con dulzura y el aleteo del chasme se hizo más agitado. El hedor a cadáver que desprendían sus alas hizo que Pharaun frunciera la nariz.

Danifae se acercó un paso más al demonio, se pasó la lengua por los labios y dijo:

—Mata a este desgraciado, Jeggred.

Al principio, fue como si el demonio no hubiera captado las palabras. Aleteó agitado y su deforme entrecejo se frunció en señal de confusión.

—¿Qué has dicho, sacerdotisa?

Jeggred dio un salto hacia adelante y el demonio comprendió por fin el peligro. Alzó el vuelo, pero Jeggred dio un salto y lo cogió por las piernas delanteras, semejantes a las de los humanos.

El chasme emitió un chillido de dolor.

—¡Has mentido! —le gritó a Danifae, tratando de liberarse de Jeggred.

—Por supuesto —dijo Danifae riendo.

Jeggred, a quien el chasme había arrastrado parcialmente hacia arriba, gruñó y desgarró los brazos del demonio. El chasme gritaba y gemía mientras Jeggred gruñía y arrancaba tiras de piel.

Con un chasquido horrible, el draegloth arrancó las piernas delanteras del chasme y cayó al suelo en cuclillas, aferrando al demonio por los esqueléticos brazos.

El chasme emitió un gemido de agonía. El sonido era tan ridículo que casi provocó una sonrisa a Pharaun. El demonio describía círculos en el aire, salpicándolos a todos por la sangre que salía de los muñones de sus brazos.

—¡Esto lo pagarás, ramera mentirosa! —gritaba el demonio en medio de su dolor—. Lo pagarás, ¡Vakuul no olvida!

Jeggred tiró uno de los brazos del demonio contra él, pero el chasme lo esquivó. El miembro ensangrentado fue a caer a los pies de Pharaun.

Con una furiosa mirada final a Danifae, el chasme desapareció, teleportándose a la capa del Abismo, fuera cual fuese, a la que pertenecía.

Jeggred olisqueó el otro brazo, arrugó la nariz y lo desechó.

Sin dejar de sonreír, Danifae miró a Quenthel a través del río de almas. Las sacerdotisas se midieron con la mirada durante un momento de prolongado silencio que rompió Quenthel.

—Lloth espera a su Yor’thae al otro lado del Paso del Ladrón de Almas.

Jeggred debió de captar algo en el aire y se puso delante de Danifae con los ojos fijos en su tía. Pharaun se acercó a Quenthel.

—La señora Quenthel dice lo que es obvio —dijo Danifae.

Apoyó su pequeña mano sobre la espalda de Jeggred. Pharaun tardó un instante en darse cuenta de que estaba trazando signos sobre su piel, comunicándole algo.

—Señora… —empezó a decir Pharaun, pero Quenthel lo interrumpió.

—Digo lo que es obvio, cautiva de guerra, porque vienes pasando por alto lo que es obvio desde que pusimos pie en el dominio de Lloth.

La respiración de Jeggred se hizo más agitada. Danifae retiró la mano de su espalda. Le había dicho lo que quería que supiera… o lo que quería que hiciera.

La tensión se masticaba en el aire. Pharaun evocó mentalmente las palabras de un conjuro. Quenthel le había dicho que no atacara a menos que ella se lo ordenase, de modo que se mantuvo a la espera y preparado.

Jeggred miró a través de las almas, fijando los ojos alternativamente en él y en Quenthel con indisimulada avidez. El enfrentamiento con el chasme no había hecho más que despertar su apetito.

Danifae tocó su símbolo sagrado.

—¿Y cuál es la obviedad que he pasado por alto, señora Quenthel? —preguntó.

Las serpientes de Quenthel silbaron su odio a Danifae.

—Pues que Lloth requiere un sacrificio antes de que su Yor’thae se introduzca en el paso —respondió la suma sacerdotisa.

Levantó el látigo hacia atrás como si fuera a atacar, pero Jeggred fue más rápido. Antes de que Quenthel pudiera moverse, antes de que Pharaun pudiera formular un conjuro, el draegloth cargó contra Quenthel.

Cubrió la distancia en cuatro enormes zancadas.

—¡No! —gritó Danifae, pero sus palabras no se condecían con la expresión complacida de su rostro.

Sorprendida, Quenthel sólo pudo agitar débilmente el látigo. Jeggred cogió a las serpientes con una de sus garras de combate y las mantuvo alejadas de sí. Hizo a un lado el escudo de Quenthel con el hombro y le lanzó una de sus atroces garras al pecho.

Algunos eslabones de la armadura saltaron por los aires y el impacto hizo retroceder a Quenthel dos pasos.

Jeggred siguió su rápida arremetida sin soltar el sibilante látigo, cuyas serpientes trataban inútilmente de clavar sus colmillos en aquella carne dura como el hierro. Rugiendo, el draegloth atacó con la garra que le quedaba libre. Quenthel se recuperó y paró el golpe con su escudo, y en el contragolpe alcanzó al draegloth en la cara con el borde del mismo. Jeggred perdió varios de sus dientes y la fuerza del golpe lo dejó momentáneamente aturdido.

Aprovechando el momento, Quenthel arrancó el látigo de la mano de Jeggred con un gruñido. Pharaun se maravilló de la fuerza que le daba el cinturón mágico. Dio un salto hacia atrás, revoleó el látigo por encima de su cabeza y lo lanzó contra el draegloth. Impulsadas por la fuerza de la sacerdotisa, las serpientes dieron en el blanco y abrieron profundos surcos en la caja torácica de Jeggred, que rugió de dolor y se lanzó hacia un lado, quedando en cuclillas.

Rugiendo y salivando, Jeggred avanzó y lanzó una andanada de golpes sobre Quenthel, unos golpes capaces de derribar una pared de granito. Quenthel los paró con su escudo y su armadura, pero se vio obligada a retroceder. Su látigo volvió a golpear y los colmillos de las serpientes se hundieron otra vez en la carne del draegloth.

Pharaun se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo observando el combate. Rápidamente trazó con los puños cerrados una compleja serie de gestos y dijo en alto las palabras de un conjuro.

Cuando acabó, un puño gris tan grande con el de un titán se formó ante sus ojos y a una orden mental suya, atacó a Jeggred. El draegloth no lo vio venir. El puño lo golpeó en el costado con fuerza suficiente para pulverizar una roca.

El impacto hizo que el rugido de Jeggred muriera en su garganta y que saliera volando por los aires. Cayó hecho un ovillo a diez pasos de Quenthel, en medio del torrente de almas. Pero consiguió ponerse de pie.

Con un rugido, cargó contra Pharaun, pero el maestro de Sorcere interpuso el puño mágico.

—¡Te mataré, mago! —gritó Jeggred atacando al puño mágico con sus garras—. ¡Os mataré a los dos!

—¡Jeggred! —llamó Danifae. Por lo que Pharaun recordaba, fue la primera vez que sus palabras no llegaron al draegloth.

Ciego de frenesí combativo, Jeggred siguió lanzando sus garras contra el puño.

Pharaun sonrió y preparó el puño para lanzar otro golpe.

—¡Jeggred! ¡Detente! —gritó Danifae.

Esa vez su mensaje llegó a destino.

Jeggred se paró en seco, miró a Danifae y después volvió a mirar el puño. Su pecho estaba agitado, le relucían los ojos, la baba le resbalaba por los colmillos. Fijó la mirada en Quenthel, en Pharaun, en el puño mágico de fuerza invocado por el mago.

—He atacado para defendernos, señora —dijo Jeggred a Danifae con voz ahogada.

Pharaun acercó más el puño mágico al draegloth. Podía golpear otra vez a Jeggred cuando quisiera, pero estaba disfrutando con la creciente frustración de la criatura.

—Subestimas a tu tía —dijo Danifae dirigiendo a Quenthel una dulce sonrisa.

—Ella ordenó a Jeggred que atacara, señora —dijo Pharaun.

La sacerdotisa Baenre, casi sin aliento por su enfrentamiento con Jeggred, sonrió.

—Sobreestimas a nuestra cautiva de guerra, maestro Mizzrym —replicó.

Pharaun no lo creía así, pero no dijo nada.

Jeggred se volvió a Danifae.

—Señora —dijo con una voz cavernosa en la que se adivinaba el peligro—, se me debería dejar que matara…

—Silencio, varón —le espetó Danifae.

El draegloth guardó silencio. Pharaun admiraba la obediencia que Danifae había conseguido de aquel necio.

Quenthel examinó el pequeño agujero que Jeggred había hecho en su armadura.

—Sobrino —dijo—, acabas de ofrecerte como sacrificio a Lloth.

Jeggred lanzó un escupitajo amarillo hacia donde estaba Quenthel.

—¿Estás segura de que mi madre lo aprobaría, tía? —inquirió.

Eso surtió efecto. Jeggred era hijo de la madre matrona Baenre. Quenthel podía atraerse la ira de Triel si lo sacrificaba. O no. Pharaun encontró la respuesta en las siguientes palabras de Quenthel.

—Disfrutaré dándote tu merecido, sobrino —dijo.

Decepcionado, Pharaun decidió que valía la pena otro intento de hacer que Quenthel cambiara de idea.

—Este idiota melenudo ha desobedecido reiteradamente tus instrucciones —dijo en el tono de voz más caballeresco de que era capaz—. Se ha aliado con una sacerdotisa menor —añadió señalando a Danifae con un gesto despectivo—, y se ha mostrado indigno del nombre Baenre. Su necedad sólo es superada por su apestoso olor. Si no quieres sacrificarlo, por favor permíteme que lo mate. Haremos un favor a la vida inteligente del multiverso.

La mirada de Jeggred destilaba odio.

Quenthel no miró a Pharaun, pero respondió:

—No harás nada a menos que yo lo autorice, maestro Mizzrym.

—Señora… —empezó a decir Pharaun.

Sólo si yo lo permito, varón —le dijo Quenthel tajantemente mientras sus serpientes lo miraban con fijeza.

El mago se mordió la lengua, pero consiguió hacer una reverencia no muy sincera.

—La insolencia del mago y la influencia de ese maldito látigo son pruebas palpables de tu debilidad, tía —gruñó Jeggred.

Pharaun reservó por el momento su puño mágico.

—Basta ya —dijo Danifae.

Quenthel y Danifae se quedaron mirándose.

—¿Unos conjuros de protección quizás antes de intentar el paso?

Quenthel asintió.

Ambas iniciaron sus conjuros sin perderse de vista la una a la otra en ningún momento.

Pharaun observó la mirada de las dos y no quedó tan seguro de que lo que tuvieran en mente fueran conjuros defensivos.

Gomph avanzaba metódicamente a través de la interminable serie de protecciones mágicas. A veces se valía de la fuerza mágica bruta, desactivándolas o destruyéndolas; otras hacía uso de la sutileza y la maña, doblando o alabeando las defensas mágicas temporalmente mientras se deslizaba a través de ellas.

Estaba totalmente pendiente de las defensas arcanas de la casa Agrach Dyrr, sin notar casi el paso de los soldados Dyrr ni el segundo ataque frustrado sobre el puente por parte de los Xorlarrin.

Con cada protección que conseguía vencer se acercaba más al templo de Lloth y al gólem que contenía la filacteria.

Las protecciones y trampas mágicas dispuestas en días o años pasados por Yasraena o por alguna madre matrona anterior no eran un gran desafío para Gomph. Sólo las que había colocado el lichdrow resultaban difíciles de desactivar o de sortear, pero Gomph siempre prevalecía.

Y siempre, la protección maestra del lichdrow, el hilo que mantenía unidas todos los demás, reactivaba las que Gomph anulaba. Gomph abrió varias decenas de «puertas» mágicas a lo largo de su recorrido, y en todos los casos vio cómo la protección maestra las volvía a cerrar tras él. No lograba entender del todo el propósito de lichdrow, pero no podía dedicarse a pensar en ello.

El tiempo pasaba, pero Gomph no tenía forma de medirlo. Suponía que llevaba una hora y media o más ocupado con las protecciones. Pronto se disiparía el conjuro que había permitido a Prath adoptar su forma y a él la de una sombra. Dejaría de ser incorpóreo y Prath dejaría de tener su aspecto.

Llegado ese momento, Yasraena se daría cuenta del engaño, supondría que Gomph se encontraba dentro del complejo y pondría en juego todos los recursos a su alcance para encontrarlo.

Apartó de su mente esa posibilidad y se centró en la siguiente defensa, una trampa mágica que lo encerraría en una jaula de fuerza si intentaba atravesar el borde exterior de la protección. La jaula de fuerza lo aprisionaría incluso en su forma incorpórea.

Precisamente cuando se disponía a desactivarla, notó un leve retorcimiento en la protección.

No era una sola protección. Eran dos, y la segunda estaba sabiamente enmascarada por la primera.

La protección oculta se dispararía al desactivar la primera y contenía un conjuro latente que producía algunos momentos de dolor insoportable antes de parar el corazón de su víctima.

Gomph se reprochó su falta de cuidado. El cansancio mental estaba empezando a hacer mella en él y la fatiga lo hacía vulnerable. A punto había estado de cometer un error fatal.

Se tomó un momento para volver a centrarse antes de desactivar las protecciones en la secuencia debida. En cuanto atravesó la zona, las volvió a reactivar la protección maestra.

Gomph siguió adelante.

Las puertas del templo, ambas muy bien guardadas, estaban tentadoramente cerca. Atravesó rápidamente las dos protecciones que se interponían entre él y el templo mientras los soldados Dyrr pasaban rápidamente a su lado.

El templo, construido de piedra pulida, presentaba un techo rematado en cúpula y un pórtico de losas de piedra con una columnata. Lo defendían un par de puertas dobles de bronce, oscurecidas por la pátina del tiempo y grabadas con motivos de arañas y plegarias a Lloth.

Gracias a su visión mágica Gomph vio en el interior bancos alineados a cada lado del pasillo central que conducía al ábside y el altar. No podía ver todavía el gólem, aunque sabía que estaba detrás del altar.

El templo estaba vacío. La casa estaba demasiado ocupada con su defensa para dedicar tiempo al culto.

Varias protecciones y trampas mágicas poderosas cubrían las puertas. La protección maestra entrelazaba todas las defensas y penetraba en el templo, y, presumiblemente, hasta el mismísimo interior del gólem.

Gomph flotó ante las líneas de poder y formuló varios conjuros que le permitieron analizar la naturaleza de las protecciones. Sacó una de sus varitas de adivinación y comenzó a mirar a través de su punta mientras conjuraba.

Vio que las protecciones de las puertas estaban muy entrelazadas y tenían una gran interdependencia. No estaba seguro de poder deshacer la trama.

La frustración hizo que sus pulsaciones se aceleraran. Trató de calmarse, pero en ese momento percibió que había algo detrás de él y se volvió.

Una drow, Larikal, hija de Yasraena, caminaba hacia las puertas del templo. Su cota de malla cubría su fuerte constitución. De su cinto colgaba una gran maza. Su cara insulsa, exenta de atractivo, lucía una expresión airada.

Un varón calvo, corpulento, caminaba a su lado, con las manos metidas en los bolsillos de su túnica negra. Era Geremis, Gomph lo recordaba, y pensó que se parecía mucho a Nauzhror.

Tanto Larikal como el mago brillaban con diversos matices que Gomph percibió. Ambos estaban cubiertos con conjuros personales de protección e iban adornados con brazaletes y armas mágicas. Gomph leyó sus labios mientras avanzaban.

—No estoy dispuesta a tolerar durante más tiempo tus fracasos, varón —dijo Larikal.

Como todos los varones drows, Geremis tuvo el buen sentido de aceptar la reconvención sin comentario.

—La filacteria está dentro de la fortaleza —continuó la sacerdotisa—. Tú y tus subordinados debéis encontrarla en el curso de una hora. De lo contrario, la próxima vez que entres en este templo conmigo será como sacrificio a Lloth.

—Sí, señora Larikal —replicó Geremis.

Larikal y el mago pasaron limpiamente a través de la forma incorpórea de Gomph dándole la impresión de que una brisa lo atravesaba. Las puertas del templo se abrieron. Las protecciones de las puertas reverberaron a su paso, rodeando a cada uno de ellos de una luz carmesí cuando cruzaron el umbral. Ninguno de los dos había pronunciado una palabra de mando ni había hecho señal alguna, de lo que Gomph dedujo que las protecciones debían estar sintonizadas con algo que llevaban puesto o quizás con sus cuerpos mismos.

Al otro lado de la puerta, Geremis se detuvo y se volvió con una mirada de curiosidad hacia el espacio que ocupaba Gomph.

El archimago maldijo para sus adentros y se quedó paralizado. Temiendo que el mago lo hubiera percibido, preparó un conjuro capaz de inmolar a Geremis, suponiendo que lograse traspasar sus protecciones personales.

Gomph sintió un gran alivio cuando Geremis se dio la vuelta y apuró el paso por el pasillo central para alcanzar a la hija Dyrr. Gomph cambió de posición para poder ver mejor el interior del templo.

La sacerdotisa recorrió todo el pasillo hasta llegar al ábside y se arrodilló ante el negro altar. Con actitud adecuadamente reverente, utilizó un yesquero para encender la única vela que había encima de él. Las sombras empezaron a moverse en torno al templo. Arañas tan grande como el puño de Gomph se subieron al altar.

A la luz de la vela el archimago pudo ver la silueta del gólem. Era enorme.

Geremis se mantenía a una discreta distancia de Larikal, ya que a los varones les estaba vedado el acceso al ábside del templo de Lloth. Ocupó un asiento en el primer banco e inclinó la cabeza.

Sin preámbulos, Larikal se puso de rodillas, inclinó la cabeza y oró. Gomph no podía oír las palabras, pero podía imaginar el murmullo de su voz repetida por el eco del templo.

La luz de la vela danzaba por la pulida superficie del gólem araña. La enorme criatura se cernía sobre el altar, sobre Larikal. La sacerdotisa se encontraba a menos de cinco pasos del objeto de sus plegarias y no se daba cuenta. Gomph casi sonreía a pesar de su agotamiento. La Reina Araña sin duda tenía sentido del humor.

Gomph se volvió hacia las protecciones. Tenía que…

De golpe se le ocurrió una idea y esta vez sí que sonrió.

Después de todo no tenía que desactivar las protecciones.

Sosteniendo su símbolo sagrado en la mano del escudo, Quenthel pronunció velozmente las palabras de un conjuro. Cuando terminó, su tamaño casi se duplicó, y con ella el de su látigo, su armadura y su escudo. Un resplandor violeta la envolvió y empezó a brotar de sus ojos la manifestación del favor divino de Lloth.

Danifae terminó su propio conjuro, y un escudo gris de fuerza mágica rodeó todo su cuerpo: la manifestación física de su fe.

Las sacerdotisas se miraron mientras los muertos de Lloth circulaban entre ellas hacia el interior del Paso.

Mientras se disponía a lanzar otra vez su puño mágico contra Jeggred, Pharaun pensó que aquéllos no eran conjuros defensivos.

El látigo de Quenthel restalló. Danifae afirmó bien los pies, con las manos próximas a la empuñadura de su estrella matutina.

—Interesante la elección de conjuro, señora Quenthel —dijo Danifae.

Quenthel sonrió despectivamente.

Pharaun pensó que en ese momento era inevitable una lucha abierta, pero no, ambas sacerdotisas mantuvieron su posición y empezaron otro conjuro.

Aunque él conocía más de magia arcana que de la que otorgan los dioses, Pharaun había visto suficientes conjuros formulados por clérigos como para identificar la mayor parte de las invocaciones que se estaban realizando.

Danifae fue la primera en terminar. La magia no tuvo manifestación visible alguna, pero Pharaun dedujo de sus gestos y sus palabras que el conjuro había aumentado su fuerza física.

Pharaun apreció la sutileza de Danifae. El primer conjuro de Quenthel la había hecho más grande y más fuerte, pero de una forma muy obvia. Danifae había aumentado su fuerza, pero sin que se notara.

Quenthel acabó su plegaria y un débil brillo verdoso se formó en torno a su piel.

Pharaun lo identificó como una resistencia a los conjuros.

Después de esto, las dos sacerdotisas volvieron a mirarse.

—¿El paso? —preguntó Danifae, aunque dio un paso amenazante hacia Quenthel—. ¿O… alguna otra cosa?

Quenthel sonrió, y dio un paso hacia Danifae.

—Otra cosa —dijo.

Pharaun también sonrió. Si Quenthel y Danifae iniciaban una pelea, él aprovecharía la oportunidad para matar a Jeggred. Le daba lo mismo que fuera Baenre o no.

A Halisstra el corazón estaba a punto de salírsele por la boca. Allá adelante, al pie de las montañas, Danifae y Quenthel Baenre estaban frente a frente. Un escudo reverberante de fuerza gris rodeaba a Danifae, mientras que Quenthel tenía el doble de su tamaño habitual.

El draegloth Jeggred observaba desde un lado, y el mago Pharaun, con una especie de puño conjurado delante de él, miraba desde el otro. Las almas de los muertos de Lloth seguían pasando alrededor y entre las combatientes, introduciéndose en la brecha abierta al pie de una de las altas montañas: el Paso del Ladrón de Almas.

Halisstra tenía que moverse con rapidez. Descendió hasta detrás de una afloración rocosa situada a unos treinta pasos de la escena. Feliane y Uluyara la imitaron. Con un ejercicio de voluntad, Halisstra puso fin al conjuro que las había transformado en vapor. Se agachó detrás de las rocas y habló agitadamente.

—¿Lo ves? —le dijo a Uluyara—. Danifae está luchando contra Quenthel Baenre. La sacerdotisa Baenre se debe de haber enterado de su fidelidad a Eilistraee.

Se volvió dispuesta a acudir, pero Uluyara la sujetó por el hombro e hizo que se volviera.

—Halisstra, todavía no parece que estén luchando. Deberíamos preparar conjuros defensivos. La sacerdotisa Baenre no es un adversario cualquiera.

—No hay tiempo —dijo Halisstra apartando la mano de Uluyara. Si Danifae finalmente había escuchado la llamada de Eilistraee, Halisstra no quería que se enfrentara sola a Quenthel—. Usaremos nuestros conjuros en combate. Con eso bastará.

Miró a sus hermanas a los ojos, como exigiéndoles que la obedecieran.

—¿Y el draegloth y el mago? —dijo Feliane—. ¿Qué me dices de ellos?

Halisstra desenfundó la Espada de la Medialuna.

—Quenthel Baenre es nuestra enemiga —dijo—. Supongo que el draegloth y el mago también lo son, a menos que me den algún motivo para creer lo contrario.

—¿Y Danifae? —inquirió Feliane.

—Dejádmela a mí —respondió Halisstra.

Dicho esto, se volvió y salió decidida a presentar combate. El cuerno de Uluyara sonó detrás de ella.