Capítulo once

El día estaba por despuntar. El nalfeshnee y el chasme seguían volando. Ante los ojos de Pharaun, las montañas se iban haciendo más grandes. Aunque todavía faltaba alrededor de una legua para llegar, se veían tan altas que parecían una muralla de roca negra interminable. Sabía que nadie podría pasar por encima de ellas, que había una sola manera de atravesarlas: el Paso del Ladrón de Almas.

El torrente de almas que volaba más alto que ellos empezó a descender y a dirigirse hacia la base de las montañas. El nalfeshnee miraba con ojos codiciosos a las almas resplandecientes que pasaban, pero el miedo que tenía a Quenthel le impedía hacer otra cosa más que mirar. El chasme seguía quejándose por lo pesado de su carga.

Pharaun sorprendió a Quenthel mirando hacia atrás, no a él, sino hacia la línea del horizonte. Pharaun también se volvió, esperando ver la luz del sol naciente convocando una vez más a los hijos de Lloth para el Hostigamiento.

El sol asomó por fin sobre el borde del mundo, proyectando su tenue luz roja sobre todo el paisaje. Pharaun comprobó, sorprendido, que no pasaba nada.

La luz rezumó por encima de las rocas, penetró en los agujeros y en los pozos, pero no salieron las arañas a saludarla.

Daba la impresión de que el Hostigamiento se hubiera terminado. Resultaba extraño que semejante grado de violencia pudiera brotar y cesar de forma tan repentina. Pharaun tuvo una sensación peculiar, como si la Red de Pozos Demoníacos estuviera conteniendo la respiración, esperando algo.

Al volverse nuevamente, se encontró con que Quenthel lo estaba mirando y trataba de comunicarse con él mediante gestos exagerados.

Estate preparado cuando toquemos tierra, pero no hagas nada a menos que yo lo ordene.

Pharaun inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Al fin había llegado el momento del enfrentamiento.

Se retrasó un poco respecto del chasme y desde allí empezó subrepticiamente a formular conjuros defensivos que no tenían ningún efecto exterior visible, ya que no quería que un aura o una emanación pusiesen a Danifae y a Jeggred sobre aviso de las intenciones de Quenthel. Se espolvoreó la piel con polvo de diamante, para que ésta fuera dura como la piedra. Susurró encantamientos secuenciales que hicieron su cuerpo resistente al fuego, al rayo y al ácido.

El maestro de Sorcere no pudo reprimir una sonrisa mientras volaba. Cuando llegaran a las montañas, Quenthel mataría a Danifae y él mataría a Jeggred.

«Ya iba siendo hora», pensó.

Halisstra, Feliane y Uluyara surcaban el aire, cabalgando en el viento. Volaban en medio del río de almas, aunque Halisstra evitaba mirar a la cara de los espíritus resplandecientes. Temía encontrar a más conocidos.

Al frente se veían las montañas, una muralla titánica de piedra que se asemejaba a los colmillos de una bestia inimaginablemente enorme. El torrente de almas empezó a descender, encaminándose hacia la base de una de las montañas.

Por detrás de ellos, el sol empezaba a asomar en el horizonte. Halisstra miró hacia la tierra, esperando encontrar otro día de violencia, pero daba la impresión de que la única violencia que tendría lugar en la Red de Pozos Demoníacos ese día tendría como protagonistas a los drows.

Allá a lo lejos, Halisstra entrevió dos grandes formas descendiendo hacia la base de las montañas más altas. «Demonios», pensó.

Quenthel Baenre estaba allí, y Danifae también.

El ritmo de su corazón se aceleró.

Las almas se arremolinaban en torno a los demonios en su descenso hacia una brecha en las montañas que no podía ser otra cosa que el Paso del Ladrón de Almas.

Halisstra y las demás sacerdotisas apuraron la marcha y poco a poco fueron ganando terreno.

Volando en forma de sombra, próximo al techo salpicado de estalactitas de Menzoberranzan, Gomph llegó a la casa Agrach Dyrr. Al mirar hacia abajo comprobó que casi nada había cambiado desde que había escudriñado la fortaleza aproximadamente una hora antes.

Los defensores de Agrach Dyrr seguían haciendo sus rondas por los elevados muros estalagmíticos y observando a los atacantes. Los yelmos con penachos morados de los oficiales y las hojas de las espadas y lanzas de los soldados se entreveían por las troneras. Estandartes con las armas de la casa Agrach Dyrr festoneaban las murabas chamuscadas pero prácticamente intactas. Decenas y decenas de ballesteros orcos y osgos atormentaban a las fuerzas drow.

Gomph no podía oler el campo de batalla debido a su incorporeidad, pero podía ver las nubes de humo negro arracimadas cerca del techo de la caverna y podía imaginarse el hedor.

En la meseta que se extendía delante del castillo de estalagmitas estaba reunido el grueso de las fuerzas de la casa Xorlarrin. Alrededor de ochocientos hombres rodeaban el complejo a la distancia de un tiro de ballesta del foso. Gomph observó la composición del ejército Xorlarrin: había unos diez magos drows, varios cientos de guerreros del mismo origen, dos veintenas de arañas de guerra y gran número de compañías de criaturas menores, todo dispuesto para el combate. En medio de las filas podían apreciarse varias máquinas de asedio hechas de cristal y hierro endurecidos por medios mágicos.

Todo estaba silencioso. Los Xorlarrin parecían dispuestos a esperar refuerzos antes de lanzar otra ofensiva contra Agrach Dyrr. Gomph lo contempló todo con cierta sorpresa. Sabía que la madre matrona Zeerith tenía tantas ambiciones para su casa como cualquier otra madre matrona, y eso hacía esperar que aspirara a reservarse para sí toda la gloria de la toma de la casa Dyrr. Yasraena debía de haber montado una defensa impresionante para frenar esa ambición.

Gomph se dejó flotar hacia abajo y vio decenas y decenas de cadáveres y de cuerpos desmembrados flotando en el foso de agua que rodeaba la fortaleza. Unos cuantos reptiles de afilados dientes, sin duda lagartos acuáticos, nadaban en el foso y se alimentaban de los restos.

Advirtió también que los ogros muertos y su ariete, que había visto al escudriñar la casa, ya no yacían frente a las puertas adamantinas. Algún nigromante Agrach Dyrr habría animado sus cadáveres para que lucharan contra sus hermanos Xorlarrin.

Hasta que hubiera evaluado de cerca la red de protecciones mágicas de la fortaleza, Gomph no se atrevía a acercarse más allá de la línea marcada por el foso. Con un pequeño ejercicio de voluntad, activó el detector de conjuros permanente de sus ojos, que le permitía ver las emanaciones mágicas.

La casa Agrach Dyrr se iluminó como el sol de los Campos Verdes, el ridículo «cielo de los halfling», adonde lo había desterrado el lichdrow durante su duelo de conjuros. Era lo que Gomph había previsto, pero la visión de las protecciones de la casa Agrach Dyrr a través de la lente de su cristal de escudriñamiento había sido un poco diferente de cómo veía la telaraña resplandeciente de defensas ahora. A diferencia del resto del mundo físico, que a sus ojos transformados sólo aparecía en tonalidades de gris, las protecciones eran de un rojo y un azul relumbrantes. Su poder atravesaba los planos e incluso era capaz de afectar a criaturas incorpóreas.

Llevado más por el orgullo que por la necesidad, Gomph decidió que entraría por la puerta principal, aunque sólo fuera por darle en las narices a Yasraena. A decir verdad, poco importaba el punto por el que emprendiera el asalto. Las protecciones y defensas estaban dispuestas en forma de esferas, de círculos concéntricos de poder. Cubrían todos los posibles accesos. Entrara por donde entrase tendría que enfrentarse a todos esos círculos.

Estaba suspendido casi a mitad de camino entre la casa Agrach Dyrr y el ejército. Notó con satisfacción que su presencia pasaba desapercibida tanto para unos como otros. Sabía que los magos con que contaban los dos ejércitos tendrían activos varios conjuros, entre ellos algunos que les permitían ver a las criaturas invisibles. La protección antidetección de Gomph seguramente los anulaba. Sin embargo, ese triunfo sólo le deparó un placer efímero.

Como medida preliminar, se quitó el ocular y sostuvo ante su ojo la gema lechosa. A pesar de su incorporeidad, la magia del ocular seguía funcionando. Mirando a través de la lente de la gema, Gomph vio las cosas tal como eran, no deformadas. El poder del ocular podría haberse visto anulado por conjuros como los que protegían a Gomph, pero esa protección no era corriente.

Echó una mirada al complejo y no vio nada fuera de lo común, salvo que dos oficiales que supuestamente eran drows, eran en realidad demonios polimorfados. La lente mágica de Gomph los mostró en su forma real, la de criaturas imponentes, musculosas, bípedas, semejantes a buitres con horribles ojos rojos y largas alas cubiertas de plumas.

Gomph los reconoció como vrocks. Yasraena seguramente había contratado los servicios de un par de demonios.

Gomph se guardó el ocular y en voz baja pronunció las palabras de un conjuro que modificaba su visión perceptora de la magia, de tal modo que eliminaba las protecciones antiescudriñamiento y los conjuros que reforzaban la casa Dyrr. Para lo que pretendía, esos conjuros eran irrelevantes. Sólo estaba interesado en los conjuros que pudieran evitar que entrara en el complejo y los que pudieran matarlo o apresarlo una vez que estuviera dentro.

Cuando la modificación se hizo efectiva, desapareció más o menos la mitad de las líneas de poder, aunque la fortaleza todavía seguía resplandeciendo, encerrada en una red de líneas rojas. Trampas mágicas acechaban dentro de la red, conjuros mortíferos que serían desencadenados por el mero contacto o la desactivación inexperta de una protección. Durante un tiempo, Gomph utilizó una serie de conjuros de adivinación para examinar el intrincado entretejido de conjuros. Quería entender las interconexiones entre los conjuros antes de intentar su penetración.

Gomph tendría que apartar las protecciones, una capa esférica tras otra, como si estuviera desollando y descarnando a un esclavo hasta los huesos.

Sacó sus varitas rematadas en un ojo y con sus conjuros de adivinación más precisos profundizó su análisis. Entre la multitud de trampas mágicas dispuestas dentro de la red, descubrió los reveladores rastros de símbolos mágicos: uno de dolor, dos de muerte. Confirmó la presencia de glifos que emitían fuego y relámpagos, de jaulas de fuerza para atraparlo, de conjuros de contingencia para domeñar su alma, de barreras que impedían el paso de cualquier forma física o incorpórea.

Y también vio otra cosa. Atravesando toda la red se veía la línea delgada, casi imperceptible, de una protección que enlazaba todas las demás y que las aumentaba: una protección maestra.

A Gomph no le cabía la menor duda de que la había formulado el lichdrow.

En suma, Dyrr había atado un nudo sobre otro, interconectando su protección maestra a través de los intersticios de las demás protecciones, hasta dejarlas todas completamente entrelazadas. Como consecuencia, las protecciones ordinarias urdidas a lo largo de los años por las diferentes madres matronas Agrach Dyrr serían todavía más mortíferas.

Gomph estudió con mayor detenimiento la línea de la protección maestra. Sacó otra varita y la usó para analizar con más atención el detector de conjuros de la protección. Su complejidad daba a entender que su acción iba más allá del simple aumento de otras protecciones, pero los conjuros de Gomph no podían adivinar nada más, al menos desde su emplazamiento actual. Tendría que introducirse en la propia red de protecciones.

Enfundó su varita y frunció el entrecejo. Su falta de conocimiento de la finalidad última de la protección maestra lo obligaba a detenerse, pero sabía que tenía que seguir adelante, cualquier demora jugaba en su contra.

Se posó en el suelo y se enfrentó al primer reto: un simple conjuro de detección que alertaría a quien lo hubiera puesto allí en caso de que alguien, en la forma que fuera, atravesara el puente adamantino. Gomph siguió las líneas luminosas y gruesas de la protección. No vio ninguna trampa mágica conectada a ella y la desactivó susurrando un contraconjuro.

Atravesó volando el puente adamantino, que estaba manchado de sangre en varios puntos. Desde lo alto de las murallas, los soldados Dyrr y los dos demonios miraron a través de él, como si no existiera.

Flotando ante la puerta, estudió las líneas de magia zigzagueante de la superficie. Su configuración formaba dos símbolos mágicos capaces de matar a cualquiera cuya carne tocara las puertas sin decir antes la contraseña, que no llevara consigo el elemento apropiado o no tuviera en sus venas la sangre adecuada. Un análisis más atento con una de sus varitas le reveló a Gomph que los símbolos eran permanentes. Seguirían recomponiéndose y matando a menos que fueran eliminados.

Pronunció las palabras de un contraconjuro y concentró la magia en su dedo índice. Con gran suavidad, pasó la yema de su dedo de sombra por las líneas del primer símbolo. Aunque su dedo era incorpóreo, la magia alcanzaba al mundo físico. Allí donde su dedo tocaba, el conjuro borraba el símbolo. Pronto se desvaneció.

Gomph formuló otro contraconjuro y repitió el proceso con el segundo símbolo, que resultó más resistente que el primero. La magia de Gomph tropezó con la magia del símbolo sin conseguir nada. Su contraconjuro no producía efecto. Tragándose su frustración, preparó otro conjuro, una versión más poderosa del primero.

Un movimiento repentino desde arriba le llamó la atención. Un enjambre de virotes de ballesta cayó contra algo que había a sus espaldas. Se volvió y vio a una decena de gigantescos trolls. Llevaban una somera armadura sobre sus pelajes gris-verdosos y llenos de verrugas. El menos alto triplicaba la estatura de Gomph y tenía miembros largos, y una boca llena de colmillos, además de garras y una musculatura abultada. En sus manos enormes, los trolls llevaban una estalagmita descomunal que por medios mágicos había sido transformada en un temible ariete. La visión detectora de magia de Gomph le permitió ver que el ariete había sido armado con poderosos conjuros.

Discos verdes de energía mágica flotaban sobre las enormes criaturas, energía proyectada por lejanos magos Xorlarrin para proteger a los trolls de la lluvia de proyectiles que caía desde las murallas. En diez zancadas, los gigantescos trolls habían cruzado el puente.

Desde las líneas Xorlarrin, una compañía de ballesteros orog y sus correspondientes escuderos corrieron hasta el borde del foso y lanzaron una andanada de virotes sobre los defensores de la muralla, que respondieron con otra lluvia de proyectiles. Fuego y relámpagos disparados por las protecciones Dyrr estallaron en medio de los orogs, y varias de las bestiales criaturas quedaron envueltas por las llamas o volaron por los aires.

Los soldados drows permanecían alineados y dispuestos para atacar a cincuenta pasos por detrás de los orogs, a la espera de que los trolls gigantescos atravesaran las puertas.

Las enormes criaturas seguían avanzando, haciendo vibrar el puente bajo su peso. En medio de ellos hubo una flamígera explosión, pero eso no detuvo su carga.

Un muro de hielo conjurado, más alto que los gigantescos trolls y tan grueso como un brazo, se formó delante de las criaturas, deteniendo su carrera. Ni siquiera ralentizaron la marcha. Corriendo, arrojaron la estalagmita mágica contra la muralla y el hielo explotó en astillas. Los trolls siguieron adelante.

Maldiciendo, Gomph empezó a elevarse. Aunque incorpóreo, las energías mágicas podían herirlo, lo mismo que las armas encantadas. No quería verse sorprendido en medio del fuego cruzado.

Una nube de vapor que Gomph supuso que era venenoso se formó ante las puertas. Los trolls gigantes aspiraron aire puro y cargaron contra las puertas, balanceando el enorme ariete al hacerlo… directamente contra Gomph.

El mago trató de esquivarlo, pero su vuelo incorpóreo era torpe y lento. El ariete mágico lo golpeó en el hombro, y sus encantamientos atravesaron las distintas capas de realidad para afectar a su cuerpo insustancial. Se sintió invadido por la agonía. El impacto lo hizo girar sobre sí y lo golpeó contra la puerta y contra el símbolo letal.

Gomph hizo todo lo posible por enderezarse y se contorsionó para evitar el contacto con las puertas y su carga mágica. Recuperó el control un instante antes de caer contra la puerta, y, volando, ascendió y se apartó hasta quedar flotando sobre el foso. Sentía un dolor espantoso en el costado derecho, pero su anillo empezó de inmediato a reparar el daño.

Conteniendo todavía la respiración, los trolls gigantes retrajeron el ariete y lo volvieron a golpear contra las puertas. De su extremo saltaron chispas y esquirlas que sembraron todo el puente, pero las puertas adamantinas no mostraban el menor rasguño. Cada vez era mayor el número de proyectiles que caían sobre los trolls, y algunos de ellos consiguieron atravesar los escudos mágicos y clavarse en la carne. Una de las criaturas, alcanzada en la cara por uno, profirió una exclamación de dolor y, sin quererlo, inhaló una bocanada de aire venenoso. Cayó al suelo entre estertores y murió al cabo de unos instantes.

El resto siguió golpeando infructuosamente las puertas mientras los seguían atacando desde lo alto. A Gomph la escena le resultaba surrealista. No podía ni oír ni oler nada. Tenía la impresión de encontrarse ante la ilusión imperfecta de un aprendiz de primer curso.

Gomph supuso que el asalto de los trolls gigantes era sólo una maniobra de distracción y que el ataque real se estaría produciendo en otro lado; pero no tenía forma de confirmar su suposición.

Con todo, había que reconocer que los defensores Dyrr estaban usando armas muy corrientes para enfrentarse a los atacantes troll. Sólo habían dilapidado dos conjuros y unas cuantas descargas de sus varitas. Las ballestas eran las que hacían casi todo el trabajo. Ya yacían muertos cuatro de los trolls. Los seis restantes seguían asestando golpes con el ariete, aunque con menos fuerza.

Gomph tuvo una idea.

Moviéndose con rapidez, hizo con las manos un gesto complejo y pronunció en voz alta las palabras de un conjuro. La magia penetró en un campo de fuerza, lo que le permitió apoderarse de uno de los trolls que iban en cabeza. La criatura abrió mucho los ojos, pero no se atrevió a gritar por miedo a inhalar gas venenoso.

Gomph obligó al gigante a soltar el ariete y a extender el brazo para tocar las puertas. La criatura pareció presentir el peligro y su enorme fuerza se resistió a la voluntad de Gomph, pero el archimago de Menzoberranzan era más poderoso que él. El troll gigante extendió una mano, tocó la puerta e hizo saltar el símbolo que quedaba.

Gomph miró hacia otro lado cuando el símbolo se encendió. La magia se introdujo en el troll gigante y la criatura abrió la boca para gritar. Cayó muerto sobre el puente y Gomph no volvió a pensar en él.

El resto de los trolls, aparentemente atónitos ante la necedad de su compañero e incapaces de sostener el peso del ariete sin él, abandonaron sus puestos y huyeron en desbandada. Los virotes de ballesta volvieron a llover sobre ellos mientras atravesaban el puente. Una esfera de oscuridad mágica se formó alrededor de la cabeza de uno de ellos. Cegado, el troll se dirigió hacia un lado del puente y cayó al agua.

Gomph estudió la puerta y vio con satisfacción que el símbolo había desaparecido. Eso duraría un instante precioso.

Actuando con rapidez, el mago levitó delante de la puerta, en medio de la nube tóxica, por encima de los cadáveres de los trolls. Con la delicadeza de un experto cirujano, hizo a un lado las líneas de la defensa que impedía el paso y se deslizó entre ellas. No le hacía gracia dejar el símbolo intacto tras de sí, pero se imaginó que le resultaría más fácil abandonar la casa Agrach Dyrr que entrar en ella. Las protecciones mágicas solían impedir la entrada, no la salida.

Voló a través de las puertas adamantinas y se encontró en el túnel de acceso a la casa, en medio de una veintena de drows montados en sus lagartos y armados con lanzas. Muchas de las puntas de las lanzas emitían una luz mágica que la visión de Gomph detectó. Tenían poder suficiente para herirlo en caso de que detectaran su presencia.

Aunque lo rodeaban, no podían verlo. Debían de estar allí de guardia, en previsión de una improbable irrupción del enemigo, o tal vez preparados para contraatacar.

Gomph no podía oír sus voces, pero sí el sudor chorreando por sus caras y la determinación de sus miradas. Algunos de los soldados pasaron a través de él. Se elevó en el aire hasta el techo del túnel para evitar que lo tocaran. La energía negativa asociada con su forma de sombra podría dañar a alguno de ellos y alertarlos sobre su presencia, o peor aún, uno de ellos podría herirlo inadvertidamente con una lanza encantada.

Una vez que se encontró a salvo cerca del techo, se permitió una sonrisa. Había superado el primer reto. Estaba dentro.

Mirando hacia el final del túnel de acceso, vio que lo esperaba otra protección.

La magia saturaba literalmente el aire en torno a los defensores Dyrr, pero ellos no la veían, del mismo modo que no lo veían a él.

Tras haber superado la primera línea de defensa, la perspectiva de Gomph sobre la estructura de la protección maestra había cambiado. Sacó una de sus varitas, puso en funcionamiento su detector de conjuros y examinó la línea.

La varita reveló que estaba formada por muchos hilos. El mago frunció el entrecejo. Uno de los hilos era una cerradura dimensional contingente. Casi seguro que su magia latente había sido disparada por la destrucción de la forma física del lichdrow, para impedir así que nadie accediera a la filacteria del drow. La presencia de esa cerradura dimensional complicaba las cosas.

Una cerradura dimensional impedía cualquier forma de transporte mágico. Incluso en el caso de que Gomph desactivara todas las protecciones corrientes de la casa Dyrr, no podría teleportarse fuera del complejo Dyrr, a menos que primero desactivase la protección maestra, que incluía sobre todo la cerradura dimensional. Ni siquiera el poderoso conjuro de evasión que Gomph había hecho sobre sí mismo funcionaría con esa cerradura dimensional.

Gomph se dio cuenta de que la protección maestra era demasiado intrincada para que pudiera desactivarla con facilidad. Le llevaría horas, y no podía perder tiempo. Tenía que seguir adelante.

Flotó por encima de los soldados Dyrr hacia el otro extremo del túnel de acceso. Un destello a sus espaldas hizo que se volviera con un conjuro defensivo en los labios.

Una pulsación de color violeta recorrió la protección maestra hasta la zona del símbolo descargado en las puertas adamantinas. La magia circundó el área, redibujó el símbolo, volvió a cargarlo y restableció su poder.

Gomph vio sorprendido y admirado que el poder de la protección maestra rodeaba a continuación el punto en el que Gomph había desactivado el primer símbolo y volvía a dibujarlo, reformulando el conjuro. El detector de conjuro de Gomph debería haber erradicado el símbolo para siempre.

Los conjuros del lichdrow eran magistrales. Era una pena que esos conocimientos se perdieran para siempre cuando Gomph destruyese su filacteria.

Sin más pérdida de tiempo, se dio la vuelta y se dispuso a atacar la protección del extremo del túnel.