Capítulo uno

Inthracis se sentó en su asiento favorito, un trono de elevado respaldo hecho de huesos unidos con una argamasa de sangre y piel machacada. Los tomos y los rollos, herramientas de su investigación, atiborraban la ancha mesa de basalto que tenía delante. Las altísimas paredes de la biblioteca de tres alturas de Abracadáveres, su fortaleza, se cernían sobre él por los cuatro costados.

Desde lo alto de las paredes, unos ojos lo observaban.

Los muros, los suelos y los techos de Abracadáveres, construidos con los restos amontonados de miles y miles de cadáveres semisensibles, mágicamente conservados, podrían haber llenado los cementerios de un centenar de ciudades. Los cuerpos eran los ladrillos de la torre del homenaje de Inthracis. Éste los contemplaba como si fuera un artesano, un albañil de la carne que aplastaba y retorcía las figuras quejumbrosas en cualquier tipo de forma distorsionada que necesitara. No tenía preferencias en cuanto a la elección de los materiales; en la estructura de su torre habían quedado prensados todo tipo de cuerpos. Mortales, espíritus malignos, demonios e incluso otros yugoloths habían encontrado un hogar en las paredes de Abracadáveres. Inthracis no era más que un avezado asesino. Cuanto ser se cruzó en su camino durante su ascenso en la jerarquía ultroloth de la Sima Sangrienta terminó metido en uno de sus muros, pudriéndose y casi muerto, pero con la suficiente sensibilidad para sentir dolor, con la vida suficiente para sufrir y gemir.

Esbozó una sonrisa. Estar rodeado por tanta muerte y por sus libros siempre calmaba su espíritu. La biblioteca era su retiro. El intenso hedor de la carne en descomposición y el aroma acre del conservante del pergamino despejaban tanto sus cavernosos senos nasales como su tortuosa mente.

Y eso era bueno, porque él deseaba claridad. Su investigación había revelado poco, sólo desazonadores indicios.

Sólo sabía que los Planos Inferiores andaban revueltos y que todo giraba en torno a Lloth. Aún no había concretado el modo de sacar provecho de ese caos.

Se pasó una mano arrugada de largos dedos por la suave piel de la calva y se preguntó cómo podría aprovecharse de las circunstancias. Hacía mucho tiempo que esperaba marchar contra Kexxon el Oinoloth, Generalísimo de la Sima Sangrienta. ¿Había sonado tal vez la hora de entrar en acción, dado el caos engendrado por Lloth?

Clavó la vista en los ojos inyectados en sangre y saturados de dolor repartidos por las paredes, pero los cadáveres no le dieron respuesta alguna, sólo muecas sin labios, apagados quejidos y miradas agonizantes. Su sufrimiento iluminó el espíritu de Inthracis.

Fuera de Abracadáveres, audible incluso a través de las paredes de carne prensada y ventanas de acero y cristal, el ulular de los vientos abrasadores de la Sima Sangrienta entonaba su agónica canción, un lamento fúnebre de tono muy alto, semejante al producido por la docena de mortales que Inthracis había desollado personalmente. Cuando el sonido se apagó, Inthracis levantó la cabeza y esperó. Sabía que un temblor vendría a continuación, arrastrando el gemido del viento con la misma seguridad que el trueno sigue al relámpago en una tormenta del éter.

Ahí estaba.

Empezó a oírse un ruido de baja intensidad, que al principio fue como una sacudida, pero aumentó paulatinamente hasta hacer temblar la fortaleza, un estremecimiento que provocó una lluvia de copos de piel y de cabello seco, como si cayeran cenizas volcánicas desde los altos techos de la biblioteca. Inthracis sospechó que el temblor alcanzaba a toda la Sima Sangrienta, y tal vez a los Planos Inferiores. Lloth había liberado del abismo a la Red de Pozos Demoníacos, según él sabía, y un poder en estado puro e indeterminado —el caos hecho tangible— se había introducido en los Planos Inferiores y enviaba vibraciones a todo el cosmos.

El multiverso, según sabía Inthracis, estaba de parto y el nacimiento cósmico estaba agitando los distintos planos. La realidad había sido reorganizada, se habían desplazado planos enteros y la Sima Sangrienta, plano de origen de Inthracis, crujía por efecto del violento ataque de las energías. Desde que Lloth había iniciado sus… actividades, el montañoso y árido plano había conocido una serie interminable de erupciones volcánicas, lluvias de cenizas y atronadores corrimientos de rocas que podían haber enterrado continentes en el Magma Primario. Las grietas abiertas aleatoriamente en el abrupto y montañoso paisaje habían engullido leguas de tierra. El revuelto y ensangrentado caudal del Río Sangriento, la gran arteria que alimentaba el cuerpo del plano, se agitaba en su ancho cauce.

A la vista de la agitación, Inthracis había aumentado en varias ocasiones las protecciones mágicas que blindaban a Abracadáveres contra tales amenazas, pero aun así el peligro lo hizo vacilar. Abracadáveres se asentaba sobre un saliente horizontal excavado en la escarpada ladera del otrora mayor volcán de la Sima Sangrienta, el Calaas. Nada aseguraba que un corrimiento de tierras o una erupción volcánica inesperados despeñase pendiente abajo el trabajo de toda la vida de Inthracis.

Fuera, volvió a levantarse aire, un sordo zumbido que creció hasta convertirse en un agudo insoportable antes de desvanecerse. Tras el quejido del viento, Inthracis tuvo el tiempo justo de captar el susurro conspirador de una palabra. La sintió con la misma intensidad con que la oyó, y fue la misma palabra que había estado oyendo durante días de manera intermitente: Yor’thae.

Cada vez que una ráfaga silbaba su secreto, los cadáveres de las paredes dejaban escapar gemidos por las bocas de labios putrefactos y los descompuestos brazos liberados de la pared se retorcían para alcanzar con las manos huesudas las podridas orejas. Con cada grito de la palabra maldita, todo Abracadáveres se estremecía como un enjambre de avispas infernales.

Inthracis sabía muy bien lo que significaba esa palabra. Era ultroloth, uno de los más poderosos de la Sima Sangrienta, y estaba versado en casi ciento veinte lenguas, entre las que se contaba el alto drow de Faerun. Yor’thae era la Elegida de Lloth, y la Reina Araña estaba convocando a su lado a su Elegida. Lo que ponía furioso a Inthracis era no haber sido capaz de saber por qué.

Reconocía que Lloth, al igual que los Planos Inferiores, estaba experimentando una metamorfosis. Tal vez se transformaría, o quizás el proceso acabaría con ella. La convocatoria de la Yor’thae presagiaba importantes acontecimientos, y la palabra estaba en el oído, en la lengua y en la mente de todos los poderosos de los Planos Inferiores: príncipes demoníacos del Abismo, archidemonios de los Nueve Infiernos, ultroloths de la Sima Sangrienta. Todos estaban tomando posiciones para sacar partido de lo que acabara ocurriendo.

Muy a su pesar, Inthracis admiraba la temeridad de la Hembra Araña. Pese a que no entendía mucho de juegos, comprendía que Lloth había apostado fuerte por el éxito de su Elegida.

Semejante apuesta no tendría que haberlo sorprendido. En esencia, Lloth no era distinta de los otros demonios, era una criatura del caos. En su naturaleza estaba la insensibilidad al riesgo y a la matanza.

Por eso mismo los demonios son idiotas, concluyó Inthracis. Incluso las diosas demoníacas. Los sabios sólo asumen riesgos bien calculados para conseguir recompensas bien calculadas. Éste era el credo de Inthracis y le había dado buenos resultados.

Tamborileó con sus dedos recargados de anillos sobre la pulida superficie del basalto, y de los lados saltaron chispas de energía mágica. Las patas de la mesa, piernas humanas ancladas al tablero de basalto, se desplazaron ligeramente para adecuarse mejor a él. Los huesos de la silla se reacomodaron para proporcionarle un asiento más confortable.

Echó una mirada al conocimiento colectivo reunido en su biblioteca, buscando inspiración. Manos disecadas y brazos que sobresalían de las paredes de carne, formando estantes sobre los que descansaban en ordenadas hileras una enorme cantidad de rollos mágicos, de tomos y de suciedad…, el valor de toda una vida de conocimientos y conjuros secretos. Los ojos multifacetados de Inthracis los exploraban en diferentes espectros. Los tomos emitían una variedad de colores de distintas intensidades que denotaban su correspondiente poder mágico y el tipo de magia que representaban. Al igual que la muerte de las paredes, los libros no le ofrecían respuestas inmediatas.

Otro temblor conmocionó el plano, otro trueno anunció la promesa o la amenaza de la Yor’thae de Lloth, otro agitado murmullo recorrió el clima de muerte de Abracadáveres.

Distraído, Inthracis echó hacia atrás su silla, se puso de pie y caminó hasta el ventanal más ancho de la biblioteca, un bloque octogonal de cristalacer de una anchura superior a la altura de Inthracis y fundido mágicamente con los huesos y la carne de su alrededor. Un enrejado de venas azules y negras como hilos surcaba todo el bloque de cristal, como subproducto de la fundición.

Las venas tenían el aspecto de una telaraña, pensó Inthracis, y casi esbozó una sonrisa.

El gran ventanal ofrecía una vista maravillosa del cielo enrojecido, encendido por el calor, un panorama de la ladera del Calaas y de las accidentadas tierras bajas de la Sima Sangrienta, mucho más abajo. Inthracis se acercó más a la ventana y miró abajo.

Aunque había allanado una plataforma de media legua de ancho en la ladera del Calaas, había construido Abracadáveres justo en el borde de la misma. Había elegido una localización tan empinada porque de ese modo siempre podía mirar hacia fuera y recordar que podía precipitarse desde aquella enorme altura en el caso de que se volviera estúpido, perezoso o débil.

En el exterior, el incesante viento arremolinaba la lluvia de cenizas negras en torbellinos cegadores. Arterias de lava, que manaban del flujo eterno de los volcanes del plano, surcaban los valles mucho más abajo. Un sinfín de columnas de vapor salpicaban el renegrido panorama, esparciendo humo y gas amarillo en el cielo intensamente rojo. La vena roja palpitante del Río Sangriento fluía a través de las gargantas y los cañones.

Aquí y allá, enjambres de larvas —forma que toman las almas mortales en la Sima Sangrienta— se retorcían por toda la extensión del alterado paisaje o reptaban con dificultad por las laderas del Calaas. Tenían el aspecto de pálidos e hinchados gusanos del tamaño de un brazo de Inthracis. La cabeza sobresalía de su cuerpo vermiforme cubierto de limo, y era el único resto de la forma mortal del alma muerta. En sus caras había una expresión de agonía que Inthracis encontraba agradable.

A pesar de la tormenta de ceniza y del irritante panorama, bandadas de grandes insectoides mezzoloths y numerosos nycaloths de potente musculatura, escamosos y alados —todos ellos al servicio de algún ultroloth— andaban al acecho entre las rocas con largas y mágicas picas con las que iban ensartando a las larvas una tras otra, recogiendo almas del mismo modo que un pescador recogía peces en el Plano Primario. Las larvas ensartadas se retorcían débilmente al ser atravesadas, entre doloridas y desesperadas.

A juzgar por las cabezas de algunas larvas cercanas, la mayoría de las almas parecían ser de humanos, pero las razas de todas las procedencias encontraban su camino hacia la Sima Sangrienta, condenadas todas ellas a servir en las cuevas del plano. Algunas de las almas se transformarían en yugoloths inferiores para engrosar las fuerzas de Inthracis o de algún otro ultroloth. Otras servirían como mercancía, alimento o combustible mágico para los experimentos.

Inthracis apartó la vista de la cosecha de almas y miró hacia abajo y a la izquierda. Allí, visible apenas en medio de la bruma de cenizas y calor, levantada sobre una plataforma de la ladera del Calaas que difería poco de aquella sobre la que se erguía Abracadáveres, Inthracis poco más podía divisar que los pendones de piel que ondeaban en la cima de la Torre de Obsidiana, la torre del homenaje de Bubonis. Este ultroloth, que estaba inmediatamente por debajo de Inthracis en la jerarquía de la Sima Sangrienta, codiciaba la posición de Inthracis tanto como éste ambicionaba la de Kexxon. Bubonis también estaría intrigando; también estaría planeando cómo aprovecharse de ese caos para ascender a la ladera del Calaas.

Toda la élite ultroloth de la Sima Sangrienta moraba en el Calaas. La relativa altura de una fortaleza ultroloth en la ladera del volcán indicaba la posición de su propietario dentro de la jerarquía de la Sima Sangrienta. La fortaleza de Kexxon el Oinoloth, la Torre de Acero, estaba situada por encima de todas las demás, encaramada en su plataforma, entre nubes rojas y negras, en el mismísimo borde de la caldera del Calaas. Abracadáveres sólo estaba unas veinte leguas más abajo de la Torre de Acero y unas dos o tres leguas por encima de la Torre de Obsidiana de Bubonis.

Inthracis sabía que llegaría el día en que tendría que enfrentarse al desafío de Bubonis, que sería el mismo en que él tendría que desafiar a Kexxon. Por enésima vez en las últimas doce horas, se preguntó si habría llegado el momento. La idea de lanzar el cadáver de Kexxon a la Profundidad Infinita lo divertía. La Profundidad Infinita llegaba hasta el centro de la creación, y sus paredes rocosas eran tan perpendiculares, estaban tan desprovistas de plataformas o de cornisas dignas de tal nombre, que cuando las cosas caían allí, seguían cayendo para siempre.

Sin previo aviso, la oscuridad se cernió sobre la biblioteca y era tal su intensidad que ni siquiera los ojos de Inthracis podían atravesarla, por más que él veía todos los espectros. Los sonidos se acallaron; el viento pareció emitir un lamento, pero muy lejano. Inthracis oyó el gemido de las paredes en la oscuridad. Sus corazones latían más deprisa.

Se dio cuenta de que estaba sufriendo un ataque, pero ¿quién tendría el atrevimiento? ¿Bubonis?

Las palabras de una serie de conjuros defensivos ocuparon el primer plano de la mente de Inthracis y murmuró las sílabas en rápida sucesión, al tiempo que movía los dedos en el aire en una serie de intrincados gestos. En un abrir y cerrar de ojos, estaba rodeado de conjuros que lo protegerían contra los ataques mentales, mágicos y físicos. Sacó de su capa una varita de metal que a una orden lanzaba una corriente de ácido. Luego levitó hacia el elevado techo y prestó atención.

Las paredes de Abracadáveres crujían como un susurro húmedo. Las manos en descomposición se estiraban hacia abajo para toquetear sus ropas, como si trataran de hacerse firmes. Sus manoseos le produjeron un momentáneo sobresalto. No oyó nada salvo su propia respiración sosegada.

Pensó que alguien o algo habría logrado burlar las complicadas defensas dispuestas en torno a Abracadáveres sin hacer saltar las alarmas. Sabía que nadie, ni siquiera Kexxon, podría haberlo hecho.

Lo invadió la preocupación. Apretó con fuerza la varita.

En la oscuridad se manifestó una súbita densidad, una palpable presencia de poder. A Inthracis le estallaron los oídos; sintió punzadas en la cabeza; incluso los cadáveres de las paredes lanzaron un grito entrecortado.

La oscuridad pareció cobrar cuerpo, acariciarlo, con un toque más suave que el de los cadáveres, más seductor, pero también más amenazador.

Había alguien en la biblioteca.

A su pesar, los tres corazones de Inthracis golpeaban aceleradamente en su pecho.

Con una súbita certidumbre, sintió que estaba compartiendo la oscuridad con un poder divino. Nadie más podría haber invadido con tanta facilidad su fortaleza. Nadie más podría haberlo aterrorizado tanto.

Inthracis supo que aquello lo superaba en todos los terrenos. No tendría sentido luchar. Un dios, o tal vez una diosa, había venido a por él.

Descendió hasta posarse en el suelo. Aunque no era propio de su carácter humillarse, hizo una especie de reverencia a las sombras.

—Tu respeto no es sincero —dijo en alto drow la voz suave y untuosa de un varón.

El sonido de la voz levantó otra oleada de irritados murmullos entre los cadáveres, y de sus labios putrefactos se escapó otro quejido.

—Sin embargo, el respeto de ellos es auténtico —insistió la voz.

Inthracis no reconoció que hablaba, pero a la vista de la palabra que repetía el viento exterior, teniendo en cuenta que le hablaba en alto drow, Inthracis pudo inferir su identidad. Eligió cuidadosamente sus palabras.

—Es difícil mostrar el debido respeto cuando uno no sabe aún con quién está hablando.

Risa entre dientes.

—Creo que sabes muy bien quién soy.

En ese instante la oscuridad se aclaró levemente, lo suficiente para que los ojos de Inthracis pudieran traspasarla. También volvió el sonido, y se oyó el aullido del viento.

Sobre la mesa de basalto de Inthracis estaba sentado un drow varón enmascarado, con las piernas colgando en el borde, pero sin alcanzar el suelo. Las sombras se aclaraban y se oscurecían alternativamente alrededor de la ágil figura, dejando partes de él en la oscuridad por algunos instantes antes de hacerlas nuevamente visibles. Una espada corta y una daga colgaban de su cinturón, y la armadura de cuero abultaba debajo de su bien cortada capa de alto cuello. Su rostro anguloso y vengativo estaba enmarcado por una larga cabellera blanca realzada con rojo. En sus finos labios se dibujaba una arrogante sonrisa, que no alcanzaba a los ojos, visibles a pesar de la máscara negra.

Los ojos de Inthracis registraron el poder arcano que emitían las armas del drow, la armadura, su propia carne. Reconoció al avatar, y eso era exactamente lo que había sospechado.

—Vhaeraun —dijo, y se irritó por no haber sido capaz de disimular debidamente el temor de su voz.

Estaba ante Vhaeraun el Dios Enmascarado, hijo y enemigo de Lloth. Sus corazones palpitaron todavía más rápido, y sintió que le fallaban las piernas aunque consiguió que no se le notara. En las cambiantes sombras que circundaban al drow, vio que la mano del avatar estaba cortada por la muñeca. El muñón chorreaba sangre sobre la mesa.

Inthracis no se paró a considerar cómo un dios podría haber sido herido de tal gravedad. Tampoco se paró a preguntarse por qué Vhaeraun se había manifestado en Abracadáveres. Inthracis apenas había tenido contacto con ningún drow, ni vivo ni muerto, ni mortal ni divino. Las almas de los drows no solían acabar en la Sima Sangrienta.

Vhaeraun bajó de la mesa de un salto y aspiró profundamente. Sus ojos negros se entrecerraron.

—Incluso el aire de aquí apesta a araña —dijo el dios.

Inthracis no respondió al comentario. No estaba dispuesto a hablar hasta saber exactamente lo que estaba ocurriendo. En su cabeza daba vueltas al menos a una docena de posibles causas, ninguna de las cuales lo atraía ni lo más mínimo.

—Necesito que me hagas un servicio, yugoloth —dijo Vhaeraun, y su voz susurrante se volvió áspera.

Inthracis se puso rígido. No un favor, ni siquiera una petición: un servicio. Era peor de lo que se había temido. Se pasó la larga lengua bífida por las comisuras de los labios mientras trataba de formular una respuesta vaga, pero apropiada.

La oscuridad se tragó a Vhaeraun, y en un instante el avatar se situó de pie, detrás de Inthracis, que sintió el cálido aliento del dios en la oreja superior izquierda.

—¿Te negarías a hacerlo? —preguntó Vhaeraun, dejando caer como una amenaza sus melifluas palabras.

—De ningún modo, Señor Enmascarado —respondió Inthracis, sabiendo que se negaría si pudiera.

Aunque los yugoloths eran mercenarios, incluso ellos tenían sus límites en lo que se refería a jefes. Inthracis no tenía el menor deseo de verse envuelto en ningún conflicto entre dioses en el que pudiera estar enzarzado Vhaeraun con su madre.

Un instante después, Vhaeraun ya no estaba detrás de él sino en el otro extremo de la sala, cerca de la biblioteca de Inthracis. Los cadáveres de la pared se replegaron todo lo que les permitían sus contorsionados cuerpos ante la presencia del dios. Los ojos muertos se salían de la pared con horror. Incluso los muertos cuyas manos y brazos formaban las estanterías trataban de retraerse, y una hilera de tomos de incalculable valor se vino al suelo. Vhaeraun los miró y los reprendió.

Inthracis se preguntó cómo percibirían sus cadáveres la apariencia de Vhaeraun. Seguro que no como la de un drow varón.

—Escucha —dijo Vhaeraun mientras levantaba la vista; ladeó la cabeza y su mirada se endureció—. ¿Lo oyes?

Fuera se levantó viento y se volvió a detener, llevando su mensaje a la Elegida de Lloth. Los cadáveres próximos a Vhaeraun volvieron a gemir.

—Lo oigo, Señor Enmascarado —asintió Inthracis—. Yor’thae. Dice Yor

Vhaeraun silbó y levantó una mano, haciendo callar a Inthracis. Los ojos de los cadáveres de las paredes se abrieron de par en par al ver la herida divina.

—Con una vez basta, ultroloth —dijo Vhaeraun—. Entonces, oyes la palabra, pero ¿sabes qué significa?

Inthracis asintió con gesto lento, mientras el miedo le retorcía las tripas, pero Vhaeraun siguió adelante como si hubiese dado una respuesta negativa.

Yor’thae es el receptáculo elegido por la Hembra Araña. Y esto, todo esto… —dijo, y con asombrosa rapidez el avatar volvió a aparecer de pie detrás de Inthracis, silbándole enfurecidamente al oído mientras la fortaleza se estremecía de nuevo— es el esfuerzo de la Reina de la Red de Pozos Demoníacos para convocar a su Elegida y efectuar su propia transformación.

Inthracis tragó saliva, percibiendo la cólera del dios, dándose cuenta del peligro que corría.

Vhaeraun reapareció en el otro extremo de la estancia rodeado de sombras, e Inthracis tuvo un respiro. Vhaeraun alargó su mano sana y recorrió con las puntas de los dedos los cuerpos de la pared, que se retrajeron volviendo a gemir. Los dedos de Vhaeraun se apartaron resplandecientes mientras él esbozaba una sonrisa.

—¿Qué quieres de mí, Señor Enmascarado? —preguntó Inthracis, la cara enrojecida de rabia.

—¡Lo que quiero de ti, insignificante insecto, es que el corazón de mi madre sea pasto de los demonios para mi diversión! Lo que quiero de ti, proyecto de criatura… —murmuró y en ese momento blandió el muñón de su muñeca ante la cara de Inthracis— es que extraigas el obsequioso cerebro de Selvetarm de su loca cabeza para que yo pueda usar su calavera como orinal.

Inthracis se quedó callado, sólo miró, sin hacer un solo movimiento mientras contenía el aliento. Estaba a un paso de la muerte. Incluso los muertos se habían quedado quietos y silenciosos, como si estuvieran demasiado aterrorizados para gemir.

Vhaeraun hizo un alto, esforzándose visiblemente para calmarse, y dedicó a Inthracis una sonrisa fingida.

—Pero lo primero es lo primero, Inthracis. Voy a ir al grano: hay tres candidatas potenciales para Yor’thae. Vas a verlas ahora.

—Espera, Señor Enmascarado…

Pero Vhaeraun no esperó. El avatar cerró los ojos y el dolor recorrió como un cuchillo el cerebro de Inthracis. Mediante este dolor se formó en su cabeza la imagen de tres hembras drows, y tres nombres: Quenthel Baenre, Halisstra Melarn y Danifae Yauntyrr.

El dolor remitió, pero las imágenes permanecieron grabadas a fuego en su cerebro con una impronta divina.

—Cada una de ellas está tratando de encontrar su camino hacia la ciudad de esa ramera araña —continuó Vhaeraun—. Mi madre las está llamando, como puedes ver, atrayéndolas hacia sí, poniéndolas a prueba a medida que llegan. Una será la Elegida, una será su…

El viento volvió a aullar, y el plano experimentó un nuevo temblor. La palabra Yor’thae sonó una vez más en toda la estancia.

—Sí —dijo Vhaeraun, y la irritación provocó un espasmo en sus ojos. Se centró en Inthracis y dijo:

Lo que necesito de ti es que mates a las tres candidatas.

Nuevamente, Vhaeraun cruzó de repente la biblioteca y se apareció detrás de un gran atril.

Inthracis no podía hacer otra cosa, de modo que asintió. Para sus adentros se preguntó por qué Vhaeraun no podía encargarse él mismo de las tres drows mortales.

La respuesta le llegó a Inthracis un instante después de haber formulado la pregunta: porque en la conocida como Era de los Trastornos, el Dios Supremo había prohibido a los dioses que se inmiscuyeran directamente en las vidas de los mortales. Por ese motivo, Vhaeraun necesitaba un aliado al que no afectase el edicto del Dios Supremo, es decir, un aliado que no fuese divino.

El mercenario que había en Inthracis empezó a superar el miedo. Vio una oportunidad y la aprovechó.

—¿Y qué hay para mí, Señor Enmascarado? —preguntó, con la debida deferencia.

Vhaeraun desapareció de detrás del atril y se manifestó ante él. Inthracis miró al frente, sin atreverse a dirigir la mirada al dios.

Espirales de sombra los circundaban a ambos, como negras sierpes que se arrastraban por la piel correosa de Inthracis. Vhaeraun blandió su mano entera ante la cara de Inthracis, y éste vio que el brazo era tan incorpóreo como una sombra hasta el codo. Con una sonrisa, Vhaeraun alcanzó el interior del cuerpo de Inthracis y apretó uno de sus tres corazones. El órgano se detuvo.

La agonía invadió el cuerpo de Inthracis; su respiración se agarrotó y sus músculos se movieron espasmódicamente. Arqueó la espalda, rechinó los dientes, pero no se atrevió a protestar.

—¿Para ti? —susurró Vhaeraun a su oído—. Para ti esto: mi gratitud, algo que no tiene precio.

Vhaeraun apresó el segundo corazón de Inthracis y se lo paralizó.

La visión de Inthracis se nubló. Luchó para seguir alentando.

—Ah —dijo Vhaeraun—, y también la destrucción de Kexxon y tu ascenso al cargo de Oinoloth y Generalísimo.

Al oír esas palabras, Inthracis no pudo reprimir una sonrisa.

A pesar de la agonía, acertó a decir:

—Eres muy bondadoso conmigo, Señor Enmascarado.

Sin perder la sonrisa, Vhaeraun permitió que los corazones de Inthracis volvieran a latir con dos simples golpecitos de su dedo índice y retiró el brazo, que se corporeizó al instante. Inthracis respiró hondo, se combó y se mantuvo en pie por puro orgullo.

Después de haberse recuperado, Inthracis localizó a Vhaeraun, que estaba al otro lado de la estancia, nuevamente sobre la mesa.

—¿Qué cantidad de fuerzas son necesarias, mi señor? —preguntó.

—Un ejército —respondió Vhaeraun con tono burlón—. Retínelo en la nueva Red de Pozos Demoníacos, en el Ereilir Vor, las Llanuras de las Almas. Mi madre no tiene aún el juicio suficiente para reunir a sus propias fuerzas y detener tu avance.

Inthracis se debatió consigo mismo antes de hacer su pregunta.

—¿Y qué hay de Selvetarm, Señor Enmascarado?

La cara de Vhaeraun se contrajo por la ira.

—No te causará problemas —respondió—. Mi madre ha trasladado los Pozos a su nueva ubicación en el multiverso y los ha sellado para impedir la entrada de los divinos, de todos los divinos. Allí, los acontecimientos están ahora fuera del alcance de los demás dioses. Yo no puedo entrar para destruirla, ni tampoco puede entrar Selvetarm para protegerla. Salvo que haya adivinado mi complot, te enfrentarás sólo a los mortales… —El tono despreciativo de Vhaeraun indicó que no había pensado que Selvetarm pudiese adivinar cuánto sumaban dos más dos.

Inthracis se atrevió a hacer una pregunta más.

—¿Qué ocurrirá si las Yor’thae llegan hasta la Reina Araña?

Vhaeraun entrecerró los ojos.

—La pregunta no tiene sentido —respondió— porque no van a llegar hasta ella.

Inthracis no dijo nada pero la respuesta de Vhaeraun lo hizo pensar que ni siquiera el dios sabía lo que iba a ocurrir. Eso era de mal agüero.

—Ésa es mi súplica… —dijo Inthracis al tiempo que hacía una reverencia.

Vhaeraun se desvaneció sin decir nada más.

La luz roja de la Sima Sangrienta volvió a inundar la estancia. Inthracis respiró hondo varias veces. Incluso los cadáveres de las paredes parecían aliviados. Todo lo que quedaba de la presencia de Vhaeraun en el lugar era el olor a sangre sobre la mesa de basalto y en el atril. Inthracis conjuró a un sirviente invisible provisto de un paño para absorber la sangre y teleportó ese paño hasta su laboratorio. Estaba seguro de poder usar la sangre divina como componente para algún conjuro. El ejercicio contribuyó a tranquilizarlo.

Se concentró y se dispuso a enviar a sus generales la convocatoria para una reunión. Vhaeraun le había dicho que reuniese un ejército. Inthracis iba a emplear a sus mejoras tropas de choque, el Regimiento del Cuerno Negro.

A pesar del miedo que abrigaba en su interior por lo que podría llegar a ocurrir si le fallaba a Vhaeraun, el ultroloth sintió cierta alegría. Si salía triunfante, y Vhaeraun mantenía su palabra —un con mayúscula—, Kexxon acabaría destruido e Inthracis lo sustituiría como Generalísimo de la Sima Sangrienta.

Por más que esos seductores pensamientos cruzaban por su mente, una voz más juiciosa le aconsejaba cautela. Se le ocurrió que todo el plan de Vhaeraun podría responder a la voluntad de Lloth. El Dios Enmascarado había dicho que Lloth estaba sometiendo a pruebas a sus sacerdotisas al arrastrarlas hasta los Pozos. Tal vez lo único que estaban haciendo Inthracis y Vhaeraun era crear nuevas dificultades que tendrían que superar las Yor’thae. ¿O cabía la posibilidad de que Vhaeraun estuviese equivocado y que ninguna de las tres sacerdotisas estuviera destinada a ser la Yor’thae?

Podía ser, pensó Inthracis suspirando.

Atrapado entre dos dioses, pensó que no había otro remedio que obedecer. Haría lo que le había ordenado Vhaeraun, porque de lo contrario moriría irremisiblemente. O podría ser aún peor.

Fuera, el viento proseguía con su ululante mensaje.