Maratón es una palabra mágica, encierra tanta emoción que cuando pienso en todo lo que supone siempre me invade un profundo sentimiento y me dan unas enormes ganas de llorar. Desde hace muchos años que todo lo que gira en mi vida alrededor de correr está orientado a correr la prueba de ese año. Siempre me ha costado mucho esfuerzo llegar a la línea de salida. Los entrenamientos prolongados durante meses para acumular kilómetros en las piernas solo se soportan por la ilusión de la llegada de ese día especial. En muchas ocasiones no pude llegar y entrenamientos, inscripciones e ilusiones quedaron en el camino con la esperanza de que la próxima sería la buena.
Nunca he sido un corredor bueno, pero sí un corredor honesto que ha trabajado su preparación para luego dar lo mejor de sí en el circuito que fuese. Y así durante años, hasta que llegó mi primer maratón sin amortiguación y sin calzado. Afronté el que sería mi decimosexto maratón con los recursos que me dio la naturaleza, mis pies desnudos con todo mi cuerpo. Me costó llegar aquí porque en el anterior, por los abusos que cometí en la transición y ya conté en capítulos anteriores, me vi en la situación de tener que abandonar. Y así, también con incertidumbres pero sintiéndome muy fuerte, afronté lo que en todo momento consideré que era el punto de inflexión más importante en mi transición al descalcismo.
Por una serie de casualidades acabé en la misma carrera en la que tuve el intento fallido de hacerla con sandalias. Sin embargo, mis vibraciones con el maratón de Castellón siempre habían sido y eran excelentes. No tenía tanto que ver el hecho de que fuese el maratón de la capital de mi provincia como el buen ambiente que siempre había y lo mucho que se cuida en el mismo a los corredores. Así, aunque quedé un poco tocado del duro medio maratón que viví en Algemesí el domingo anterior, como me pude dedicar a descansar casi toda la semana, todo aquello había quedado casi en el olvido. Lo que no tenía muy claro es hasta qué punto funcionaría el método de entrenar en medios maratones para correr el entero. Nunca he sido ortodoxo en mis entrenamientos porque me parecía muy aburrido seguir los planes de entrenamiento que aparecían en libros y revistas. Nunca diré que yo actúo bien, pero es que me parece todo demasiado engorroso para un corredor popular como yo. De todas formas, para no generar polémica lo dejaremos en que soy un heteredoxo y poco fiable corredor de maratón que disfruta mucho corriéndolos.
Al final llegué a la línea de salida con cinco medios maratones y un gran fondo de quince kilómetros en dos meses. En todas esas competiciones di lo mejor de mí, por lo que de alguna manera podía considerarlos entrenamientos de calidad. Además, salía dos o tres veces más por semana con salidas cortas de diez a quince kilómetros por trazados bastante duros de cuestas y algún que otro pedregal. Con eso, mis sensaciones mentales y físicas eran de fortaleza, aunque no podía quitarme las dudas que me generaba que el entrenamiento más largo fue un único día de veintiséis kilómetros, que por eso mismo mis pies no estaban acostumbrados a correr descalzos más que los veintiún kilómetros de los medios y no sabía cómo responderían al doblar la distancia, y luego la duda común a todas las maratones: no sabes qué pasará.
Con esa ¿maravillosa? confusión de sensaciones y pensamientos nos presentamos en la fresca mañana del ocho de diciembre al lado del puente nuevo del barranco del río Seco, de donde partía la salida del maratón de Castellón. Como había dos carreras a la vez, la de los diez kilómetros y la de cuarenta y dos, tres mil corredores y sus acompañantes se arremolinaban alrededor de la imponente obra. Esos momentos antes de la salida son eléctricos. Los corredores estiran, corretean, conversan animados, la música ambiente despierta los oídos de forma atronadora, los maestros de ceremonias espolean la participación hasta que en un momento de forma ordenada todo el mundo ocupa su sitio.
Ya había participado en esos dos meses en tres carreras en las que había encontrado o había sabido que habían corrido otros corredores descalzos. Resulta curioso cómo en una multitud de miles de personas a veces buscas a alguien y te resulta imposible encontrarlo y en otras ocasiones se producen encuentros tan afortunados como improbables. Así, antes de que saliese la carrera conocí a otro corredor descalzo que se estrenaba en el maratón en todos los sentidos, José Saurí. Fue una suerte porque fuimos corriendo juntos la mayor parte de la prueba. José es un corredor descalzo de los que asumen su posición de forma completa, ya que no solo corre sino que además vive descalzo allá en India donde gestiona la ONG Mundos Unidos. Pasamos muchos kilómetros hablando sobre la maravilla de correr descalzo, sobre lo intenso del maratón y de disfrutar de una ciudad volcada en facilitar la vida a los corredores. Hablamos con muchos otros corredores, como con Joana del Roj, que afrontaba el maratón con la ilusión de quien sabe que estar allí es vivir la vida con profundidad. Con muchos más corredores tuve la oportunidad de intercambiar unas palabras de ánimo y de mutua felicitación ese día tan especial para todos.
Los primeros veintiún kilómetros casi fueron anecdóticos, excepto por uno de esos tramos que yo llamo pelapatatas que te dejan tenso y que pasó rápido. Entre la conversación y los saludos a grupos de corredores y al público, esos kilómetros iniciales resultaron muy festivos. Así llegué al kilómetro veintiuno en un par de horas, por lo que la planificación que llevaba en mente se estaba cumpliendo sin tensiones de ningún tipo. El suelo estaba siendo bueno conmigo, incluso en las zonas que desconocía, y mis pies no daban ninguna señal de agotamiento. Si algo había aprendido en tantos años corriendo era a dosificarme si así lo quería y ese día estaba usando esa habilidad con rigor.
La segunda mitad se inició bien y con optimismo, pues tanto yo como mi acompañante teníamos la mejor disposición para terminar. Excepto la carretera que une la ciudad de Castellón con el puerto, la mayor parte del trayecto estaba poblada de público que se mostraba muy cariñoso con todos los corredores. Eso lo aprecias mucho más en la cola del pelotón cuando tan solo eres un corredor anónimo más de los muchos que pasan. Como en otras carreras, el paso de José y mío generaba muchos comentarios. Si un corredor descalzo suele ser llamativo, dos juntos constituíamos un auténtico espectáculo. Esto se intensificaba por el hecho de ser la prueba que era. Para muchas personas resulta incomprensible poder correr descalzo o incluso poder correr cuarenta y dos kilómetros, si juntas esos dos aspectos no entienden cómo eso es posible.
Tras doce competiciones descalzo ya estaba más que acostumbrado a todo tipo de comentarios, pero en esta ocasión la intensidad era creciente y más entusiasta. En este tiempo de adaptación en los que los pies se comportan de forma tan maravillosa que van permitiéndote correr descalzo más y más tiempo te das cuenta de que es algo natural y nada extraordinario. Pero la mayoría de las personas lo ven como algo, valga la paradoja, contranatura. Al final esta forma de levantar expectación se vuelve incómoda, porque al fin y al cabo, calzados o descalzos, el esfuerzo en un maratón es el mismo. Creo que todos los corredores merecen iguales felicitaciones, corran descalzos, con las zapatillas con la última tecnología o con unas alpargatas de peluche con cabeza de mono. Al fin y al cabo, todos queremos lo mismo, terminar bien nuestra carrera, mejorar y disfrutar de un tiempo compartido de deporte.
El maratón continuaba a su ritmo implacable y en el kilómetro veintiséis iba marcando posiciones en mi cuerpo pues nunca había superado dicha distancia descalzo. Llegué bien a ese punto estratégico, tanto en las fuerzas como en el estado de los pies todo estaba en orden y dispuesto a seguir avanzando kilómetros. José también estaba en esa situación de haber podido llegar solo hasta los veintiséis kilómetros entrenando descalzo y se encontraba ante el mismo dilema. Todo iba bien para ambos y seguimos superando kilómetros sin problema. Un síntoma del buen estado en el que nos encontrábamos era que no parábamos de conversar y por el kilómetro veintinueve eso nos llevó a confundirnos en un desvío y seguir adelante. La policía que estaba controlando el tráfico nos vio tan decididos a apartarnos del camino que luego nos comentó que tenía claro que nos salíamos voluntariamente de la carrera. Pero no, nos dimos cuenta unos trescientos metros más allá y tuvimos que volver atrás. Parece claro que no queríamos dejar de hacer ningún metro. De hecho, mi reloj con GPS al final me marcó cuarenta y tres kilómetros con trescientos metros. Y con la de zigzags que hacía buscando las mejores superficies por donde transcurría la carrera, además del trozo extra del despiste, estoy convencido de que me cargué ese kilómetro y pico de más por mis propios méritos.
En esa parte del trayecto ya eran varios y serían muchos más los corredores que comenzaban a caminar por diversos problemas. Dar ánimos a un corredor con problemas es lo mínimo que puedes hacer si lo rebasas. Cuando estás muy mal te puedes permitir esa falta de cortesía pero si tienes fuerzas para hablar hay que hacerlo porque funciona. Unas palabras de apoyo cuando te han abandonado las fuerzas pueden ser suficiente para que levantes los pies del suelo y sigas adelante, unos cuantos metros más, unos kilómetros o ya hasta la meta. Por suerte para mí, y gracias a la prudencia con la que estaba abordando esta carrera, me sentía bastante entero sobre todo en comparación a como había llegado a esa distancia en otras ocasiones. Así que hasta el final pude permitirme el lujo de intentar ayudar dando ánimo a muchos compañeros corredores. No sé cómo se sentirían cuando les animaba un corredor que les sobrepasaba yendo descalzo, pero eso era lo de menos y supongo que a nadie le sentaría mal un gesto de apoyo.
Entre los kilómetros veinticinco y treinta y cinco, más o menos, se nos aproximaron hasta tres motos con cámaras para hacernos tomas en primer plano de nuestros pies desnudos. De todas las carreras en las que he participado así, la atención mediática que ha despertado el hecho de correr descalzo fue en esta ocasión mucho mayor. Resulta claro que es un tema novedoso, que es lo que buscan siempre los medios. Creo que en muy pocos años, a lo sumo dos o tres, pasará porque ya seremos no solo decenas sino cientos de corredores descalzos en las grandes carreras. Es algo que caerá por su propio peso, si corres bien, sin lesiones, tienes nuevas e interesantes sensaciones, es más divertido y más barato que correr calzado, la elección va a ser clara para muchas personas. Supongo que en esta hipotética línea de progresión los medios acabarán prestando atención a los temerarios corredores que dentro de unos años sigan usando la amortiguación.
Los kilómetros seguían pasando y yo me sentía muy bien, pero los maratones son carreras literarias y por ello siempre tienen que suceder cosas. Así, a la altura del kilómetro treinta y siete, de forma inopinada y sin haber sentido ninguna molestia previa antes, el gemelo derecho comenzó a vibrar como si tuviese un pequeño alien remoloneando en su interior. Era la sensación de que pasaban cosas dentro de mí que llevaban su propio curso y así ese músculo se declaró en huelga de forma repentina. El calambre fue tan rápido como definitivo, me dejó tieso y parado en el sitio. Le dije a José que se fuese. Él me había dicho que comenzaba a sentirse con las piernas bastante tocadas y no era cuestión de romperle el ritmo. Mi reacción inmediata, necesaria e instintiva fue la de apoyarme en una farola y estirar la pierna para laminar el calambre. Estaba perplejo porque todo había ido a la perfección hasta el momento. Además, para compensar la pérdida de electrolitos bebí un litro de bebida isotónica de dos botellas que dieron en los avituallamientos. Sin soltarlas estuve bebiendo traguito a traguito durante más de veinte kilómetros. Sin embargo, resultaba claro que eso no había sido suficiente. La falta de tiradas largas parecía un motivo claro de ese repentino colapso muscular.
Pero la suerte no me había abandonado del todo y, tras esos estiramientos y automasaje, el músculo parecía volver a la normalidad. Así que inicié un tímido trote para tantear si había posibilidad de seguir adelante y el músculo volvió a realizar sus funciones sin protestar. Suspiré con alivio, aunque era claro que el peligro no había pasado: si los calambres volvían de forma recurrente quedaría fuera de juego de forma definitiva. Durante muchos cientos de metros corrí muy despacio hasta que tuve claro que todo había vuelto a su sitio. Así que volví a recuperar el ritmo que llevaba de algo menos de seis minutos por kilómetro.
Siempre que he corrido un maratón los últimos paneles de los puntos kilométricos han sido esos ansiados objetos que querías que apareciesen en cualquier momento. Esta vez no era la falta de fuerzas, sino el miedo a que los calambres reapareciesen lo que me sumía en un temor tremendo cuando ya estaba a menos de tres kilómetros de mi objetivo. Llegado a ese punto, tenía claro que si reaparecían los calambres llegaría a la meta aunque fuese a cuatro patas. Pero mi objetivo no era ese, era terminar un buen maratón con buenas sensaciones e intacto y no quería otra cosa. Por suerte para mí, se disipó cualquier señal de recaída y me iba acercando con rapidez al último kilómetro.
El número de corredores desfallecidos se multiplicó en ese tramo. Corredores dolidos o sin fuerzas que miraban el horizonte porque aun sufriendo llegarían pues era lo que más deseaban. Todos ansiábamos lo mismo y en eso la empatía es brutal, ahí éramos iguales, igual de buenos porque es un momento en el que estás solo en el mundo con lo que tienes para llegar a donde más deseas. Ese sufrimiento más allá de cualquier sospecha de masoquismo es tan solo un precio en el que basar la superación para sentirse más vivo que nunca. Y como en esos sueños en los que parece que nunca llegas pero todo está en la punta de los dedos apareció el cartel de cuarenta y un kilómetros. La sensación de que ese último kilómetro y pico que queda es tuyo y pase lo que pase has conseguido tu objetivo es el mejor bálsamo ante cualquier temor previo. Como me anticipó Santi Ruíz a través de nuestros mensajes en Facebook, los pies quedarían como en un estado anestesiado en el cual eran ajenos a casi todo. Tenía mucha confianza en que a pesar de no haber hecho esa distancia ni aproximada corriendo descalzo mis pies aguantarían porque los sentía muy fuertes. Pero no imaginaba que llegaría de forma tan entera, creía que en los últimos kilómetros sentiría ese dolor de saturación que te deja casi bloqueado y pensaba que si llegaba era posible que me viese obligado a llegar andando. Pero no, aguantaron y la sensación que me transmitían al final de la carrera era de fortaleza, de estar allí donde quería. Y así, sin dolor y sin temor, llegué a la meta.
Significaba mucho ese momento para mí. Por eso llegué con el pecho encogido al borde del llanto. Volví a ser un maratoniano sin pagar el alto precio de las lesiones. De nuevo estaba en la fiesta de los corredores en activo. Constataba que no tenía que dejar de correr por ser ya o demasiado viejo o llevar demasiados años corriendo, que no era un caso perdido y que podía seguir siendo tan buen corredor como siempre había sido. Recuperaba la ilusión de hacer planes en los que correr era el hilo conductor de variadas aventuras. Me quitaba el miedo de perder la valiosa inscripción al maratón por dolores inoportunos. Y sobre todo me rescataba a mí mismo afianzándome en mi identidad de corredor de fondo vitalicio y vitalista.
En la meta, unos segundos antes llegó José, quien me contó que esa última parte se le hizo muy pesada. No puedo más que sorprenderme ante este joven que acomete su primera competición con un maratón y descalzo de una forma impecable. El animador de la meta nos anunció tanto a él como a mí de forma muy festiva. Mi hijo pequeño se coló entre las rendijas de las vallas y salió a abrazarme como si volviese de un largo viaje. Me reencontré con mi compañero de aventura y nos dimos un abrazo, felices de haber terminado bien. La atención mediática continuó y nos entrevistaron en la televisión y los de prensa. El interés se centraba en nuestros pies, pero a mí ya se me habían olvidado, y lo mejor es que estaba allí con la pancarta de meta a mis espaldas y con todo el regocijo que se puede sentir dando vueltas a mi cabeza.
La fiesta continuó en un plano mucho más relajado con conversaciones con otros corredores, al final con el encuentro con los familiares y amigos que me estaban esperando. Y sobre todo estaba Ro, quien había pulsado los resortes estratégicos para que yo me animase a dar los grandes pasos que me habían llevado a ese momento, más de renacimiento que de superación. Hay personas en esta vida que saben identificar aquello que te conviene más en cada momento, ella siempre supo derivar mi impulso y entusiasmo hacia el ángulo correcto para que todo saliese mejor.
La celebración tuvo la forma clásica, a mi parecer la mejor: comiendo y brindando por lo logrado y por lo que se ha de lograr. Tras finalizar un maratón uno se siente premiado y celebrarlo es necesario. Toda la carga de fuerza e ilusión puesta en ese acto extraño de recorrer cuarenta y dos kilómetros lo más rápido posible hay que dejarlo caer poco a poco tras la catarsis de la llegada. Para que muchos corredores pasen algunos meses o incluso años hasta que se planteen de nuevo afrontar el reto. Todo esto a sabiendas de que querer volver a hacerlo no significa poder. Muchos amigos míos del Club de Atletismo Saltamontes de Segorbe tuvieron que conformarse y esperar mejor oportunidad. Amigos como Luis, Alberto, Jorge, se trabajaron mucho sus entrenamientos pero, aunque no pudieron llegar a este, saben, todos sabemos, que volverán, volveremos a intentarlo tantas veces como podamos, porque mientras lo intentas estás vivo y en eso consiste este invento de correr.