CAPÍTULO 4: LA TRANSICIÓN. UN CAMINO Y UNA AVENTURA

Cuando comienzas a informarte acerca del tema de correr descalzo existe una palabra con un gran protagonismo: la transición. Con el tiempo me di cuenta de que es la clave, sin lugar a dudas. Pero, ¿por qué es tan importante este término? Lo es porque por lo general todos los que comenzamos a correr en esta modalidad hemos acostumbrado a nuestras piernas, nuestro cuerpo, a correr de una forma antinatural hasta el punto de deformarlo. La introducción de una cuña de caucho bajo nuestro talón que permite talonar al aterrizar en carrera y desplazar nuestro centro hacia delante rompe con los equilibrios dinámicos internos de nuestro cuerpo. Lo que a cada uno le pase con esta modificación artificial en la forma de correr ya depende de muchas otras cuestiones. En mi caso fue un desastre. Durante muchos años, décadas, correr por un lado era una liberación y un placer, pero por otro era dolor. Dolor corriendo en las rodillas y algunos músculos que se iban turnando para mortificarme, dolor después de correr que me obligaba en un sinfín de días a cojear, a desplazarme despacio, a rabiar con las rodillas atravesadas cuando estaba sentado de forma prolongada conduciendo o en el cine. Mucho dolor.

Abandonar aquello era sencillo porque al fin y al cabo era lo que estaba buscando. Dejar de lado todo ese dolor, asumido después de tantos años, se hizo necesario cuando su intensidad me estaba apartando de correr. Cada vez me costaba más salir porque los efectos de correr los días que no corría se hacían pesados y además tenía que tener un cuidado especial con las distancias y los ritmos. Así, año tras año con estas dificultades, fui corriendo menos, engordando más y en general empeorando en mi salud, lo que se veía reflejado en unos análisis como mínimo preocupantes.

Resultó difícil porque parecía que tenía que incrementar los cuidados para poder seguir corriendo, pues más allá del uso de ortopedia personalizada para deportistas, las zapatillas más avanzadas y caras para compensar «mis defectos», las visitas reparadoras y preventivas a consultas de fisioterapia, hasta me llegaron a recomendar el uso de plantas medicinales. Sentirte un corredor enfermo por ser corredor y saber que enfermarás de verdad si dejas de correr y te das a la vida sedentaria es una situación extraña. Para evitar esta situación tan desagradable renové mi vieja bicicleta urbana por una avanzada todoterreno y me dediqué a hacer muchos kilómetros todas las semanas. Al menos eso mantenía el cuerpo vivo.

Pero yo quería correr. Llevaba toda la vida corriendo y no era porque no hubiese podido hacer otra cosa, era lo que me gustaba, lo que iba conmigo y en principio me sentaba bien. Así que mi mente elaboraba todas las estrategias posibles para poder seguir corriendo. En esa medida el recurso a la tecnología siempre había parecido el más sencillo, porque por lo general tenemos asumido que el desarrollo tecnológico nos ayuda a estar mejor en el mundo. Aunque tenemos innumerables casos en los que se han producido errores de bulto con graves perjuicios, nuestra fe en la tecnología es algo lógico. Por ello confiaba en que sería la tecnología la que me ayudaría a salvar una situación que no parecía encontrar un punto de inflexión hacia la mejora. Mirar las nuevas zapatillas que iban apareciendo con su publicidad de relumbrón prometiendo resultados fantásticos era un ejercicio de frustración reiterativo.

Hasta que todo se paró y comenzó la fase del despojamiento progresivo. Ahí comenzó la transición. Ir quitando lo superfluo para que el cuerpo tomase sus propias posiciones. Pero no es sencillo ir contra lo que has asumido, creído, durante décadas. En primer lugar, no es fácil pensar que puedes correr de otra manera cuando lo haces de forma instintiva. Luego, cuesta mucho asumir que tu cuerpo, tus pies, van a poder absorber toda esa fuerza, toda esa dureza cuando te han estado machacando durante años que correr es una actividad agresiva para las piernas y que hace falta protegerlas. Y tú piensas que no tienes nada que perder y por eso pruebas, pero miras incrédulo unas planchas de caucho finísimo con cordones con lo que se supone que tienes que empezar a correr de nuevo. En mi caso lo único que pudo superar ese estado de incertidumbre y de incredulidad después de tantos años era la imposibilidad de seguir como antes.

El libro Nacidos para correr ha sido para muchos el elemento determinante para pensar que las cosas sí podían ser de otra manera. La idea de fondo de que todo lo necesario está ya en nuestro equipaje genético para ser los mejores corredores posibles se va desgranando a lo largo de toda la obra de forma apasionante. Resultaba muy estimulante esa visión de los humanos cazadores dotados de los recursos más adecuados para seguir una pieza hasta su extenuación para luego abatirla. Los humanos cazadores de fondo ahora éramos en el mejor de los casos corredores que buscaban no acabar en el fondo. En esa búsqueda nos habíamos dotado de amplias posibilidades tecnológicas: ropa transpirable o térmica según la ocasión, electrónica para organizar nuestros ritmos y caminos, así como para seguir el funcionamiento de nuestro corazón, dispositivos que nos amenizaban los largos trayectos y muchos otros gadgets de distinto pelaje. Aunque la pieza estrella del cazador actual eran y siguen siendo sus zapatillas. En estas se ha pasado de una funcionalidad protectora en su aspecto más simple de separar la piel de elementos cortantes o abrasivos a otra de modificación de la pisada.

En ese punto, las zapatillas que modifican la pisada se introducen, tras cuatro décadas de bombardeo comercial, como una parte definitiva del ideario sagrado del corredor de fondo. Por eso, romper con ello se llega a hacer difícil, no porque sea dejar algo a lo que estás acostumbrado, sino porque se ha constituido como una firme creencia compartida con la comunidad de corredores. Esa fe ha sido abrazada por gran parte del colectivo que sirve a los corredores en sus necesidades, algo que la refuerza. Por todo ello, cuando empiezas a correr sin amortiguación y sobre todo descalzo, no solo sientes que estás haciendo algo extraño, sino que además estás subvirtiendo el paradigma establecido. La sorpresa que muestran muchos corredores cuando te ven correr con sandalias (los otros calzados minimalistas cubiertos pasan más desapercibidos) o descalzo no es solo porque sea peculiar o diferente, es porque vas contra el paradigma y estás haciendo justo lo contrario de lo que ellos creen con firmeza. Esto en algunos casos supone un replanteamiento de esas ideas pero en muchos otros están esperando e incluso deseando que te pase algo malo para reafirmarse en la creencia por la que tanto tiempo llevan apostando. Eso es algo que he constatado en numerosas competiciones cuando he escuchado algunos comentarios, los menos la verdad, que anuncian toda la gama de desgracias que me ocurrirán si sigo corriendo así.

Y sí, hay dolor en la transición, pero es el de la reconstrucción, no el de la degeneración. Desde los primeros días que comencé a correr con mis huaraches recortables comencé a sentir un nuevo dolor y a abandonar otro. Abandoné de forma rápida y casi sin darme cuenta el dolor que me causaba la desintegración de mis rodillas y comencé a sentirlo en la estructura de mis pies. Sin embargo, lo que notaba en mis pies era algo parecido a las agujetas que padeces a sabiendas de que es un paso necesario para la adaptación de los músculos al ejercicio. Así, me levantaba por las mañanas como si me hubiesen reorganizado todos los músculos por la noche y andaba con la torpeza de quién estrena pies. Sin embargo, al salir a correr por la tarde todo estaba en su sitio y no quedaba atisbo de molestia alguna.

El dolor cambió su sentido y su significado en mi vida. Había pasado de una situación en la que todas mis sensaciones tenían que ver con la intensidad de la transformación. La interpretación de esos síntomas es importante porque podría parecer que hemos salido de un fuego para meternos en otro. Es una situación muy diferente porque los pies, hasta el momento cegados, de repente cobran un papel mucho más receptivo al correr descalzos. En esa marea de estímulos es difícil estar relajado y no perder la paciencia. La cuestión es que nuestros pies no son de goma, y aunque la velocidad de adaptación a las nuevas circunstancias es increíble, necesitan ese tránsito físico y sobre todo mental. La buena noticia es que al estar trabajando para que hagan lo que mejor saben hacer, los resultados finales son estupendos. La impresión que planea a lo largo de este tiempo de adaptación es la de un proceso regenerativo duro. Un tiempo en el que a veces imaginaba a través de esas punzadas que los pies se me transformaban como si de un hombre lobo se tratase, desde dentro hacia fuera, con la brutal vitalidad de lo que emerge reivindicando lo que le pertenece desde los orígenes. Esa vertiente fantasiosa en la mirada de lo que me estaba sucediendo estaba relacionada con la novedad que suponía sufrir un proceso de dolor virtuoso. El hecho de que ya, rondando la cincuentena, asistiese a un momento profundo de reconstrucción de mi cuerpo y de replanteamiento de mis paradigmas en muchas cuestiones resultaba como poco rejuvenecedor.

Hoy, casi dos años después, ya no tengo dolor más allá del que yo pueda hacerme por descuido o por abuso, pero mi vivencia sensorial está dominada por la plenitud y la satisfacción de que todo está en su sitio y funciona a la perfección. Pero llegar a esa situación de armonía ha sido un proceso con muchas incidencias, algunas de ellas achacables a mi propio carácter y otras a los viejos malos hábitos difíciles de expulsar.

TOO MUCH TOO SOON

Esta transición que resultó por un lado tan reveladora, excitante, placentera y dolorosa se convirtió en una experiencia acelerada. Es un sentimiento común en los foros y en los entornos donde compartimos experiencias los corredores minimalistas que empezamos: nos empujan las prisas por disfrutar de este nuevo estado de gracia. Y es que, aun viviendo esa transformación en el funcionamiento de nuestro cuerpo y en nuestras creencias, seguimos guiándonos por los viejos criterios de progresión y por una mala interpretación de la vivencia del corredor popular en una lógica competitiva extraña y desproporcionada.

El síndrome too much to soon no es tanto un fenómeno médico como los resultados negativos de no respetar el ritmo adecuado para una transición. Uno de los problemas principales es que nadie sabe cuál es el ritmo que le corresponde adoptar para abordar dicho proceso. La crisis comienza cuando comenzamos a descubrir con cierta rapidez los efectos beneficiosos del correr natural, tanto en lo referente a liberación del dolor degenerativo como a una mejora del rendimiento en carrera. En esas circunstancias la expresión «subidón» es la que se adapta a la emoción que comienza a embargar al corredor. Es difícil parar en esas circunstancias. Lo fácil es dejarse llevar y querer más y más todos los días. A los corredores que abordamos el minimalismo tras muchos problemas físicos y con periodos de carencia sin poder entrenar apenas, abandonando proyectos de participación en carreras importantes, esto nos pilla con hambre. El minimalismo es banquete y bacanal al tiempo para el sufrido que acaba de atravesar el desierto. Y bueno, lo mejor es que muchos estábamos avisados de que eso pasaría y así vamos dando vueltas alrededor de las mesas con las viandas y los deliciosos caldos, cogiendo un poquito de aquí y de allá, nutriéndonos con precaución hasta que al final muchos caemos en la gula.

Así, comenzar a sentir los primeros dolores en la parte superior de los metatarsos o en los gemelos nos da la noticia de que comenzamos a tener indigestión. No es irreversible ni es un gran problema si se corrige a tiempo, depende del hambre y de la falsa ambición. El hambre de correr es más fácil de satisfacer porque no es necesario dejar de correr para no caer en la ruptura de la transición y la aparición de problemas. La ambición falsa es más difícil de corregir porque coincide con las expectativas mentales de lo que supone para cada uno correr, y cuando esta actividad se proyecta en las fantasías personales puede alcanzar dimensiones inconmensurables. En todo caso, para el 99,99% de los corredores alcanzar mejores o peores tiempos en las carreras, mejores o peores posiciones, resulta irrelevante en los aspectos prácticos de su vida. Sin embargo, para esos mismos corredores pasarse unos meses postrados sin correr por una lesión sí que tiene efectos físicos y psicológicos negativos.

La cuestión de fondo es que no hay remedio, la transición es la ley para comenzar a correr con calzado minimalista o descalzo si venimos de una prolongada experiencia amortiguada. Dicho periodo variará en su duración, dependiendo de muchos factores, pero será imprescindible pasar por él para poder volver a correr en buenas condiciones. De lo contrario, el dolor regenerativo del que hablaba antes se convertirá en un bloqueo que nos dejará tiesos y parados como un témpano de hielo. Los foros, grupos de Facebook, blogs y demás entornos sociales en Internet donde los corredores cuentan sus experiencias al iniciarse en el minimalismo están llenos de descripciones de estas penosas experiencias. A veces por falta de información, en ocasiones por impaciencia, en otras por soberbia, salen a correr una decena de kilómetros un primer día con sus flamantes zapatillas sin amortiguación y en el mejor de los casos tienen sobrecargas musculares, en los peores ni quiero mencionarlo.

No es necesario decir que si uno está lesionado es absurdo salir a correr o en todo caso hacerlo de forma normal. El problema es que, aun sin una lesión aparente que nos perjudique en ese momento cuando abandonamos la amortiguación tras muchos años corriendo con ella, partimos de una situación de lesión integral. En cierto modo, los músculos, ligamentos y tendones de nuestro aparato locomotor se han ido deformando hasta adoptar una disposición anómala. Devolver el equilibrio genuino a todo ese sistema no es algo que se pueda hacer en un día ni en dos, si es que en algunos casos después de muchas décadas de deformación puede recuperarse del todo.

Yo no pretendo decir cuál es el mejor método de transición, primero porque hay mucho escrito por personas mucho más competentes que yo en esta materia y por otra porque lo que me ha ido bien a mí no tiene por qué ser lo que sea mejor para los demás. Sí voy a contar cómo lo hice yo con la única intención de aportar ideas, pero sin ningún afán prescriptivo. Que cada cual saque sus conclusiones, pues al final todos aprendemos de las experiencias de los demás.

¿CÓMO EMPEZAR? TIEMPO Y DISFRUTE

Iniciar mi transición estando medio lesionado dos días después de acabar mi último maratón amortiguado casi a la pata coja me daba la tranquilidad de afrontar el tema sin ninguna prisa. Por ello, el primer día que inicié mi transición bajé desde la montaña en la que vivo al llano al borde del río con la ilusión y la incertidumbre de quien va a probar una nueva vida. Ya había leído mucho acerca del minimalismo las semanas anteriores y me había bebido Nacidos para correr como la revelación más extraordinaria de los últimos años. También había comenzado a participar y a leer los diarios de otros corredores minimalistas en el foro de Correr descalzos que sería fundamental en mi trayectoria de corredor minimalista por el gran aprendizaje que me aportó compartir las experiencias de otros corredores. Entre muchas de esas experiencias me estimulaba y animaba en particular las que relataban cómo a través del minimalismo podían seguir corriendo tras haber abandonado un prolongado periplo de lesiones parecidas a las mías sin haber encontrado otra solución. Por ello bajaba al río como si fuese en busca de una tierra prometida anunciada por profetas verdaderos. Al ser alguien bastante incrédulo y acostumbrado por deformación profesional a someter a análisis crítico todo lo que se movía me sentía un tanto confuso. Quería creer que lo que iba a hacer me iba a servir y que me ayudaría, pero no podía abandonar cierta sensación de escepticismo. Después de muchos años ensayando todo tipo de soluciones para luchar contra las lesiones, siempre queda la sensación de que puede ser otro parche para tirar hacia adelante y nada más. Pero en mi cabezonería voluntariosa no me quise quedar con la duda y me planteé un sistema concienzudo de progresión que respetaría de forma casi siempre rigurosa.

Diseñé cuatro bloques de progresión. Un primer bloque en el que avanzaría desde los doscientos metros hasta los cinco kilómetros en tramos de cien metros. De esta manera corrí cuarenta y ocho días seguidos incrementando cada día cien metros respecto a la distancia anterior. Algunos corredores me comentaron que les parecía un gran esfuerzo hacer una progresión tan lenta. Pasar de haber corrido el maratón a estar mes y medio sin correr más que unos poquitos kilómetros puede parecer un gran contraste. Sí lo era, pero la diferencia es que salía todos los días y que al ir progresando en todos los sentidos alimentaba mi sensación de que estaba haciendo lo correcto. Era un plan lento pero con una retroalimentación muy intensa y positiva, algo que facilitó que pudiese terminar.

Este fue el tramo más lento en progresión, pero a día de hoy estoy seguro de que fue la parte más acertada de la transición. Aún recuerdo lo extraño que me sentí el primer día cuando, tras esos doscientos metros, cien de ida y cien de vuelta, inicié andando la subida a casa. Pero los metros fueron acumulándose día a día y las sensaciones eran estupendas.

Como en esa primera fase corría poca distancia, me estaba permitiendo ciertos lujos con los ritmos e iba corriendo cada vez más deprisa. Me había planteado una transición basada en la distancia pero no en la velocidad. Pronto me di cuenta de que también era importante respetar la velocidad. Estaba corriendo como unos dos kilómetros a ritmos bastante rápidos, 3' 45'' y comencé a notar un dolor en la parte superior del empeine. Me amenazaba un principio de la temida metatarsalgia, dolor en los metatarsos, y tuve que echar el freno. Descansé un par de días y reinicié la progresión bajando de forma rotunda los ritmos y desaparecieron las molestias. Tan claro como el agua clara. Aparte de estas precauciones añadidas, el resto de sesiones hasta cumplimentar los cinco kilómetros transcurrieron sin más incidencias. Los efectos benignos se hicieron presentes con rapidez y las molestias de las rodillas y las de isquiotibiales que me habían hecho caer en el maratón de La Coruña no daban señales de vida. Lo que sí sentía eran unos dolores internos en los pies cuando me levantaba por las mañanas. Tenía la sensación de que me los habían desmontado y montado de nuevo a lo largo de la noche. Lo bueno es que unos pocos minutos después, cuando ya se habían calentado, las molestias desaparecían. Estas molestias mañaneras permanecerían durante muchos meses aunque fueron reduciendo su intensidad.

El segundo tramo de transición supondría pasar de los cinco a los diez kilómetros en tramos de doscientos metros. Como estaba llevando bien lo de correr todos los días pequeñas distancias me planteé mantenerlo mientras no tuviese molestias. Nunca en mi vida había corrido varios días seguidos. Las sobrecargas musculares que se me generaban y la sensación de agotamiento me obligaban a incluir uno o varios días de descanso entre los entrenamientos. Fue una sorpresa que pudiese terminar este segundo periodo saliendo todos los días sin mayor problema.

Incrementar la distancia doscientos metros al día no parece gran cosa, pero el contraste con los casi dos meses anteriores incrementando cien metros lo noté muchísimo. Como corredor de fondo agradecí poder correr lo suficiente para sudar la camiseta. Mantuve las precauciones anteriores respecto al ritmo, pero con un matiz importante. En este segundo periodo de transición que duraría un mes comencé a introducir la participación en competiciones. Busqué carreras en las que la distancia se ajustase lo más posible a la distancia por la que iba progresando y me las tomaba como sesiones de calidad. Dicha calidad se convertía en la coartada para desahogarme y salir pitando con las que ya sentía como reestrenadas piernas. Pensaba que ya podía correr más y mejor e intentaba demostrarme a mí mismo que así era. Así que en aquellas primeras oportunidades de competir en mi vertiente minimalista me lo tomé como un refuerzo divertido en mi progresión con ilusionantes resultados.

Cuando superé esta segunda fase de la transición ya me sentía mucho más sólido. Los dolores mañaneros en la reorganización de mis pies ya no eran tan intensos y con claridad mis piernas se estaban fortaleciendo. Acercarme a las distancias a las que yo había estado siempre acostumbrado me hacía sentirme mucho más cómodo y feliz. Mi funcionamiento con los huaraches y otras recién adquiridas sandalias para evitar el deslizamiento por la humedad era fantástico. Aunque es necesario decir que al mismo tiempo que te acostumbras a la nueva forma de correr también tienes que hacerlo a ajustarte de forma correcta este tipo de calzado. Al final lo logré con algunos criterios de personalización de su uso y acople. No me planteaba volver a cubrir mis pies para correr, más bien hice lo contrario.

La tercera fase suponía pasar de los diez a los quince kilómetros con incrementos de trescientos metros. Esto suponía unas dieciséis sesiones con la diferencia de que en esta ocasión ya comenzaba a espaciar los entrenamientos de vez en cuando por un día de descanso. Estas distancias ya suponían entrenamientos de suficiente dimensión como para explorar mis posibilidades como corredor. Comencé a buscar recorridos alternativos con los que adaptarme a más variedad con la nueva técnica. Estábamos en verano y eso me llegó a suponer un problema importante con mi sudoración exagerada porque llegaba a inundar mis sandalias y en alguna ocasión tuve que parar a secármelas pues perdía tracción. Aparte de estos problemas técnicos, la evolución siguió siendo buena, combinando entrenamientos más relajados con la participación en competiciones en las que tensaba más mis fuerzas. En estas ocasiones me sentía muy entusiasmado por los tiempos que estaba llegando a alcanzar en competición pues hacía muchos años que no conseguía hacer esos registros.

Con el final del verano inicié el último tramo de mi particular transición. Pasé de quince a veinte kilómetros incrementando cuatrocientos metros en cada sesión. Esto suponía unas doce sesiones. Me planteé hacerlas de forma seguida, aunque con varios días de descanso sin introducir sesiones más cortas de forma intermedia para llegar lo antes posible a dicha distancia. Mi objetivo era poder correr un medio maratón y ese era el camino que me había marcado.

Estaba acumulando muchos kilómetros en poco tiempo y aunque no tenía apenas ningún tipo de las molestias anteriores, sentía de otras formas que había subido mucho la carga. Empezaba a notar los pies muy saturados con el incremento de kilómetros, sobre todo si transcurrían por zonas en las que la superficie tuviese muchas piedras. Me daba cuenta de que la transición tenía varias capas que evolucionaban a distintos ritmos, algo que al comenzar a correr descalzo confirmaría. Las plantas de los pies, al faltar la amortiguación que las aislaba, tenían que absorber muchas irregularidades que de otra manera no sentían. La estructura de huesos, músculos, piel, ligamentos que formaba el pie no estaba acostumbrada a ese trabajo extra y el incremento de kilómetros llegaba a bloquearme. Una vez más, no era un dolor degenerativo pero incluso en esa vertiente benigna de ser síntoma de un proceso de reconstrucción y fortalecimiento podía dejarme fuera de juego. Tuve que soltar un poco el ritmo de progresión porque, hablando claro, no tenía más remedio. Pero sin demasiados esfuerzos llegué a la distancia de veintiún kilómetros con el primer medio maratón que corrí en modalidad minimalista. La culminación de esta última fase de la transición con dicha prueba fue un éxito, aunque mis pies quedaron un poco maltrechos con varias ampollas provocadas por el sobreesfuerzo.

Llegados a este punto, consideraba que ya estaba adaptado a correr casi cualquier distancia con mis huaraches o sandalias. De hecho, mi siguiente objetivo era la distancia que más me estimulaba. Los cuarenta y dos kilómetros del maratón siempre me han puesto en mi sitio. En estos momentos que hay tantas macropruebas de distancia de cien kilómetros y más, no tengo la sensación de que el maratón haya perdido un ápice de poderío. Terminar un maratón e incluso dos en un año siempre ha supuesto para mí la sensación de haber hecho mis deberes.

Con esas convicciones comencé a preparar la programación para acercarme a la distancia que me permitiese competir en esa prueba con confianza. En ese punto fue cuando mi transición al minimalismo paró de forma definitiva porque ya no pude progresar. La tensión a la que me estaba sometiendo en las competiciones produjo que mis sóleos y gemelos saltasen por los aires y me fuese muy complicado recuperarme. Estuve una temporada tanteando estas molestias, volviendo a correr, pero con la sensación de que había hecho algo que me costaría arreglar.

LA TRANSICIÓN AL DESCALCISMO

Desde la perspectiva que te da la distancia, tengo claro que la primera transición que hice para correr con calzado minimalista acabé degradándola tras un proceso inicial bastante bueno. Las ganas de correr más rápido aceleradas si cabe por algunos buenos puestos en carreras populares me dieron la falsa idea de que ya estaba maduro. Y de maduro me caí del árbol y tuve que replantearme todo lo que había hecho. Los resultados del cambio tras la eliminación de la amortiguación y cualquier otro mecanismo de control de la pisada, además de la lógica variación de la forma de correr, habían supuesto una liberación. El problema es que, al igual que alguien a quien le quitan tras varios meses una escayola no puede utilizar de forma plena sus miembros antes atrapados, yo no debía pretender usar los míos a pleno rendimiento con tanta premura. Me pasé de rosca y lo pagué, y lo peor es que no terminaba de encontrarme bien.

Era el momento de empezar otra vez, una vez más desde cero, pero esta vez descalzo. Mi mujer, testigo constante de mis evoluciones en el mundo de las carreras desde muchos años antes me sugirió esta posibilidad y yo, que confío en su perspicacia, le hice caso. No era algo que me plantease porque, aunque ya conocía algunos corredores como Nano Piesnegros o Santi Ruiz que habían conseguido metas para mí asombrosas como terminar el maratón en menos de tres horas o la Marató i Mitja del Penyagolosa descalzos, yo no me veía capaz. Es algo que está dentro y no te planteas, te dices a ti mismo que no puedes y desde ese mismo momento es así. Pero, una vez más, en el momento en el que te colocas en esa posición en la que ves que no tienes nada que perder pues nada tienes, te preguntas por qué no y entonces te pones a ello.

En esta ocasión comencé de forma parecida a como lo hice en la primera fase, aunque el tema acabó evolucionando de otra forma. La progresión de la distancia la planteé algo más rápida pues entendía que al llevar ya un año de práctica minimalista mis piernas estarían más acostumbradas. Así comencé con trescientos metros subiendo de doscientos en doscientos hasta llegar a los cinco kilómetros. Esta progresión saltaría en pedazos por motivos muy diferentes de los que imaginaba.

Para comenzar, elegí una de esas malogradas e inacabadas urbanizaciones sin casas fruto de la burbuja inmobiliaria. Era un buen lugar porque el asfalto estaba muy bien conservado por la falta de uso y además era tranquilo por razones obvias. Estuve corriendo en ese espacio protegido y cuidado durante un par de semanas. Como no era muy grande, me tocaba dar varias vueltas para hacer poca distancia. Así que, tras una exploración por los alrededores, busqué una carretera tranquila sin demasiada pendiente para seguir progresando. De tal forma que cuando llevaba algo más de tres kilómetros me desplacé hasta allí. Esos primeros kilómetros en la urbanización fueron para sorpresa mía muy favorables. Mis pies descalzos respondían muy bien a la carrera y la sensación al pisar aquel asfalto pulido era muy agradable. Algo había aprendido y en ningún momento tuve la tentación de ir muy rápido, así que esos entrenamientos transcurrieron de forma muy relajada. La piel quedaba un poco rasposa al final de cada corto entrenamiento, pero nada que no pudiese arreglar un poco de crema para pieles secas. Luego vendrían muchas decenas de esas botellas como un regalo para después de las carreras. Esas dos primeras semanas me sentí muy en armonía con todo lo que estaba haciendo y como lo estaba haciendo. Tanto fue así que pensé que la evolución para correr una mayor distancia no sería demasiado difícil.

Con estas impresiones me puse a correr en aquella carretera de tercer o incluso de cuarto orden. En ese momento noté la gran diferencia que suponía cambiar de una superficie pulida y limpia a otra rugosa y llena de piedras y otro tipo de porquerías.

En los primeros días corriendo en la urbanización fantasma ya constaté que mi vista tendría que trabajar el triple de cuando corría con sandalias. Necesitaba escudriñar con detalle el terreno para guiar lo mejor posible mis pasos evitando obstáculos ya que incluso en un lugar tan privilegiado como aquel no dejaba de haber alguna piedrecita u otro tipo de objetos. Pero en aquella carretera que no tenía nada de extraordinario la cantidad de elementos que debería evitar se multiplicaba en comparación a lo que estaba acostumbrado. Una sensación de estrés planeaba en mi cogote mientras deambulaba dando saltos entre las chinas y aterrizando en un asfalto muy poco amigable. Pensé que a lo mejor era un salto demasiado grande en las condiciones del terreno para el poco tiempo que llevaba, pero una vez allí no tenía ganas de echarme atrás.

Mi bautismo de realidad cotidiana fue al final demasiado duro. Tuve la torpeza de salir a mediodía, con lo que a las condiciones más duras de la propia superficie se le añadió una temperatura bastante alta del asfalto. Apenas había corrido un kilómetro y ochocientos metros y me saturé por completo. Mis pies ya no podían admitir seguir en esas condiciones y tuve que parar de correr. Lo peor es que andar una distancia tan corta para volver al coche se convirtió en un suplicio. Llegué a casa con el ánimo por los suelos y la sensación de tener los pies cocidos. Resultaba claro que tenía que contar con muchos más factores que con los que lo había hecho hasta ahora. Algún tiempo después aquellas condiciones me habrían resultado más que normales, pero en aquel momento supuso toda una crisis en la valoración de si podía seguir corriendo así.

Después de aquella amarga experiencia estuve buscando recorridos más amables para seguir progresando. Como me desplazaba a diario para trabajar a Castellón, me acercaba al paseo marítimo para correr por el carril bici, que se prolongaba hasta las playas vecinas de Benicássim por más de siete kilómetros. Resultaba algo menos sencillo que correr por mi primera burbuja ya que había algunos cambios de superficie y algunas de ellas eran de lija, imagino que para evitar que los ciclistas resbalasen. En aquel terreno tan turístico, entre patinadores y abuelitos paseando, pude salir de la incubadora e ir fortaleciendo poco a poco mis pies. En alguna ocasión volví a intentar correr por las carreteras terciarias de montaña cercanas a mi pueblo y aún recuerdo un día que acabé dando saltos, sin saber si pisar cagadas de oveja o piedras. Así que volví al paseo marítimo, algo que prolongué durante un par de meses.

Lo bueno es que en aquel terreno de transición suave pude ir mejorando la técnica y sobre todo adaptarme en ver los obstáculos pequeños que, al fin y al cabo, eran los que más molestaban si te los tragabas. A diferencia de lo que mucha gente cree el peligro de hacerte daño corriendo descalzo no está tanto relacionado con clavos, vidrios y otros objetos cortantes comunes que se pueden ver sin dificultad como con aquello que se camufla. Las veces que más daño me he hecho pisando algo que no debía ha sido en terrenos que parecían más inofensivos porque te relajas y miras menos. Algo que en otras circunstancias verías con facilidad se puede llegar a disimular mejor si prestas menos atención. Por otra parte, está el efecto yunque. En un camino de tierra y piedras cuando pisas vas apartando y sobre lo blando lo duro lo es menos. Cuando pisas una piedrecilla puntiaguda sobre asfalto u otra superficie dura, es el pie el que recoge todo el impacto con las dolorosas consecuencias.

Sin embargo, no todo es tan terrible. Por suerte, los pies se van adaptando de una forma increíble a todo esto. Por una parte, la piel se va haciendo progresiva y rápidamente más resistente. La capacidad de absorción de las irregularidades del terreno sin que suponga dolor se desarrolla despacio pero de forma clara y contundente. De igual forma, la tolerancia al impacto de elementos incisivos como piedras u otros objetos se va incrementando. Ahora piso corriendo de forma relajada zonas de gravilla que al principio era incapaz por el bajo umbral de resistencia al dolor que tenía. Por otro lado, y este resulta uno de los efectos más sorprendentes y maravillosos de la adaptación, se desarrolla la capacidad de reflejos. La combinación de la propiocepción del pie para pisar de la forma más adecuada al terreno que encuentra unida a una rapidísima capacidad de pisar en el mejor lugar posible en terrenos difíciles permite a un corredor descalzo ir progresando en la adaptación a todo tipo de terrenos. A esto hay que añadir un tercer reflejo de rápido escape a elementos que pueden resultar muy agresivos para la piel. En los últimos tiempos, noto que mis pies pivotan sin llegar a pisar del todo algún objeto más puntiagudo que el resto. Eso me permite correr poco a poco más deprisa por terrenos más accidentados sin el miedo a hacerme daño, aunque me exige una concentración total en mi carrera.

En este último aspecto había leído en varias ocasiones la relación entre correr fondo y la meditación zen. Más allá de cuestiones espirituales que no vienen al caso, correr descalzo puede resultar lo más parecido que yo he conocido a un estado de concentración y consciencia total de tu desempeño físico y psíquico en tu entorno. Me resultó muy estimulante comprobar que una actividad tan común para mí como era correr me abría dimensiones personales poco exploradas.

En este camino iniciado de exploración interna a través del correteo externo seguí pensando en las competiciones como una vía de progreso y aprendizaje. Para ello busqué una primera carrera que se pareciese lo más posible a mi primer circuito protegido de entrenamiento. Fue la del campus de mi universidad, lo que no solo me aportaba un recorrido adecuado, sino que me daba la tranquilidad de lo conocido. Me generaba un poco de ansiedad la posibilidad de colapsarme en mitad de una competición. No quería ser objeto de miradas y comentarios y me guardé bien las espaldas. Todo fue a pedir de boca y eso me animó a seguir progresando en la incorporación de más distancia y a intentar variar los tipos de recorridos.

Eran mis pies los que marcaban el ritmo de la progresión. Si me pasaba, se saturaban y me ordenaban que parase, y no tenía más remedio que hacerlo. Eso no suponía ni lesión, ni daño alguno, pero el dolor se hacía tan intenso que tenía que dejarlo. Ese dolor sordo y bloqueante cada vez aparecía más tarde, pero el tope que siempre tenía en mente en la medida de lo posible intentaba evitarlo. Las progresiones en papel de incrementos medidos en tiempo y distancia perdieron su sentido porque al final fueron mis pies los que dictaron el ritmo. Me limité a seguir sus indicaciones a través de sensaciones y con paciencia fui mejorando y alargando las posibilidades que tenía de correr más y en más sitios. Durante muchas ocasiones llevaba mis sandalias para más tranquilidad pues si llegaba, que llegaba a menudo, un momento de bloqueo, me las ponía y seguía con ellas. Durante un periodo sentí que no las necesitaba y las dejé una temporada en casa, pero cuando quise progresar a distancias mayores que me alejaban mucho volví a cogerlas por seguridad.

PASOS PEDREGOSOS

La apertura a más superficies y circuitos fue irregular en resultados. Correr por las carreteras de montaña era agradable por la tranquilidad. Me podía permitir ir corriendo por el medio buscando las zonas más adecuadas. Es difícil correr descalzo en línea recta, lo que puede resultar sorprendente, pero es que no tiene sentido correr por una zona mala si al lado hay una mejor. Pero por lo general son zonas de relieve bastante duro y suele haber tramos muy deteriorados. El asfalto en mejores condiciones está en carreteras más transitadas, pero al final te ves estresado y empujado a correr por los arcenes donde se acumula toda la basura. Comencé a tantear caminos rústicos y, aunque los primeros intentos estuvieron lejos de algo que se pudiese llamar correr, las sensaciones fueron muy agradables.

Los intentos de correr en este tipo de caminos no asfaltados se repitieron en las sucesivas semanas. Algo que me preocupaba al inscribirme en competiciones en las que no conocía el recorrido es que apareciese algún tramo muy duro y me dejase parado o no fuese capaz de superarlo. Por ello tomé la decisión de ir acostumbrándome a correr en caminos rústicos y muy pedregosos. En estos, la superficie dependía mucho de la naturaleza del terreno, ya fuese con más arcilla, piedras de rodeno, piedras de río, arenoso, etcétera, siempre iba cambiando. En un primer momento me dediqué a andar, acostumbrándome al tacto y la presión de las piedras. Tras unas cuantas sesiones andando, comencé a intentar practicar algún ligero trote con penosos resultados. Tenía la sensación de que no iba a poder hiciese lo que hiciese, aunque más que una sensación era una creencia. La cuestión era encontrar mi forma.

El problema que tenía en este tipo de superficies es que nada más comenzar me bloqueaba al pisar las primeras piedras, seguía y me volvía a parar. No era tanto por el dolor como por la tensión que me generaba esa situación. Se me ocurrió que lo importante era no parar del todo, mantener el movimiento aunque fuese muy despacio. Me puse a trotar sobre el mismo terreno sin avanzar y me di cuenta de que al tratar de no impactar sobre todas las piedras iba desplazando lateralmente los pies y las caderas como si bailase samba. Me iluminó la idea de que la mejor forma de correr sobre las piedras era bailando entre las mismas. Así que reproduje en mi mente el sonido potente de una batucada y comencé a mover los pies, avanzaba sorteando las piedras a ese ritmo. Resultó mágico, tenía armonía. Los pies buscaban los mejores sitios sin perder ritmo y, aunque con una velocidad bastante lenta, el avance era imparable. Luego me enteré que me habían visto en esa situación y habían comentado que parecía Chiquito de la Calzada dando saltitos. En cierto modo es para sentirse orgulloso de que a uno lo comparen con tan grato personaje. Pero esa técnica en principio tímida fue mejorando y, sin perder ese ritmo mental de los imponentes tambores brasileños, fui mejorando la velocidad y la seguridad. A día de hoy he introducido en mi rutina semanal un día para correr por caminos pedregosos porque tengo claro que resulta una forma excelente de fortalecer mis pies y mejorar mis reflejos. Por otro lado, logré mi objetivo de estar tranquilo respecto a las posibles sorpresas de tramos malos que pudiesen aparecer en las competiciones. Lejos de asumir las capacidades de los corredores que mencioné, incrementar la capacidad para correr cada vez mejor por todo tipo de terrenos se va convirtiendo en un aliciente y forma parte de esta aventura que es correr descalzo.

CATÁLOGO DE SUPERFICIES

En esa nueva apertura de la consciencia que te da la oportunidad de correr descalzo está el descubrimiento de la inmensa variedad de suelos o pavimentos que recorremos todos los días. Se puede correr en casi todos, pero no de igual forma ni con los mismos resultados. Resulta un lugar común que el mejor lugar para correr descalzo es la arena húmeda de la playa o un campo de césped. Al final, resulta que pueden resultar mucho más problemáticos; por una parte, al ser más blandos no se ejercitan bien las capacidades de los pies, y por otra, debajo de esa blandura puede haber muchos peligros ocultos. La primera y única vez que corrí en un hermoso y extenso campo de césped, de esos que en España casi solo vemos en las películas, acabé clavándome una pequeña rama con agudos pinchos que estaba oculta.

Lo blando no es el camino para el corredor descalzo. Lo mejor es lo duro, suave y poroso. Hay algunos asfaltos o grandes losas de hormigón que serían lo más agradable que puedo imaginar. Lo más corriente que podemos encontrar es el asfalto. Esta sustancia puede ser magnífica o un suplicio. Es magnífica cuando está en buen estado, es poco granuloso y la superficie está bastante compactada, por lo que al caer con el pie sientes un tacto homogéneo. Es complicado cuando está deteriorado, dejando zonas muy granulosas, con piedras con cantos agudos al aire o grietas de diferentes tipos. En estos casos se puede salvar la situación si hay bastantes islas en buen estado, aunque toca ir evolucionando de forma irregular para buscarlas. Si además hay tráfico, todo se complica, por lo que es mejor que las carreteras sean solitarias y apartarse al escuchar la llegada de vehículos. Cuando el asfalto es muy nuevo, pero han ahorrado en alquitrán dejando una superficie muy granulosa, no hay escapatoria, hay que apretar los dientes, bajar el ritmo y aguantar hasta que cambie. Por suerte, los asfaltados de calles y carreteras no dejan de cambiar para bien o para mal, y no hay mal que dure demasiado tiempo. Algunos de estos materiales son auténticos pelapatatas horizontales, pero a pesar de todo resulta fascinante comprobar cómo los pies cada vez son más capaces de superarlos sin mayor problema. Esa adaptación, ajustando el ritmo, concentrado y relajado, es el camino para que los obstáculos ya no estén en el suelo, sino en las fuerzas que uno tiene en esa carrera.

El asfalto ya sea de buena o mala calidad tiene un problema: si hace mucho calor se calienta una barbaridad. Cuanto más oscuro, más temperatura alcanza. Si uno piensa que sus pies están a la brasa, es mejor buscar antes las líneas de pintura que marcan la calle o carretera que siempre están a una temperatura muy inferior. Y desde luego, si aún no se está muy acostumbrado a salir los días de calor, es mejor llevar algún calzado protector para no llegar a situaciones desagradables. Se trata de correr, no de mortificarse.

En estos recorridos asfaltados se producen algunos fenómenos curiosos que hay que tener en cuenta. En la medida de lo posible, es mejor ir de la línea pintada hacía dentro de la calzada. El arcén es lo más parecido a un vertedero de basura que podamos imaginar. Esto, por lógica, no será posible hacerlo en algunas carreteras. En las curvas cerradas, cruces de caminos, zonas de paso de muchos camiones por entradas a fábricas, etcétera, nos vamos a encontrar superficies muy castigadas y bastante duras. Todo esto resulta muy estresante solo de pensarlo. Deja de generar tensión cuando asumes que es importante adaptarte y más aguantar el tipo para seguir adelante. Y si lo tienes claro también te convences de que todo será mucho más interesante en la medida en que llegue un momento en que todo ese tipo de inconvenientes no lo sean tanto o no lo sean en absoluto. Se trata de una cuestión de adaptación progresiva, y esa dureza inicial, en la medida en que la aceptas y la asumes, va perdiendo filo.

Respecto a otras superficies típicas, podemos hablar de las aceras. Podríamos pensar que siempre es más recomendable correr por una acera antes que bajar al asfalto de la calle. A veces sí y a veces no. Cuando las losas son de un material liso o con dibujos de relieve con cantos redondeados es muy agradable. Este verano disfruté muchísimo corriendo por el inmenso y hermoso paseo marítimo de Benidorm donde cerca de cuatro kilómetros están pavimentados con enormes losas de pulido mármol. El resto del paseo tiene diferente tipo de pavimentos, pero todos son amables con un corredor descalzo. Sin embargo, existen de forma frecuente aceras con baldosas de dibujos geométricos de fantasía con unos cantos agudos como cuchillas. No hace falta que valore el interés por correr sobre ese tipo de superficies.

La creciente red de carriles bici de muchas ciudades es un recurso muy utilizado por los corredores descalzos como recorrido más cómodo. Yo tengo mis reservas sobre lo adecuado de estos circuitos para correr descalzo. Cuando son nuevos se pavimentan con una mezcla muy adherente que me recuerda a la lija, es obvio que es muy útil para evitar resbalones de las bicicletas. Al estar corriendo un trayecto largo sobre esta superficie uno se siente como un fósforo a punto de incendiarse. Esa aspereza llega a ser muy corrosiva e incómoda.

Hay carriles que ya son viejos y se ha desgastado esa capa, por lo que es más fácil correr. Pero hay otros peligros peores que rasparte un poco la piel. Cuando he corrido en carriles bici lo he hecho siempre por la orilla, lo más pegado al borde para no molestar a los ciclistas. Sin embargo y en alguna gran ciudad han sido muchas las ocasiones en las que me han empujado metiéndome los codos, han hecho amago de embestirme para que me apartase o, el colmo, me han bloqueado el paso para que no pudiese continuar. En fin, supongo que la vida del ciclista urbano es muy dura, pero un inofensivo corredor descalzo está lejos de ser el mayor de sus problemas. Por esta razón no me acerco a los carriles bici, se han convertido en terreno aún más peligroso que las mismas carreteras.

Una variante más pacífica de los carriles bici son las Vías Verdes de los antiguos trazados ferroviarios que fueron abandonados. Como en estos casos nadie tiene la exclusiva, la convivencia se hace necesaria. Son tramos bastante tranquilos, sobre todo los días de diario, pero sus cualidades son muchas veces muy duras para el corredor descalzo. Las que han sido asfaltadas tienen un asfalto flojo muy granulado que se desmenuza enseguida, por lo que constituye una auténtica alfombra de clavos. Además, en los trazados donde no hay asfalto suele haber muchísima piedra, mucho más de lo que suele haber en cualquier camino rústico. Esto es irregular, ya que estos caminos tienen muchas decenas e incluso cientos de kilómetros, pero al menos para mí son de momento inaccesibles para largos recorridos.

Por último, creo que merece la pena considerar, sobre todo para los corredores que empiezan en esta modalidad, las pistas de atletismo. Hay también muchos tipos de tartán, algunos más ásperos, otros más suaves, algo blandos pero no del todo. Para comenzar puede estar bien porque da tranquilidad no tener que controlar ni tráfico ni elementos que puedan resultar dolorosos. Después de muchos años de renegar de la posibilidad de correr en estos espacios he comenzado a entrenar allí para desarrollar la velocidad que no puedo en espacios más accidentados.

Al final de este recorrido tan variado creo que lo mejor de todo es la riqueza del aprendizaje al que un corredor descalzo se somete y de ser capaz de adaptarse, si no a todos, a casi todos ellos. Es algo que te hace sentir mejor porque observas cómo progresas y cómo los límites en las posibilidades de correr descalzo cada vez son más difusos. Sin embargo, hay que ser realista y valorar determinadas superficies como mucho más interesantes para correr descalzo que otras, así como las que son peligrosas o lesivas. Creo que para un corredor descalzo es fundamental salir sin miedo a correr a cualquier sitio pero estamos condicionados por algo que los calzados no lo están. La clave está en saber desenvolverse con inteligencia y buscar siempre el mejor trayecto de todos los posibles, ya que en una misma carretera, calle o camino hay infinitas posibilidades de sortearlo. En el extraño caso de que no hubiese alternativa saludable, lo mejor siempre es sacarse las sandalias de repuesto del cinto y seguir corriendo como si tal cosa.

La otra cuestión es ser consciente de las enormes ventajas y disfrute que supone correr descalzo en contraposición con los pequeños inconvenientes. Así, siempre será más sencillo entender por qué no debe desanimarnos encontrar dificultades en el periodo de adaptación o tener algún día en el que todo fue muy difícil. Hay una idea que marca la diferencia, antes de correr descalzo sientes que no eres capaz de hacer muchas cosas que consideras imposibles, pero cuando ya llevas un tiempo haciéndolo esa sensación comienza a resultar ridícula y las buenas vibraciones se trasladan a muchos más ámbitos de la vida.