CAPÍTULO 2: CORRIENDO COMO VINE AL MUNDO. LA TRANSICIÓN DESCALZA

El cambio del minimalismo al descalcismo puede parecer una cuestión progresiva, un paso más; sin embargo, es un cambio radical, a la vez brutal y hermoso. La introducción en esta modalidad de carrera es un salto a una dimensión desconocida de nuestra percepción del mundo, a la relación con nuestro cuerpo y con todo aquello que nos rodea. Correr descalzo no es en sí lo más difícil, hacerlo en cualquier lugar y momento es lo que se constituye como el reto principal. Sin embargo, esta dificultad, conforme se va superando, supone un estímulo extremo para seguir avanzando en esa dirección.

No me lesioné en la carrera de Montilla pero las molestias no se terminaban de ir. Fue un periodo bastante accidentado porque tuve varias recaídas con el tema del sóleo y los gemelos, que se me cargaban de forma intermitente. La verdad es que estaba muy confuso porque no entendía qué me sucedía. Tenía muchas dudas al respecto sobre qué hacer. Las semanas pasaban y cuanto más confiado estaba en que estaba superando las molestias de los gemelos, estos se me disparaban en el momento más inesperado. Hasta que a finales de marzo, un mes y medio después de la carrera minimalista, Ro, mi mujer, me sugirió que probase a correr descalzo. Al principio me sorprendió la propuesta, pero pensé que tenía sentido. Si corría descalzo tendría que empezar de cero, y como eso era lo habitual en mi vida de corredor, tampoco me preocupaba, pero no tendría más remedio que contenerme y al tener que realizar una técnica más depurada superaría mis problemas.

Así que, una vez más, me puse en marcha y el uno de abril corrí mis primeros trescientos metros descalzo. Un año después de iniciarme en el minimalismo comenzaba la faceta descalza. Y después de un año aprendiendo y experimentando me enfrentaba a una situación que me situaba de nuevo en un punto de inicio.

Se hace muy extraño dar los primeros trotes con los pies desnudos. Las sensaciones son agradables, sobre todo si tenemos en cuenta que este inicio fue en una zona protegida, sin coches, con el firme muy liso y limpio. Además, comenzar de nuevo solo con unos cientos de metros como meta suponía muy poca tensión. En esos primeros pasos descalzo fue cuando me di cuenta de verdad de que el pie tiene un diseño perfecto para hacer todo el trabajo.

No comenzaba de cero porque tras un año trabajando la musculatura con calzado sin amortiguación ya estaba acostumbrado a absorber las cargas sobre mis metatarsos. El trabajo que tenía por delante se centraba más en fortalecer la planta del pie para soportar las irregularidades del terreno. Esta parte es sin duda mucho más ardua que la primera. Desarrollar la capacidad de mis pies para desenvolverse en cualquier tipo de terreno ha sido y sigue siendo la actividad más compleja, dura y a la vez satisfactoria que haya realizado jamás.

En aquellos primeros metros corriendo descalzo comprobé que podía hacerlo y disfruté de una sensación muy plena, pero aún no era consciente de lo complicado que resultaría después. Correr descalzo en un recinto protegido es fácil, salir al mundo sin pararte a pensar qué tipo de caminos te encontrarás es lo que se convirtió en un reto.

Lo pude comprobar en algunas de las primeras salidas que hice de aquel espacio reservado, que era una urbanización fantasma víctima de la burbuja inmobiliaria, sin tráfico y con el asfalto intacto. Cuando ya sobrepasé los dos kilómetros y pico se me hacía muy aburrido dar vueltas y decidí salir a explorar. Enseguida noté lo diferente que era correr por asfalto agrietado, sucio, con piedras y recalentado por el sol.

Los estímulos que recibes en los primeros momentos en los que corres descalzo resultan tan motivadores como peligrosos. Las sensaciones son muy buenas porque notas que estás inmerso en un proceso de redescubrimiento, sientes que sí estás preparado para asumir esa forma de correr. Esa situación por sí misma ya resulta excitante, pero a la vez estás sometido al estrés de temer cualquier daño que pueda producirte pisar algo duro o cortante. En esos primeros momentos los pies son hipersensibles y somos muy conscientes de ese hecho. Cualquier irregularidad del terreno la notamos y mucho. En esas circunstancias estamos sometidos a una hiperactividad sensorial que puede resultar abrumadora. Por otro lado, y esto va según personalidades, el hecho de correr descalzo puede resultar complicado para aquellas personas más tímidas. Cuando te quitas las zapatillas y comienzas a corretear con los pies desnudos sientes como si estuvieses gritando a los demás que te miren porque estás haciendo cosas extrañas. Si sumamos todas estas sensaciones interiores y exteriores podemos alcanzar un nivel de tensión insoportable. Es una situación que puede resultar mucho más extenuante que el ejercicio físico realizado. Y, de hecho, esas circunstancias favorecen que cualquier pequeño percance se vea amplificado. En la medida en que en esos momentos estamos más tensos nos hacemos más sensibles al dolor. El miedo al ridículo nos puede bloquear ante la expectativa de que alguien nos vea quejarnos si nos hacemos daño pisando alguna piedrecilla. En conjunto, puede resultar demasiado para asumirlo de forma temprana. Por todo ello es interesante que los primeros días se practique en algún lugar poco frecuentado y que además tenga un firme duro lo más limpio y en buen estado posible. Es importante comenzar a sentir cierta familiaridad con el hecho de correr descalzo, tanto en lo relacionado con la mecánica de la carrera como en lo psicológico.

Tras unos pocos días saliendo a correr descalzo distancias cortas, la sensación de excepcionalidad se va perdiendo y comenzamos a asumir con normalidad que los demás nos miren con curiosidad sin sentirnos presionados por ello. El hecho de darnos cuenta que sortear las piedrecillas y obstáculos diversos del terreno no solo es fácil, sino que incluso resulta divertido. Esto contribuirá a quitarnos esa tensión que puede malograr la iniciativa de comenzar a correr descalzo.

Las experiencias en este tránsito desde los recorridos balsámicos a lo que podríamos llamar la cruda realidad de los caminos del mundo fue bastante dura. Por ello me tuve que plantear la búsqueda activa de recorridos algo más favorables sin llegar a ser el recinto protegido de los primeros pasos. Esto fue muy complicado porque la homogeneidad no existe y además no es recomendable buscarla. Lo que fui asumiendo poco a poco es que no podía pensar en que me barriesen el mundo y tenía que ser yo el que se fuese adaptando poco a poco a todo tipo de terrenos. A diferencia de otras progresiones anteriores, en este caso ya no contaba solo con los factores de distancia y tiempo para su combinación en progresiones razonables. A estos se unían otros, como la rugosidad del terreno, la cantidad de suciedad de diverso tipo que pudiese haber —con especial atención a la dichosa gravilla—, la temperatura de la superficie y el tráfico, que siempre había tenido importancia pero que entonces se incrementaba.

La dependencia de la combinación de estos factores podía hacer imposible un entrenamiento. Así, mucha temperatura en un asfalto muy rugoso con mucha suciedad y tráfico podía suponer una pesadilla terrorífica, especialmente en esos primeros días de iniciación. En mis primeras semanas corriendo descalzo empleé mucho tiempo buscando recorridos y reflexionando sobre cómo podría iniciarme con más control sobre la situación. Una de las primeras medidas que tomé fue salir con mis sandalias atadas en el cinto portabotellas para no verme en la situación que ya viví de tener que terminar un recorrido andando y dolorido por la elevada temperatura del asfalto.

Asumir que mi adaptación al terreno sería lenta pero segura y el hecho de no asumir saturaciones innecesarias al poder ponerme siempre que lo requiriese las sandalias que portaba me ayudaron a relajarme y continuar día a día. La superación de los límites en este caso se centraba más que en nada en la adaptación del pie a todo tipo de superficies. Y así pasé de eludir los caminos pedregosos y las malas carreteras a incorporar en progresión tramos más largos en mis entrenamientos.

A medida en que los pies se van fortaleciendo, asumen las irregularidades del terreno de una forma asombrosa. Sin embargo, cuando llegan a un punto de saturación en el que ya han trabajado mucho en condiciones duras se tornan hipersensibles al dolor. Me di cuenta de que, conforme trabajaba la adaptación, ese punto de hipersensibilidad tardaba más en llegar. Ese se convirtió en mi objetivo, avanzar el límite en el que el dolor me dejaba bloqueado y evitar que este se produjese. Trabajar con esa frontera fue una lucha cotidiana que a veces suponía dos pasos hacia delante y uno hacia atrás. En todo caso, un intenso aprendizaje sobre uno mismo que se concretaba en la necesidad de no saltarse los tiempos necesarios.

La relación de los corredores con el tiempo está muy viciada porque su lucha contra el crono es su referente habitual. Esto no es malo de por sí, pero al final se suele convertir en numerosas ocasiones en un protagonista exagerado. En la medida en que muchos de los corredores populares practican esta actividad como una forma saludable de ejercicio y relajación, debería perder peso el tema de las marcas. Estas son un referente lógico de superación y mejora, pero a determinados niveles obsesionarse con ellas resulta algo anómalo. De hecho, muchas de las lesiones que los corredores se producen derivan de sobrecargas en el entrenamiento por exceso de intensidad, falta de descanso y otros abusos desproporcionados. La cuestión es que pasarse corriendo descalzo es también posible, pero los topes que te ponen los pies son más claros y contundentes. O la progresión es lenta, o las señales de que te estás pasando son inequívocas y radicales. Sin llegar a la lesión, los pies te dejan en tu sitio y nunca mejor dicho. Te avisan con tiempo si te estás saturando para que puedas reaccionar y cambiar lo necesario, y llegado el momento, te impiden seguir corriendo antes de que te hagas daño. Al principio, estas sensaciones resultan un tanto irritantes y de alguna forma te sientes frustrado de no poder llevar esa capacidad masoquista que desarrollan los deportistas de fondo hasta más allá del límite. Pero, conforme va pasando el tiempo, te das cuenta de que en realidad es mejor así. Los progresos son por una parte claros, aunque no tan rápidos como la ambición personal desearía, y el tener ese tope hace más difícil lesionarse y tener que parar.

En esa fase de experimentación inicial me preocupaba un poco la ralentización que mi ritmo de carrera estaba sufriendo. Correr descalzo y sobre todo al principio es muy entretenido porque vas analizando el camino y en ocasiones tienes que hacer rodeos y esquivar obstáculos que al ir calzado ni mirarías. Por ello me planteé comenzar a acudir a alguna competición para ver si en ese contexto podía correr un poco más rápido. Algo parecido a lo que me sucedía cuando corría con huaraches, que en los entrenamientos me relajaba mucho y en las competiciones me aceleraba demasiado. Competir te sitúa en un momento en el que tienes que dar lo mejor de ti mismo, sea cual sea la posición en la que llegues. Acudir a una carrera en la que no vas a darlo todo hace que pierda sentido. Para entrenar no hace falta gastar dinero ni movilizar toda la actividad de la familia. Por ello, al menos desde mi punto de vista, ir a una carrera suponía la necesaria honestidad de llegar al máximo que podías hacerlo en ese momento. Eso podría suponer abusar de uno mismo, pero es que en esa idea de abuso estaba el esfuerzo extra. Si no te tensionas no sale nada bueno ni en las actividades físicas ni en las mentales. El problema viene cuando la tensión es mayor de lo que el cuerpo está preparado para recibir y acaba rompiéndose. Conocer ese límite es algo difícil, incluso no podemos estar nunca seguros de tenerlo controlado.

En estas circunstancias, me preparé una competición especial en la que el riesgo fuese mínimo y las condiciones óptimas. Ese evento se presentó de forma casual, porque me dio la oportunidad de correr en mi lugar de trabajo, el campus de la universidad de Castellón. Era una carrera popular de cinco kilómetros en un recinto cerrado con el asfalto nuevo, comenzando y terminando en una pista de atletismo. Me sentía muy cómodo ante la expectativa de correr allí pues no había lugar a la existencia de sorpresas desagradables.

Llegó el día de la competición y me sentía muy observado. Para mí lo importante es que esa primera carrera saliese bien y estaba muy concentrado. El suelo, algo antes despreciado en sus cualidades y características, ahora lo analizaba de forma minuciosa. Así, la rugosidad, la homogeneidad o alternancia de diferentes tipos de superficie, la suciedad, temperatura y otras menudencias eran para mí de gran importancia. Las cualidades de la goma de la pista contra mis pies, la limpieza, la distribución en olas concéntricas de la gravilla a la salida de las curvas, se convirtieron en información sobre un circuito tan importante como el perfil de altitud.

Tras calentar por la pista entre miraditas extrañadas, me situé en el pelotón de salida en su parte trasera. No tenía prisa aunque fuese una carrera. Siempre me ha animado más ir adelantando corredores que salir muy adelantado y ser rebasado a lo largo de todo el circuito. Y si el tiempo no es demasiado importante, te sientes mucho mejor si en esa medición de fuerzas un tanto involuntaria con los corredores que te acompañan eres tú el que va mejor. En carreras cortas es un poco absurdo porque se pierde demasiado tiempo al principio, pero en aquel caso para mí esos cinco kilómetros se me antojaban un tanto alargados.

Sin embargo todo resultó muy rápido. Como la carrera era corta el pelotón salió con mucha vivacidad y comencé a llevar un trote muy animado. Como me sentía bien y muy estimulado por las sensaciones de mi estreno como corredor descalzo comencé a acelerar el ritmo y así pasé a más de dos tercios del pelotón inicial en el primer kilómetro. El resto de la carrera evolucioné con más suavidad y no dejé de adelantar corredores, pero ya de forma más lenta. A veces me planteo qué sentirá un corredor calzado que no concibe que se pueda correr descalzo cuando le paso. Supongo que se planteará muchas dudas o pensará que estoy chalado. O un poco de todo. Muchos se sorprenden y no dejan de expresarlo soltando el primer exabrupto que les viene a la cabeza.

Llegar a la meta en mi primera carrera descalzo fue una pequeña gran victoria pues rompí cualquier tipo de temor al respecto. Además, pude vivir la grata sensación de que la excitación de las competiciones me hacía sentir mejor corriendo descalzo, igual que siempre me había hecho sentir muy bien. La excitación de las pruebas, tanto por la cantidad de corredores, la música, la tensión física del reto, como en ocasiones por lo imprevisible del circuito, siempre ha sido un doping psicológico muy efectivo. Fueron cinco kilómetros muy rápidos, muy fáciles y muy animados. Así, nada más cruzar la línea de meta, ya estaba deseando inscribirme en otra competición.

Aún corrí otra prueba con sandalias como intermedio en la transición que me había marcado. Una semana después de esta primera competición descalza participé en el Gran Fondo de 15 kilómetros en Massamagrell en Valencia. Por cuestiones azarosas estaba inscrito en esta competición desde hacía algún tiempo, pero la distancia que suponía hubiese sido un salto demasiado grande. Aunque estaba en mi inicio en lo de competir descalzo, me molestó un poco tener que abandonarla. La concentración que me suponía correr descalzo junto a la excepcionalidad que suponía en mi vida era un estado mental mucho más intenso que volver a correr calzado. Así que corrí sin pena ni gloria esta competición y me dispuse a volver a mis ocupaciones con los pies desnudos.

Mis sensaciones esos días eran excelentes. Habían desaparecido todas las molestias que llegué a tener por mis abusos corriendo con sandalias. Mis gemelos y sóleos estaban impecables, cuando los meses anteriores había tenido que estar negociando con ellos para que no me dejasen tirado. Sin embargo, estaba triturándome un tanto los pies en una progresión de distancias implacable en un tiempo en el que la temperatura ya comenzaba a ser alta y el suelo estaba bastante caliente. En aquellos días comencé a experimentar corriendo en caminos rústicos llenos de piedras y con terreno muy irregular. Había visto vídeos de Nano Pies Negros[3] y Karim El Hayani[4] corriendo por auténticos pedregales que demostraban con claridad que se podía hacer.

Esas intentonas iniciales me sirvieron, por una parte, para constatar lo novato que era en la habilidad de correr descalzo, y por otra, para ir perdiéndole el miedo a las piedras. Me di cuenta de que pisar piedras no tenía que significar tener que hacerse daño pues había muchas formas de afrontarlo, además de muchos tipos de piedras. Así que perseveré en correr por terrenos irregulares, aunque en alguna ocasión me tuve que dar por vencido porque la dificultad llegaba a extremos que aún no estaba preparado para afrontar. Estos experimentos iniciales pateando tierras y pedregales me fueron de gran utilidad cuando en los circuitos de las carreras aparecían tramos complicados por su dureza, suciedad, etcétera. Al final, tienes que asumir que ni te van a barrer ni te van a planchar los caminos para que corras a gusto. Y con esa idea intenté seguir progresando y a menudo me la tengo que repetir para aceptar lo que se me viene encima y no quedarme colgado de las circunstancias.

La siguiente carrera en la que participé descalzo, la segunda, también resultó ser un circuito óptimo en sus características para correr descalzo. Además, se daba la circunstancia de que fue la misma prueba popular que corrí treinta y cuatro años atrás cuando era apenas un adolescente. La Volta a Peu de Valencia de ocho kilómetros es una carrera que ya no solía correr porque no ofrecía ningún reto en especial para mí. Solía ir con mis hijos cuando ellos la querían correr y si podía les acompañaba para animarlos, pero en aquella ocasión sí suponía un escalón más en el reto de avanzar en mi trayectoria de corredor descalzo.

En esta prueba salí muy atrás y con los más de veinte mil corredores que participaban supuso una lógica ralentización inicial del ritmo. Poco a poco, me fui situando en posiciones más adelantadas pues me sentía ligero, el asfalto era agradable y me permitía correr a muy buen ritmo. En los cuatro últimos kilómetros de la carrera iba lanzado, rebasando con rapidez a muchos corredores. Y así, cuando me faltaban dos kilómetros para terminar, mis gemelos me avisaron de que aún no estaban recuperados de mis abusos anteriores y tuve que reducir la marcha ante la certeza de que si no se me colapsarían.

Terminé a un ritmo lento y los dolores incipientes habían desaparecido. Otra vez la prisa y otra vez la necesidad de tener que recapacitar sobre cómo estaba haciendo las cosas. Así, aunque llegué a la meta en un buen tiempo y con los pies intactos, mis sensaciones al respecto se vieron un tanto enturbiadas por el aviso de los gemelos. Pensaba que estaba blindado contra ese tipo de molestias, pero la realidad tenía otras muestras sobre la situación. Y esta era que si en las carreras mi ritmo era desproporcionado y muy superior al de mis entrenamientos, mi cuerpo ya no aguantaba eso. De todas formas, me quedé con la idea de que había superado la prueba y había contenido la lesión que se asomaba, por lo que de alguna forma el resultado conjunto había sido bueno.

Con esta competición se acabaron las pruebas protegidas y ya abrí mi disposición a enfrentarme a una mayor variedad de terrenos. Y en esa coyuntura mental me inscribí a una carrera que discurría en la población de Quartell cerca de Sagunto y que tenía un circuito que, tanto en desnivel como en terrenos, podía ser bastante irregular. Allí me esperaba además uno de los amigos del foro Correrdescalzos, Llorenç, quien comenzaba a dar sus primeros pasos en esta modalidad. Encontrar compañeros minimalistas o descalcistas siempre resultaba estimulante ya que podíamos contrastar nuestras experiencias en una modalidad en la que aún estábamos bastante solos.

Esta carrera tenía el agradable ambiente de las pruebas pequeñas en las que los corredores se sienten en familia, más que como un gran pelotón despersonalizado. Y eso también se nota en un ambiente más cordial, tanto entre los participantes como desde los vecinos hacia los corredores. Como en todas las carreras, me acompañaban mi mujer Ro y mi hijo pequeño Emilito, que participaba siempre que había modalidad infantil. Estoy seguro de que nada hubiese sido igual sin su compañía y apoyo. Rosario, mi mujer, siempre me empuja a que lleve a cabo mis ideas por muy descabelladas que puedan parecer, y de hecho fue así tanto en el minimalismo como para que me decidiese a dar los primeros pasos corriendo descalzo.

Como no me terminaba de fiar de los dolores que tuve en los gemelos en la última carrera popular en Valencia, salí de los últimos en el pelotón inicial. Sin embargo, al no ser un número muy grande de participantes el grupo compacto se fue aclarando enseguida y pude comenzar a correr más rápido. En este caso, las molestias en los gemelos me aparecieron enseguida, por lo que tuve que mantener un ritmo muy cauto. Y, sin embargo, a diferencia de otras dolencias que pude haber tenido en cualquier otro momento de mi vida como corredor, me di cuenta de que podía controlar la situación. Así fue y en la parte final de la carrera las molestias musculares habían desaparecido. Lo mejor de todo es que a partir de aquella carrera nunca volví a tener molestias musculares de ningún tipo ni en ninguna circunstancia. Casi medio año después, tras mucho entrenamiento en todo tipo de superficies, tras haber corrido pruebas cortas rápidas y mucho más largas, mis piernas están limpias de molestias y no he vuelto a sentir la proximidad de ningún tipo de amenaza.

En aquella carrera la suerte fue que pude controlar los dolores musculares porque al final de la misma existía un muro compuesto por una enorme cuesta. Lo peor fue bajar con esa pendiente que te tiraba y tener que ir impactando con un asfalto destrozado que me machacaba los pies. Pero al final bajé, bajé más despacio que los demás, pero allí estaba a pesar de todo, entero e ilusionado una vez más por la siguiente carrera. Cada dificultad novedosa en mi nueva forma de correr me producía una gran satisfacción al poder superarla y, lo más importante, aprender de la experiencia para seguir progresando.

Tras esta carrera vendría otro reto importante: pasar a una distancia mayor con una dificultad elevada. Mi primera carrera de montaña en carretera, la subida a la Cueva Santa, se me planteaba como un reto importante: más distancia, un día de calor, con un desnivel acumulado de más de 500 metros concentrados en los últimos cuatro kilómetros y un asfalto destrozado e hiriente en la parte más dura de la carrera por sus rampas.

Como no tenía excesiva confianza en mis posibilidades, la misma semana de la carrera hice un entrenamiento previo en el que recorrí todo el circuito. Los últimos cuatro kilómetros, que ya conocía por haber participado cuando corría calzado, en aquel momento se me antojaron un auténtico martirio. Terminé y eso me dio confianza, pero me dejó una sensación extraña pues tenía claro que el día de la competición sería diferente. Eran doce kilómetros, pero si lo comparaba con el tipo de competiciones de las semanas anteriores podrían ser muchos más. De todas formas, verme así, avanzando sin demasiados problemas, me animaba mucho y seguía agrandando mi hambre por correr más y más.

Aunque ya no tenía ningún tipo de molestias musculares, el recuerdo reciente de las mismas me hacía ser prudente en lo referente a intensidad de entrenamientos y ritmo. Esta carrera suponía para mí una especie de broma, ya que la Cueva Santa en la localidad de Altura es un lugar típico de peregrinación de la zona. Que yo corriese descalzo podía parecer una ofrenda religiosa. Aunque no lo era ni por casualidad, me hacía gracia confundir tanto a muchas personas que no entendían por qué corría descalzo y que querían encontrar en este tipo de razones una explicación. En este sentido, aunque nunca he hecho apología del descalcismo motu proprio, a quien me ha preguntado nunca he tenido ningún problema en contarle todo lo que pensaba al respecto. Ha sido la mía una especie de rebelión tranquila ante la salida de dos décadas de dolores articulares y musculares que al menos yo ahora tengo bastante claro que los puedo achacar al uso de zapatillas amortiguadas. Quizá lo que más aplaca la sensación de haber sido engañado, no sé si a propósito o no todos estos años por la industria deportiva, es que cuando ya creía estar perdido encontré la solución. Una solución radical para un problema esencial, correr o no correr.

En este ambiente deportivo con contexto religioso se inició la carrera de la subida al santuario un sábado de junio. Como me temía, algo cambiaría el día de la carrera y era que hizo más calor que durante mi entrenamiento, por lo que el asfalto estaba bastante más caliente. Así que hice una cata trotando un poco por el asfalto del principio de la prueba y me animé a seguir adelante. Eso sí, me puse el cinto para llevar mis sandalias, que en aquellas circunstancias era el seguro que más tranquilidad me aportaba. No llegué a utilizarlo, pero no por falta de ganas. El suelo estaba caliente pero no tanto como para quemar y no tanto como para dejar de correr descalzo a las primeras de cambio. Esto, de alguna forma, es casi peor que el suelo queme desde el primer momento porque si no estás muy fuerte, como era mi caso, te vas calentando poco a poco hasta que te saturas. Lo peor en este caso es que el punto de saturación llegó cuando peor se puso el terreno. Así, cuando comencé a subir el puerto que conducía al santuario, esos cuatro kilómetros últimos de asfalto desgastado y destrozado a trozos multiplicaron sus efectos sobre mis plantas recalentadas.

Sin embargo, estaba aprendiendo algo que me ayudó a entender por qué no era necesario tener que ponerme las sandalias. Estaba comprobando que ni hay caminos buenos ni caminos malos y que siempre había una forma mejor de avanzar. Eso era lo que hacía que correr descalzo fuese tan divertido, no solo te desplazabas por el terreno, sino que además siempre encontrabas la mejor forma de hacerlo. Lo que pierdes en velocidad lo ganas en disfrute porque te concentras mucho más en lo que estás haciendo y el dolor pierde relevancia porque comienzas a hacer mejor las cosas y tampoco sufres tanto como corriendo a lo loco.

Así que con estas ideas afronté el que ha sido para mí hasta ahora uno de los tramos más duros en una carrera descalza. Iba corriendo por mínimas islas de superficie menos agresiva, pequeños trozos de asfalto aún no descompuestos del todo. Iba avanzando lento más dolido por el recalentamiento que por el hecho de estar pisando un terreno desfavorable. Metro a metro iba ganando la cumbre y aunque perdí bastantes posiciones aún quedé en la mitad de la clasificación general. A la meta llegué bastante cansado, pues el esfuerzo de ir subiendo y sorteando un tramo tan desfavorable fue muy duro. Pero ya estaba arriba, había llegado íntegro de pies y piernas y tenía claro que la recuperación no iba a suponer ningún problema.

Haber superado sin incidencias aquella prueba me aportó una seguridad muy grande respecto a mis posibilidades. Esto, a medio plazo, me perjudicaría porque, aunque estaba progresando muy bien, me movía en unos rangos bastante prudentes que no debía abandonar. Así, a medio camino entre el entusiasmo y cierta necesidad de contención, afronté una nueva carrera.

Hacía mucho tiempo que tenía deseos de correr una competición en Albacete, pues a pesar de ser de allí nunca había tenido la oportunidad. Así que nos fuimos el siguiente fin de semana a mi tierra de origen. Como la mayor distancia que había corrido descalzo hasta el momento habían sido los doce kilómetros de la subida al santuario, no me planteaba correr descalzo en esta ocasión. Así que me llevé un par de juegos de sandalias para elegir la mejor según la climatología. El día de la carrera me encaminé solo a la avenida donde estaba ubicada la salida. Me encontraría con mi mujer y mi hijo en la meta. Así que allí estaba entre más de tres mil corredores en la parte trasera del pelotón calentando. Observaba el suelo y lo veía tan liso y suave, la mañana era fresca y el circuito llano, y no pude contenerme.

Me quité las sandalias y me las sujeté con fuerza en la espalda con el cordón del pantalón corto. Allí no me molestaban y no se caerían. En caso de necesidad me las podría poner sin mayor problema. Así que aproveché las circunstancias favorables y me puse a calentar descalzo. Llegaría hasta donde llegase y me serviría como mínimo como un buen entrenamiento descalzo.

Algunos corredores me preguntaron si pensaba hacer toda la prueba descalzo y yo les dije con toda franqueza que no lo sabía porque era la primera vez que afrontaba esa distancia. Les comenté la existencia de mi seguro con mis sandalias a la espalda. Me sentía emocionado ante la expectativa de iniciar mi primer medio maratón descalzo y que quizá incluso pudiese terminarlo. Esta situación de excepción me llevó a ser aún más precavido de lo que estaba siéndolo hasta el momento. Por ello, cuando se inició la carrera comencé con un ritmo muy suave. No me preocupé de ir casi parado en los primeros dos kilómetros e inicié una tímida remontada en los siguientes kilómetros.

La superficie era muy buena en casi todo el recorrido, con algunos tramos un poco más picantes, pero en general me estaba desenvolviendo muy a gusto. Mis fuerzas estaban a pleno rendimiento y me sentía sobrado de energía, por lo que este conjunto de impresiones y sensaciones me fue llevando hacia adelante en el pelotón. Desde la salida hasta la llegada a meta rebasé de forma progresiva a más de mil quinientos corredores, llegando a ritmos que hacía muchos años que no podía permitirme en una prueba de larga distancia. Mis pies no mostraron ningún síntoma de abrasión ni cansancio y mis piernas no me dieron ningún aviso problemático. Después de muchos años de problemas físicos para correr, poder terminar un medio maratón con esas sensaciones parecía una fantasía. Lo bueno es que era real.

El salto que en mi progresión supuso correr de una vez casi el doble me dio mucho ánimo, incluso demasiado. Estaba conculcando los principios de una buena transición basados en dejar de lado las prisas. La suerte es que de momento no había tenido problemas. Así, la guinda para acelerar aún más mi motivación vino con la participación la semana siguiente en una carrera mucho más corta, una competición de una milla en mi localidad. No es que hiciese una gran carrera, el año anterior había corrido algo mejor, pero me dio para quedar segundo en mi categoría y subir al podio descalzo me daba la sensación de que estaba muy bien.

En realidad, todo iba a pedir de boca porque en poco más de dos meses corriendo descalzo había conseguido muchas cosas. Objetivos que antes de iniciar ese tránsito hubiese pensado que no habrían sido posibles. Estaba claro que haber trabajado la musculatura en el primer periodo minimalista me había ayudado a que correr descalzo no supusiese un gran cambio en su mecánica. La parte más afectada era la piel de las plantas. En ese aspecto, aguantaba bastante bien, pero después de cada entrenamiento o competición tenía una sensación de ardor intensa que aplacaba con los masajes que me proporcionaba con todo cariño mi mujer. Con el paso del tiempo esa sensación de ardor desapareció, aunque por supuesto no renuncié a los masajes.

A pesar de esas sensaciones de ardor iniciales que con claridad me mostraban que las plantas de mis pies aún no estaban adaptadas, por las experiencias en las pruebas anteriores mi ambición había crecido mucho. Y con esas sensaciones me embarqué en la siguiente competición, una prueba popular de diez kilómetros en Almussafes. Esa carrera era especial para mí porque fue la primera competición de fondo que hice en la modalidad minimalista. Como me sentía muy capaz, me planteé mejorar el tiempo que hice con huaraches el año anterior. Tenía que mejorar los cuarenta minutos de la anterior edición y además realizarlo en las mismas condiciones, saliendo desde atrás del pelotón de salida.

Salí muy animado, pues tanto el ambiente como el circuito me resultaban muy favorables. El suelo estaba caliente, aunque no demasiado, por lo que me confié. Sería la carrera larga más rápida que correría con gran diferencia. Correr por debajo de cuatro minutos por kilómetro en aquellas circunstancias suponía en cierto modo algo similar al salto de distancia que hice de los doce a los veintiún. No logré mi objetivo por un minuto de diferencia. Estaba contento, excepto por algo importante, en la planta, a la altura de la almohadilla bajo los metatarsos, apareció una gran ampolla sanguinolenta que casi ocupaba un tercio de la zona.

En principio, no dolió más de lo que me preocupó. Todo indicaba que había rebasado una línea roja bajo la planta de mis pies. Mis piernas estaban más preparadas por la fase minimalista previa que mis pies, que acababan de salir del cascarón. Los días siguientes, cuando se redujo la inflamación, volví a correr con cuidado, sin grandes problemas. La sangre se fue secando poco a poco y parecía que aquello no supondría un gran problema. Aunque no me sentía muy seguro, como ya estaba inscrito para otra prueba de diez kilómetros a la semana siguiente me presenté para correrla. La impresión que me producía la gran ampolla negra bajo mi pie derecho me bajó las ambiciones en competición a la mera supervivencia. En aquella prueba corrí muy tranquilo pero el suelo estaba muy caliente y mi pie empeoró. La ampolla negra casi dobló su tamaño y el ardor que sentía era insoportable. Llegué a meta y mi mujer me recogió casi como si fuese un herido de guerra, cancelando los planes para esa noche y llevándome a casa a descansar.

Al día siguiente, sentía mis pies desequilibrados, el izquierdo como si no hubiese pasado nada y el derecho muy maltrecho. Ya venía notando que todas las posibles penurias acababan consolidándose por la diestra y era evidente que era más fuerte en esa pierna y así mismo el mayor desgaste era ahí donde lo tenía. Pero eso no había supuesto ningún problema hasta que acumulé los abusos que me llevaron a esa situación. Así que permanecí unos cuantos días sin correr hasta que desapareció la inflamación y se fue reabsorbiendo la ampolla gigante.

Pasaría bastante tiempo hasta que volviese a participar en una competición. La piel muerta de la ampolla se fue cayendo poco a poco, dejando a la vista otra nueva. Ese proceso regenerativo no tardó demasiado, unas dos semanas. Hasta que se completó, la piel muerta protegía la zona y con calma volvía a poder entrenar descalzo. Cuando fue desapareciendo entre los trozos que se rompían por sí mismos y los que yo me arrancaba de forma compulsiva, correr descalzo se convirtió en un suplicio. Era como si llevase dos pies diferentes, uno el izquierdo, bien entrenado para correr en cualquier superficie, y el derecho hipersensible a cualquier irregularidad. Tuve que hacer otro periodo de readaptación dado lo indefenso que me sentía con una zona tan delicada en ese pie. No fue un reinicio completo, pero sí un gran paso atrás.

Estuve tres meses, julio, agosto y septiembre, alejado de las competiciones y madurando con tranquilidad, esta vez sí, el fortalecimiento de mis pies y la adquisición de fondo y resistencia en los mismos. Me había planteado como objetivo correr el maratón, en concreto el de Bilbao, que en ese año era el 19 de octubre. Al final no podría ser, pero aun así fue una buena idea tener un objetivo a largo plazo.

Una vez que pasó la etapa de desequilibrio sensitivo entre mis pies, vino un tiempo de puro disfrute en los entrenamientos. Cada vez sentía más poderosos mis pies sobre terrenos de lo más diverso. Salía a correr cada vez más confiado sin temer encontrarme tramos dificultosos. En realidad, buscaba que los hubiese y llegué a trazar entrenamientos que discurrían por auténticos pedregales[5].

Aunque luego vendría la consecución de objetivos estimulantes vinculados a la participación en competiciones, esta fue una fase de crecimiento única por la enorme satisfacción que tuve al sentir cómo mejoraba día a día. Notaba que los pies se iban adaptando cada vez a un mayor número de terrenos y que no solo no tenía dolor por atravesar superficies agresivas, sino que además mi velocidad de paso por los mismos se iba incrementando de forma natural. Las plantas de los pies se estaban transformando en una superficie que me recordaba a los neumáticos de los coches, resistente y a la vez flexible. Aunque con alguna incidencia, en pocos meses mi cuerpo estaba incorporando con bastante rapidez las pautas y características de un corredor descalzo bien adaptado. Que el correr descalzo es un rasgo natural humano se demuestra con la facilidad con la que nos adaptamos en pocos meses a pesar de haber tenido los pies enlatados y aislados durante muchas décadas.

A pesar de esta adaptación, que podríamos llamar virtuosa por las excelentes sensaciones que me proporcionaba, la prolongación de la distancia que podía correr descalzo fue mucho más lenta de lo que imaginé. Esta adaptación a la distancia estaba muy condicionada por los factores externos, dureza del terreno y temperatura. Durante bastante tiempo me costó rebasar los quince kilómetros cuando estas circunstancias eran desfavorables. Aunque no quería tener que establecer muchas excepciones, para poder entrenar en ocasiones me veía tentado a buscar un circuito más favorable para poder seguir sumando kilómetros a mis piernas. Pero terminé comprendiendo que no habría atajos, que era más una cuestión de tiempo acumulado bajo mis pies y luego sería más fácil sumar kilómetros.

Con esa tranquilidad y gracias a las vacaciones pude disfrutar de entrenamientos en lugares muy hermosos que aún me lo parecieron más al poder estar en contacto de una forma más directa con ellos. De lo que me he dado cuenta es que la memoria de los entrenamientos y las competiciones la tengo muy presente y detallada. La concentración precisa para poder correr bien descalzo hace que te fijes en muchos detalles. En cada paso absorbes el terreno por la vista y al mismo tiempo estás pendiente de cada movimiento de cada elemento que pueda afectar a tu desplazamiento. Esa tensión de los sentidos solidifica toda esa información que se asocia a un sensor increíble antes cegado bajo capas y capas de plásticos y cauchos.

Con la llegada del otoño y tras haber comprobado que la progresión en mi distancia de fondo no era suficiente para acometer el maratón en octubre me dediqué a objetivos más humildes, aunque no menos interesantes. Así, la segunda semana de octubre volví a competir después de bastante tiempo y participé en el Gran Fondo de Paterna de quince kilómetros de distancia. Me sentía sólido y fuerte, aunque no muy rápido. Era la primera vez que corría allí por lo que no tenía ni idea de qué tipo de circuito me encontraría, así que inicié la carrera con prudencia para ir calentando los pies poco a poco. Participaban unos dos mil corredores, por lo que al seguir mi costumbre de salir al final del pelotón fui muy acompañado durante la duración de toda la prueba. El trazado era algo sinuoso tanto en pequeñas cuestas, como en las diferentes calidades del terreno. Esto se convirtió en una situación sorprendente cuando a mitad de prueba apareció un tramo de unos quinientos metros de camino pedregoso. Lo gracioso en aquel momento es que los corredores que me acompañaban esperaban que me asustase y me detuviese, y lo que sucedió es que comencé a correr aún más deprisa. Mi entrenamiento por caminos no había sido en balde y de esa forma aún pude disfrutar más de la prueba al superar una dificultad imprevista. Algunos corredores se sorprendieron de que pudiese atravesar aquel tramo. A mí eso no me sorprendió, lo que lo hizo fue que pudiese hacerlo a un buen ritmo. La tensión de la competición y la concentración se sumaron para que pudiese dar lo mejor de las habilidades que había estado desarrollando.

Terminé aquellos quince kilómetros con mucha soltura y, lo mejor de todo, intacto. La mejor sensación que he tenido en todo este tiempo es que al correr descalzo todo estaba bien y por eso mismo al terminar los entrenamientos no había problema. Las sensaciones de cansancio y pesadez se disolvían antes y los agarrotamientos o cualquier tensión muscular no existían. Llegar al final de una carrera y volver relajado a casa sin la sensación de que has machacado tu cuerpo, sino que le has dado un momento intenso pero natural, es algo fantástico en contraste con las sensaciones anteriores.

Ya me había embarcado en la ola de carreras de otoño y puse en marcha el calendario con las que me resultaban más interesantes. Por lo general, prefería carreras de perfil urbano de media a larga distancia. Así comencé a disfrutar de nuevo las carreras sin más pretensión que tener una buena experiencia. Hice una lista de los próximos medios maratones que había en un radio de unos cien kilómetros.

Entre tanto, introduje una novedad en mis entrenamientos. Se puede decir que nunca había hecho otra cosa que correr de una forma bastante espontánea y natural. Esta forma de entrenar me había permitido hacerlo por lo general a buenos ritmos, incluso a muy buenas velocidades cuando era más joven. Pero entonces notaba que me estaba ralentizando mucho. Correr sorteando obstáculos puede ser divertido pero no deja de ser un freno y yo me estaba acostumbrando a correr despacio, demasiado para mi gusto. Así que, aprovechando mi facilidad de acceso a las pistas de atletismo de mi universidad, comencé a realizar algunas series para romper esa tendencia ralentizadora. Para mi satisfacción, pude comprobar que podía progresar bien cuando no tenía que estar demasiado pendiente del terreno y que ni mis pies ni mis piernas se resentían por ello. Esos entrenamientos lentos pero dinámicos, con movimientos sinuosos a lo largo del terreno, habían fortalecido bien mis piernas y en una carrera continua y rápida respondían a la perfección.

La siguiente carrera que supuso un reto importante en mi progresión fue el medio maratón de Valencia. Estaba muy motivado y me agradaba la idea de que el firme pudiese ser muy bueno por la experiencia anterior en la Volta a Peu de la misma ciudad. Pero resultó que la mayoría de las calles por las que circulaba esta prueba tenían un asfalto bastante áspero y deteriorado por el abundante tráfico. Mi suerte fue que estaba ya muy adaptado a firmes difíciles, ya que en otras circunstancias esta prueba hubiese sido muy complicada de finalizar. Pero era una competición muy animada con más de diez mil corredores, con una energía contagiosa que recorría todas las calles y con el aliciente de que era mi ciudad, en la que me había criado, y eso siempre resultaba una motivación añadida.

Yo me deslizaba por las calles de Valencia con zancadas cortas y ligeras, impactando con ligereza contra el asfalto tormentoso. Pero eran muchos miles de impactos y a partir del kilómetro quince comencé a sentirme muy cansado del gran esfuerzo que estaba realizando para asimilar la dureza del terreno. Tuve la suerte de encontrar a corredores conocidos a lo largo del trayecto. Con las conversaciones que mantuve pude pasar muchos minutos abstraído del martirio que estaba suponiendo para mis pies correr por aquel aglomerado estropeado. En algún trayecto me sentía como una rana en una sartén al rojo vivo dando saltos alocados para dejar atrás un trayecto machacador.

Llegué. Calculé antes de empezar que haría un tiempo mejor que el que tuve en mi primer medio en Albacete pero por la dureza del terreno fue ocho minutos mayor. Aun así, acabé feliz. Intacto una vez más a pesar de lo que para mí fue un recorrido muy complicado. Esta vez me sentía algo más machacado, pero unas pocas horas después ya no quedaba la más mínima molestia ni un cansancio especial. Tenía conciencia de lo difícil que era y sobre todo de que mis pies podían ya con eso y seguro que con más. Mis expectativas sonreían, pues estaba comprobando que con la cabeza fría y con el entrenamiento de endurecimiento que llevaba a cabo podía afrontar obstáculos muy complejos.

A esa carrera ya acudieron muchos más corredores minimalistas que en otras ocasiones. En cosa de un año el minimalismo se estaba extendiendo mucho como una práctica de salud para correr. Resultaba muy atractivo correr con poco para correr más y mejor. Aunque no resultaba muy sencillo para comenzar, al final resultaba una clara ventaja. Todos los corredores que había conocido en el transcurso de estos casi dos años que se habían pasado al minimalismo habían mejorado tanto su forma como sus resultados. Lo mejor alrededor del mundo del minimalismo era la sensación de alegría que transmitían esos corredores que habían abandonado sus problemas de lesiones.

La siguiente prueba sería el medio maratón de Gandía como penúltimo paso hipotético antes del maratón de Castellón en diciembre. Mis buenas sensaciones me hacían considerar esta posibilidad como un entorno adecuado en fechas posibles. Serían Gandía y el mismo medio maratón de Castellón dos momentos adecuados para testarme antes de iniciar unos entrenamientos estratégicos que me predispusiesen para abordar mi prueba favorita.

En las dos semanas que dispuse hasta la prueba de Gandía practiqué por primera vez una rueda de entrenamiento en la que combinaba fondo en carretera, fondo en caminos rústicos y series en pista. Esa variedad se me hacía mucho más amena y notaba cómo me fortalecía y mejoraba con claridad como corredor. Siempre había sido muy apático respecto a introducir en mis entrenamientos algo que no fuese salir a correr sin más. Mi simpleza en este aspecto solo se veía alterada por mi interés en ir cambiando recorridos que por sus diferentes características sí que suponían un desempeño físico distinto. Todo esto introdujo una vivencia más rica en mi autopercepción como corredor. Ya no solo era el corredor de fondo tragamillas, también era un corredor más rápido y uno todoterreno. Todo esto germinaba como algo que en esas diferentes vertientes se combinaba en el camino para ser un corredor más completo. Tantos años sometido al freno riguroso de las lesiones me habían llevado a evitar aspectos más intensos del correr y veía lo abrupto y lo veloz como algo que traería problemas en mi situación. En mi evolución descalza estas posibilidades se abrieron con toda naturalidad y supe que en la variedad no solo no había peligro, sino que me aportaba la posibilidad de fortalecerme y mejorarme.

Llegó el fin de semana para correr Gandía y me lo tomé como unas mínimas vacaciones acudiendo con Ro un día antes para disfrutar del verano prolongado que estábamos viviendo en el otoño de 2013. Nunca había corrido en esa población y eso siempre resultaba ilusionante. La temperatura anómala que estábamos viviendo me generaba cierta preocupación porque la carrera salía un tanto tarde, a las diez y media de la mañana. Con ese horario era fácil imaginar que terminaría después de mediodía por lo que al asfalto le habría dado tiempo de sobra de calentarse. Mis expectativas sin embargo eran buenas, porque los últimos entrenamientos habían sido excelentes en sensaciones y me sentía alegre de poder ir a carreras sin las viejas preocupaciones de si podría lesionarme o no.

La mañana de la carrera, aunque hacía calor, no resultó tan ardiente como podía temer. Los cerca de dos mil quinientos corredores se arremolinaban animados trotando para calentar alrededor del estadio de atletismo de la localidad. Como siempre, hubo muchas miradas y comentarios acerca de la situación de mis pies. En esas circunstancias se nota que algunas personas me querrían preguntar pero por timidez no se terminaban de animar y los que lo hacían muchas veces era recurriendo a motivos chistosos como vía de introducción. Pero en esta ocasión la sorpresa que descubriría más tarde es que no estaba solo en esa situación.

Como de costumbre, salí desde la parte de atrás del pelotón para ir avanzando posiciones de forma lenta. De esta manera me servía como doble calentamiento, ya que así mis pies también se iban acostumbrando mejor que si salía más rápido desde un primer momento. La novedad se hizo presente pronto porque en los numerosos comentarios que escuchaba del público escuché muchas veces «mira, otro corredor descalzo». Fue una sorpresa. Aún no había conocido a otro corredor que compitiese descalzo por las carreras a las que solía acudir. Mientras corría intentaba otear más adelante los pies de los corredores para ver si podía verlo, pero resultó que iba mucho más adelantado.

La carrera fue muy atractiva porque tuvo una gran variedad de escenarios, con especial predilección por mi parte del recorrido por el paseo marítimo. Mi ritmo fue más vivo que en el pasado medio de Valencia e iba pasando por las zonas de control con mejores tiempos. Al llegar al último control que había en el kilómetro diecisiete me di cuenta de que el cordón que había usado para fijar el chip de control de paso a mi tobillo se había soltado y lo había perdido, por lo que me detuve para hablar con una persona de la organización. Me indicó que siguiese, tomando nota de mi dorsal, y que le contase al personal en meta lo que había sucedido.

Parecía todo arreglado, pero el incidente y el parón me dejó un poco descompuesto. Perdí el ritmo y al mismo tiempo se me comenzaron a saturar las plantas de los pies. Ya se notaba más la temperatura y en los últimos kilómetros íbamos por calles céntricas con unos adoquines nuevos con bordes muy afilados. En esos cuatro últimos kilómetros perdí muchos minutos. Aun así llegué por debajo de la hora cuarenta minutos en tiempo real, lo que suponía una reducción de unos ocho minutos respecto a la última media y la mejora de la marca que había hecho en Albacete. A pesar de las sensaciones un tanto desagradables de los últimos kilómetros, estaba claro que mejoraba y eso me levantó el ánimo.

En la zona de descanso me encontré con mi amigo Ángel, quien había terminado con sus huaraches en un tiempazo de una hora veintidós minutos. Su progresión en los últimos años había sido increíble y me alegré mucho por él. No pude ver al otro corredor descalzo, pero sí quería averiguar quién era y a ser posible ponerme en contacto con él. Comprobé que había terminado la prueba en unos estupendos noventa y un minutos, que para ir descalzo suponía ya una clara adaptación.

Como había perdido el chip, al llegar a meta fui a hablar con los responsables de la organización sobre lo sucedido; me comprometí a pagar su coste de tal forma que cuando me recuperase volvería a arreglar ese tema. Cuando me acerqué después, buscando a la persona con la que había hablado, esta no estaba presente y un señor que parecía el responsable de todo me atendió. Le expliqué lo sucedido, dispuesto a entregarle los doce euros que me habían dicho que valía la pieza. Estaba buscando dónde cambiarme cuando me miró los pies y me preguntó si había corrido así. Le dije que sí y que por ese motivo había perdido el chip, al soltarse el cordón que llevaba en el tobillo. Se negó a que le pagase nada, pero me dijo que esperaba verme de nuevo el año siguiente y que si veía a la persona que buscaba que le dijese que ya había hablado con el presidente del club. Por una parte me supo mal perder el chip, pero por otra me alegró ese pequeño privilegio otorgado por correr descalzo. Volveré en la próxima edición porque todo mereció la pena.

Mi siguiente prueba marcó una inflexión muy favorable y tuvo lugar además en el lugar que más me interesaba. El diez de noviembre participé en el medio maratón de Castellón en su trigésima edición. Corría en casa con muchos amigos, en un terreno que conocía y que formaría parte de la prueba que ansiaba correr un mes después: el maratón de esa misma ciudad. El cambio vino porque mis resultados mejoraron de forma sensible en todos los órdenes.

En esta prueba decidí dejar de correr por sensaciones y me propuse establecer una horquilla de ritmos entre los que debía moverme a lo largo de la prueba. La enorme suerte de poder contar con un reloj cronógrafo con GPS aporta una posibilidad de control del ritmo en carrera continua que al menos para mí resulta casi milagroso. Siempre he sido un corredor muy impulsivo, hasta el punto de que en la mayoría de las competiciones siempre encontraba mi tope de fuerzas unos cuantos kilómetros antes de llegar a la meta, por lo que mi estilo de competir solía ser el del penitente sufridor. Lejos de tener ningún tipo de querencias hacia el masoquismo, esa forma de correr me alejaba de la saludable sensación de control que el deportista de fondo siempre necesita. Pero con la aparición y popularización de precios de los dispositivos GPS para hacer deporte pude ir ordenando poco a poco mi rendimiento en las competiciones. En este medio maratón fui muy disciplinado y eso me ayudó por una parte a dosificar muy bien mis fuerzas y a conseguir un buen objetivo en tiempo final, bajando más de siete minutos el tiempo de la anterior y llegando muy entero.

Esa entereza tenía toda la dimensión que un corredor puede desear, llegar con fuerza y llegar intacto. Mis piernas y mis pies estaban perfectos. No había tenido la saturación de las pruebas anteriores y eso me ilusionó mucho, pues me mostraba que el límite ya era claro más allá del medio maratón, por lo que plantearme correr el maratón a un ritmo suave era cada vez más factible.

En ese momento estaba ante la duda de si seguir las siguientes semanas entrenando haciendo largos, con el problema que suponía poder correrlos descalzo en terrenos poco favorables, o la de terminar de entrenar corriendo de forma intensiva medios maratones en condiciones favorables aunque con menos distancia y tiempo. Opté por la vía de tomar el medio maratón como base sobre la que construir un entrenamiento de calidad para el entero. Así que apoyé esas últimas semanas en alguna salida de veintiún kilómetros y en el medio maratón de Benidorm y el de Algemesí justo una semana antes.

En Benidorm seguí mejorando tiempos y sensaciones en un entorno ideal para ello. Además, pude conocer a Óscar, otro corredor descalzo con quien compartí un buen rato de conversación. Encontramos también a colegas del foro de Correrdescalzos por lo que aquello parecía una pequeña concentración de minimalismo. Cada vez encontraba más corredores que habían abrazado esta forma de correr y esa percepción crecía semana a semana.

Para la última carrera antes del maratón, en Algemesí, estaba expectante sobre cómo me encontraría, ya que no quería tensar tanto como para arriesgar de cara a mi objetivo, pero sí quería que supusiese un esfuerzo suficiente como para fortalecerme un poco más. Y lo fue, demasiado, la verdad.

En Algemesí, en el medio maratón del Samaruc estuve al borde de inhabilitarme para correr el maratón. En un día de bastante frío y viento se me incrustaron en los pies esos veintiún kilómetros. El asfalto ni era el más malo ni el mejor, suficiente para pasar bien. Pero, ya fuese por el frío o por la fuerza que tuve que hacer contra el viento, cuando llegué a la meta me sentí muy maltrecho. Intenté dar un buen rendimiento y no conté que con las condiciones de mayor dureza del día eso suponía un sobreesfuerzo. Durante todo ese día apenas pude andar bien y me temía lo peor, aunque el dolor fue cediendo poco a poco y tras dos días de descanso pude hacer un entrenamiento suave sin mayor problema.

Como al día siguiente de la carrera ya notaba que los efectos dolorosos iban a menos, di el temido paso de pagar los sesenta y cinco euros de la inscripción al maratón de Castellón para el domingo siguiente. Había pagado demasiadas veces la inscripción al maratón para que una lesión de último momento echase todo a perder, toda la preparación y planes de viaje. Ese temor es algo que ya no te puedes quitar en adelante y ahí seguía. Pero en esta ocasión todo parecía indicar que esta vez sí la correría. Incluso me atrevía a pensar que esta la iba a disfrutar como nunca. Solo faltaban unos días para comprobarlo.