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ME vienen muchos fragmentos, los descubro, reaparecen. Deambulo por la habitación seleccionando o recordando cosas que son narcóticas, que me inducen a soñar: los detalles, los vestigios del amor, teñidos de una belleza dolorosa. Al fondo de un cajón encuentro el pedazo perdido de la lista que escribieron en Nancy, nombres de hoteles. Encaja perfectamente con el otro pedazo. En la lista, las curiosas palabras, las palabras muertas: «Obelisco. Suez». Tous les oiseaux du monde. Hay una sola escrita por ella: «Ritz».

El sol de esta mañana glacial me da en la cara, filtrado por enormes ventanales, por superficies de cristal con fisuras diminutas, purificado por el amargo silencio del domingo. El humo flota, azul, al alba, en los bares baratos. Los veteranos tosen. Nancy, donde ella nació, donde aprendió a escribir con esta letra joven y mediocre:

… no hay nada que no sea tuyo, todo lo que pienso, todo lo que siento. Sólo me avergüenza no saber bastante. Pero no me importa que tú no me pertenezcas nunca, yo solamente quiero pertenecerte a ti, sólo que seas duro conmigo, estricto, pero no te vayas, haz como si estuvieras con otra chica… Por favor. Si no, me moriré. Ahora comprendo que se puede morir de amor.

Recibo desde París una carta del padre de Dean, en la que me pide que le envíe sus pertenencias. Cristina dice que se ocupará de ellas. Le aseguro a Cristina que no hay muchas. En cuanto al coche, es curioso: en los papeles figura a nombre de Pritchard, 16 bis rué Jadin, y ellos le conocen. Creen que está pasando el verano en Grecia, pero también se encargarán de esto. Quizá. Está aparcado cerca de la casa, bajo los árboles, cerrado con llave, pero al igual que un anciano que se apaga, su decadencia es visible. Los neumáticos parecen lisos. Hay hojas caídas sobre el capó y el techo blanquecino. En torno a las ruedas se detecta la primera y tenue decoloración del cromo. La piel de los asientos, vista a través de las ventanillas, a su vez veteadas de azul, está seca y agrietada. Dentro se ve esa maquinaria acallada, el cuentakilómetros del salpicadero, que suena inaudible, emitiendo poco a poco sus últimos latidos. Y un día se para. Las agujas se paralizan. Se acabó.

Silencio. Un silencio que asimismo envuelve mi vida, y no soy reacio a expresarlo. No son las grandes plazas de Europa las que me parecen desoladas, sino la infinidad de ciudades pequeñas, muy apretadas contra el viajero, y tan quietas como el paisaje mismo. Todos los postigos de las casas están cerrados. Sólo de vez en cuando se advierte una finísima ranura de luz. Los campos oscurecen, las golondrinas los surcan en su vuelo. Cruzo en coche, velozmente, esas ciudades. Las abandono antes del anochecer, antes de que enciendan el neón de los cines, antes de las cenas solitarias. No pernocto nunca en ellas.

Pero en un sentido, por supuesto, Dean no ha muerto: su existencia es superior a esos accidentes. Uno ha de tener sus héroes, lo que equivale a decir que hay que crearlos. Y nuestra envidia, nuestra devoción los convierten en reales. Somos nosotros los que les prestamos la majestad, el poder que nunca poseeremos. Y ellos, a su vez, nos devuelven una parte. Pero esos héroes son también mortales. No son eternos. Decaen. Se desvanecen. Se les supera, se les olvida; no volvemos a oír de ellos.

En cuanto a Anne-Marie, ahora vive en Troyes, o vivía. Está casada. Supongo que tiene hijos. Los domingos, al sol, pasean juntos. Visitan a amigos, hablan, vuelven por la noche a casa, inmersos en la vida que todos convenimos en que es tan deseable.