33

LLEGAN a casa la noche del domingo, cansados del tráfico. Las carreteras están muy transitadas. Durante media hora, Dean ha estado siguiendo la palidez de sus faros, que ahora, en las calles estrechas, empiezan a mostrar su brillo. Es como conducir bajo el agua. Les sobrevuela un fulgor verde de crepúsculo. Dobla la última esquina. El gran camión destartalado de los corsos está aparcado entre los envoltorios esparcidos, los maravillosos olores de podredumbre. Mientras estaciona, los faros se reflejan en el cristal de la tienda oscurecida. Los apaga, y luego apaga el motor. Permanecen sentados un momento. Una gran alegría, una sensación de acto consumado le invade. Recogen todas sus cosas y él las transporta arriba. Está ansioso por dejar a Annie. Está cansado de estar con ella todo el tiempo.

Le encuentro tumbado en la cama con los zapatos de lona azules. Tiene las manos cruzadas detrás de la cabeza. Suena la radio. Es agradable haber vuelto, me dice. Muy agradable.

Parece negro como un egipcio. Cuando sonríe, sus dientes parecen saltar de la cara bronceada. Nos baña un aroma tenue, un arrullo de música mientras él habla.

—Bueno, ¿dónde habéis estado?

—En todas partes —dice—. Angers. Orleans. Perros-Guirec. Una buena tirada.

—¿Ha sido bonito?

—Es un país hermoso —dice, sosegadamente. Empieza a contarme el viaje, el mar con sus rocas, el viejo hotel. Describe el Loira, la noche encantada en Bagnoles. Habla casi compulsivamente. Evoca todos los detalles, descripciones, sensaciones, olores. Se queda callado, rememora cosas, continúa. En cierto modo tengo la impresión de que lo expone todo ante mí, la esencia de la vida gloriosa que ha vivido en Francia. Está poniendo en orden el pasado. Hay ciertas cosas que deberían confesarse, y sabe que me interesan. Nada de lo que dice es extraordinario, pero reconozco los sucesos. Comprendo todo lo que omitimos decir.

—¿Cómo está Anne-Marie?

—Tan morena como yo. Deberías verla —dice—. Está preciosa.

—Tienes la piel color teca.

—Hemos tenido un tiempo fantástico —dice—. Casi todos los días. Nos sentábamos a la mesa como una vieja pareja, ya sabes, únicamente a comer. Y hemos hecho el amor todas las noches. Pero es increíble el sol que hemos tenido.

Se saca la camisa para enseñarme la raya. Sonríe. Es invencible. Es como una partida de ajedrez en que sus piezas me derrotan continuamente, pero hace mucho que hemos dejado de competir.

Empieza a caminar por la habitación mientras habla. Su ropa está desperdigada por todas partes. Entra en el cuarto de baño y descubre una loción con la que se frota lentamente la cara, sobre todo alrededor de la boca. Vuelve a tumbarse. Ese rostro delgado, moreno como el de un chico de campo. Tan afilado. Parece que le asoman los huesos. Se levanta otra vez y empieza a rebuscar en su maleta. Hay una manzana entre las ropas. Me ofrece la mitad.

—No, gracias. ¿Has cenado?

—No. Sólo almorzado.

Yace en posición supina, con la almohada doblada debajo del cuello. Escucho la explosión húmeda de sus dientes en la pulpa dura.

—Estoy demasiado cansado para comer —dice.

—Vamos. Yo no he comido nada.

—De verdad, no tengo hambre.

Mordisquea el corazón, extrayendo los últimos trozos con pequeñas incisiones de los dientes. Cuando acaba, lo deposita sobre una revista. Mira al techo.

—Puede que me vaya —dice.

Un silencio enorme que finalmente me veo obligado a romper.

—Oh, ¿en serio?

—Creo que sí.

—¿Adónde irás?

—A América —dice—. A casa.

—Ya veo. ¿Solo?

—Oh, claro —dice—. O sea, vuelvo.

—Ya.

No se me ocurre nada que decir.

—Bueno… —empiezo.

—Verás, tengo que volver a casa por una temporada. No me queda dinero. He estado en danza desde el pasado otoño, y ya no puedo más. Llega un momento en que ya no puedes. Así que tengo que volver y… —suspira—… hablar con mi padre. Bueno, algo más que eso. Tengo que organizarme un poco. Incluso he estado pensando en volver a la facultad.

—¿Volver a Yale?

—Oh, allí no podría. A una universidad más pequeña. A la de Nueva York; quizá.

—¿Más pequeña?

—Bueno, no lo decía en ese sentido —dice—. En realidad no he pensado dónde.

—No.

Luego, a modo de comentario, se permite la más breve de las risas.

—Lo único malo es que —dice—, eh, ando un poco escaso de dinero.

—Por supuesto.

—No me llega para el billete. —Hace una pausa—. Así que estaba pensando…

—¿Cuánto te falta? —pregunto.

—Te dejaría el coche, si ocurriese algo…

—¿El coche? Pero si no es tuyo.

—Sí, es mío —dice.

—Creí que era de un amigo tuyo.

—No, no, me lo dio. Le puedo pedir que me dé una carta si hace falta.

Sé que no es verdad. Simplemente se ha quedado sin dinero, como un jugador, y hay que abastecerle. Presurosamente trato de pensar en una frase apta para negarme, pero no la encuentro. Si le negase el dinero… en definitiva, no cambiaría mucho las cosas. Él saldría adelante. Además, no puedo tomar esa decisión. El no depende de mis juicios… y yo tengo el dinero.

—Necesito unos trescientos dólares —dice.

—Trescientos.

—¿Puedes prestármelos? A cambio del Delage, por supuesto.

—Bueno… Sí, supongo que sí.

—Oh —dice él, y recuesta la cabeza—, escucha, eres un gran tipo.

Sí, y me ves creyéndolo a pesar de que le estoy ayudando a organizar su huida. Es un acto en cierto modo criminal. Me avergonzará más tarde. No hago más que intercambiar su asco por el mío.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera?

—No lo sé —dice—. Sinceramente, no sé. No mucho. Quizás un mes o así, no estoy seguro.

—Bueno, si de verdad quisieras volver a la universidad…

—Es cierto, sería mucho más tiempo. Es sólo una posibilidad, claro.

—… No volverías.

—Oh, no te preocupes. Si ocurre eso, te mandaré el dinero. Verás, puedo conseguirlo fácilmente. Aunque tenga que sacarlo de la matrícula o algo. No habría diferencia.

—No me preocupo. No es eso. Todo esto me sorprende, es todo.

—Pensaste que me iba a casar —dice.

—No.

—Tal vez lo haga.

—¿En serio?

—Lo he pensado —dice.

—Me lo figuro.

Se levanta de un brinco. La promesa de dinero le ha abierto el apetito. Bajamos hacia el Champs, recorriendo las calles despobladas. Autun está en silencio, pero duerme como una anciana. Oye cada brizna de sonido sin despertarse siquiera. Es intemporal. Ve en la oscuridad.

Sepultada entre otros edificios, en el corazón de la ciudad (hay callejones que uno puede atravesar, los gatos conocen el camino), por encima de los árboles y el follaje negro, la misteriosa fragancia, el movimiento de ramas, en una habitación bañada en este mismo frescor vespertino del aire, ella está despierta, con los brazos pálidos caídos sobre la cama y los labios entornados. Las puertas del armoire, de un barniz anaranjado, están cerradas, y una toalla cuelga, sin doblar, junto al lavabo. El cepillo de dientes de Annie —mis dedos se atreven a tocarlo levemente— ya no está húmedo. Hay ropa tirada por el suelo. Veo sus zapatos, sus medias lacias. Por último la miro, y la sangre se retira de mi corazón; no tiene los ojos cerrados. Me mira fijamente. La blancura pura y joven de sus ojos, ese blanco azulado, me descubre.

Incluso tengo el presentimiento de que vamos a encontrarla cuando bajamos a tomar un bocadillo. La idea me aterra. Estoy seguro de que ella leería en mi cara lo que hemos hecho. Estoy dispuesto a confesarlo todo, no tengo el menor instinto de escapar o mentir, pero Dean, ah, la recibiría con una sonrisa. Ahí reside toda la diferencia. No soy lo bastante fuerte para amarla. Hay que ser egoísta.

Mientras miro a Dean comiendo, todo eso me atormenta. Poco a poco me sumo en un hermoso, delicado odio. Ya no oigo lo que él dice. Sólo soy consciente de mis propios pensamientos y del sonido de sus dientes masticando pan. Apesta a seguridad. Todos estamos a su merced. Nos sojuzga su amistad, su amor. Respondemos a los principios de su mundo, que procuramos hallar en nosotros mismos. En eso consiste su poder, que ni siquiera puedo determinar, y que es fluctuante, presente a veces y ausente otras; sin él está vacío, es un cuerpo sin aliento, tan vulgar como mi reflejo en el espejo; ese poder es el que garantiza su existencia, incluso después, cuando ya se ha ido.