CUANTO más claro ve uno el mundo, tanto más obligado está a fingir que no existe. Fue extraño que me quedara completamente callado cuando estuve con ella. Teníamos muchísimo de qué hablar, al parecer, pero sencillamente no sabíamos por dónde empezar. La llevé a cenar una noche de mayo en que Dean fue a pasar unos días en París, y vaya días fueron, estivales, vastos. La luz menguaba poco a poco. El mundo estaba lleno de ciudades azules, fragantes, misteriosas. Cenamos en el hotel. De vez en cuando yo le sonreía, como si fuera un estúpido tío suyo, mientras ella hablaba de Dean. A mí, en realidad, no me interesaba. Todas las circunstancias del encuentro eran erróneas. Yo sabía quién era ella. Estaba dispuesto a confesar, a caer de rodillas como un creyente. Habría sido un momento horrible. Ella lo habría negado todo. Lo más probable es que no hubiese entendido. Lo que quiere saber es lo que pensarán de ella el padre y la hermana de Dean. ¿Les caerá bien?
—Seguro que sí —digo.
—Nunca me habla de su padre.
—Bueno, su padre es un crítico, ya sabes. Un hombre bastante elegante, supongo.
—Pardon.
—Digo que es muy elegante, muy mundano.
—Aun así —dice ella—, yo podría gustarle.
—Por supuesto.
¿Por qué no le digo la verdad? Tomamos salade de tomates, pulposas rodajas salpicadas de briznas de perejil, relucientes de aceite. Me pregunto si ella se considera ordinaria. ¿Sabe que la hermana de Dean quería venir a verle aquí, pero que él insistió en verla en París? Sí, claro que lo sabe. A veces tengo la certeza de que lo sabe todo. De todos modos, el futuro no la sorprende. Gran parte de él ya existe; esto ya lo he dicho antes.
—¿Más tomates? —pregunta, brindándose a servirme.
Se sirve ella. Le brilla la boca. En la mesa de al lado hay una pareja inglesa. Los dos son muy jóvenes. El tiene el pelo seco y rojizo. Ella, la cara delgada y tímida. Su vestido parece un papel pintado, y, en un absoluto silencio británico, leen el menú como si fuera un contrato. Con un acento tan perfecto que me sorprende, Anne-Marie susurra:
—¿Te he hecho daño, querida?
—¿Qué?
Es una frase de un chiste que Dean le ha contado. En su cara resplandece una alegría traviesa. Pero no conozco el chiste original. Me lo cuenta con la seguridad de un payaso. Eso es lo que dice él, explica. Están acostados juntos. Entonces ella dice: «No, ¿por qué?». Y él dice: «Te has movido». Su sonrisa me interroga.
—¿Lo cuento bien? —pregunta. Me mira para ver si me ha hecho gracia. Me encanta su desprecio por la vida sexual de los ingleses.
Dean se hospeda en el hotel Calais, su coche está estacionado en la esquina de la plaza enorme, con la hoja blanca de una infracción ya colocada debajo del limpiaparabrisas. Comparte la habitación con su hermana, y se comporta de un modo muy agradable. Necesita dinero angustiosamente (todo depende de eso), y ella quiere hablar de su vida, es decir, de su vida futura. Sabe que Dean va a mostrarse susceptible.
—Ahora no te enfades… —dice.
—Oh, Amy… —empieza a decir él. Sabe exactamente cómo. Hila juega cada una de sus cartas como una mujer que se rinde ante el amor. Él está plenamente dispuesto a afrontar esa vida futura, dice Dean. Más aún, ya se perfila ante él. Esos meses lo han cambiado todo. Han sido para él como el desierto, ¿cómo explicarlo?
De repente, ella quiere abrazarle. Se siente aliviada y algo culpable.
—¿Lo dices en serio?
—Han cambiado mi vida —dice él—. La están cambiando.
Sonríe. La quiere. A veces Amy es como un juguete.
—Pero ¿qué has estado haciendo?
—No ver a nadie —dice él—. Vivir la vida de una ciudad pequeña. Es como decir: basta de todo esto, basta de jaleo; y ahora, ¿qué me gustaría hacer?
—Sí… —conviene ella.
—La vida se compone de algunos elementos básicos —dice él—. Hay un montón de impurezas, por supuesto, que nos desorientan.
Él siempre la ha aleccionado. Ella escucha gravemente.
—Lo que estoy diciendo puede sonar místico, pero en todo el mundo, Amy, en todos nosotros, existe el deseo de encontrar de algún modo esos elementos, de descubrirlos, ¿entiendes? A veces pienso que son los mismos para todos, pero quizá no. Quiero decir, miramos a los griegos y decimos, ah, crearon esta civilización, este mundo brillante, con cosas sencillas. ¿Por qué no nosotros? Y si no una civilización, ¿por qué no podemos, cada uno de nosotros, convenientemente dirigidos, construir una vida, o sea, una vida feliz? Créeme, los elementos existen. Cuando entras en ciertas habitaciones, cuando miras determinadas caras, de pronto te das cuenta de que los tienes delante. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Desde luego que lo entiendo —dice ella—. Si lograras eso lo tendrías todo.
—Y sin eso tienes… —Él se encoge de hombros— una vida…
—Como la de todo el mundo.
—Exactamente igual que todo el mundo —dice él.
—Yo no quiero eso.
—Yo tampoco.
—Nunca sé cuándo me estás engañando —dice ella.
Él mueve la cabeza lentamente.
—No te estoy engañando —promete él—. Porque quiero que me hagas un inmenso favor.
—¿Qué?
Él no responde.
—Más tarde —dice.
Ella entra en el cuarto de baño para acabar de vestirse. Dean lee una revista. Ella sale para peinarse.
—¿Adónde vamos? —dice ella.
—¿Quieres cenar bien?
—De acuerdo. Pero que no sea demasiado caro.
La frase inquieta a Dean. Procura no hacer caso.
—Pago yo —dice.
—¿Tienes dinero? Papá me ha dicho que estabas sin blanca.
—¿Yo?
—Sí.
—No. Tengo un trabajo.
—¿Sí? ¿Qué trabajo?
—Doy clases particulares.
—No me habías dicho nada.
—Bueno, no es que me esté haciendo rico.
—Me ha hecho prometerle que no te daría dinero, bajo ningún pretexto. Estaba seguro de que me ibas a pedir.
—Se comporta como si yo fuese tu marido parásito.
—No. Se preocupa por ti.
—Su método es muy curioso —dice Dean—. Además, odio las lecciones sobre el valor del dinero. ¿De qué sirven? Todo el mundo sabe que es valioso. No quiero que me den lecciones. No me gusta la gente que las da. Todos somos libres. Estamos hechos para el amor y para ayudarnos mutuamente, no para dar lecciones.
—No —dice ella—. Creo que sólo quiere que tú…
—¿Qué?
—Lleves una vida normal —decide.
Dean sonríe.
—Vamos —dice—. ¿Estás lista?
Bajan un piso en ascensor y recorren el pasillo.
—Dinero —dice Dean—. Te aseguro que es muy difícil tener la mente clara cuando no lo tienes. Es uno de mis descubrimientos. Claro que es duro cuando tienes demasiado.
—No hay duda.
—Hay que andar con pies de plomo —dice Dean, irónicamente.
Su hermana llama a una puerta.
—¿Donna? ¿Podemos entrar?
Es su compañera de universidad. Dean la encuentra muy guapa. Un bombón, boca amplia, ojos grises. Esbelta como un corredor de fondo. Ella se interesa por él. Sabe que Dean fue a Yale. Le pregunta si conoció a Larry Troy. Hace preguntas así. Él responde que no con voz débil, casi insegura.
—¿En qué clase estabas? —dice ella.
—En varias.
Cuando le dice que no acabó los estudios, ella emite un pequeño «oh». Pero requiere valor hacer eso, añade, lanzarse a vivir por tu cuenta. Sólo un tipo de verdad… Dean asiente. Le han dicho eso mismo antes.
Bajan la calle los tres juntos. La acera es muy ancha. La misma place, llena de coches aparcados, parece inmensa. Perdidos en sus vastas dimensiones, la atraviesan en dirección al Delage. Dean coge la multa del limpiaparabrisas y se pone a leerla.
—¿Qué es eso? —pregunta su hermana.
Él se encoge de hombros.
—¿Es por el aparcamiento? —dice—. No tienes que pagarlo. Sólo estás de visita.
—Oye, ¿de qué marca es este coche? —dice Donna.
—¿Te gusta?
—Me encanta —dice—. Es muy propio de ti.
—¿Tú crees?
—Totalmente —dice ella.
Les acoge la noche resplandeciente de París. La oscuridad ha restaurado la elegancia del automóvil antiguo, y flotan bulevar abajo hacia un restaurante cerca de Les Invalides. La cena cuesta ochenta y cinco francos. Los últimos que le quedan a Dean. Sin embargo, deja una generosa propina. Lo hace mecánicamente, sin preocuparse, impávido, como un apostador que ha perdido. Recorren los Champs, toman un café y acaban la noche en lo alto de la ciudad, en Sacre-Coeur. En su piso, Donna dice:
—Ha sido una noche estupenda. Es la mejor que he pasado en todo el viaje.
—Ojalá te hubiera enseñado más cosas de París.
—Oh —dice ella—, ojalá, sí.
—La próxima vez.
—Ojalá nos quedáramos —dice ella.
Recorre el pasillo lentamente, con la llave colgando como un adorno de su mano.
Por la mañana todo parece distinto. Se ha enfriado la confianza de Dean. Durante el desayuno hablan de cómo pasarán el día. Todo el mundo va a Versalles, pero si ellos también deciden ir, será mejor que lo hagan en coche. O quizá se vayan por ahí los dos solos. Y se llevarán a Donna, si él quiere. Dean quiere pedir dinero, ahora (de lo contrario no tendrá para pasar el día), pero el principio de la respuesta de ella le aterroriza. La oye decir: ya sabes lo mucho que te quiero… Haría cualquier cosa…
—Amy —dice él—, bromas aparte…
—¿Qué?
—Estoy desesperado.
Ella le mira, un poco indecisa.
—Necesito dinero.
—Oh.
—He vendido el billete.
—¿Lo has vendido, en serio?
—Tuve que venderlo.
—Papá te comprará otro —dice ella.
—No quiero que lo sepa. Necesito trescientos cincuenta dólares.
Ella parece avergonzada de su propia respuesta.
—No los tengo —dice.
—¿Cuánto tienes?
—No lo sé. No lo sé, de verdad.
—Oye, olvídalo. Hablo en serio. Es verdad, Amy, necesito… Necesito el dinero. Lo necesito para volver a casa.
—¿Cuántos necesitas realmente?
—Trescientos cincuenta dólares —dice él.
—Sólo tengo cien. Sólo tengo cheques de viaje.
—Necesito más que eso, cariño.
—No tengo.
—¿Puedes pedirlo prestado?
—Dime la verdad. ¿Te has metido en un lío?
—No, no —suspira él. La mira y luego mira la mesa—. ¿Crees que te los pueden prestar? ¿Donna, por ejemplo?
—¿Piensas devolverlos?
—Por supuesto.
—No puedo pedirle doscientos cincuenta dólares, sin más.
—Puede que tenga parte de ese dinero.
—¿Seguro que no estás en apuros?
—No, necesito urgente, sinceramente, algo de dinero, pero no estoy metido en un lío. Lo estaré si no lo consigo.
—¿Entonces es cierto?
—No, sólo bromeaba. Escucha, ¿y si le pides a Donna? Te prestará el dinero, ¿no?
—Supongo que sí —dice ella.
—Tienes que hacerlo por mí —le dice Dean.
Se separan en Orly, al atardecer. Desde el ventanal superior, Dean la observa subir las escaleras. Ella se detiene al llegar arriba. Un gesto final de adiós. Ese largo, lustroso tubo, con sus asientos cómodos, es el avión que vuela a América. Por un momento siente una gran soledad. Le gustaría estar a bordo, sentado al lado de ellas. Detesta la idea de tener que volver solo al coche. Es como si la vida huyera de él.
La puerta se cierra, herméticamente. Tras un intervalo de silencio abrumador, los motores arrancan. En el interior, periódicos que se despliegan. El avión empieza a moverse. Trata de localizar a su hermana en una de las ventanillas. Está demasiado lejos. Las caras son indistintas. Observa cómo el avión sigue un largo sendero ceremonial hasta la pista. Vira. Despega. Una vez en el aire avanza serenamente, casi de un modo agorero, ascendiendo sin aviso, nivelándose de nuevo a lo largo de rutas invisibles en el cielo.
Cuenta el dinero. Trescientos cincuenta dólares, casi ninguno en francos. Los dobla con cuidado y se los vuelve a guardar en el bolsillo. Ella ha prometido enviarle otros cincuenta.
El Delage avanza a impulsos largos, regulares, y sólo reduce la velocidad en ciudades. No está nada cansado. El viaje le parece el más corto de todos. Lo sobrepasa todo sin apenas reducir la velocidad, acelerando y corriendo, cuesta arriba y abajo. Sube las escaleras como un gato y llama suavemente. Ella le está esperando.