28

UN chaparrón estival cae sobre Francia, azota los árboles, imprime al follaje un sonido como de hojalata. El agua oscurece las paredes. Corre por los canalones, las calles están desiertas. Empezó al anochecer. Son las nueve y no escampa.

Están en Dole. Miran por la ventana de un café anodino donde llevan sentados una hora o más. Al otro lado de la calle hay un parque vacío, no muy grande. En él están instalando un extraño artilugio. Un cable alto. Han clavado en el suelo dos grandes postes. Unos hombres siguen trabajando bajo la lluvia, probando las luces. De vez en cuando surgen, iluminadas por los focos azules, las fachadas de enfrente, pero el cable tendido en la oscuridad elevada es invisible. Sobre los tejados, como flores, estallan sin ruido fuegos de artificio.

Es la féte local. De no haberlo impedido la lluvia hubiera habido un gentío. Ahora sólo hay unas pocas familias acurrucadas bajo los toldos. Hay personas sentadas dentro de sus coches. Las luces vuelven a apagarse. La plaza se queda a oscuras.

El café no está vacío. Tres hombres ocupan una mesa, y también, esperando en la barra, está el acróbata, cuyas piernas blancas asoman por debajo de la gabardina que lleva puesta. Su rostro es duro. Lleva aquí un rato largo. Un poco después, el patrón le invita a beber algo. Merci. Ya ha vaciado el vaso. El hombre, en la treintena, con la gabardina echada sobre los hombros, está completamente solo. Anne-Marie comienza a describirle, en la voz queda con que se cuenta un secreto. El hombre viene de la ciudad, de un barrio pobre de París que ella conoce bien. Tiene una hija, explica, una niña que viaja con él, la madre los ha abandonado. Viajan juntos por toda Francia, ellos dos solos. Se alojan en los hoteles más baratos. La niña no tiene amigas, sólo tiene a su padre, y una muñeca como único juguete. Siempre está callada. No habla nunca. Dean no reconoce esta famosa historia. Echa una ojeada al rostro cansado del acróbata; la niña está durmiendo arriba. Para Dean, todo ello es una realidad amarga, una ficción para la que ya existía un hueco en su corazón.

Fuera han terminado los preparativos. Entran en el café para anunciarlo. El acróbata muestra un desinterés extraño, y ellos tampoco se quedan a hacerle compañía. Da la impresión de que hay alguien más, un empresario, alguien en la sombra a quien todos obedecen.

El acróbata ha aceptado otra bebida. Dean observa con cautela, asustado por lo que ve. Le asaltan premoniciones de desastre. El montaje entero: ristras de luces de colores a lo largo del cable tensado, los postes altos y estrechos que se alzan en la oscuridad, las plataformas invisibles; es la muerte lo que están organizando. Está convencido. Lo nota en el pecho.

El acróbata no dice nada, ni una sola palabra. Apenas se ha movido. Uno le ama por esa pasividad, esa resignación, y por su cara atezada de gitano. Si sigue lloviendo no habrá función, y el aguacero cae pesadamente, rara vez cambia de rumbo, tamborilea sobre la capota empapada del coche aparcado fuera. Poca gente aguarda todavía.

Dean cuenta el dinero para pagar. Los francos tienen un brillo insólito. Los deposita en el platillo. Producen un pequeño tintineo, como de dientes, un sonido nítido, y en ese instante se percata de que él lo ha oído, de que ha despertado al soñador solitario que está en la barra; alza la vista, pero no, el acróbata no se ha dado cuenta. Está mirando al espejo. Tiene cruzadas a la altura del tobillo sus piernas blancas como polvo, enfundadas en medias. Calza zapatillas raídas, pero este hombre es más de lo que parece. Es un agente, un emisario. Ha elegido un disfraz con el que se desenvuelve nerviosamente, blanco como una polilla bajo el reflector, sobre el público corriente, pero todo es un engaño. Es un tipo mucho más importante. Dean lo sabe. Lo reconoce: imposible de explicar. En realidad, a Anne-Marie no le concierne. Le incumbe solamente a Dean, y cuando anuncian que la actuación se ha suspendido, recibe la noticia sin sorpresa. Eso no cambia nada. La función era secundaria.

—Espera aquí —dice—. Voy a buscar el coche.

Desaparece en la lluvia. Anne-Marie aguarda dentro del local, junto a la puerta, hasta que el coche aparca con esa gracia espaciosa e irregular, los faros amarillos reflejándose en las ventanas del café y los limpiaparabrisas moviéndose lentamente. Ella corre hacia el auto. Él se inclina sobre el asiento para abrirle la puerta. Tiene la cara y el pelo mojados. Ella entra deprisa.

—¡Cómo llueve! —dice.

Dean no arranca. En vez de hacerlo, trata de ver por el cristal el interior del café, una última vez. No hay nadie en la barra. El acróbata se ha ido.

Recorren las calles de una ciudad desconocida. La lluvia cae como grava. A la luz verde del salpicadero, Dean se siente a sus anchas, tan desolado como un delincuente. Ella le seca suavemente con los dedos las mejillas mojadas. No saben adónde ir. Son forasteros aquí, las puertas de la ciudad están cerradas para ellos. De repente a él le invaden presentimientos de que le buscan por algo, de que van a apresarle y a llevárselo. Ni siquiera tiene ocasión de hablar con ella. Los han separado. Se han perdido el uno al otro. Trata de gritarle en este sueño que les une, decirle dónde debe ir, qué debe hacer, pero es demasiado complicado. No puede. Ella se ha ido.

Una desesperación real le abruma. No tiene dinero para fugarse con ella. Están prisioneros en la pequeñez de Autun, salir una noche o dos carece de importancia, y ahora sí, él lo sabe, sabe que han sido descubiertos. Está convencido. Y yo también, retrospectivamente, veo que está en lo cierto. El acróbata ha desaparecido en los pueblos de Francia, en la noche de Europa entera, quizá. El Delage está solo en las calles. No hace falta seguirlo mientras repta por la oscuridad; se le reconoce en cualquier parte.

Dean está desalentado. En la habitación de hotel se desviste con cuidado, deposita la ropa como si no fuera suya, como si fueran a quemarla. La noche es fría, con toda esta lluvia, y un escalofrío recorre su cuerpo desnudo. Se siente flaco como un huérfano. El pasado se ha desvanecido y teme el futuro. Su dinero descansa sobre de la mesa, y en la oscuridad se acerca a contarlo, sólo los billetes. Los levanta, doblados. Las monedas se le escurren y una cae al suelo, se aleja rodando. Escucha pero no sabe en qué dirección ha ido. Anne-Marie se le aproxima por detrás, también desnuda, y de pronto él se paraliza, como una liebre deslumbrada por los faros de un coche. Ella le rodea con los brazos. Su cuerpo, que toca el de Dean, las puntas de sus pechos, la fina capa de vello, es un auténtico calvario. Se acarician, pálidos como embriones en la oscuridad.

Ella quiere que la ponga encima de una silla. Dean encuentra una. Se encorva sobre ella. Los pechos le cuelgan dulcemente, como las ramas bajas de un árbol, como puñados de dinero. Las manos de Dean se deslizan hasta su talle estrecho. Comienza despacio, mientras ella respira como si se estuviera metiendo en la bañera. Del exterior llega el rumor de la lluvia.

La mañana es apacible. Dean despierta como si una fiebre hubiese remitido. Europa ha recobrado sus proporciones reales. Las ciudades inmortales flotan a la luz del sol. Fluyen los grandes ríos. Su polla está grande y la mano de Annie, en cuanto abre los ojos, avanza hacia ella. Él rebusca en sus ropas en busca del abollado tubo de plomo. Se lo entrega a ella, que lo mira impasible. Él aparta las mantas de una patada mientras ella desenrosca la tapa. Empieza a esparcir la sustancia. Está tan fría que él da un brinco. Después, ella se da la vuelta y a plena luz del día él inserta esa reluciente declaración. Anne-Marie tiene la frente aplastada contra la sábana. Los ojos cerrados. Dean apenas lo advierte. Por fin ha penetrado hasta el fondo. Se queda inmóvil.

—¿Te apetece leer? —dice.

—Comment?

—Leer. Una revista.

—Sí —responde ella, vagamente.

Se desplazan hasta el borde de la cama. Hay un ejemplar antiguo de Réalités. Dean lo coge y lo pone en el suelo. Cabeza abajo, ella empieza a pasar las páginas. Dean mira por encima de su hombro. Es una mañana de domingo. Las diez en punto. Sólo el intermitente, suave rasgueo del papel interrumpe el silencio. Ella ha llegado a un artículo sobre la pintura de Bonnard. Lo leen juntos. Él espera hasta que ella ha terminado la página. Luego comienza, despacio.

—No hay bastante graisse —dice ella.

Él se retira cuidadosamente (ella parece estar casi pegada a él) y ella aplica un poco más y luego se limpia los dedos con la sábana. Nueva penetración (ella no altera su calma) e, intrigado por una página que muestra fotos de las catorce clases de atractivo femenino (inocencia, misterio, naturalidad, etc.), empieza a entrar y salir en largos y delirantes embates. Francia está bañada por la luz del sol. Las tiendas están cerradas. Las iglesias están llenas. En cada ciudad, detrás de puertas cerradas con cerrojo, los restaurantes ponen las mesas, preparan el almuerzo.