27

SIGUEN en la cama, con las ventanas abiertas a la frescura matutina. Annie no lleva maquillaje, la piel no le brilla. Tiene un aspecto vulgar por la mañana, joven, sin recursos. Y, cuando les miro, despiertan al instante, como actores, como el gato del café, que al abrir los ojos me sorprendió mirándole a través del liso cristal. A ella le huele mal el aliento. Mis imágenes se repiten: no puedo remediarlo. Estoy demasiado cansado para dormir. Se me amontonan. Vuelven una y otra vez, no logro liberarme. Además, no hay sitio adonde ir, me seguirían hasta en sueños.

Bonjour —dice ella. Le besa la polla tiesa—. Nunca sonríe —agrega, mirándola atentamente.

—A veces —murmura Dean. Nota calor en la boca de Annie. Busco oscuridad, vacío, pero ellos son muy luminosos, tienen detrás el cielo blanco, sus cuerpos están abiertos y frescos. Son demasiado inocentes. Son como hijos míos, e ilustran un afecto que tiene poca razón de ser, que de hecho no existe, salvo en que ella (en el mismísimo fondo reside su única distinción auténtica) sabe cómo hacer que las cosas se hagan realidad. Su boca, al moverse, traza recorridos largos, dulces. Dean nota que empieza a caerse, a romperse, y yo soy como el saxofonista de una orquesta que desfila, enamorado de una reina del cine. Con mirada tierna, extraviado, desfilo pésimamente, de un lado para otro, en el descanso. Mis pensamientos están alborotados. Los bastones se agitan en el aire. El estadio está a rebosar. Desfilo, giro, llevo el compás mientras ella rodea lentamente el campo en un descapotable nuevo. Soy un empleado de la agencia de Bolsa de su padre. Soy el joven camarero que le manda flores. Soy el extranjero que responde al teléfono preguntándose quién puede ser, y es la policía. Al principio no comprendo. Tienen que repetirlo varias veces. Hay un instante en que mi corazón se petrifica: un accidente. Un automóvil…

Hay una cuesta en la carretera de Sens y entonces, de pronto, en el descenso, unos cien metros más adelante, las marcas del patinazo, negras como alquitrán. La carretera traza una curva. Hay cristales rotos, motos, gente alrededor del siniestro. Se ve la fea panza de un coche, vuelta hacia el cielo. Las ruedas no se mueven. Un gendarme con guantes blancos de cuero indica a los conductores que circulen. La gente se inclina para mirar debajo. Nadie se apresura. Los movimientos de la gente son pausados. Tan sólo corren por la hierba unos cuantos niños.

—Es un Citroën —dice Dean. Hay vina moto aplastada debajo. Pasan despacio. Ahora ven los pies de alguien tendido cerca de los árboles. En el pavimento hay oscuros regueros de sangre.

—Siempre hay accidentes —dice él—. No lo entiendo.

—Son coches muy rápidos —le dice ella.

—¿Los Citroën? No tanto.

—Oh, sí.

—¿Cómo lo sabes? No sabes conducir.

—Siempre nos adelantan —dice ella.

Conozco bien esta carretera. Lleva a Les Settons, el lago donde ellos van a nadar. Anne-Marie está de pie en el agua poco profunda. Lleva pendientes y un collar. Dobla las rodillas para sumergirse y luego nada como un gato, con el cuello rígido, la cabeza erguida. Un momento después se pone otra vez de pie.

—Tienes que enseñarme —le dice a Dean.

Él intenta enseñarle a flotar como un muerto. Respira por la boca, le dice. No. A ella no le gusta mojarse el pelo.

—Tienes que mojártelo.

—¿Por qué?

—Vamos —le dice él—. Si no, no puedes aprender.

Ella se encoge de hombros. Lanza un leve resoplido de desprecio: no le importa. Dean espera, con el agua hasta la cintura. Ella no se mueve. Huraña como un joven ladrón.

—Quítate los pendientes —dice él, en voz baja.

Ella se los quita.

—Ahora haz lo que te diga. No tengas miedo. Mete la cara en el agua.

Ella no se mueve.

—¿Quieres aprender o no?

—No —dice ella.

Se visten detrás del coche. No hay nadie alrededor. Cerca de la orilla, unos juncos rompen la superficie del agua. Los asientos de cuero están calientes, y cuando Dean arranca el motor unos pajarillos salen de la hierba ribereña y sobrevuelan el lago.

Comen en Montsauche en un pequeño auberge. Domingo. Reina la quietud. Dean mira a la calle desde su silla. La comida es silenciosa. Después no hay nada que hacer. Se siente como al cuidado de un niño. Piensa en otras cosas. El día se hace largo. Dean corona el repecho y enfilan hacia Nevers, con el viento de cara y el sol a su espalda. Empieza a entrarle sueño. Salen de la carretera.

Se tumban al pie de los árboles. Pinos. Es un lugar muy apacible. Las piñas secas chasquean en la brisa. La sombra de las ramas les raya la cara. Dean cierra los ojos. Está casi dormido.

—Phillip —oye que ella le dice.

—Sí.

—Alguna vez me gustaría hacer el amor en los bosques.

—¿Nunca lo has hecho?

—No.

—Qué extraño —dice él.

—¿Tú sí?

—Sí —miente él.

—Yo nunca. ¿Es bonito?

—Sí —dice él. Es lo último que recuerda.

Cuando despierta, siente frío. Se incorpora y se frota los antebrazos. La hierba le ha dejado grietas en la piel. Tiene pegadas algunas briznas secas.

Caminan sin rumbo, Anne-Marie se cepilla un poco por detrás la falda, llegan a un arroyo. Hay un pequeño puente de hierro. Se detienen en medio del puente. Debajo, el agua se mueve lentamente. En algunos lugares, claro como un reflejo, se ve el fondo. Hay peces en las sombras, completamente inmóviles. El agua fluye a su alrededor.

—¿Los ves? —dice ella.

Dean está arrojando pedazos de ramitas. Caen suavemente sobre la superficie, se las lleva la corriente.

—Podemos pescarlos —dice ella.

Las ramitas son livianas. Parecen caer flotando de los dedos de Dean.

—¿Te gusta pescar? —dice ella.

—No.

—¿No?

—Es muy cruel —dice él.

—No sienten nada.

—¿Cómo lo sabes?

—Oh —dice ella—, no sufren.

Los peces flotan siguiendo la corriente. Unos cuantos surcan los bajíos donde el agua es clara, llegan a un meandro profundo, se desvanecen.

—¿Por qué pescarlos? —dice Dean—. Son felices.

—Hasta que se los come un brochet —dice ella.

—Bueno, es lo que a mí me gustaría ser —dice él—. Un brochet. Vivir en el río.

—Te pescarían.

No. Dean mueve la cabeza.

—Sí. Alguien.

—A mí no —dice él—. No. Sería un brochet muy listo.

—Muy bien —dice ella—. Y yo seré tu brochette.

El agua se mueve muy despacio. Dean tira una pidrecita. 1.a superficie ondea. Yo seré tu brochette. Llevan realmente una vida apacible, doméstica. De pronto él lo capta. La palabra de Annie le traspasa como un alambre. Ella sonríe. Recobra su hermosura. Es siempre misterioso el modo en que ella cambia. Esa noche, en la Etoile d'Or, apenas puede apartar la vista de ella. Se ha arreglado el pelo y maquillado la cara. Unta de mantequilla, para él, un pedazo de pan.

Ça va? —dice ella.

Dean le pellizca un dedo. El estro de la noche cae sobre ellos como una capucha. Dean nota que desciende, que le cambia la piel.

Suben las escaleras. Ella delante, como siempre. El ve el brillo de sus pantorrillas, que se distancian, se elevan sobre los escalones estrechos. Ella abre con su llave. La polla de Dean empieza a removerse y, cuando más tarde dobla la almohada y ella se alza sobre los codos, tiene ya la mente deshilvanada y errática, como si no pudiera controlarse. Piensa en cómo sería la vida sin ella. No puede reprimir la idea. Lo mismo que la tos de un enfermo, le asusta una debilidad, un defecto invisible, y abraza a Anne-Marie con una súbita y muda intensidad. Tiene debajo la espalda de ella, cuyo mismo nombre, dos, es hermoso, la espalda que ella nunca ve, la tersa, inteligente espalda que, como una mesa, él ha contemplado durante tantísimas horas. Retrocede en la oscuridad para admirarla. Parece haber convergido cada minuto del día. Quiere lentificarlos, que dure para siempre este dulce epílogo.