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VESTIGIOS del amor, el título de una página de su cuaderno. Muchas notas carecen de sentido. Están cifradas, por supuesto. Todos los que escriben un diario inventan un código. «Cuando muera —escribe— me gustaría que fuera en una ciudad como Nancy.»

Debajo de «Ideas» ha escrito: 1. Cuándo marcharse, 2. Comida a comida. 3. Tres cosas inmortales: virtud, palabras, hechos.

Y hay una larga lista de ciudades, algunas con una estrella (Bourges, Montargis). Después de Maléne está escrito: «largo verano». Nombres de muchos quesos.

Vestigios del amor. Sus frases aparecen espontáneamente entre las mías. Claro que me percato de ello, pero hay que saber cuándo apropiarse de algo. Él no las necesita, y para mí son esenciales. Las paredes (me refiero a los cimientos) se derrumbarían literalmente sin ellas. Estructuras enteras pueden desaparecer a falta de ellas.

Pensaron en muchas ciudades veraniegas. Eze y La Baule. Le Zoute. Arcachon. Finalmente optaron por viajar al Loira. Una tarde calurosa. No ha oscurecido todavía. Yacen en la frescura de su habitación como peces en las sombras de una orilla. Dean despliega el mapa. Están cerrados los postigos. Unos obreros arreglan fuera los canalones para la lluvia. El sonido de sus herramientas, sus voces ocasionales cerca, es alarmante, como si de repente fueran a abrir la habitación como una lata y descubrir a sus ocupantes. Dean está totalmente vestido, pero ella está casi desnuda. Su piel parece barnizada. Los pezones pálidos tienen un aire delicado como de fraises des bois.

Sí, el Loira. Hablan en susurros. El alisa una arruga en el mapa. Los grandes cháteaux se yerguen azules como cumbres a lo largo del río silencioso. Irán en mayo, a finales de mes. Chambord se alza en su bosque. Chenonceaux es un puente de habitaciones bañadas por el sol. Desde los balcones de hierro de Amboise hay trescientos metros de altura sobre la ciudad, balcones de los que fueron colgados los protestantes. Viajarán a Angers y luego seguirán hacia el mar.

—Creo que me quiere —dice Anne-Marie a su madre.

Están solas en la cocina. La madre no está segura. Quizá sí. Quizá no.

Si —insiste su hija.

—Quizá.

A Anne-Marie le resulta irritante. Es tan orgullosa. Para la madre es inquietante. Uno no debe creer demasiado en una vida que puede desvanecerse con facilidad. Hay muchas cosas que temer, cosas que su hija puede que le confiese si ella tiene paciencia, si es lo bastante prudente para no preguntar.

—Bueno, es posible que te quiera…

Oui —porfía Anne-Marie.

—Pero… ¿habrá alguna razón para que quiera casarse contigo?

Anne-Marie se encoge de hombros.

—Hay razones —dice finalmente, sin convicción.

—No trabaja…

—Bueno… su padre es rico.

—No es lo mismo.

—Pues no es lo mismo —dice Anne-Marie, impaciente.

Su madre extiende el brazo para tocarle la mano, pero ella se ha levantado y se está mirando en el espejo. Ahí encuentra todo lo que necesita. Gira la cara un poco hacia un lado, luego hacia el otro. El mar surgirá ante ellos, bañado por el sol. Caminarán por las rocas. Los pájaros blancos alzan el vuelo, perezosamente, cuando ellos se acercan. Todos los hoteles de la costa les hacen señas, con sus fachadas de color blanco, ciruela, ostra, azul paloma.

Chambord, construido por Francisco I, un gran rey, barbudo, de ojos pequeños como un jabalí. Amaba la caza. Fue al castillo con su amante y deambuló de aquí para allá por las habitaciones, iluminadas por fuego de chimenea, con su pelo largo, su barba oscura y tupida… Dean traza un círculo alrededor del nombre. Los obreros se han ido. El cielo tiene un postrero azul claro. El aire está en calma. Es la hora de la cena. Las mesas están puestas. Los camareros de los restaurantes, de pie, silenciosos, están apostados cerca de la barra. Los monumentos, los edificios, desaparecen. No falta mucho para que despunte la primera, la solitaria estrella.

Bajan al atardecer. Las callejas están oscureciendo ahora. En los portales aparecen ancianas con sus vestidos negros, informes. Los gatos caminan pegados a la pared, se detienen y luego huyen corriendo cuando Dean cierra la puerta del coche. Todo el zumbido del motor. Atraviesan un crepúsculo tan quieto y tan enorme como una noche en el mar. Los pueblos guardan silencio. Los edificios están anclados como barcos.

En un café, ella se encuentra por casualidad con un chico que la conocía. Está asombrado. Has cambiado de arriba abajo, le dice. Ella sonríe. Después, Dean pregunta:

—¿Quién era ése?

El hermano de una chica que conocía. Dean mira hacia la puerta como si el chico fuese a volver. Le fastidia.

La noche es cálida. El lugar le recuerda a Annie un sitio al que fue a bailar durante todo aquel verano. Tienen que ir algún día, dice ella. Había dos camareros que se sentían atraídos por ella. Uno era italiano. El otro era muy joven y le enviaba flores, pero era tímido. Nunca salió con él. Ni siquiera pensó nunca en él hasta ahora, hasta esta noche, por azar. Era el italiano con el que pasó aquellas horas ruidosas, el que la poseyó por primera vez. Pero qué bien conozco al camarero joven. Ahorra dinero. Viste con esmero. Recorre apaciblemente la ciudad, con los ojos bajos. A veces, de noche, se mezcla entre el gentío. La ve sonreír y el corazón se le encoge. Entre los que bailan girando bajo las luces anaranjadas, sus ojos la localizan al instante. Conoce sus pantorrillas, la forma de su cuerpo mejor que el amante de Annie, y esos zapatos de tacón alto, de tiras estrechas, cuando pisan el suelo le desgarran sus sueños.

El teatro está medio vacío. Es un edificio blanco, frío como una fábrica de carne. Dentro, el techo es azul y de las paredes cuelga una tela plisada, como una falda. El suelo está inclinado. Todo el mundo se sienta al fondo, mirando los anuncios en el telón que cubre la pantalla. De repente, un hombre que ha recorrido el pasillo sube al escenario. Lleva una barbita como la de Lincoln. Su voz es clara y alarmante.

—Señoras y señores —comienza—. Es un gran placer presentarles esta noche a una de las mujeres más extraordinarias de Europa. Es capaz, y se lo aseguro sin ningún tipo de duda, de leer la mente de cualquiera en esta sala, de describirles sin verles, de responder a preguntas que ella no oye, de revelar anhelos secretos. No se asusten. No hay nada embarazoso ni nada innecesario. Es la demostración de un poder mental único, de una comunicación que conocen los hindúes, los pueblos de Oriente. Les presento a: ¡Yolande!

La llama. Ella sube al escenario y se coloca a su lado; lleva un sombrero español negro, un vestido dorado y el pelo peinado con pequeños tirabuzones. Hace una reverencia. El público está demasiado atónito para aplaudir, se mantiene cauto. Ella se vuelve hacia la pantalla. Su compañero se dirige hasta la primera fila de espectadores. Empieza a hacerle preguntas que ella responde de espaldas al público.

—Esta persona…

—Monsieur…

—¿Es un hombre o una mujer?

—Un hombre.

—¿De qué color tiene el pelo?

—Castaño.

—Su traje…

—Gris.

—Zapatos.

—Negros.

Voilá! —dice él.

Se dirige a otra fila.

—Estos tres primeros… —Se inclina y les susurra algo. Juntan las cabezas. El asiente, asiente, luego se endereza de nuevo—. ¿Puede decirme sus nombres?

La voz de la mujer es curiosamente mecánica. Es como si estuviese leyendo una lista.

—Robert. Gilbert. Jean-Paul.

—Sus profesiones, por favor. Por orden.

—Maestro. Empleado. Mecánico.

—¿Es correcto? —les pregunta el hombre.

Ellos asienten. Él coge de la muñeca a un hombre que está detrás de ellos. La levanta.

—¿Y esto…?

—Un reloj.

—¿Qué marca?

—Intra.

—¿Es correcto? —le pregunta al espectador. Sí. Éste asiente—. Y ahora, por favor, Yolande, la hora exacta…

—Las nueve y once minutos.

—¿Los segundos?

—Treinta y cinco.

El presentador deja que el hombre mire su reloj.

Voilá! —exclama.

Algunos aplauden. No es más que el principio. Yolande lee el número de serie de billetes de banco, identifica objetos que algunas personas tienen en las manos, detecta botones que faltan, recita fechas de nacimiento, horas. El diálogo es agudo y rápido.

—Este caballero…

Monsieur… —exclama ella.

—Tiene en la mano…

—Un billete.

—¿Sí?

—Un billete de tren.

—¿Adónde?

—¡A Chalóns!

Voilá!

El público cuchichea. El hombre regresa al escenario, con los brazos extendidos en actitud de triunfo y los dedos curvados. Ahora Yolande se gira. Está preparada, anuncia, para responder a cualquier pregunta, individualmente y en privado.

—A sus preguntas más secretas —dice, mientras serenamente se ata un cinturón de cuero al que está prendido un monedero. Por dos francos responderá personalmente. Empieza a circular, preguntando sólo el nombre de pila antes de elegir, a gran velocidad, un sobre del cesto que lleva en la mano. Su socio la precede, alentando a la gente a concentrarse en la pregunta que quieren que les conteste.

—¿Puedo hacerle una? —dice Anne-Marie.

—Adelante.

Dean saca unas monedas. Annie levanta la mano. Yolande la ve inmediatamente.

—Mademoiselle…

Oui.

—Nombre de pila.

—Anne-Marie.

—Nacida —dice Yolande, extendiendo el brazo para pedir que aguarde un momento—, nacida… en el mes de octubre. ¿Correcto?

Anne-Marie sonríe aturdida. Asiente.

Voilá! —exclama el hombre. Sigue avanzando— ¿Quién más? Levanten la mano, por favor.

El sobre es azul claro, sin sellar. Dentro hay una sola hoja de papel, numerada con un 7. En la esquina superior, una constelación. En la parte de abajo, una estrella roja. Algunas de las frases están subrayadas en rojo. Ella empieza a leerlas rápidamente.

—Déjame ver —dice Dean.

No es la respuesta a ninguna pregunta. La letra simula ser manuscrita.

«Tu carácter —dice el texto— te predispone a soñar. Eres capaz de hondos sentimientos…» Dean no acierta a leer algunas palabras. «… De momento no tienes mucha suerte, pero no desesperes. Pronto te será revelado tu destino. ¡Ánimo! ¡Ten fe!» Su perfume es el lirio. Su día de suerte el lunes. Dean se equivocaba; al final de todo hay una respuesta a la pregunta de Annie: «Tu deseo se cumplirá si abres tu corazón».

—¿Es verdad? —pregunta Dean.

—No —dice ella—. Eso es lo que pone.

—Déjame leerlo otra vez —dice él—. A lo mejor te ha dado mi sobre.

—Pero ¿cómo sabía el mes en que he nacido? —dice Anne-Marie.

—Ha olido tu perfume. Lirio.

—¿Qué quieres decir?

Vuelven a medianoche. No es frecuente que regresen tan tarde. Sus veladas suelen ser sencillas. Cenan en algún sitio. Un paseo del que regresan después de anochecer. Los árboles, encima de ellos, guardan un denso silencio. En los cuartos más baratos suena débilmente música europea de emisoras de radio. La portátil de Annie está en el suelo. Tiene la esfera encendida. Brilla misteriosamente. Habla radio Luxemburgo. Ginebra. Las orquestas del mundo tocan suavemente. El músculo del trasero de Annie está tirante. Parece, al tacto, una cuerda enrollada en un eje. Él empuja lentamente y luego, por fin, se hunde, como un fondo que cede. Anne-Marie gime, con la cabeza oculta en los brazos. Cuando Dean ya había muerto pensé a menudo en estos momentos, en éste en particular. Tal vez sea el gemido, la cara de Annie apretada contra la sábana. Él la nota tensa a su alrededor, como un dogal. Cierra las piernas y se tumba satisfecho, mirando por la ventana, sintiendo los tiernos espasmos.

Es-tu contente? —pregunta, al cabo de un rato.

La voz de ella, su presencia misma, parece emanar de lejos. Responde en voz baja.

—Oui.