PRANGEY. Es un pueblo pobre. Cuando se apartan de la carretera, unas gallinas se desperdigan delante del coche, y luego una hilera de árboles parece indicarles el camino. Cruzan un pequeño puente y prosiguen, debajo de las torres. Una entrada oscura que da a un patio blanco. Al fondo, la enorme casa de campo donde se hospedarán, una cuenta en el collar de piedra ensartado a través de toda Francia, los pilares que soportan su historia. Estos cháteaux han abierto sus puertas a viajeros. Se han convertido en hoteles. Cualquiera puede alquilar las grandes habitaciones, de elocuente silencio, aposentos que han visto la luz y la oscuridad de siglos. Ahora la gente puede pasearse por ellos en paños menores, tumbarse en las camas como criados ebrios.
La puerta se cierra. Están solos. La habitación es espaciosa y tiene muchos espejos. Anne-Marie inspecciona el cuarto de baño. También es enorme, y al pie de sus ventanas hay un foso lleno de ranas. Se descalza. El alfombrado es azul. Ningún sonido que no sea del campo. Pájaros. El zumbido de la primavera. Pronto entran en acción sobre la cama ancha, habilidosamente, con el sigilo de ladrones. Se sumergen en un sueño suntuoso en el que se han descubierto mutuamente.
No queda calor en el cielo pálido. En este silencio como de banderas plegadas, la conciencia que Dean tiene de las cosas parece extraordinaria. Le mete la polla a Annie lentamente, guiándola con la mano. Se hunde como una barra de hierro en el agua. Ella cierra los ojos. Su voz suelta amarras. Minutos. Susurra la gravilla del patio. Dean se incorpora un poco y alcanza a ver por la ventana entornada. Se oyen voces. Una familia numerosa ha vuelto de un paseo por los jardines y ahora, entre risas, se instala en las mesas, que atiende un camarero de chaquetilla blanca y pantalón negro. Las mujeres piden Perrier. Los hombres toman vino. Están justo debajo; no se ve a los que están más cerca. La conversación, sólo un poco disgregada, se eleva como para incluir a Dean. Éste se retira un poco para observar, tenso, apoyado en los brazos, sin nada más que la punta de la polla dentro de Annie. Mira hacia abajo, a lo largo de su propio vientre, para afianzarla.
Follan a la luz de los amantes, en mitad de la fiesta. La piel de ella brilla como tela, entreverada con vislumbres de mujeres con vestido de seda congregadas alrededor de la mesa, niños, un perro amistoso. Discurren las horas del mediodía. El camarero les lleva más hielo. Parece durar horas. Están fundidos en un torrente sanguíneo que produce las mismas sensaciones. Él la está nutriendo, tocándole el corazón. Cuando él se corre, es como si hubiese terminado un maravilloso engaño. Después, ella le besa la polla. Las pelotas. La familia se ha ido. El camarero está solo en el patio de abajo, recogiendo los vasos.
Esa noche bailan en Dijon, en la boite donde vimos a Annie por primera vez. Ha sido idea de ella. Me sorprende un poco. No puedo librarme del presentimiento de que ella preferiría no reencontrar el pasado, pero parece que no le importa. No significa nada para ella. El sudor les brilla en la cara cuando se mueven. Su vestido estaba manchado en la zona de las axilas. Vuelven a medianoche, con la capota bajada. Hace frío. Las carreteras están desiertas. La gran fachada desconchada de la casa está oscura, y aparcan en la grava susurrante. Suben la escalera, con las piernas cansadas.
Dean se mira en el espejo mientras ella se desviste. Está desnudo. Se mira de cuerpo entero, con los brazos en jarras. Se ve como una persona diferente. Le complace su delgadez, su pelo, que ha crecido demasiado, el reflejo triunfante de sí mismo. Es consciente de que ella se mueve a su espalda, pero lo que le interesa es su propia desnudez, excitante gracias a la presencia de Annie. La cosa consiste en que se descubre a sí mismo en presencia de ella. Es el reflejo con el que tienen que medirse todos los demás. Está satisfecho de sí mismo. Su polla le parece ferozmente grande.
—¿Cómo hacemos el amor esta noche? —pregunta ella.
Aguarda. Es capaz de convocar a todo el campo negro que les circunda, los silencios en que reposa cada objeto, cada forma. Las hojas invisibles que llenan la noche se rozan levemente. Las hierbas están inmóviles. Si uno escucha atentamente: el hilo de agua al pie de las ventanas baja por una cara de piedra y cae en el verdín. El croar de una rana. La tenue acidez del sudor se seca en ellos, y también otra humedad, clara, se endurece mientras yacen en el corazón de todo esto, en una habitación de techo alto, con las cortinas corridas contra la luz de la mañana. Después estaban demasiado cansados para levantarse. Duermen sin moverse, con la manta por encima para protegerse del frío del alba.