23

LA luna es espléndida, el cielo está inundado de luz. Circulan por el canal. St. Léger parece silencioso, y la casa, cuando se acercan, vacía. Anne-Marie se apea de un salto. Ha visto a su gato. Lo recoge y lo transporta en brazos.

La comida se sirve en la cocina. Empieza con una especie de pastel de queso. Observan para ver si a Dean le gusta. Aunque el día es templado, hace mucho frío en la cocina. Piensa que quizá sea por el suelo de azulejos, o por las paredes: no está seguro. Asiente a la conversación, que sólo entiende a medias. Tiene la piel amoratada. De pronto comprende que debe de estar enfermando, pero entonces la madre se levanta a coger una bufanda. Cuando vuelve a sentarse comenta que hace un poco de frío. El padre se encoge de hombros. Dean no ha podido intercambiar con él una sola palabra. Son desconocidos. Es Anne-Marie la que habla, sobre todo con su madre, y muy alegremente, como si estuviesen solas. De vez en cuando le pregunta a Dean si entiende. Él le dice que sí. El padre está sentado como un árabe. Tiene una cara enjuta. La nariz larga. Lleva una gorra. Mira a la mesa o por la ventana. En un momento dado, su mujer le da una palmada en la mano. Él parece no advertirlo.

Dean está cada vez más nervioso. Se siente completamente solo. No le agrada mirar al padre, cuyos ojos son claros y acuosos, de un azul culpable. En cuanto a la conversación, le resbala como agua. Ya ni siquiera oye palabras conocidas.

—Phillip, ¿comprendes? —dice ella.

Oui —contesta él, tímidamente.

Oui? —pregunta la madre, mirándole vivamente. Por un instante, teme que vayan a interrogarle.

Quelque fois —dice Anne-Marie—, il comprend tres bien.

La madre se ríe. Dean baja la cabeza. Siente encima la mirada pausada del padre. Intenta devolverla, decide hacerlo, pero, sin querer, sus ojos parpadean un instante, y eso es suficiente. Se acabó. Sabe que ha sido juzgado. Se desquita pensando en su hija desnuda, imágenes inolvidables como bofetadas.

Procura de nuevo concentrarse en lo que están diciendo, pero hablan demasiado rápido. Apenas entiende una palabra. Todo parece haberle abandonado. Se pone a contar cada bocado con el tenedor, luego los azulejos de la pared.

Después del almuerzo le enseñan la casa. Es limpia y casi sin muebles. La habitación de Annie está arriba, austera como una celda. No consigue asociar nada de aquello con ella, es más bien como si fuese una escuela en la que ella ha estudiado. Mira por la ventana del cuarto. Abajo, aparcado al sol, hay un descapotable largo, con los asientos de piel auténtica. Toda la ciudad lo ha visto.

El padre se ha quedado en la cocina. Sentado con el periódico en una silla recostada contra la pared, fuma un cigarro grueso de obrero, y apenas inhala. Cuando ellos bajan es como si no les oyera. Sigue leyendo cuando ellos entran.

Dean está deprimido y también enfadado. Ella le dice que no haga caso, que su padrastro es estúpido. No importa, todo ha alargado el día, lo ha entristecido. La mesa está justo al lado de la cocina. Los platos estaban colocados encima, vacíos. La madre ha hecho beber un vaso de leche a su hija. De algún modo, la tarde se ha convertido en una recuperación de Annie, y ella tampoco ha ofrecido resistencia. Ha abandonado a Dean. El pasado la ha reclamado.

—Mi madre necesita un televisor —comenta ella en el trayecto de regreso—. Todos los vecinos tienen uno. Se siente muy sola por la noche. Así estaría distraída.

—Lo supongo —dice él.

—Ahora no tiene nada. Sería muy bonito, ¿no crees?

—Sí —dice Dean.

—También necesita un automóvil. Un Renault. Va a la ciudad en bicicleta, pero es demasiado mayor para eso. Todos los días. Tengo que comprarle un Renault.

—¿Por qué no le compras un Mercedes? —dice Dean, ácidamente.

—Es demasiado grande.

Llegan a un tramo de carretera largo y recto, y acelera. Parece absorto en la velocidad. Van cada vez más deprisa. La aguja llega a indicar ciento sesenta. Anne-Marie no dice nada. Mira hacia el otro lado.

Me reúno con ellos para cenar juntos en un restaurante cerca de la estación. Es fin de semana, hay un poco más de gente que otros días. Pero dista mucho de estar atestado. Tienen un mostrador de zinc, creo que el único que hay en la ciudad. La camarera está apoyada en él, a la espera de recoger platos de la cocina. Dean bebe vin blanc. Está muy parlanchín. Escucho su descripción de la vida europea, propiciada por mi silencio. Habla un lenguaje especial, por supuesto, lleno de engaños. Barro del mostrador hebras de tabaco, asiento, sí, estoy de acuerdo. Me está hablando de quesos, arquitectura, la auténtica y profunda inteligencia de esta civilización. De vez en cuando hay breves atisbos de ciudades, de ciertos hotelitos.

Anne-Marie está sentada en silencio, y mientras Dean habla y se emborracha, con la boca mojada, procuro mirarla, aislar elementos de esa sexualidad asombrosa, pero es como memorizar las reflejos de un diamante. El más mínimo movimiento y surge un brillo totalmente distinto. Es su cara lo que busco, desde luego, sus gestos, su expresión. Me interesa lo visible. Sé muy bien cuál es la fuente de todo su poder, pero intento determinarlo por medio de los detalles más corrientes.

En las fotos que tengo, ella aparece extrañamente grave, el sábado en que fuimos de compras al mercado ambulante. Hay algunas en que está sentada en el coche y otras, también, en que hay un débil indicio de alegría, la que se reserva a los compañeros, a los que somos fieles durante toda la vida. Le gustaba posar. Le di copias, por supuesto. Se puso muy contenta. Dean me dijo que se las envió a su madre.

Son como una pareja que ha reñido. Mientras hablamos, Dean dirige continuamente la mirada hacia la camarera que está hablando, sólo unas pocas palabras cada vez con el camarero, y en los intervalos lanza pequeños suspiros de resignación.

—Soy más bonita que ella —dice Anne-Marie.

—¿Más bonita que quién?

—Que ella.

—Por supuesto que sí.

—Tiene muy buena planta vestida —dice Anne-Marie—. Pero ¿cómo es desnuda? Tiene que ser una pasada.

—¿Una qué?

—¿Una pasada? —repite ella—. ¿No está bien dicho?

—Sí, es correcto. Es una palabra nueva en ti.

Ella se encoge de hombros.

—¿Dónde la has aprendido?

Hace un gesto vago.

—Bueno, tienes razón —dice él—, probablemente es una pasada. ¿Tú crees que hace el amor?

Una risa seca.

—Pues claro.

Tengo miedo de girarme. Hasta puede que la camarera entienda lo que estamos diciendo.

—¿Estás segura? —dice Dean.

—¡Dios mío!

—Vale.

—Mírale los ojos —dice Anne-Marie—. Tiene ojeras.

—¿Y?

—Una señal que no falla.

Esto divierte a Dean. Empieza a pasear la mirada por el local.

—¿Qué me dices de aquella chica sentada al lado de la ventana?

—¿Cuál? —pregunta ella.

Nos marchamos temprano, antes de las diez. Caminamos juntos un trecho, y luego, en una esquina, nos separamos. Los sigo sin pensarlo. Sé por dónde irán, delante de qué escaparates van a pararse, por dónde atajarán en el dédalo de callejuelas. Pasan por el escaparate del fotógrafo, que a Dean le encanta, con sus retratos de recién casados y de promociones de licenciados. Hay una cierta intemporalidad en esas fotos, un aroma de 1914, 1939. Son como periódicos viejos. Quizás el comercio lleve abierto desde aquella época. Pero no hay ningún rostro que pudiera ser el de Dean. Examino meticulosamente las filas de fotos, incluso las parcialmente tapadas. Nunca le encontrarán entre ellas. Su cara emana una inteligencia total, casi amarga, que no existe aquí. Cuando miro sus fotos, la que le saqué comiendo una naranja, en el momento en que alza la vista, aquel día de noviembre en que fuimos por primera vez a Beaune, al mirarla veo los ojos de Lorca, los de alguien que es expulsado de la vida y destruido, nunca sabremos por qué motivo. Miro sentado esta foto vivida en su propio instante, sacada antes de la guerra, antes de la revolución. Aquel día paramos debajo del viaducto. Él no conocía a nadie. Venía a pasar aquí no más de una o dos semanas.