EL pálido atardecer y la estación vacía. En los cafés todavía no han encendido las luces. Dean está sentado a una de las mesas de hierro que hay fuera. Pequeña, casi sola, Anne-Marie baja la calle flanqueada de árboles que viene de la plaza. Dobla la esquina. Casi se oyen sus pasos. Las palomas se apartan de ella precipitadamente, sin saber adónde ir, retroceden, revolotean y por último alzan el vuelo, con un chasquido de alas. Cuando se han ido, la quietud retorna, un silencio de hospital.
Es curioso que yo haya empezado a distinguir dibujos, motivos que por alguna razón no tenían entonces significado para mí. Cuando repaso los muchos fragmentos de este encuentro, cuando los toco, los revuelvo, súbitamente me asaltan instantes iluminados. El encuentro en la estación, por ejemplo. En realidad nunca lo he considerado. Pero luego recuerdo que Dean, después de la primera vez en que abandonó la universidad, pasó seis meses viajando, fue a México en coche y luego a California, la costa legendaria. Y pienso en que el símbolo mismo de su existencia aparece y reaparece continuamente ante mí, emerge en el crepúsculo desde detrás de los árboles, con la luz de sus faros, su figura oscura huyendo en la carretera, ese automóvil grande y espectral que ronda los pueblos, con los neumáticos gastados y el cromo de sus ruedas que ya empieza a tener motas de herrumbre. Viajes y presentimientos de viajes: ahora veo que él siempre se ha mantenido cerca de la vida que fluye, transitoria, que se consume. Y veo distinto el aspecto de Dean. Se ha unido a la fugacidad de las cosas. Ha asimilado por lo menos una de las grandes leyes.
Ella viene por la acera a su encuentro, con una blusa barata y metálica sobre los pantalones. Parece una vagabunda. Dean la adora. Ella dice algo mientras se sienta, una palabra que se desvanece, y él asiente. Y ahora el camarero llega con una blanca chaquetilla manchada.
Un Oldsmobile verde, ocupado por soldados negros, aparece por el Champ de Mars. Llevan gafas de sol. El corazón me da un vuelco. Los veo pasar, muy lentamente, sin hablar, observándolo todo. Tengo de repente la certeza de que van a reconocerme. No consigo mirarles. El amante negro que lleva meses buscándola ha llegado por fin. El coche va a detenerse al otro lado de la calle, enfrente del café, y se apearán tres hombres, que cierran, con indolencia, de un portazo. El cuarto se queda en el asiento de atrás. Las ideas se me agolpan. ¿Es él? ¿Es él el hombre al que ella será entregada? Dean empuja a alguien. Se inicia una escaramuza entre las sillas.
No ocurre tal cosa, por supuesto. Me lo he inventado todo, la venganza de los negros, sus andares lentos y pausados. En realidad, rodean la plaza despacio, dan vueltas y vueltas. Me tranquilizo y los veo parar cerca del letrero indicador y luego enfilar hacia la carretera a Dijon.
Ha anochecido, y pasean en la fragancia vespertina. Llegan a la calle de Annie. Las luces siguen encendidas en la frutería. Los corsos están bebiendo. Están en camiseta, sentados entre las cajas, medio sepultados, y se pasan una botella de vino. El suelo está cubierto de periódicos. Se les oye reír. Un gato se escapa por la puerta.
—Son muy simpáticos —dice Anne-Marie—. Me cruzo con ellos en la escalera. Siempre me dejan pasar.
Son todos hijos, morenos, y el corto vello rizado asoma por sus camisetas.
—Los encuentro guapos —dice ella.
Abre la puerta de su habitación. La llave hace ruido. Dean está nervioso. Entre la ropa esconde, como un asesino, un tubito de lubricante: le asustaría que alguien lo viese. Aun así, existe, frío como un instrumento quirúrgico. Sus respuestas son vagas.
—Me encanta el olor a fruta —dice ella.
Ha abierto los postigos. El cuarto está más oscuro que la noche anterior. Dean está cerca de ella, por detrás. Está completamente desnuda. Les baña un aire tan fresco como agua.
—¿Lo hueles? —pregunta ella.
—Sí.
Se tumban en la cama. Es como si los minutos estuviesen suspendidos. Él nota que ella está esperando. Tiene miedo de reconocer el momento.
—¿Quieres así? —dice él. Su voz suena inacabada.
Ella lo estaba esperando. Duda.
—Ne me fais pas mal.
Observa en silencio mientras él se unta en la polla una capa fina. Las fuerzas parecen haberla abandonado. Se comporta como si la hubiesen condenado. Él baja el cuerpo con cuidado sobre su espalda. Está decidido a ejecutar el acto con la mayor suavidad, pero no sabe exactamente por dónde penetrar. Intenta encontrar el sitio.
—Plus haut —susurra ella.
A Dean le tiemblan los brazos. De pronto nota que la carne de ella cede y luego, deliciosamente, que el músculo se cierra alrededor. Procura no presionar contra nada, entrar derecho. Ella respira rápidamente y, cuando él se retira tras la primera embestida, percibe que ella se estremece de placer. A ella le gustan los movimientos cortos. Se empuja contra él. Se le escapan gemidos. Dean se corre (es como una hemorragia) y después ella le aprieta firmemente. Él siente débiles espasmos anulares. Se queda perfectamente inmóvil hasta que remiten esas convulsiones finales, esos abrazos apaciguadores que le extraen el último semen. Luego sale. Hay una fuerte, decreciente, presión sobre el glande que también desaparece enseguida. Se han separado.
—¿Te ha gustado? —pregunta él.
—Beaucoup.