19

UNA tarde en que visitan la fuente del Marne, o quizá sea en Azay-le-Rideau, nada es seguro, pasean en el aire templado y hablan de las formas de amar, de la dulce variedad.

—¿Cuáles son? —quiere saber ella.

Dean comienza con fingida indiferencia, y despliega un racimo de alternativas para encubrir la que realmente desea. Se lo ha dicho cien veces a sí mismo, ensayando, pero aun así el corazón le da un brinco. Ella escucha impasible. Caminan lentamente, mirando al suelo. Parecen, de lejos, como compañeros de clase que hablan, quizá, de un examen.

—Tiene que doler —dice ella.

—No —dice él, y añade, con toda naturalidad—: Si duele, paramos. Podemos probar —agrega.

No hay respuesta, pero ella parece acceder. Sí. Algún día. Él sufre un instante de vértigo, como si huyera tras cometer un robo. Empieza a explicarlo mejor, a moldear una derivación, a hacerla insólita, ordinaria, lo que suene más correcto. Ella entiende sólo un poco de lo que él está diciendo. Dean habla como en un delirio. Por último se percata y se obliga a parar. Han llegado al coche. Él le abre la puerta y luego rodea el coche hasta la del conductor. Se concentra, ocupado con las llaves. Ella pregunta por qué ha tardado tanto en hablarle de eso. A él no se le ocurre ninguna respuesta.

—No lo sé —dice—. Cada cosa en su momento.

Comment?

Ella es muy prosaica. Él mueve la cabeza: nada. Ella le mira y él se pone nervioso. Ella le ha sumido en la desesperación.

Luego, en ese cochazo que para mí existe en sueños, como el holandés errante, como el cuerno de Roldán, que recorre espectral las carreteras desiertas de Francia, con los faros apagados y su elegancia un poco astrosa; en ese Delage azul con portezuelas que se abren hacia atrás, vuelven hacia casa, sus rodillas tocándose, hundidos en los asientos. Los pueblos se difuminan, los ríos se oscurecen. Ella le desabrocha y le saca la polla, erecta, pálida como una garza en el crepúsculo, y los dos miran hacia la carretera que se extiende delante, como cualquier pareja. Forma con los dedos un anillo que se inserta suavemente y luego, sereno, desciende. Sus dedos finos. Ella gira la cabeza para ver lo que está haciendo. Dean conduce erguido como un chófer. Apenas respira.

—Me gusta tu profil —dice ella—. ¿Cómo se dice?

—Perfil.

Su voz suena ausente.

—Me gusta tu perfil. No, me encanta tu perfil. Gustar es poco.

Está de buen humor. Está muy juguetona. Cuando entran en el edificio de Annie, ella se convierte en la secretaria. Van a dictar unas cartas. ¿Ah, sí? Vive sola, confiesa, al subir las escaleras. ¿De veras?, dice el jefe. Oui. Una vez en el cuarto se desvisten de modo independiente, como rusos que comparten un compartimento de tren. Luego se colocan cara a cara.

—Ah —murmura ella.

—¿Qué?

—Es una gran machine á écrire.

Está tan mojada cuando él le pone las almohadas bajo su vientre reluciente que la penetra en un solo movimiento, largo y delicioso. Empiezan despacio. Cuando está a punto de correrse, saca la polla y la deja enfriarse. Luego vuelve a empezar, guiándola con una mano, introduciéndola como un anzuelo. Ella, poco a poco, imprime rotación a las caderas, empieza a gemir. Es como atender a una lunática. Al final, vuelve a sacarla. Mientras aguarda, tranquilo, deliberado, sus ojos buscan lubricantes: su crema facial, frascos del armoire. Le distraen. Su presencia le asusta, como si fueran pruebas. Empiezan otra vez y ahora no se detienen hasta que ella grita y él siente que se corre, en ráfagas largas y convulsas, tocando hueso con el glande, o eso le parece. Yacen de costado, extenuados, como si acabaran de atracar en la playa una barca grande.

—Ha sido mejor que nunca —dice ella, al fin—. El mejor.

El mira hacia arriba en la oscuridad.

—¿Phillip?

—Sí —dice él.

—Vaya machine, ¿eh? —dice ella—. ¿Siempre es tan bueno?

—Creo que no.

Ella le toca. Está todavía bastante grande.

—Creo que está más grande —dice ella.

—Un poco, quizá.

—Tenemos que escribir más cartas.

La noche no es fría. Es silenciosa, de una claridad cortante. Dominando los tejados oscuros, muy juntos, los chapiteles de la ciudad se yerguen iluminados, bañados de luz terrenal.