AHORA, en la tarde blanca, el coche sobrepasa rutilante los árboles desnudos de la alameda. Casi no hay tráfico. La ciudad parece abandonada. Desciende por el bulevar Mazagran, gira de nuevo y se detiene, aparca de cualquier modo, formando un ángulo leve con la pared, delante de la casa de los Job.
Dean ha empezado a dar clases particulares tres veces por semana. Sucedió de un manera bastante inesperada, aunque la idea debía de revolotear desde hacía algún tiempo por la mente de madame Job. Me pilló desprevenido cuando ella me pidió mi opinión. No me dio tiempo a pensarlo.
—¿Profesor? —dije—. ¿De qué?
—De inglés, naturalmente.
—Bueno —dije—. No sé. Supongo que si él quiere podría hacerlo.
—Comme il est gentil —alegó ella. Era flaca como una comadreja.
—Con probar no pierde nada.
—¿Usted cree?
—Oh, sí. ¿Por qué no?
Ella intentó ocultar su placer. Me disgustó.
Él es para ella enteramente el joven estudiante, brillante y limpio. Sus hijos le adoran. Confecciona una baraja de esas cartas con una imagen en un lado y una palabra en el otro. Sus dibujos son muy inteligentes, por supuesto. El automobile es el suyo, el que está fuera, salvo que es incluso más largo y ligeramente torcido. La gallina se parece a Claude Picquet. La vida de Dean cobra un aire decimonónico. Se levanta a las ocho o a las ocho y media y toma un café. Luego lee el diario de la mañana para enriquecer su vocabulario. Los titulares son enfáticos estos últimos días, la portada está llena de fragmentos de ese terrible divorcio, Argelia, que está en su agonía final. Muchos franceses se aferran todavía a la posibilidad de la victoria, al predominio de la voluntad. La guerre est le domaine de la forcé morale. Son como viudas, arrendatarios despojados, mártires, maníacos. En el último frenesí, surgen planes desesperados. La violencia se vuelve grotesca. Ametrallan a ciudadanos en las calles, algunos con condecoraciones en la solapa. Los asesinos son prácticamente niños. Les asquea su acto. Se sientan en el bordillo y lloran.
Por la noche vuelve a casa antes de medianoche. Casi nunca pasa la noche con ella. La cama es muy pequeña, y creo que él prefiere marcharse. Además, pasan los fines de semana en viejos hoteles, con los postigos cerrados y el cerrojo de la puerta echado por dentro.
Eufórico por su primera paga de profesor, van a Avallon. Napoleón se hospedó en el hotel del pueblo. Emana su gloria. En los pasillos hay grabados de sus campañas, Rivoli, Jena, los mamelucos. La recepcionista tiene un diente de oro que brilla cuando sonríe.
Sentados en el comedor, inspeccionan el menú en silencio, primero los precios. Ella se ha cambiado arriba, y debajo del traje no lleva nada. Dean lo sabe. Mientras lee, piensa en ello continuamente. El cuerpo de Annie, porciones del mismo, parece volverse luminoso en la mente de Dean. Cada cosa que toca o que mira, el tenedor, el mantel, su aire doméstico, su silencio, parecen festejar de algún modo esa piel sólo encubierta por una simple capa de tela, que ni siquiera encubre, sino que proclama. La cena de Annie es copiosa. Hasta bebe un poco de vino. Dean la mira a través de su vaso vacío. Surge un mundo brillante, irregular. Las arañas destellan como estrellas. La cara de Annie da vueltas, coronada por su cabello lacio.
—Hacemos películas esta noche —dice.
Confundido, él trata de averiguar qué quiere decir. Ella le sonríe desde el otro lado de la mesa. Las servilletas descansan arrugadas a un lado.
Me he preguntado muchas veces, en restaurantes, frente a platos vacíos, en cafés donde sólo queda el camarero, que si las cosas sufrieran algún vuelco, por accidente, ¿podría ella (sueño) llegar a ser mía?… Me miro en el espejo. El pelo ralea. Una cara marcada de arrugas, cortes, casi, que definen mis expresiones. Brazos fuertes. Me invento todo esto. Los ojos de un hombre inteligente y perezoso, un hombre apasionado…
Ella se quita la chaqueta. Esos pechos espléndidos iluminan la sala. Se despoja de la falda y uno sólo tiene hambre de ella, de esa ella complaciente, tan dispuesta a ceder. La descubrí por medio de miradas, miradas exhaustas en un club nocturno, y la confirmé sólo en el silencio, furtivamente, y ahora todo esto apresa mi conciencia como un anillo de hierro. Esos pechos soberbios, libres de la tela. Le encanta estar desnuda. Gira en la luz. Se empapa de ella.
Los grandes amantes están en el infierno, dice el poeta. Incluso ahora, mucho después, no puedo destruir las imágenes. Perduran en mi interior como las ansias de un adicto. Sólo necesito oír ciertas palabras, ver algunos gestos, y mis pensamientos se derrumban. Me desprecio por pensar en ella. Aunque estuviese muerta, yo sentiría lo mismo. Su existencia oscurece mi vida.
Soledad. Sabemos instintivamente que es mucho más beneficiosa que otros estados, pero aun así es difícil. Y además, ¿cómo distinguir entre estados que son valiosos, que por más que los odiemos nos infunden fuerzas o nos impelen a realizar grandes cosas, y estados de los que más nos valdría estar exentos? ¿Cuáles son valiosos y cuáles no? ¿Por qué es tan difícil ser feliz solo? ¿Por qué es imposible? ¿Por qué, siempre que estoy ocioso, a veces incluso antes, cuando estoy haciendo algo, lenta pero inevitablemente me convierto en víctima del poder de sus actos?
Silencio. Lo escucho, el silencio de este cuarto que me enerva. Esas frases serenas a las que ella sabe tan bien responder cuando, ahora descalza, sin apresurarse, cruza hacia Dean en la oscuridad.
Lo malo es que todavía no he profundizado suficiente. Hay que penetrar en la soledad, hay que sufrirla. Lo peor es el comienzo glacial. Hay que sobrellevar todo eso. Hay que recorrer el camino hasta el final, franquear la amargura, los sentimientos de rabia, avanzar como se avanza hacia una ciudad sagrada, presintiendo la auténtica alegría. Procuro conjurarla, provocar que aparezca. Estoy seguro de que está ahí, pero no es fácil verla. Desde luego que no. Es preciso flaquear. Es preciso luchar. Se supone que llevamos las convicciones adheridas a los huesos.
—Ha salido mucho —dice ella.
Refulge. La cara interna de sus muslos impregnada.
—¿Cuánto tarda en reponerse? —pregunta ella.
Dean trata de pensar. Está recordando la biología.
—Dos o tres días —calcula.
—Non, non! —exclama ella. No es lo que quería decir.
Ella empieza otra vez a ponérsela tiesa. Al cabo de unos minutos, él rueda sobre ella y se la mete como si el intervalo hubiese concluido. Esta vez ella enloquece. La cama grande cruje. La respiración se le acelera. Dean tiene que apoyar las manos en la pared. Inserta las rodillas entre las piernas de ella, y la penetra más hondo.
—Oh —resuella ella—, esto es lo mejor.
Cuando él se corre, los dos se derrumban. Se desmoronan como arena. El vuelve del cuarto de baño y recoge las mantas del suelo. Ella no se ha movido. Está tumbada exactamente donde estaba.
Siempre van a algún sitio al día siguiente. Se levantan tarde y planean un trayecto. Son los primeros fines de semana templados. Es agradable estar al aire libre. Meten las cosas en el coche: su maletita de plástico, la radio, un ejemplar de Elle. Sube al automóvil y cierra de un portazo.
—¿Tienes que dar ese golpe?
—Perdona.
—Un día de éstos te vas a cargar el maldito coche.
—Lo siento —repite ella.
—Está bien —dice él y, en realidad, está contento. A ella le ha venido la regla esta mañana. Todo marcha bien.
Abandonan la ciudad por un largo pasillo de árboles. El campo se abre para recibirles. Retazos de cálida luz les cuadricula el regazo. Por debajo fluye el denso murmullo del motor. Hablan de las amigas de Annie, de Danielle, cuyos padres tienen una tienda de comestibles. Y de Dominique, que se fue a vivir seis meses con una familia alemana. Le gustó mucho. Más que Francia. A Anne-Marie también le habría gustado ir. ¿ Ya Italia? Oh, sí, por supuesto, a Italia. Quizá puedan ir a Italia juntos, propone ella de pronto. En verano. En el coche.
—Claro —dice él. Es algo vago y remoto.
Poco después ella empieza a removerse en su asiento.
—Oh, Phillip —dice—, mi Tampax no está bien puesto. Tienes que parar en Saulieu.
—Muy bien.
—¿Está lejos?
—No mucho —dice él.
Ella emite un pequeño siseo consternado. Es muy propio de ella. Él admira eso. A veces ella se adentra en el bosque para hacer pis.