MAÑANAS de domingo. Con manos enguantadas que se tocan, circulan por el bulevar vacío. Las escuelas están cerradas. Las verjas de hierro también, enfrente de esos callejones largos y húmedos que huelen a orín. Un sol débil desvaído por cielos que se niegan a caldearse, cae sobre manzanas y chaflanes. De pronto, como una banda de supervivientes, una multitud compuesta de gente decentemente vestida sale de la iglesia. Entornan los ojos al salir a la luz. Bajan la escalera, se van, se detienen a comprar pan en la panadería. Desde allí se dispersan, con las hogazas calientes bajo el brazo.
Dean está un poco aburrido. Hablar francés le supone un esfuerzo. Está cansado de hacerlo, y el inglés tampoco sirve, el de ella es muy limitado. Sus errores empiezan a ser irritantes y, además, parece dispuesta a hablar sólo de cosas triviales: zapatos, su trabajo en la oficina. Cuando está callada, él la mira y sonríe. Ella no reacciona. Lo intuye, piensa él. De pronto se siente transparente. Los ojos que devuelven sus miradas algo mecánicas son los de una niña que comprende, y todas las evasivas, poses, argucias se vuelven estúpidas. El parabrisas tiene finas vetas azules como el aire. Cuando Dean mira a través de él, a la carretera, es consciente de que ella evalúa con calma. Entiende sin esfuerzo. La vida es clarísima para ella. Forma un todo con ella. Se mueve como un pez en ella, sin preguntarse nunca si tiene un fondo, orillas, otros mundos por encima…
Mundos por debajo. Esos domingos provincianos yo andaba por las calles hacia, quizás, un almuerzo con los Job, y topaba en el camino con esas pequeñas epifanías de las que se compone la ciudad, incluso las inventaban. El tintineo de cucharas mientras cenan, invisibles, tras los postigos de la escuela de niñas. Los patios de gravilla, los jardines de Autun. Me vestí cerca de la ventana, sumido en pensamientos dolorosos y anhelando la aparición, aunque sólo pudiese verla asomar un instante por su puerta, de Claude Picquet. Caen carámbanos del tejado, derretidos por el sol, y pasan por delante de la ventana. Ella nunca sale. Las calles permanecen silenciosas. Al mirar atrás, veo que la vida es como un solitario en que se hace un movimiento a cada rato. A pesar de todo, yo habría podido ser feliz, una felicidad callada, sin duda, pero felicidad al fin y al cabo. Podría haberme parecido muy agradable entrar andando en la ciudad si hacía buen tiempo: cosas así. Es el conocimiento lo que nos envenena, sucesos que dudaríamos en imaginar.
Días de invierno que destacan sólo por su calma… Bajo al Café Français y me siento de espaldas a los espejos, mirando cómo juegan a las cartas. Tengo fotos preciosas de esto, muchas reflejadas en el cristal. Tenía la cámara en las rodillas, a veces detrás de un periódico. El chasquido del disparador era más suave que el de una cerilla. La camarera fingía no verme. Entra gente por la puerta, que está justo en el rincón. Una pared es todo un ventanal que da a la plaza. Hay un raudal de luz, aunque tenue. Se habla en voz baja. Despliego el periódico y empiezo a leer. De vez en cuando tomo alguna nota.
Está París, por supuesto. Aguardo en la oscuridad glacial del quai. El reloj reluce blanco como la luna. El tren matutino es una aventura, se balancea mientras amanece, atraviesa los pueblos de los muertos. Tomo asiento al fondo del vagón. En todos los compartimentos el espeso olor del sueño enrarece el aire. Llegamos a Nevers después de las nueve. Ruido de puertas. Ráfagas de aire frío desde el exterior. Sube una chica guapa con un abrigo a cuadros. Su padre ha ido a despedirla, le veo por las ventanas. Espera algo tímidamente hasta que el tren empieza a moverse, y luego, cuando parte, muestra por fin un afecto presuroso. Ella tiene en las mejillas costras de alguna enfermedad cutánea; por lo demás, es una cara inteligente. Y buenas piernas y manos. Su padre tenía un aspecto bastante distinguido.
En cuanto el tren se ha puesto en movimiento, ella sale de su compartimento y entra en el cabinet-toilette, que está justo detrás de mí. Pasa muy cerca, con un traje de seda roja. Tiene una bonita silueta. Pasa un largo rato. Empiezo a inquietarme. No sé por qué. Comienzo a tener conciencia de mí mismo sentado inocentemente al final del pasillo. Silencio, salvo por el tren. Por fin oigo rasgar papel. El sonido me alarma. Sobrepasamos locomotoras estacionadas. Más allá en el vagón, hay dos hombres de pie, uno con el grueso uniforme azul de la fuerza aérea francesa. Más ruido de papel rasgado. No me prestan la menor atención, pero de pronto tengo miedo. Tengo un instante de premonición angustiosa. Ella va a hacer algo terrible, salir disparada, tirarme mierda a la cara, insultarme, chillar cosas que sé que no entenderé. Estoy a punto de levantarme y moverme cuando se producen explosiones de aire al sobrepasar más máquinas. El sonido es aterrador.
Y luego la gran y ennegrecida terminal de París, esa catedral sucia, añeja y exhausta, a través de la cual se entra en calles grises, comerciales. Salgo de la estación para buscar un taxi, y me dejo caer, cansado, en el asiento trasero, aunque es poco después de mediodía. Estoy pensando en Cristina, que más tarde, cuando vayamos en coche a cenar, empezará a hablarme del marido de Isabel, que ahora le pide consejo. Son muy amigos. Circulan por la ciudad hablando mientras él señala con brusquedad diversos edificios de su propiedad.
—Casas de apartamentos fabulosas —dice ella, encogiendo los hombros con impotencia. Su cuello emerge, completamente desnudo, de su caro vestido negro.
—Aquél no era suyo —dice Billy—. Era el pequeño, el diminuto de al lado.
—El pequeño de al lado —concuerda ella—. Sí. Muy bien. Pero me ha enseñado muchos otros.
—Bueno, yo no me creería todo lo que dice.
—No sé —dice ella—. ¿Por qué no?
—Yo no lo haría —dice Billy—. Verás, he hablado con mucha gente.
—Es maravilloso —me dice ella—. Créeme. Está loco por el arte.
Tiene ya unas copas encima, lo que es malo para su hígado, por supuesto. Ella lo sabe, no podrá dormir. Luego tendrá ataques terribles, sobre todo causados por no dormir. Billy dice que está bien: ella debería descansar más.
Vamos a Chez Noé, a orillas del río, y en cuanto aparecemos nos reciben con gritos de alegría. No han estado aquí desde hace meses; era donde solían ir antes de casarse.
—Cuando dormíamos juntos —dice Cristina.
Billy la mira.
Un restaurante pequeño, vulgar como la casa de una tía. Arriba está relativamente vacío. Nos colocan junto a la ventana. Cristina insiste en tomar champán.
—Esta noche me apetece.
—Cuidado, Bummy —dice él.
Ella lanza una risa tonta.
—Muy bien —dice él—. Recuerda que te lo he advertido.
—Sí, querido —dice ella.
Fuera veo el río negro, abollado como una lámina metálica, y el Mercedes color tabaco de los Wheatland abandonado bajo las farolas, ladeado, no del todo paralelo al bordillo. Cristina es pintora, o, más exactamente, habría sido pintora de no ser por su primer matrimonio. Lo dejó todo arrinconado al casarse. Con Billy ha sido distinto. Ella recibe clases de nuevo, pero… suspira.
—No —le asegura él—, los cuadros que estás pintando ahora son los mejores que has hecho. Tú misma lo has dicho.
—No lo sé, se han vuelto demasiado intelectuales —dice ella—. Han perdido toda la vida que tenían.
—No, no es cierto.
—Tú no eres pintor —dice ella. Y a mí—: Préstame tu pañuelo.
Por un momento temo que va llorar, pero simplemente se suena. Me mira directamente. Sus sonrisas son siempre misteriosas.
—Dile quién está en tu clase —dice Billy.
Isabel. Llega con su caniche y ata la correa a una pata del caballete. Es muy seria con su trabajo, no bromea al respecto.
—¿Es buena pintora? —pregunto.
—No sabes lo gracioso que eres —dice Cristina. Su piel brilla débilmente contra el negro de su vestido, y parece llena de esos actos rebeldes que se le ocurren tan espontáneamente cuando bebe. Tiene los ojos grandes y preciosos, y las pestañas claras—. No hay una sola persona en toda la clase que sepa pintar. Bueno, sólo una. Alix podría ser una buena pintora, pero no se esfuerza. Hay que estar dispuesto a renunciar a todo.
—Claro.
—Lo digo en serio —me dice ella—. ¿Conoces a Alix?
—Creo que no.
—Es divina —dice Cristina—. Te gustaría.
Los dueños se sientan con nosotros, Michelle primero, que se acerca con una sonrisa encantadora. No es joven, más bien posee esa belleza postrera y más confiada, como la madre de un compañero de clase. La ves apearse de un coche, el destello de una pantorrilla elegante, y sucumbes a un amor insufrible.
Michelle tiene una sorpresa: ¡ella y Charles se han casado! Entre las felicitaciones y los abrazos sinceros, Charles entra tímidamente y su entrada suscita otra ola de saludos. Abren más champán y hasta sacan el Calvados de reserva. Después, cantan a dúo. Es muy conmovedor. Durante los muchos años en que ella ha sido su amante, eran perfectamente francos respecto a su relación, pero el matrimonio les hace sonrojarse y contar chistes. El hijo de Michelle, que tiene unos quince años, sube con un amigo. Todo el mundo se sienta alrededor y charla, salvo el amigo y yo. Somos ajenos al pasado que les une a ellos. El amigo fuma y yo bebo Calvados.
Cuando nos marchamos comienza una discusión, la segunda de la noche. La primera fue cuando Cristina no quería bajar con él al garaje para recoger el coche. Ahora quiere ir a bailar.
—Oh, Dios —dice ella.
—¿Dios, qué?
Él siempre se pone de mal humor.
—Nadie va a bailar —dice ella.
Pero vamos a un club. Billy está enfadado y aburrido al mismo tiempo. Hay una negra cantando en un francés hermoso, y su vestido de lentejuelas fulge con el brillo de escamas de cristal. Es como una náyade enfundada en piel de plata. Sus dientes son hipnóticos. Su sonrisa te aplasta la esperanza. Billy la mira, impasible. Cristina se inclina sobre mi hombro y me confiesa que soy el único amigo de Billy que le gusta.
—¿Sabes? —me dice—. Deberías ser pintor.
—¿Tú crees?
—Sí. Quiero decir que hacemos lo mismo, ¿no? Tú y yo.
—No exactamente. Yo no modifico nada.
—¡Pues claro que sí! —dice ella, con virulencia.
—No, creo que no. De todos modos no tiene importancia, no podría ser pintor. Tú deberías ser pintora.
Sonríe extrañamente. Tengo miedo de explicarlo.
—Tienes mucha razón —dice ella finalmente. Repara en Billy—. Cariño —dice—, ¿qué ocurre?
—Nada —contesta él fríamente.
Ella se ríe.
—Vamos a bailar —dice ella.
Recorremos el bulevar Raspail. Hay un club en algún sitio, escondido entre los escaparates corrientes. No se ponen de acuerdo sobre dónde está hasta que pasamos por delante. Billy da un frenazo. Retrocede hacia el aparcamiento con feroz destreza. Cristina se apea y me coge del brazo. Es el sitio donde van los armadores griegos millonarios, me dice. La orquesta no para nunca.
Cristina se niega a bailar, por supuesto. Observamos a los demás, una japonesa joven y esbelta que había estado sentada junto a la barra y un hombre de sesenta años, gordo como un pastelero. Se separan con el ritmo y se ponen de costado. Luego bailan espalda contra espalda. Él es absurdo, pero muy garboso. Tiene los pies ágiles como un gato. Por fin empiezan a tocar algo que a Cristina le gusta. Nos turnamos para bailar con ella.
—Onassis está sentado en aquella mesa —me dice ella en la pista.
—¿En cuál?
—La del rincón.
—Oh. —Miro hacia la mesa—. ¿Cómo es?
—¿No has visto fotos suyas? —dice ella.
—Sí, pero de cerca…
—Tiene aspecto de muy rico —dice ella.
—¿Lleva esas gafas ahumadas?
—¿Gafas de sol? Todos llevan. Nunca sabes lo que están pensando.
—En ti, me figuro.
—¿En mí? —dice ella.
—Estoy seguro de que tiene buen ojo.
—A veces me gustaría cazarlo.
—En serio, ¿te casarías con un hombre rico?
—La próxima vez —dice ella—. Oh, no duraría, pero él sería muy feliz.
—¿Ah, sí?
—Oh, sí —promete.
Ella tiene sus momentos. Pero es peligroso creer en lo que aparenta ser. Uno tiene a menudo la impresión de que hay otra mujer desesperada debajo, pero este indicio de opulencia sexual es la magnitud de su poder. Billy siempre habla de lo bella que es. Es casi como si protestara: pero ella es bella. Han adaptado su vida a la finalidad de exhibir esa belleza. La tratan como si fuera la posesión de una hermosa casa.
Sale a la pista un bailarín alto, extasiado, moreno como un gitano. Lleva traje. Lleva el pelo largo y sus zapatos tienen tacones altos de cuero. Despide un aura de locura mientras baila solo, sus amigos en la mesa le miran sonrientes. Le ve la chica japonesa. El hombre gordo oye sus pasos. La música se acelera cada vez más. Ha dado comienzo un torneo habitual. Es como el principio de un crimen pasional, ya están amortajando al burgués pobre y gordo, miradas tórridas se cruzan mientras se retuercen a ambos lados. Pero él no morirá. Baila como un poseso, con la cara colorada y reluciente de sudor, y la sonrisa de un muerto en la boca. Ahora la abre. Todo se ha detenido en el club. Todo el mundo mira. De un instante a otro espero verle arrugarse como un abrigo viejo. La música basta para matarle. Bailan frenéticamente. Los músicos han enloquecido.
Al volver a casa nos perdemos. Aunque hayan vivido en la ciudad cinco años, Billy no sabe dónde están. No hay nadie a quien preguntar. Reducimos la velocidad para intentar leer las placas en las esquinas y luego, con un chirrido de neumáticos, arrancamos. Por las calles desiertas sólo pasa algún que otro coche. Lo mismo en los grandes cruces. Damos vueltas durante una hora. La cabeza de Cristina descansa, lánguida, sobre mi hombro. Está dormida. Al cabo de un rato (es la tercera vez que pasamos por delante de las mismas tiendas) empieza a cantar. Tiene los ojos todavía cerrados. Su boca emite frases confusas, débilmente poéticas. Billy la mira. Parece un médico que nos lleva a un hospital. Por último, justo cuando llegamos a una parte de la ciudad que él reconoce, ella se despereza. Siento una decepción súbita, como si ella me hubiese abandonado, pero a cambio, con un seguro instinto, me dirige la más auténtica de sus sonrisas. Sobrepasamos diversas galerías. Ella las ve pasar.
—Ahí —señala—. Ahí es donde voy a exponer un día. En esa misma galería.
Ahora miramos por la ventana de atrás.
—¿Aquélla?
—Es la mejor galería de París.
Billy no le hace caso. Ella empieza a arreglarse el pelo, gira el espejo retrovisor para poder verse. El no dice nada. Ella le acaricia el cuello de la camisa. El cielo ha perdido su oscuridad. Es demasiado tarde para dormir.
Mi cama está en un cuarto que también sirve de estudio. Está justo al lado de la escalera. Hay que pasar por ella para llegar al cuarto de ellos. Cortinas enormes, demasiado pesadas para que el aire las infle, cubren las ventanas, pero parece que ya una luz tenue alumbra el borde inferior. Mañana de domingo. Cierro los ojos y aguardo. Tal vez desayunemos a la una o algo así. Después podemos hacer algo divertido.