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ESTÁ todo en fragmentos, como la mitad de una servilleta de papel (durante un tiempo en el cajón superior de su escritorio) en la que ambos han escrito palabras. Hay dos columnas, y veo que las han añadido sucesivamente, como en un juego. Las de él están a la izquierda. Comienza con «Croix de fer». Enfrente, con la letra de ella: «Les Martiens». El escribe: «Les Escaliers». Ella escribe «Le Select». Ponen nombre a un hotel, el que ambos tendrán algún día. Dean puede conseguir el dinero, dice: su padre conoce a todo el mundo. Su padre tiene amigos ricos. La lista continúa:

Pharaoh Les Copains Le Pyramide Coco Napoléon L'Aigle Noir Quatre Saisons Moderne y falta el final, como una carta rasgada en la calle mojada.

Es en Nancy, en el hotel de la plaza. Una tarde luminosa de diciembre. En el centro de todo, la estatua de Stanislas, con huellas de nieve vieja a sus pies y su brazo verde apuntando hacia el parque yermo. Los introducen en el silencio de una habitación aparte. Ella está feliz. Es fin de semana. Han vagado por la calle entre el gentío de caras vulgares, y ella ha visto un traje de cuero que cuesta ciento treinta francos y que se figura que él puede comprarle. Lleva un sombrero negro de piel. Todos los ojos la siguen cuando camina.

La radio está encendida. Se desvisten a la luz invernal. A Dean le avergüenza un poco su propio estado. La polla se le pone dura siempre que la mira. No puede evitarlo. Su principal deseo es levantarla con ella, exultante, elevarla hacia la luz del sol, la luz de las estrellas, desde donde ella pueda ver el mundo. Empiezan a bailar un poco, desnudos, en la oscuridad temprana, con música suave y extranjera, descalzos sobre la alfombra. Luego hacen el amor, ella a horcajadas sobre él, a la manera predilecta de los poetas romanos, según le informa él. Él la contempla tumbado y anilla con sus manos los tobillos de Annie. El intenso olor de ella se derrama sobre él. En el fondo de todo, la mirada de Dean se demora sobre el triángulo mudo en que está implantado.

—¿Crees que te acordarás de mí dentro de cinco años? —le pregunta ella en la cena.

Él procura sonreír, pero está seco. Está vacío, no tiene ganas de hablar del amor.

—Te irás —dice ella—. Eres de ésos.

—No.

Si —insiste ella, con calma.

Para entonces conocen algo uno del otro. Hay un fondo al que ambos pueden recurrir. El encuentro empieza a tener una esencia propia que ninguno de los dos puede definir pero que los nutre y a la que, felizmente, en el ritual único y generoso del amor, los dos aportan todo lo que pueden. No importa lo mucho que cada uno obtenga de ello. Es un cuerpo sin límites. No puede agotarse pero sí, aunque nunca lo creamos, olvidarse.

Les sirven un plato lleno hasta los bordes de écrevisses, saladas, pálidas. Las patas minúsculas chasquean bajo sus dientes como madera seca. Brotan los jugos ocultos. Ella quiere saber cómo se llaman. Dean no lo sabe seguro. Cigalas, dice.

—¿Cigalas?

—Creo que sí —dice él.

Ella inventa una historia: El príncipe de las cigalas. Dean escucha, lamiéndose los dedos mientras ella le explica, como a un niño, un cuento lleno de misterios.

«El príncipe de las cigalas nació en las aguas profundas, donde sólo hay oscuridad. Fue muy difícil. Tardó mucho tiempo porque sus patas se enredaban en las de su madre, pero al final se puso a nadar, un poco débilmente, a su lado. De todos los rincones del mar llegaron peces importantes para ofrecerle regalos: collares de coral, pequeños mejillones que comer, algas para tumbarse, verdes y negras»…

Él observa su boca, sus ojos inteligentes. Tiene los dientes descuidados y de un color feo. Se ve cuando sonríe, pero él sólo escucha las frases y apenas se fija en ellos.

«Cuando tenía seis meses, le dijo a su madre: Voy a subir a ver el mundo. Ah, ella se entristeció mucho. Lloraba. Ella no quería, pero luego dijo: Dios te acompañe, mi querido hijo. Sé valiente y sincero y no sufrirás»…

—Ningún daño —suplica Dean, como en sueños.

—Ningún daño —dice ella, y suena raro en sus labios—. No sufrirás ningún daño.

—Sigue —dice él.

—¿Te gusta?

—Oh, sí.

«Desde aguas tan profundas tuvo que nadar hacia la superficie durante tres días antes de empezar siquiera a notar la luz»…

Un odisea que termina (Dean se sobresalta) en desastre, en una olla grande y espumeante donde el príncipe muere escaldado, siempre valiente, siempre sincero… Ella se encoge de hombros sobre la sopa ante la brusquedad del epílogo. Dean guarda silencio. Está vacío de toda inventiva y también es consciente, por primera vez, de que ella es plenamente capaz de hablar, de crear imágenes lo bastante intensas para alterarle la vida.

A las diez regresan al hotel. Los pasillos están desiertos. Hay zapatos ante la puerta de cada habitación. El cerrojo hace al cerrarse un pequeño clic, y ese sonido despierta de pronto a Dean. Pasa el pestillo. Están a salvo. La ciudad es suya. No hay nadie en ella más poderoso. En su sueño silente la ciudad duerme, motas blancas de escarcha en sus ventanas, macerada en el frío. Nadie es más angelical, más demoníaco.

Ella se planta desnuda ante el delgado espejo del cuarto de baño. Dean aparece a su espalda. Sus manos, al principio tan reverentes, como las de un hombre indultado, se mueven para poseerla. Le sopesa los pechos tiernamente.

—Estaría muy guapa con ese vestido —reflexiona ella.

Sin resonancia, él dice:

—Oui.

—Éste creció antes —dice ella.

—¿De verdad? —dice Dean, vacuamente.

—Siempre ha sido más grande. Oui.

Él presta atención al más pequeño.

—Pobrecillo —murmura.

Sobre el lavabo, en una repisa de cristal: sus frascos. Biodop, reza uno de ellos. Las medias yacen arrugadas en el suelo. En la radio: Nights of Spain. El traje, recuerda él, tenía un cinturón que era una correa reluciente de cuero.

Han apagado la luz. En la habitación hay un armoire enorme, un cesto de mimbre, sillas. Un árbol de metal en el que se pueden colgar prendas. El techo es muy alto. En el centro (hay que acostumbrar los ojos a la oscuridad), un elemento grotesco. Pasan las horas. Está inmovilizada en la cama, con los brazos prensados bajo su cuerpo y las piernas abiertas a la fuerza. Tiene los ojos cerrados. En la radio suena Sucu sucu. El mundo se ha detenido. Océanos inmóviles como fotografías. Galaxias flotantes. Su coño sabe dulce como fruta.

Por la mañana. Sigue tendida, todavía en la calidez del sueño. Tiene los brazos levantados a ambos lados de la cabeza, los codos doblados. Dean está encima de ella, rodeándola, en la luz temprana, y follan como levantadores de pesas. Él hace una pausa, por fin. Se inclina para admirarla, ella no le ve. El pelo le tapa la mejilla. Su piel parece muy blanca. Él la besa en el costado y luego, sin fuerza, como quien espolea a una yegua favorita, vuelve a empezar. Ella vuelve a la vida con un sonido suave y exhausto, como alguien salvado de ahogarse.

Su espalda estrecha y fría pidiendo el desayuno. El camarero que lo trae no mira siquiera hacia la cama. Cuando se ha ido, ella se levanta de un salto y, todavía desnuda, prepara las bandejas. En la luz silenciosa abre los croissants, diligente como una criada, los unta con una capa uniforme de mantequilla, los coloca en los platos. La piel le brilla. Eso atrae a Dean. Se mueve para acercarse a ella, como un niño, confiando en que ella le sonría, le deje probar. Ella está tan ocupada y serena que él tiene ganas de dar brincos, de hacer ruido. Ella abre la confiture. Pon aquí un poco, quiere decir él. La ciñe por la cintura. Baila. Le besa un codo. Ella le mira y sonríe.

Place Stanislas en la quietud de una mañana de domingo. Ventanas por las que se filtra el silencio de Nancy, transmitido por la luz pura. Es la ciudad en la que ella nació, en un otoño melancólico de la guerra. Su padre ya había abandonado el hogar para vivir con su amante. Su madre estaba sola. Fue un invierno frío, un invierno de nieve dura como piedra, hielo que centellea al sol en los tejados. Un invierno que de algún modo la forjó, aunque no pudiera decir una sola palabra.

Los restos del desayuno están desperdigados como un banquete de la noche anterior. Al otro lado de la calle está la ópera, toques de oro en la barandilla del balcón, letreros invisibles debajo. Darán aquí Lude de Lammermoor, letras oscuras en tinta violácea. La vie boheme. Se han acostado y están casi sumidos en un segundo sueño, la radio suena tenue y los dedos de ella le palpan los testículos, la piel se tensa al contacto.

En el cuarto de baño la observa estirándose el pelo. Tiene los brazos en alto. En los huecos hay una sombra de espesura, corta y fina, y de ahí emana el olor húmedo, a cebollas, que él ama. Cuando está en la bañera, él empieza a frotarle la espalda. Ella se queja. Demasiado fuerte.

El recorre levemente su piel con la punta de los dedos.

—¿Mejor así? —dice él.

Ella no responde. Está inclinada ligeramente hacia delante en el vapor fino y placentero, con los brazos a lo largo del borde blanco. Debajo de ellos se le ven los pechos, un poco banales, como si él pudiera verlos siempre que le apetezca, como si fueran tan corrientes como las rodillas. Los pezones son muy pálidos: apenas los ve. Se arrodilla junto a la bañera. Ella empieza a lavarse las piernas.

Simples momentos de impudicia, una impudicia que pone fin al deseo, se oye decir a menudo, en una ciudad grande y persistente. He visitado y he leído mucho sobre Nancy. La capital de Lorena. Un modelo de planificación del siglo XVIII. Sus plazas armoniosas, sus casas elegantes son típicamente francesas y apropiadas para una región tan rica, pero su gloria se debe a un polaco, Stanislas Leszczynski, que recibió de su yerno, Luis XV, los ducados de Lorena y Bar, y que gobernó desde Nancy, decidido a embellecerla. Una ciudad antigua. El casco viejo no ha sufrido cambios. Una ciudad de mercaderes, estratégica, clave para las tierras a lo largo de la frontera. Delante mismo de sus murallas… Pero qué opaco parece todo esto, qué triste, como un telón barato que se agita mientras los actores caminan.