¿QUÉ había ocurrido? Se fugaron e hicieron el amor. No es nada insólito. Cabe esperarlo. No es nada más que un dulce accidente, quizás únicamente el fin de una ilusión. En un sentido se puede decir que es inofensivo, pero ¿por qué, entonces, por debajo de todo, uno se siente tan distanciado? Aislado. Hasta con ganas de matar.
En cierto modo podría esperar con calma que a partir de este punto, tras haber descubierto tan pronto todo lo que había, empezasen a perder interés uno por el otro, a envejecer, pero estos actos son a veces una mera introducción (en los grandes dúos carnales creo que a menudo tienen que serlo), y busco las cifras exactas que me sirvan para abrirlo todo, como en una caja fuerte. Reconstruyo sucesos y elaboro frases que revelen cómo la inocencia prístina se transformó en largas mañanas de domingo, con las campanas llenando el aire, las almohadas encajadas por debajo del vientre, el espléndido trasero de Annie en alto a la luz del día. Dean penetra despacio, hondo como una herida de espada.
Prefiero no pensar en ello, me alejo, pero es imposible controlar estos sueños. Los prohibidos son incandescentes: queman las resoluciones como si fueran tela. No puedo detenerlos aunque quiera. No consigo que desaparezcan. Son más brillantes que el día que me rodea. Mi propia vida de pronto parece no ser nada, un traje viejo, una colección de trapos, y camino, respiro al ritmo de Dean, más fuerte que el mío. El mundo entero ha cambiado. Las costras de la realidad se han desprendido, y debajo, aunque procuro no mirarlas, hay visiones que me hacen temblar.
En el cuarto de Annie se calientan las manos en la estufa. Ella está cansada. Ha sido una jornada de trabajo agotadora. Él la desviste, con cierta desmaña, porque ella dista aún mucho de ser suya (cabe imaginar que todavía se niega), y la acuesta. Su cara brilla como la de una niña por encima del grueso edredón. Él, de pie, la mira, jubiloso. No dicen nada. Le acomoda las mantas, que están algo manchadas, las alisa. Después, presurosamente, como obedeciendo a una idea tardía, se quita la ropa y se desliza a su lado. Un acto que nos amenaza a todos. La ciudad permanece silenciosa alrededor. En las esferas del reloj blancas como la leche, las agujas saltan al mismo tiempo hacia nuevas posiciones. Los trenes ruedan puntuales. De vez en cuando pasan por las calles vacías los faros amarillos de un coche, y las campanadas dan las horas, los cuartos, las medias. Con un tacto como el de una flor, ella explora suavemente la base de su polla, inserta ya entera dentro de ella, le toca las pelotas y comienza a retorcerse lentamente bajo su peso, como en una especie de rebelión sumisa, mientras él, en su propio sueño, se levanta un poco y define con un dedo el anillo mojado de su coño, y mientras lo hace se corre como un toro. Permanecen fundidos largo tiempo, sin hablar todavía. Son esos intercambios los que los consolidan, eso es lo terrible. Esas atrocidades los impulsan hacia el amor.
Le oigo entrar. Estoy leyendo. Aparento hacerlo. Enrique IV embellece París, construye la Place Royale, el Pont-Neuf. Leo una y otra vez las mismas líneas. Sé lo que ha ocurrido, pero no acierto a decir nada. Nada. No poseo nada más que frases pesadas como leños.