8

LAS mañanas son cada vez más frías, las empiezo desprevenido. Mañanas gélidas. Las calles siguen oscuras. Las bicicletas me adelantan, sus piezas crujen, los ciclistas son míseros como mendigos.

Tomo un café en el Café St. Louis. Está tan silencioso como la consulta de un médico. Las sillas todavía están vueltas hacia arriba, sobre las mesas. Más allá de las finas cortinas, un frío cortante. Tal vez nieve. Miro al cielo. Pesado como un trapo mojado. Francia es ella misma solamente en invierno, su ser desnudo, sin modales. Con buen tiempo, todo el mundo la ama. No obstante, sigue siendo deprimente. Uno se siente fugitivo de media docena de vidas.

Estas mañanas tristes. Estoy cerca del radiador, tratando de calentarme las manos sobre un hierro frío como cristal. Los franceses tienen un gusto agradable por la simplicidad. Se limitan a ponerse suéteres cuando están bajo techo y a veces también sombreros. Creen en la luz, sí, pero sólo si la ofrecen los cielos. La mayoría de sus habitaciones son oscuras como la casa de un pobre. Reina un olor a tabaco, sudor y perfume, todo mezclado. Una atmósfera abatida en la que cada sonido parece cruel y aislado: una puerta que se cierra, pasos bajo los cuales se detecta la débil queja de la arenilla, roncos bonjour. Uno se siente parte de una vasta servidumbre, anónima e inacabable, hasta que todo se desvanece inesperadamente cuando pasa la imagen de madame Picquet detrás del cristal de su despacho, ese perfil ligeramente vulgar y emocionante. Al pensar en ello, siento un dolor en el pecho. No controlo estos sueños en los que ella parece habitar mi futuro como una estación entera de comidas copiosas, ojalá supiera cómo arreglar esto. La veo casi todos los días. Puedo ir a verla con algún pretexto, pero es difícil hablar mientras está trabajando. Oh, Claude, Claude, me hormiguean las manos. Quieren tocarte. En su peinado meticuloso hay una cinta que ella se toca una y otra vez, nerviosamente. Luego se toca el botón superior de su suéter como si fuese una joya. Ciñen su cuello guirnaldas de cuentas de cristal, del color de los besos de un night club. Una piedra verde en su dedo índice. Y luce varias alianzas de casada, tres, al parecer. Estoy demasiado nervioso para contarlas.

—Usted no es de aquí, ¿verdad? —le había preguntado.

—Oh, no. Soy de París.

—Eso creí.

Sonríe.

—¿Pero le gusta esto?

—Oh —se encoge de hombros, impotente.

Cuando me acerco a ella percibo casi el tacto de su piel, su sabor, como un hombre famélico, como un marino que huele la vegetación desde mar adentro.

Abrió su bolso y sacó fotografías de ella tomadas en los salones de hoteles. Ocurrió muy aprisa, quise mirarlas más tiempo. Dijo que había sido maniquí. Viajaba para desfilar por pasarelas en aquellos tiempos. Era muy bonito. Fines de semana en Vichy, me dijo… otros en Megéve.

Tres de diciembre. Un día que no promete nada, que pasa velozmente. Por la tarde, una nieve liviana, tan tenue y diminuta que no parece más que una manifestación del frío. La ciudad inicia su rápido descenso hacia la oscuridad, y aparecen los comercios iluminados, los faros, restaurantes, cafetines. Todo lo demás se torna negro en un gran ciclo incorruptible, demasiado serio, demasiado antiguo para cambiar, mientras detrás de los postigos y las pesadas cortinas una vida nocturna se mide en magras porciones, tan exactas como las de un viejo tendero.

Me paro a comprar un periódico en la librería. Conozco muy bien al anciano. El mostrador está cerca de la ventana donde la luz le cae de lleno, como a un ministro antes del desayuno. Lleva un grueso suéter y una bufanda. Tiene las mejillas totalmente encarnadas. Parece muy compungido, pero todavía hay que sobrevivir todo el invierno. Ya no cuenta la vida en años; se reduce a estaciones. Al final se convertirán en simples noches, cada una tan peligrosa como un viaje lunar. Me devuelve el cambio. Tiene los dedos ásperos como madera.

En una habitación con todas las luces encendidas, Dean abre mucho los brazos.

—¿Dónde has estado? —dice—. Tengo una sorpresa para ti.

—¿Qué?

No me responde al momento.

—Te va a gustar —me asegura, parándose delante del espejo para mirarse desde un ángulo, luego desde otro, con movimientos livianos como los de un pájaro. Mon vieux, está cantando para sí, en tono desafinado, vous étes beau, vous étes beau.

—Bueno, ¿no me lo vas a decir? —le pregunto.

—Oh, en su momento —dice—, en su momento.

Miro cómo se ata los zapatos. Termina de vestirse. Ahora se inspecciona de cuerpo entero.

—Está nevando —digo.

—¡Nevando! —Va derecho a la ventana. Lo confirma—. ¡Aaah!

—¿No te gusta?

—Perfecto —dice—. Es perfecto.

Nos encaminamos al Foy.

Ciertas cosas las recuerdo exactamente como fueron. Sólo el tiempo las descolora un poco, como a monedas en el bolsillo de un traje olvidado. Muchos pormenores, sin embargo, han sido transformados o modificados desde hace mucho tiempo para resaltar otros. Algunos, de hecho, son obviamente falsificados; no por eso menos importantes. Alteramos el pasado para formar el futuro. Pero hay una sustancia real en el dibujo que finalmente aparece y que resiste a todos los demás cambios. De hecho, existe el peligro de que, si sigo intentándolo, toda la versión de sucesos empiece a desmenuzarse en mis manos como un periódico viejo, y no puedo soportar la idea. El pasado infinito nos penetra y se desvanece. Salvo que, dentro de él, en algún sitio, como diamantes, existan fragmentos que se nieguen a consumirse. Cribándolos, si uno se atreve, y recopilándolos, se descubre el dibujo verdadero.

La Étoile d'Or. Una habitación iluminada a lo largo de una calle fría, mientras la nieve desciende a rachas y el tráfico es poco denso. El camarero es un chico joven con una chaquetilla blanca y sucia. Sólo hay otra mesa ocupada (por un hombre leyendo el periódico) en esta habitación modesta, la de una casa de campo, casi vacía en la crudeza del invierno, en las horas oscuras y glaciales. Los tres estamos sobre el mantel estampado, ella muy nerviosa. Se le nota en las manos. Advierto que tiene las orejas perforadas. Sobre la carne tierna de los lóbulos hay prendidos ornamentos baratos que ella toca de vez en cuando. Tiene exactamente el mismo aspecto que en Dijon aquella noche. El mismo vestido. Los mismos brazos blancos. El camarero llega con tres bandejas de ostras, que yacen puras y relucientes en sus conchas irregulares y profundas. Por un momento ella permanece inmóvil en su asiento cuando nosotros empezamos a comer, y sólo entonces come ella, como por respeto, o porque no quiere parecer hambrienta. La verdadera causa es mucho más sencilla: nos estaba observando, no ha comido nunca ostras.

Anne-Marie Costallat, nacida el 8 de octubre de 1944. Yo empezaba el instituto y me masturbaba dos veces al día, curvándome como una hoja muerta, cuando ella nació, en un lecho de violetas, como dice ella: todas las madres francesas dicen eso a sus hijos. Dean intenta ofrecerle un poco de vino. Non, dice ella, merci. No le sienta bien. Tiene las mejillas un poco coloradas por el frío, pero cuanto más te acercas más maravillosa es. ¡Tiene dieciocho años, creo! Parece incluso más joven. Lo cual me asusta, por supuesto. Dieciocho años y un amante negro. Directamente sacado de Jean Genet.

—¿Cómo la has conocido? —digo. Me percato de que mi voz es forzada.

Ella se ha disculpado. Los servicios están en la habitación contigua, más allá del bar.

—¿Qué te parece? —dice él.

—Es sólo una niña.

Que come como un estibador, inclinada sobre el plato y engullendo grandes bocados. Se ha comido todo el pan.

—¿Te has dado cuenta?

Claro. Lo recordaré toda la vida.

—Comida —dice él.

—¿Sí?

—Mi gran tema.

Ella vuelve. Se sienta, con una sonrisita.

Hacia las diez, el camarero ha desaparecido. El restaurante está silencioso, y el frío de los hoteles baratos comienza a rodearnos. Ella está hablando en inglés, pero es difícil de entender y muy gracioso. Sonríe cuando nos reímos, una sonrisa de tanteo, amistosa.

Comment? —pregunta.

Trabajó seis meses para el ejército norteamericano en Orleans. Allí aprendió su inglés, aunque ha olvidado gran parte. Luego trabajó en un hotel de Troyes. (Nunca he estado en la ciudad. Sólo la imagino: un hotelito comercial, bastante moderno. Roland es el hijo del dueño. El y todos sus amigos tienen coche. Hacen fiestas, y hay una casa grande y vacía que pertenece a uno de ellos y donde pueden llevar a chicas…) Este verano tendrá un empleo en La Baule. Dean quiere saber dónde está eso. En Bretaña, le digo. En la costa. Ella asiente. No estoy seguro de que entienda mucho de lo que hablamos. Dean se pone la chaqueta por encima de los hombros. Empieza a hacer mucho frío en el comedor.

La llevamos en coche a su casa. Place du Carrouge. El edificio donde vive está oscuro. Su habitación da a una calleja donde unos corsos tienen un comercio de frutas. Envoltorios de limones, de peras, de naranjas españolas vuelan al azar sobre la acera. Tienen un camión viejo, alto y destartalado, que siempre está estacionado cerca de la tienda. Es una zona de la ciudad donde nunca he estado, una de esas barriadas silenciosas, compuestas de unas pocas casas y calles que no llevan muy lejos. Sentado en el asiento, espero a que Dean la acompañe hasta la puerta, pero antes ella se acerca a la ventanilla de mi lado. La bajo apresuradamente.

Bonsoir —dice, cortésmente.

Él la deja en la puerta y ella sube a su habitación como una buena niña, una habitación en el piso más alto, probablemente debajo del tejado, como un gorrión. Ese cuarto (una brigada de inspectores no lo encontraría nunca) en un edificio estrecho. Ese cuarto que nunca visitaré. Desde el principio, cuando le pregunté a Dean al respecto, no me dijo nada. No había mucho que describir, era un cuarto corriente. El laconismo de esa respuesta lo decía todo.

Tenía miedo de lo que yo pudiese preguntarle. Estaba casi dispuesto a mentir; es fácil hacerlo. Yo mentía constantemente. Ahora ya no lo hago. A Dean siempre le dije la verdad, desde el principio. En parte, supongo, temía que pudiese pillarme, pero lo más importante es que las mentiras de repente parecieron inútiles. Era incluso algo más que eso: no me consolaban. Con él sentía, es difícil de explicar, que no se le podía desafiar con mentiras. Ya había demostrado que le tenían sin cuidado. En eso residía el quid de toda su vida.

Ella se agacha con la cerilla, la introduce y la estufa hace una suave explosión. Una llama azul corre por los quemadores y luego arde con un sonido constante. No hay más luz que ésta en el cuarto, y se refleja en el suelo. Ella se incorpora. Deposita en la mesa la cerilla quemada y empieza a colocar ropa sobre la parrilla de la estufa, pijamas que extiende para que se sequen. Dean la ayuda un poco. La seda, si es seda, está muy fría. Y ahí están los dos en la oscuridad rugiente, al regreso del Vox, que está frente al garaje Citroën, con sus puertas de cristal ahora cerradas. Con un gesto de cariño, casi fraternal, él la rodea con el brazo. Apenas se conocen. Ella lo acepta sin decir una palabra, sin hacer un movimiento, y aguardan en absoluto silencio, en el aire bañado por la débil dulzura del gas. Al cabo de un rato, ella da la vuelta al pijama. Está de espaldas a Dean. Con un solo movimiento se quita el suéter y luego, extendiendo los brazos hacia atrás, con ese torpe giro del codo, se desabrocha el sujetador. Se vuelve poco a poco.

Se zafa finalmente de los besos de Dean y se recuesta contra la pared, con los brazos a los costados.

—Juana de Arco —dice. El azul trémulo espejea en ella. Sus facciones parecen resignadas.

Él la agarra de los brazos. Ella vuelve la cara hacia la luz. Él es su verdugo, dice ella. La palabra emociona a Dean. Le tiemblan las rodillas.

La mete en la cama con el pijama caliente. Ella es inocente, decide él. Ella sonríe levemente, con la calma de una larga convalecencia pintada en la cara. Por último, él se vuelve para irse, pero en la puerta la voz de ella le detiene. ¿Sí? Apaga la luz, le dice. Él lo hace. Como Lucifer, él crea oscuridad y baja la escalera.