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ME reciben patios con verjas herrumbrosas. Cercados. Grandes muros se derrumban en el umbral. Los árboles parecen hileras de cubas en la Place d'Hallencourt. Hay ladrillos depositados bajo ellos. Las aceras están veteadas de musgo. Las calles se abren como una flor conforme uno desciende por ellas. Rué Dufraigne. Faubourg St. Blaise, una bella casa aquí, pequeño balcón de hierro, jardín enorme. Los árboles se derraman sobre la tapia y sombrean también el lado público. Las puertas parecen muy sólidas.

Hay otra casa en la rué de la Grille. De un color maravilloso: ladrillo apagado, con las puertas, ventanas y todas las líneas principales empotradas en piedra blanca. Un sendero de grava. Verjas altas, férreas. Cuando paso por allí por la mañana, una chica con una bata rosa abre los postigos de cada habitación. Es la casa de un médico, seguro. Todos son médicos. Vétérinaires. Yeux, nez, gorge, oreilles. Se fortifican dentro de las casas más sólidas de la ciudad, las más grandes, dominando todas las calles. Pulen los muebles. Siempre abrillantan las placas.

En las ventanas de los cafés baratos hay carteles que anuncian fútbol. Autun - Charolles. Autun - Chagny. Nadie parece leerlos. Unos hombres juegan al dominó; tienen aspecto de norteafricanos. Al final de la ciudad, las fábricas están silenciosas. Las viejas han sido abandonadas, curtidurías con sus altas chimeneas frías y sus ventanas oscuras. Más allá, el río, inmóvil. Las cuatro de la tarde. Las ramas altas de los árboles a lo largo de la calle captan la última luz plena. El estadio permanece en silencio, con algunas bicicletas recostadas contra el muro exterior. Leo el horario una vez más y entro, girándome hacia las gradas, que están casi vacías. A lo lejos, los jugadores se despliegan sobre la hierba blanda. No parece haber gritos ni ruidos, sólo el débil sordo rumor de los puntapiés.

Es el vacío lo que me gusta, las dimensiones azules de esta vida. Más allá del terreno de juego, hasta donde alcanza la vista, están los campos, los árboles de la campiña. Arriba, el cielo provinciano, un poco nublado. De vez en cuando aparece el sol, vago como una sonrisa. Estoy sentado solo. Me miran algunos jóvenes, y nada más. No hay marcador. El juego se desarrolla en uno y otro campo. Parece durar mucho, mucho tiempo. Alguien manda a un niño a recoger el balón al extremo del fondo, cuando se sale de la banda. Le observo circundar despacio el campo. Pasa por detrás de la portería. Trota un poco, luego camina. Parece haberse extraviado en su trayecto. Por fin llega a su destino, pequeño y aislado en la banda. Al cabo de un rato le veo dando patadas a las piedras.

Ocupo el centro del vacío. Cada acto parece así más puro, más fácil de definir. Los sonidos los separan. Todos los detalles aparecen. Me detengo en el Café St. Louis. Es como una vieja aula. El barniz se ha desprendido de la curva de las sillas. El pulimento se ha desprendido del suelo. Es una sala amplia, amarillenta, con espejos enormes en la pared, del mismo tamaño y posición que las ventanas, generosas, imperfectas. Puertas de cristal a lo largo de la calle. Mires donde mires, parece posible ver el exterior. Están jugando al billar. Escucho sin mirar. El tenue chasquido de las bolas es como un concierto. Los jugadores, alrededor del tapete, hablan con voces roncas. El olor intenso de sus cigarrillos… Nunca están aquí de día. El café es muy distinto a la luz del día. Añejo. La mesa de billar parece menos oscura. La madera se desprende en las esquinas. Es muy vieja, yo diría que unos cien años por lo menos, a juzgar por la complejidad de las patas. El fieltro está gastado, como las mangas de un traje viejo, por debajo del paño verde pálido que siempre lo recubre.

—Monsieur?

Es la anciana que regenta el local. Dientes postizos, blancos como botones. Probablemente pertenecían a su marido. Los oigo chasquear en su boca.

Monsieur? —insiste.

Más tarde, hacia las nueve, en el bar del hotel hay música y, al menos, unas cuantas parejas sentadas. También los tres o cuatro jóvenes dorados de la ciudad, repantigados en los sofás. Los conozco de vista. Uno es un ángel, al menos para el engaño. Hermoso rostro, pelo moreno, fino. Una boca como fruta estropeada. Nada les divierte: no hablan hasta que alguien se marcha, y entonces emiten pequeñas carcajadas, y a veces llaman al camarero. El resto del tiempo permanecen en silencio, puliendo los gestos del desprecio. El ángel es más alto que los demás. Lleva un traje caro y una corbata con el nudo flojo. A veces un suéter. Puños blandos. Le he visto en la calle. Tiene unos diecisiete años, y parece menos peligroso a la luz del día, simplemente un mal estudiante o un chico ya notorio por sus vicios. Está preparado para seducir. Quizás hasta dice que es fácil, y que es sencillo conquistar a mujeres. Creer es poder, dicen. Un escalofrío me recorre. Reconozco claramente en él la seguridad del que no tiene nada que imitar, que brota intacta. Se alimenta de su propio reflejo. Se mira cuidadosamente en el espejo, se peina. Se inspecciona los dientes. La criada le ha dejado desvestirla. Ella le odia, pero no puede dejarle marchar. Trato de pensar qué ha dicho él. Tiene un instinto para eso. Está aquí para cazar presas, para descubrir a las más débiles. No sé lo que siente: el gozo del asesino.

Me modelo a su semejanza, sólo para la noche. Cuando camino hacia casa veo mi imagen flotante en el cristal de escaparates oscurecidos. Me paro a mirar ropa. Es como salir de una película. He desechado mi identidad. Sigo en libertad, liberado de mi yo antiguo hasta los primeros encuentros, y ahora imagino, con toda claridad, que conozco a Claude Picquet. Por un instante tengo la premonición cierta de que estoy a punto, de que voy a verla realmente al doblar la esquina y, confiado tras unos coñacs, empiezo a hablar de un modo totalmente natural. Caminamos juntos. La observo atentamente mientras ella habla. Sé que le intereso, la estoy rodeando como un tiburón. De pronto comprendo: será ella. Sí, estoy seguro. Voy a conocerla. Estoy un poco borracho, por supuesto, un poco temerario, y en un estado amistoso que me permite creerme destinado a ser su amante, a penetrar en su vida con perfecta soltura. Te he visto pasar por la calle muchas veces, le digo. ¿Sí? Finge sorprenderse. ¿Conoces a los Wheatland?, le pregunto. ¿Los Wheatland? Monsieur y madame Wheatland, digo. Ah, oui. Pues me hospedo en su casa, le digo. ¿Qué pasa después? No lo sé: será sencillo en cuanto esté hablando de verdad con ella. Quiero que venga a ver la casa, por supuesto. Quiero oír la puerta cerrarse tras ella. Se coloca junto a la ventana. No le da miedo darme la espalda, permitir que me acerque. Sólo voy a tocarle con suavidad el brazo… Claude… Me mira y sonríe.

Mañanas con nubes. Mañanas ventosas. Mañanas de viento negro que corre como agua. Los árboles tiemblan, las ventanas crujen como un barco. Va a llover. Al cabo de un rato, las primeras gotas silenciosas aparecen en el cristal. Crecen poco a poco, lo cubren, empiezan a trazar surcos. Todo Autun sometido al frío, la lluvia matutina, las esculturas sobre las verjas romanas primero se vetean y luego se oscurecen, los techos de pizarra relucen ahora, los cementerios, los puentes sobre el Arroux. De vez en cuando, el viento retorna, la lluvia cae oblicuamente, azota las ventanas como arena. La lluvia lo cubre todo, todas las avenidas y empresas, las antiguas glorias de la ciudad. Lluvia sobre el cristal cilindrado de la librería Lucotte, lluvia sobre las Arcades, sobre au Cygne de Montjeu. Una lluvia larga y uniforme que me satisface totalmente.