EL ascensor sube en silencio hasta un apartamento espléndido que da a la Avenue Foch. Las habitaciones están llenas de gente, algunos de etiqueta. Los Beneduce han organizado una pequeña cena. Todos los demás han sido invitados a venir más tarde. Dos camareros con chaquetilla blanca sirven café. Yo estoy cerca de la ventana. Abajo, a través de los árboles oscuros y todavía fragantes, el tráfico fluye con los faros encendidos. París me parece maravilloso ahora, aunque un poco demasiado rico. Extrañamente devoto, me veo defendiendo la vida exigua de las provincias, como si fuera algo especial. No es como la vida en París, me digo, que es exactamente como estar en un gran trasatlántico. Un país se descubre en las ciudades pequeñas, es un conocimiento que se adquiere a fuerza de pequeños días y noches.
—Ésa es Anna Soren —me susurra Billy.
La reconozco, ha sido una actriz famosa. Los escombros de una gran estrella. Labios estrechos. La cara de una bebedora impenitente. Continuamente se apila el pelo con las manos y luego lo suelta. Se ríe, pero en silencio. Todo discurre en silencio: está hecha de ayeres. Billy me señala a Evan Smith, casado con una Whitney. Hay chicas que trabajan en las casas de modas, en editoriales. Aquí uno conoce a un cierto tipo de gente, gente con dinero y gusto.
—Desde luego.
—Aquél es Bernard Pajot.
Pajot es un escritor, es bajo, inmensamente gordo, tiene la cara de un querubín con bigote. Su vida es admirada. Comienza al atardecer: duerme todo el día. Se alimenta a base de patatas y caviar, y de gran cantidad de vodka. No sólo se parece a Balzac, sino que asegura que es Balzac.
—¿Escribe como él?
—Bastante trabajo es parecerse a él —revela Beneduce.
Alcancé a oír a Pajot. Tiene una sonora voz ronca de bajo. Fuma un purito negro.
—Anoche cené con Tolstoi… —dice.
Detrás de él hay hileras de hermosos libros depositados sobre anaqueles de cristal e iluminados desde abajo, como una fachada histórica.
—… estuvimos hablando de cosas que ya no existen.
Beneduce es periodista, redactor jefe. Pelo lacio, castaño, que lleva un poquito largo, ojos azules, una ciencia infalible. Posee la irreverencia sosegada que se adquiere observando de cerca a los grandes. Y conoce a todo el mundo. Idiomas maravillosos llenan la habitación. Hay suizos. Mexicanos. La mujer de Beneduce es un lince. Incluso desde el otro lado de la habitación impone su aplomo, sus sonrisas lentas. Es amiga de Cristina, la conozco de tardes pasadas en el bulevar. La veo saliendo de cafés. Tiene predilección por los trajes de punto, sus pechos se mueven suavemente dentro de ellos, pero no creo que se cite con hombres. Su marido es demasiado poderoso. Podría hacerles pedazos. Sabría exactamente cómo hacerlo.
Está hablando con Billy. Es un hombre muy elegante, muy esbelto. Advierto que el pelo se le encanece en los lados. Todo lo demás se ha convertido en oro, el oro casto de los gemelos, el oro de la correa del reloj, de una malla espesa como grano, un encendedor de oro de Cartier. No sé de qué están hablando, de nada, seguro que no hablan de nada, porque yo también he conversado mil veces con él, pero él sabe retenerla, Billy, a quien Cristina solía susurrar en aquellos primeros tiempos que quería marcharse de la fiesta para hacer un poco de bum-bum. Él tiene esa línea blanca de una cicatriz en la boca. Que atrae las miradas. Él le enciende el cigarrillo. Ella tiene la cabeza ligeramente inclinada hacia delante. Ahora la endereza. Siguen hablando. Me fijo en que ella nunca está quieta. Parece que se retuerce ante las miradas con movimientos leves, casi imperceptibles.
Me alejo hacia zonas más tranquilas del apartamento, que es muy espacioso. Los techos se vuelven silenciosos, las voces se atenúan. Es como si estuviera entrando en un hogar más antiguo y más convencional. La mesa está como estaba, sin recoger. Tiene todavía el mantel extendido, las sillas están desordenadas. Bandejas de cristal acogen los restos de brie y las mitades de peras, que ya se vuelven marrones. Delante de las ventanas hay una zona de plantas altas, un invernadero en donde el ruido no penetra, en donde la luz, durante el día, se difracta. Es una habitación cuyo silencio imagino en las mañanas ociosas, las páginas de Le Fígaro pasan suavemente cuando Maria Beneduce las hojea, así como las páginas del Herald Tribune. Lleva una bata corta estampada de flores. Toma un café negro removido con una cucharilla. Lleva la cara sin pintar, al natural. Tiene las piernas desnudas. Es como una actriz entre bastidores. Uno ama este momento ordinario, esta pausa entre los actos brillantes de su vida.
De repente hay alguien a mi espalda.
—¿Te he asustado? —dice Cristina, sonriendo.
—¿Qué? No.
—Has dado un brinco —dice—. Ven, quiero presentarte a alguien.
«Una amiga de Bristol, Tennessee», me dice, mientras me conduce hacia ella. No, pero va a gustarme, es muy divertida. Está casada con un francés riquísimo. Ella pone flores en todos los bidés. Él se pone furioso. Ya la temo.
Incluso a esta hora tan tardía, todavía llega gente que viene de otras cenas, del teatro. Beneduce guía a un trío de bellezas hasta la habitación, un hombre y dos mujeres despampanantes, con botas de ante y abrigos muy ceñidos. Madre e hija, me dice Cristina. Se va a casar con las dos, añade. Cerca del bar, Anna Soren escucha la conversación a su alrededor con una sonrisa vacilante y translúcida. No siempre sabe quién habla. Mira a quien no habla. Se le están despegando las pestañas postizas.
—¿Sabes una cosa? —dice Cristina—. Eres el único amigo de Billy que me gusta.
Me agrada pero me perturba este comentario. No estoy seguro de lo que quiere decir, tengo sólo la impresión de que resultará fatídico. No quiero contestar; ni siquiera dar a entender que lo he oído.
—Son todos analfabetos —me dice.
Una mujer se acerca entre la gente.
—¡Isabel! —grita Cristina. Es su amiga.
No es posible eludir la admiración por Isabel, que tiene cuarenta años y viste un hermoso traje Chanel negro, con botones de plata y una blusa blanca con volantes. En el dedo luce un anillo con un gran diamante, una piedra perfectamente redonda que atrae cada rayo de luz, y su sonrisa es tan deslumbrante como su ropa. La acompaña un joven al que presenta.
—Phillip…
Su mano aletea impotente, ha olvidado su apellido.
—… Dean —murmura él.
—Soy una calamidad —dice ella, arrastrando las palabras—. Por lo visto olvido los nombres en cuanto me los dicen.
Se ríe, con una risa aguda, campesina.
—Pero no te lo tomes a mal —le dice a él—. Eres lo más bonito que hay en esta habitación, pero olvidaría hasta el nombre del presidente si no lo supiera ya.
Se ríe, se ríe. Phillip Dean no dice nada. Envidio ese silencio que de algún modo no le deshonra, que es curiosamente hermoso, como una lealtad que no compartimos.
—Has estado viajando por España, ¿verdad? —dice ella.
—¡España! —exclama Cristina.
La cara de Dean parece delatarlo. Perduran las tenues, lustrosas tonalidades de los viajes en un descapotable.
—Adoro España —dice Cristina.
—¿Has estado?
—Oh —dice ella—, muchas veces.
—¿Barcelona?
—Me encanta.
—Y Madrid…
—Qué ciudad.
—… íbamos al Prado todos los días —dice él.
—Adoro el Prado.
—¿Qué es? —pregunta Isabel.
—El museo.
—¿El museo? —dice ella—. Vaya, también a mí me encanta. Se me había olvidado cómo se llamaba.
—El Prado —dice él.
—Vaya, eso es. Ahora lo recuerdo.
—¿Qué hacías en España? —pregunta Cristina.
—Viajar —dice él.
—¿Solo?
Imágenes de un hombre joven a la luz parda del atardecer. Valencia. Grandes alamedas orilladas de árboles. Sevilla de noche, el olor del polvo que se ha asentado, el olor de adelfas, más denso, verde. Delante del gran hotel, dos porteros están regando la acera con una manguera.
—No, con mi padre —dice él.
De repente él me gusta. Cristina no puede apartar la vista de Dean. Le pregunta cuándo nació, y resulta que es Sagitario, un signo muy bueno.
—¿De veras?
—Para mí es uno de los mejores —dice ella—. El peor es Escorpión.
—Yo soy Libra —dice Isabel, y se ríe—. ¿No es bueno?
Dean tiene la boca pequeña y recta y unos ojos grandes, inteligentes. Un pelo que el verano ha resecado. Me recuerda a uno de esos héroes escolares, chicos del este, cabecillas, que juegan de defensas en el fútbol, esbeltos como chicas.
—Tienes una cara preciosa —dice Cristina. La asalta una alegría repentina—. Verás, me gustaría hacerte un retrato.
Isabel se ríe. La velada acaba de empezar.
A las tres de la mañana (Cristina nunca se acuesta cuando bebe) vagamos por el desorden de Les Halles. El aire es frío a esta hora, y en él parecen resonar ruidos. Los trabajadores alzan la mirada desde sus cajas al oír el sonido inconfundible de tacones altos. Isabel está hablando. Cristina. Lo señalan todo. Avanzamos tontamente entre grandes barricadas de frutas y productos, sobrepasamos bares vacíos, a través de carretas y camiones. Por último, salimos a las rugientes galerías de hierro donde trabajan la carne. Es como topar con una fábrica en la oscuridad. Arden las luces sobre nuestras cabezas. El olor de matadero lo impregna todo, el metal mismo despide un olor más intenso que el de las flores. En la acera hay carretillas con cabezas decapitadas. Salen directas de Franju y de esa famosa obra que literalmente apesta a muerte. Miramos a las víctimas mudas. Hay veintenas. Tienen la boca rosada y los ollares todavía húmedos. Cuchillos gastados, convertidos en un filo de navaja, las han desollado mientras los ojos aún se movían, los ojos enormes y elocuentes de los terneros. Los brazos ensangrentados de los matarifes operan con rapidez. Allí donde tocan, la piel se separa mágicamente y afloran las vísceras calientes. Lo dividen todo con rapidez. Un animal que hace dos minutos era conducido al matadero ahora ya no existe. Cristina arrastra a su alrededor el abrigo blanco como una condesa.
—Voy a tener pesadillas —dice.
—¿Vamos a dormir algo esta noche? —pregunta Billy.
—Vamos a ese sitio donde se come cerdo —dice Isabel.
—Cariño, ¿dónde está? ¿No está ahí a la vuelta?
—Justo al fondo de la calle —dice Billy.
Tardamos cinco minutos en encontrarlo. Hay, por supuesto, un enorme gentío, como siempre a esta hora de la noche. Los taxis esperan con las luces cortas. Coches aparcados por todas partes. El restaurante está lleno. Hay turistas, bodas, gente que sale de los cabarés, otros que no se han acostado para visitar el famoso mercado. Dicen que van a trasladarlo a un recinto nuevo en las afueras, pronto ya no estará aquí.
Conseguimos una mesa. Billy se frota las manos. Hay un olor delicioso a sopa suculenta, con tropezones, que es la especialidad de la casa. Cristina no quiere sopa, sólo quiere vino.
—Sabes que no te sienta bien —le dice Billy. Tuvo ictericia, estuvo meses en cama—. ¿Por qué no tomas un poco de sopa?
—Tómala tú —dice ella.
—Bummy…
—¿Qué?
—Voy a pedirte sopa.
—Adelante, hazlo —dice ella. Se vuelve y nos dirige una brillante sonrisa.
Hay muchísima gente. A los camareros les cuesta pasar. No parecen oír nada, o no les afecta. Los clientes se multiplican como en un sueño. Caras increíbles a cada lado, argelinos, todo huesos, americanos de cartón, el rosa de los franceses. Isabel se ríe sin parar. Se tapa la boca con la mano y se mece un poco. Está contando una discusión que tuvo con su marido cuando él hacía las maletas para un viaje. Él le gritaba algo en francés.
—Obedéceme ahora mismo —dijo él.
—No quiero.
Ella pateó el suelo varias veces, furiosa.
—No des esos golpes.
—No quiero.
Risas, más risas.
Él la adora, por supuesto, sé que van a decírmelo.
—No te cases nunca con un francés —dice. Y se ríe. Abraza a Coco, su caniche, y se ríe. Abre cajas de Lanvin, y el papel cruje cuando ella lo retira. Suena el teléfono, es una amiga suya. Se ríe sin parar, habla durante horas.
—¿Vives en París? —me pregunta Dean.
—¿Perdón?
—¿Vives en París? —dice.
Isabel está hablando de la familia de su marido. Está harta de ellos. Lo único que les interesa es su nieto, dice. Explico que estoy viviendo en casa de los Wheatland. En una ciudad pequeña.
—¿Conoces Dijon?
—Sí.
—Está cerca de Dijon.
—Es el centro de Francia —decide.
—El corazón mismo. Es un ciudad provinciana, pero tiene cierto encanto. O sea, no es rica ni espléndida. Es sólo vieja y bien hecha.
—¿Cómo se llama?
—Dudo que hayas oído hablar de ella. Autun.
—Autun —dice él, y luego—: Suena a la Francia verdadera.
—Es la Francia verdadera.
—Está loco —le advierte Billy.
Son casi las cinco de la mañana cuando llevamos a Isabel a casa. Dean se ha ido y sólo quedamos nosotros cuatro. Estoy agotado. Me siento como si estuviera entrando en una grave crisis espiritual. Las calles están completamente desiertas. El cielo ha empezado a palidecer. Aparcamos delante de un edificio de la Avenue Montaigne, Billy acompaña a Isabel hasta la puerta. Yo me quedo en el coche con Cristina, las cabezas recostadas, los ojos cerrados.
—Es un buen chico —dice—. ¿No te gustaría volver a ser tan joven?
—No soy tan viejo.
—Cariño… —dice ella, arrulladora.
—Sólo me siento viejo.
—No, pareces muy joven. De verdad. Como si estuvieras todavía en el colegio.
—Gracias.
—¿Cómo eras entonces? —pregunta, adormilada.
—Hace mucho de eso.
—No, en serio, ¿cómo eras?
—Era el ídolo de mi generación.
Oigo cómo ella mueve la cabeza.
—¿No lo sabías? —le digo.
Se abre la portezuela, es Billy. Se desploma en el asiento. Arrancamos.
—Vamos a algún sitio a tomar algo —dice Cristina.
Él guarda silencio.
—¿Billy?
—¿De verdad quieres ir?
—¿Adónde vamos?
—Al Calvados —dice él.
—Sí —dice ella—, vamos.