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SEPTIEMBRE. Parece que estos días luminosos no acabarán nunca. La ciudad, casi desierta en agosto, se está llenando de nuevo. Se repuebla. Todos los restaurantes y comercios vuelven a abrir sus puertas. La gente regresa del campo, del mar, de viajes por carreteras congestionadas de tráfico. La estación está muy concurrida. Hay niños, perros, familias con equipajes atados con correas. Me abro camino entre ellos. Es como atravesar un túnel. Por fin salgo a la luminosidad del quai, debajo de un gran techo de cristal que parece ampliar la luz.

A ambos lados hay una larga fila de vagones verde oscuro, con la pintura descascarillada por el tiempo. Los recorro leyendo los números, primera y segunda clase. Es como contar dinero. Me reconforta la sensación de abandonarme al cuidado de quienes dirigen estos trenes grandes, somnolientos, por cuyos cristales claros hay gente mirando, como exhausta, tan quieta como inválidos. Es difícil encontrar un compartimento vacío, simplemente no hay ninguno. Mis bolsas empiezan a pesarme. A la mitad del andén subo al tren, recorro el pasillo y finalmente abro una puerta corrediza. Nadie alza la vista. Levanto mi equipaje para depositarlo en la rejilla y tomo asiento. Silencio. Es como estar en la sala de espera de un médico. Miro alrededor. Hay fotografías de turismo en la pared, paisajes de la Bretaña, de la Provenza. Enfrente de mí hay una chica con marcas de nacimiento en una pierna, marcas de color uva. Las miro y remiro. Por su forma parecen islas del canal.

Por fin, con un gruñido, empezamos a movernos. Suena un chirrido de metal, portazos secos. Una agradable sacudida en el cambio de vías. El cielo está pálido. Un francés con una chaqueta y un pantalón azules duerme en el asiento del rincón. Los tonos de azul no casan. Son piezas de dos trajes distintos. Lleva calcetines de color gris perla.

Pronto circulamos por un callejón de salida, desfilan las casas de las afueras, calles ordinarias, apartamentos, jardines, tapias. La vida secreta de Francia, en la que nadie puede penetrar, la vida de álbumes de fotos, de tíos carnales, de nombres de perros que han muerto. Diez minutos después, París se ha desvanecido. El horizonte, cargado de edificios, se esfuma. Ya me siento libre.

Verde, burguesa Francia. Rodamos a toda velocidad. Cruzamos puentes con un tamborileo seco. El campo se va abriendo. Hay extensiones largas, de color trigo, y luego tierra llana y verde, tendida y fértil. Las granjas son de piedra. La sabiduría de generaciones sabe que la única riqueza verdadera es la tierra, un conocimiento que no admite discusión, no necesita cambio. Campo abierto, plano como un terreno de juego. Hileras de árboles.

Ella tiene también dos lunares en la cara y un dedo vendado. Intento imaginar dónde trabaja: en una pátisserie, decido. Sí, la veo de pie detrás de las vitrinas de pasteles. Sí. Eso es. Sus zapatos negros están un poco polvorientos. Y son muy puntiagudos. Las punteras son absurdas. Sortijas baratas en ambas manos. Lleva un suéter negro, una falda negra. Frunce la frente mientras lee las historias de amor de Echo Mode. Parece que el tren va más rápido.

Sobrepasamos velozmente las ciudades. Cesson, una estación blanca con un reloj antiguo. Ríos con gabarras. Cruzamos zumbando otra localidad, con gente en el andén quieta como vacas. Túneles, ahora, que presionan los oídos. Es como si estuviesen barajando un mazo enorme de imágenes. A continuación harán un truco. Silencio, por favor. El tren comienza a reducir un poco la velocidad, como obedeciendo. La chica de enfrente se ha quedado dormida. Tiene una boca estrecha, con las comisuras curvadas hacia abajo, como por el peso de una sabiduría amarga. Expone la cara al sol. Se remueve. La mano se le desliza: la palma reposa ahora sobre el estómago, que se parece ya a un Rubens. De improviso abre los ojos. Me ve. Aparta la mirada hacia la ventanilla. Ahora tiene las manos cruzadas sobre el vientre. Sus ojos vuelven a cerrarse. Nos inclinamos con el tren en los virajes.

Abajo pasan canales, brillantes como jade, canales con barcazas atracadas. El verdín da al agua un tono verdoso. Casi se podría escribir en su superficie.

Henares que forman diseños largos, rectangulares. Ahora surgen colinas no muy altas. Álamos. Campos de fútbol vacíos. Montereau: un chico en bicicleta aguarda cerca de la estación. Hay iglesias con veletas. Arroyuelos con barcas de remos amarradas debajo de los árboles. La chica comienza a buscar un cigarrillo. Advierto que está roto el cierre de su bolso. Ahora el tren avanza paralelo a una carretera, más rápido que los coches, que vacilan y se alejan. El sol me da en la cara. Me duermo. La hermosa piedra de tapias y granjas desfila sin ser vista. El dibujo de los campos queda atrás, algunos pálidos como pan, otros oscuros como el mar. El tren reduce la marcha y empieza a moverse con un traqueteo medido, majestuoso, como el de un carruaje. Abro los ojos. En lontananza veo el esqueleto gris de una catedral, el perfil azul de Sens. En la estación donde paramos unos pocos minutos, la grava resuena bajo los pies de los viajeros que pisan el suelo resquebrajado del andén. Sin embargo, reina un extraño silencio. Hay susurros y toses, como en un entreacto. Oigo arrancar el papel de un paquete de cigarrillos. La chica se ha apeado. Ha recogido sus cosas y se ha ido. Sens está en una curva, y el tren está inclinado. Los pasajeros, ociosos, miran por las ventanillas abiertas.

Las colinas se aproximan y desfilan a nuestro lado cuando, poco a poco, comenzamos a salir de la ciudad. Las casas ofrecen sus ventanas abiertas al cálido aire matutino. El heno está hacinado en forma de cajas, gallineros, hogazas de pan. Por encima de nosotros, de pronto, pasa una iglesia. En sus muros hay grietas lo bastante grandes para que aniden pájaros. Voy a recorrer esas carreteras comarcales, seguir el curso de esos arroyos brillantes.

Rosa, pardo, camello, tabaco: de esos colores son las ciudades. Hay pastos largos y ondulados, con hileras de árboles. St. Julien du Sault: su hotel parece vacío. Gavillas de heno ahora, fardos. Grandes cuadrados de maíz. Cezy: su estación parece el decorado de una obra recién representada. Pirámides de heno, buhardillas, barricadas. Huertos. Niños jugando en huertas. JOIGNY, escrito en letras rojas.

Cruzamos un riachuelo, el Yonne, al entrar en Laroche. Hay un hotel con el tejado ennegrecido por el tiempo. Flores en las macetas del alféizar. Una nueva parada. Aquí se hace transbordo.

Deambulamos en silencio entre carros de equipaje que parecen abandonados. En un carrito se venden bocadillos y cerveza. Una chica embarazada me dirige una mirada según pasa de largo. La cara quemada por el sol. Ojos pálidos. Expresión serena. Se diría que la gente, sobre todo las mujeres, ha vuelto a ser real. Se han esfumado las criaturas elegantes de la ciudad, de las grandes carreteras, los lugares de veraneo. Apenas las recuerdo. Esto es otro sitio. Al fondo de las vías hay cobertizos llenos de bicicletas. Obreros de azul esperan sentados en bancos iluminados por el sol.

A partir de aquí la línea no está electrificada. El tren va más despacio. Rebasamos aguas verdes en las que han caído árboles. Vaharadas de humo acre entran en el compartimento, ese maravilloso humo corrosivo que se come el acero y adquiere un tono negro terminal como el carbón.

Hay una chica silenciosa, con trinchera, sentada en el rincón; tiene cara de pájaro, una de esas caritas duras, con los huesos muy pegados por debajo. Una cara apasionada. La cara de una chica que quizá se traslade a la ciudad. Tiene ojos grandes, pintados de negro. Una boca amplia, pálida como la cera. Le ciñe el cuello una cinta de diamantes de imitación. Parece que veo todas las cosas más claras. Se me abren los detalles de un mundo entero.

El cielo está ahora casi completamente cubierto de nubes. La luz ha cambiado, y también los colores. La distancia torna azules los árboles. Los campos se agostan. Hay túneles de heno, mezquitas, cúpulas, bóvedas. Todas las casas tienen su huerto. Aquí la carretera está vacía: algún que otro motorista, algún camión. La gente viaja a otros lugares. En el exterior de una casa hay dos jaulas pequeñas para que los canarios tomen el aire. Sobrepasamos cascos, ladrillos de heno. Abrimos surcos. Va y viene el olor ácido del humo. Los silbidos largos, estridentes que se pierden a lo lejos me llenan de alegría.

Ella ha sacado un caramelo del bolso. Lo desenvuelve, se lo mete en la boca para garantizar el silencio. Sus dedos juegan con el papel, lo enrollan lentamente, prensan la bola. Sus ojos son azul claro. Pueden mirar fijamente a través de uno. La nariz es larga pero femenina. Me gustaría verle los dientes.

Se toca el pelo, primero por debajo de una oreja, luego de la otra. Su anillo de boda parece esmaltado. Tiene un paraguas de tela violeta amarrado con una cuerda al equipaje. El mango es dorado, no más grueso que un lápiz. No lleva laca en las uñas. Ahora permanece inmóvil en su asiento y mira por la ventanilla, con la boca fruncida en una vaga expresión resignada. La chiquilla que está frente a mí no puede apartar los ojos de ella.

Empiezo a mirar por la ventana. Estamos llegando. Por fin, a lo lejos, contra un cielo veteado, aparece una ciudad. Una aguja grande, señera, severa como un monumento: Autun. Bajo mis bolsas de viaje. Sufro un repentino y breve acceso de nerviosismo cuando las transporto por el pasillo. La idea de venir aquí resulta visionaria.

Sólo se apean dos o tres personas. Aún no es mediodía. Hay un único reloj de agujas negras que saltan cada medio minuto. Mientras camino, el tren se pone en marcha. Por alguna razón me asusta que se vaya. Pasa el último vagón. Revela vías vacías, otro andén, ni un alma en él. Sí, ya lo veo: algunas mañanas, ciertas mañanas de invierno, esto está casi totalmente cubierto de niebla; detalles, objetos, surgen poco a poco, a medida que avanzas. Por las tardes, el sol lo baña todo en una luz fría, incorpórea. Entro en la sala principal de la estación. Hay un quiosco de prensa con persianas de hierro. Está cerrado. Una balanza grande. Horarios en la pared. El hombre al otro lado del cristal de la ventanilla no alza la mirada cuando paso por delante.

La casa de los Wheatland está en la parte vieja de la ciudad, exactamente encima de la muralla romana. Primero hay una larga alameda y luego la plaza enorme. Una calle de tiendas. A continuación, nada más que casas, un silencio como en los cuadros de Utrillo. Por último, la Place du Terreau. Hay una fuente, una fuente de tres caños donde beben palomas y, perfilándose encima, la catedral, como un gran barco varado. Sólo es posible vislumbrar la aguja, adornada en las aristas, esa maravillosa espadaña que al mismo tiempo apunta hacia el centro de la tierra y al vacío exterior. La carretera la rodea por detrás. Muchas de sus ventanas están rotas. Los armazones de plomo, en forma de diamante, están vacíos y negros. Treinta metros más allá hay una callejuela sin salida, un impasse, como lo llaman, y ahí está la casa.

Es grande y de piedra, con el tejado hundido y los alféizares gastados. Una casa enorme, de ventanas altas como árboles, exactamente como la recuerdo de una visita de unos pocos días en que, al subir desde la estación, tuve la extraña certeza de que estaba en una ciudad que ya conocía. Sus calles me resultaban familiares. Para cuando llegamos a la cancela, ya se había formado la idea que flotó en mi cabeza durante el resto del verano: la de que volvería. Y ahora estoy aquí, delante de la puerta. Cuando la miro, de repente veo, por primera vez, letras escondidas en el follaje de hierro, una inscripción: vaincre oú mourir. Falta la ce de vaincre.

Autun, callado como un cementerio. Tejados de tejas oscuras por el musgo. El anfiteatro. La gran plaza central: el Champ de Mars. Ahora, en el azul otoñal, reaparece esta vieja ciudad, otoño provinciano que te cala los huesos. El verano ha terminado. El jardín se marchita. Las mañanas son frías. Tengo treinta, tengo treinta y cuatro años: los años se secan como hojas.