Vidas nuevas

Vidas nuevas

—¡Ahí está la caravana! —decía Sweet, y sus brazos y los dedos de sus manos bailotearon cuando él se detuvo.

Los carros cubrían una distancia de algo más de un kilómetro a lo largo del fondo del valle. Eran treinta o más, unos cubiertos con lonas llenas de manchas, otros pintados con colores brillantes, puntos de color naranja, púrpura y de oro oscuro que traqueteaban en medio de aquel paisaje marrón cubierto de polvo. Unas motitas caminaban a su lado, precedidas por otras que cabalgaban delante. Atrás iban los animales —caballos, bueyes enflaquecidos y una buena manada de vacas— y, al final de todo aquello, una gruesa nube de polvo mecida por la brisa que subía hasta el cielo para anunciar a todo el mundo su llegada.

—¿Habéis visto eso? —Leef azuzó a su caballo, poniéndose de pie en los estribos mientras una mueca iluminaba su rostro—. ¿Lo veis? —Shy nunca le había visto sonreír, y le pareció que eso le hacía más joven. Más niño que hombre, lo que probablemente ya era. Así que también sonrió.

—Yo sí lo veo —dijo.

—¡Toda una ciudad en marcha!

—Cierto, una buena muestra de lo que es la sociedad —dijo Sweet, levantando su viejo trasero de la silla—. Unos honrados, otros estafadores; unos ricos, otros pobres; unos listos, otros no tanto. Montones de prospectores. Unos cuantos ganaderos y algunos granjeros. Unos cuantos comerciantes. Todos en busca de una vida nueva más allá del horizonte. Incluso tenemos al Primero de los Magos.

—¿Qué? —Lamb dio un respingo y miró a su alrededor.

—Un actor famoso. Iosiv Lestek. Según parece, cuando estaba en Adua hizo tan bien el papel de Bayaz, que encandiló a la muchedumbre. —Sweet cloqueó con su voz de ronquillo—. Hace cien puñeteros años. Ahora, por lo que he oído, espera que el teatro llegue hasta las Tierras Lejanas. Pero, que quede entre nosotros, junto con media población de la Unión, sus poderes han menguado.

—Entonces, ¿ya no resulta convincente en el papel de Bayaz? —preguntó Shy.

—Apenas me convence en el de Iosiv Lestek. —Sweet se encogió de hombros—. Pero ¿qué sé yo de interpretar?

—Pues su Dab Sweet resulta bastante convincente.

—¡Bajemos hasta allí! —exclamó Leef—. ¡Para verlo más de cerca!

Hacer negocios en sitios estrechos le quitaba a Shy la parte romántica del negocio en sí. Pero ¿no suele pasar eso con todos los negocios?

Tan gran número de cuerpos calientes, tanto humanos como animales, generaba una cantidad de residuos que no podían despreciarse, tanto por su número como por su olor. A pesar de que los animales más pequeños y menos encantadores —perros y moscas, fundamentalmente, aunque, por supuesto, también piojos— no se vieran a lo lejos, también aumentaban la impresión de agobio. Shy no tuvo más remedio que preguntarse por qué la gente que iba en aquella caravana hacía un esfuerzo tan valiente, pero tan temerario, de exportar los peores demonios de la vida en la ciudad a aquellas soledades aún sin mancillar.

Como si quisieran ratificar aquellos pensamientos, varios de aquellos expedicionarios se habían apartado unos cincuenta pasos del cuerpo principal para estudiar el recorrido, discutiéndolo mientras se echaban un trago y se rascaban la cabeza alrededor de un mapa enorme.

—¡Dejad ese mapa antes de que os cause más problemas! —exclamó Sweet, que ya se dirigía con los demás a su encuentro—. Os habéis apartado unos tres valles del camino.

—¿Sólo tres? Son menos de lo que suponía. —Un kantic alto y vigoroso que tenía un cráneo muy bien proporcionado, pero tan liso como un huevo, se acercó a él, echando de paso una mirada cautelosa al grupo que formaban Shy, Lamb y Leef—. Veo que te has traído unos amigos.

—Estos son Lamb y su hija Shy —ella no quiso corregirle—. Debo confesar que he olvidado el nombre del chico…

—Leef.

—¡Eso es! Os presento a mi… patrón. —Sweet pronunció aquel nombre como si el hecho de reconocer su existencia le hiciese perder parte de su libertad—. Un criminal que nunca se arrepiente y que responde al nombre de Abram Majud.

—Es un placer conocerles. —Majud hizo gala de un humor excelente y de un incisivo de oro cuando saludó a cada de uno de ellos con una reverencia—. Pero puedo asegurarles que, desde que formé esta caravana, no he hecho otra cosa que arrepentirme. —Sus ojos rasgados miraban a lo lejos como si observase todos los kilómetros que habían recorrido hasta entonces—. Fue en Keln, junto con mi socio Curnsbick. Un hombre duro, pero muy inteligente. Ha inventado una forja portátil, entre otras cosas. Ahora nos la llevamos a Arruga, para abrir una herrería. Y creo que también encontraremos alguna mina en las montañas.

—¿De oro? —preguntó Shy.

—De hierro y de cobre —Majud se inclinó para hablar en voz baja—. En mi más que humilde opinión, sólo los locos buscan oro en los sitios donde dicen que lo hay. ¿Han pensado ustedes tres en unirse a nuestra caravana?

—Ya lo hemos hecho —dijo Shy—. Tenemos que tratar ciertos asuntos en Arruga.

—¡Pues sean bienvenidos! La cuota de inscripción es de…

—Lamb es un luchador de gran valor —le interrumpió Sweet.

Majud guardó silencio para formar una línea muy delgada con sus labios.

—No quiero ofenderte, pero me parece un poco… mayor.

—Eso nadie se lo puede discutir —dijo Lamb.

—Incluso a mí me falta la frescura de la juventud —añadió Sweet—. Y tú tampoco eres un chaval, si nos ponemos en eso. Pero, si buscas juventud, este muchacho que lo acompaña podrá darte la que le falta a él.

Majud aún parecía menos impresionado por Leef.

—Lo que busco es un afortunado punto medio entre ambas edades.

—Bueno, pues no creo que encuentres a mucha gente así —dijo Sweet con un bufido—. No estamos sobrados de luchadores. Con los Fantasmas obsesionados por la sangre, no es el momento de reparar en gastos. Créeme, el viejo Sangeed no se entretendrá en hablar contigo de dinero. Si Lamb no se queda, yo me iré, y entonces te moverás en círculo para explorar el terreno hasta que los carros se os caigan a trozos.

Majud miró a Lamb y Lamb miró hacia atrás, inmóvil y en tensión. Como si sus ojos llenos de tristeza siguieran viendo Tratojusto. Majud no tardó en comprender que le necesitaba.

—De acuerdo, maese Lamb viajará gratis. Las cuotas de los dos ascienden a…

Sweet se rascó por detrás del cuello.

—Convine con Shy en que los tres viajarían gratis.

La mirada que Majud dirigió a Shy parecía encerrar admiración y un poco de inquina.

—Todo parece indicar que ella saca la mejor parte de esta negociación tan peculiar.

—Soy explorador, no negociante.

—Deberías dejar los negocios a quienes vivimos de ellos.

—Pues, por lo que parece, soy mejor como negociante que tú como explorador.

Majud asintió con aquella cabeza suya tan bien formada.

—No tengo ni idea de cómo podré explicárselo a mi socio Curnsbick —Y echó a andar, levantando un dedo índice mientras decía—: ¡Curnsbick no es una persona a la que le guste gastar demasiado!

—Por los muertos —rezongó Sweet—, ¿habéis oído cómo se queja? Cualquiera pensaría que estamos en una caravana de mujeres.

—Se parece a la tuya —dijo Shy. Uno de los carros más vistosos, que estaba pintado de escarlata, tenía adornos dorados y llevaba dos mujeres al pescante, acababa de pasar a su lado. Una de ellas, vestida como una puta, agarraba el sombrero con una mano para que no se le volara, haciendo todo lo posible para que a la sonrisa de su rostro pintado no le pasara lo mismo, pues con ella quería dar a entender que, aunque el viaje fuese tan largo, su negocio seguía abierto. La otra, mucho mejor vestida para el viaje, tiraba tan bien de las riendas como un cochero. Entre ambas se sentaba un tipo barbudo y tuerto cuya chaqueta iba a juego con el carro. Shy lo tomó por su chulo. Estaba segura de ello, porque tenía pinta de alcahuete. Se inclinó hacia delante y escupió por el hueco que tenía entre los dientes.

La idea de hacer aquel tipo de negocios en un carro que traquetea, una de cuyas mitades está llena con cacerolas que tintinean y la otra con lo que sea, apenas despertaba en Shy el fuego de la pasión. Como aquellos fuegos tan peculiares habían ardido con una llama muy baja durante mucho tiempo, supuso que habrían acabado por apagarse. Estaba por asegurar que el hecho de trabajar en una granja con dos niños y dos hombres mayores acaba por marchitar en una las ganas de tener aventuras amorosas.

Sweet saludó con la mano a aquellas damas para luego levantar el ala de su sombrero con un dedo engarabitado y decir entre dientes:

—Por todos los infiernos, nada es como debería ser. Mujeres, ropas vistosas, arados, forjas portátiles y quién sabe qué otros horrores. Hubo un tiempo en que aquí sólo había tierra, cielo, fieras, Fantasmas y espacios salvajes que te inspiraban. Diablos, si en cierta ocasión estuve doce meses en este sitio con un caballo por única compañía.

Shy escupió de nuevo.

—Jamás en mi vida he sentido tanta pena por un caballo. Creo que iré a dar una vuelta para saludar a la gente de la caravana y ver si alguien ha oído algo acerca de los niños.

—O de Grega Cantliss —dijo Lamb, frunciendo el ceño con sólo pronunciar aquel nombre.

—De acuerdo —dijo Sweet—. Pero vigila, ¿me has oído?

—Sé cuidar de mí misma —replicó Shy.

Al viejo explorador se le llenó el rostro de arrugas cuando dijo:

—No eres tú la que me preocupa, sino aquellos con los que te encuentres.

El carro más cercano pertenecía a un hombre llamado Gentili, un viejo estirio que viajaba con cuatro primos suyos a los que llamaba «los chicos» aunque no fueran mucho más jóvenes que él, los cuales no hablaban entre sí ni una palabra de la lengua común. Obsesionado por labrarse una nueva vida en las montañas, era demasiado optimista, puesto que, si apenas podía tenerse de pie en un terreno seco, no podría meterse hasta la cintura en un torrente helado. No había oído hablar de los niños secuestrados. Pero Shy no estaba segura de que hubiese oído bien la pregunta, porque, a modo de despedida, le preguntó si no querría compartir con él aquella nueva vida en condición de su quinta esposa, ofrecimiento que ella declinó muy educadamente.

Al parecer, Lord Ingelstad había sufrido muchos infortunios. Cuando empleó aquel término, Lady Ingelstad —una mujer que no había nacido para los infortunios, pero que no obstante estaba decidida a pasar por encima de ellos— lo miró con el ceño fruncido, como si pensara que ella no sólo sufría aquellos infortunios, sino uno más, el que le venía de haberlo elegido como marido. Y aunque a Shy aquellos infortunios le olieran a deudas y a piojos, como su propio recorrido por la vida apenas había seguido un camino recto, le pareció que no debía ser crítica ni hacer ningún comentario. Aquella mujer no sabía nada de bandidos que secuestrasen a niños ni de muchas otras cosas. Cuando ya se iban, su marido los invitó a ella y a Lamb a la partida de cartas que iba a celebrarse aquella misma noche, prometiéndoles que las apuestas serían pequeñas. Aun así, Shy sabía por experiencia que, aunque siempre comenzaran con poco dinero, no tardaban mucho en complicarle a uno las cosas. Por tanto, declinó educadamente la invitación y le sugirió que una persona que, como él, había sufrido tantos infortunios no debía tomarse tantas molestias en cortejar a los nuevos que pudiesen llegar. El aristócrata se puso colorado y consideró la sugerencia con muy buen humor, haciéndole el mismo ofrecimiento a Gentili y a los chicos, mientras Lady Ingelstad parecía estar a punto de matarlos a todos a mordiscos.

El siguiente carro, posiblemente el mayor de todos los de la caravana, tenía ventanas acristaladas y, a lo largo de uno de sus costados, la leyenda El Famoso Iosiv Lestek, rotulada con una pintura de purpurina que comenzaba a descascarillarse. Le pareció a Shy que si aquel hombre era tan famoso no habría tenido por qué anunciarlo en su carro. Pero como sus propios escarceos con la fama se debían a los pasquines profusamente difundidos en los que se la buscaba para arrestarla, consideró que no podía considerarse una experta en la materia.

Lo conducía un muchacho de cabellera sarnosa, a cuyo lado se sentaba el gran hombre, anciano y tan blanco como una pared, arropado con una manta deshilachada que debía de haber tejido alguna Fantasma. Al ver que Shy y Lamb iban a su encuentro, aprovechó la oportunidad para hacerse propaganda.

—Soy… Iosiv Lestek. —Fue todo un sobresalto comprobar que de aquella cabeza marchita salía la recia voz de un rey, tan melodiosa, profunda y placentera—. Puedo afirmar que mi nombre es célebre.

—Lamento decirle que no solemos ir con frecuencia al teatro —dijo Lamb.

—¿Qué le trae a las Tierras Lejanas? —preguntó Shy.

—En Adua, la enfermedad me obligó a dejar el papel que representaba en la Casa del Drama. La Compañía se sintió abrumada al perderme, de hecho, muy abrumada, pero ahora me he recuperado por completo.

—Buenas noticias. —Shy no quería ni imaginarse qué pinta tendría antes de la recuperación, teniendo en cuenta que en aquellos momentos parecía un cadáver revivido por arte de brujería.

—¡Me dirijo a Arruga para interpretar un papel importante en una fantasía de carácter cultural!

—¿Cultural? —Shy enarcó una ceja mientras observaba aquellas tierras tan vacías—. ¿Por estos parajes?

—Incluso los corazones más mezquinos ansían una pizca de sublimidad —comentó el actor.

—Le tomaré la palabra al pie de la letra —dijo Lamb.

Lestek se entretenía en sonreír al horizonte, que ya comenzaba a teñirse de rojo. Shy tuvo la sensación de encontrarse ante uno de esos hombres que en cualquier conversación sólo hablan de sí mismos.

—La representación definitiva me aguarda más adelante, eso es lo único que sé.

—Es algo bueno en lo que pensar —musitó Shy, haciendo volver grupas a su caballo.

Un grupo de suljuks, más o menos una docena, que se arracimaban alrededor de un carro muy deteriorado, habían estado mirándolos. Como no hablaban la lengua común, Shy apenas pudo entender algunas de las pocas palabras que conocía, por lo que se limitó a asentir cuando pasó a su lado, recibiendo de ellos el mismo trato. Así pues, la mutua incomprensión fue la tónica general de aquel encuentro.

Ashjid era un sacerdote gurko que hacía todo lo posible para ser el primero en difundir la palabra del Profeta en el Oeste, y, más particularmente, en Arruga. O, en realidad, el segundo, pues tres meses antes un hombre llamado Oktaadi había estado en ella para que los Fantasmas le cortaran la cabellera al efectuar el viaje de regreso. Mientras tanto, aunque Ashjid hubiera hecho todo lo posible para propagar la palabra entre los miembros de la caravana con ceremonias diarias, su único converso era un singular retrasado mental que se encargaba de recoger el agua potable. Aun sin tener otra información para Shy y Lamb que la que procedía de las Escrituras, pidió a Dios que les sonriera en su búsqueda, lo que Shy agradeció. Le parecía mejor recibir bendiciones que maldiciones, porque siempre ayudan a la hora de arar el terreno.

El sacerdote señaló con el dedo a un tipo de aspecto rudo, llamado Savian, que viajaba en un carro muy aseado, advirtiéndoles de que no jugaran con él. La espada larga que llevaba al costado tenía toda la pinta de haber visto demasiada acción, y el rostro gris de su dueño muchísima más, pues sus ojos eran como dos rendijas que los mirasen desde la sombra del ala baja de su sombrero.

—Me llamo Shy Sur, y éste es Lamb. —Savian se limitó a asentir, como si aceptase que podían llamarse así y evitara entrar en ulteriores discusiones—. Buscamos a mis dos hermanos, chico y chica. De seis y diez años, respectivamente. —Ni siquiera asintió. No cabía duda, era uno de esos tipos mal nacidos que practicaban el conocido aforismo de que en boca cerrada no entran moscas—. Los secuestró un individuo llamado Grega Cantliss.

—No puedo ayudarles. —Tenía una pizca del acento del Imperio y la miraba de arriba abajo mientras hablaba, como si escrutase sus aptitudes y descubriera que no eran gran cosa. Luego desvió la mirada hacia Lamb y también lo escrutó, sin darle tampoco mucha importancia. Se tapó la boca con una mano y emitió una tos quejumbrosa.

—Esa tos suena bastante mal —comentó Shy.

—¿Y desde cuándo suena bien una tos?

Shy observó la ballesta que colgaba al lado del pescante. Aunque no hubiera colocado un dardo en ella, estaba montada y con el seguro puesto. Tan preparada para entrar en acción como si lo tuviese quitado.

—¿Cree que habrá que luchar?

—Espero que no. —Pero todo en él le decía que no había descartado aquella posibilidad.

—¿Cómo hay que estar de loco para desear que llegue el momento de combatir?

—Lamento decirle que siempre hay uno o dos que lo están deseando.

—Ésa es la triste verdad —comentó Lamb con un bufido.

—¿Qué le ha traído a las Tierras Lejanas? —preguntó Shy, intentando cincelar un poco aquel rostro que parecía esculpido en un bloque de madera muy dura.

—Negocios —respondió, y volvió a toser. Pero incluso cuando tosía, apenas abría la boca. Eso llevó a Shy a preguntarse si su cabeza disponía de los correspondientes músculos que la abrían.

—Pensamos probar fortuna como prospectores. —Una mujer acababa de sacar la cara por la cortinilla de la carreta. Esbelta y fuerte, de cabellos cortos y con ese tipo de ojos muy, pero que muy azules que miran como a lo lejos—. Soy Corlin.

—Es mi sobrina —añadió Savian, aunque había algo raro en la manera en que se miraban. Shy no se lo tragó.

—¿Prospectores? —preguntó, echándose el sombrero hacia atrás—. No conozco a muchas mujeres que se dediquen a eso.

—¿Está diciendo que existe un límite para lo que puede hacer una mujer? —preguntó Corlin.

Shy enarcó las cejas.

—Quizá haya uno para las que son tan lerdas que siguen intentándolo.

—Al parecer, ninguno de los dos sexos tiene el monopolio de la hybris.

—No lo tiene —replicó Shy, diciendo para sí: sea lo que sea. Saludó a ambos con una inclinación de cabeza y azuzó a su caballo—. Ya nos veremos.

Ni Corlin ni su tío dijeron nada, empeñados ambos en una competición a muerte para ver quién la seguía más tiempo con la mirada.

—Hay algo raro en esos dos —dijo a Lamb en voz baja mientras cabalgaban—. No he visto ninguna herramienta de minero.

—Quizá piensen comprarlas en Arruga.

—¿Y pagar cinco veces más de lo que valen? ¿Les has mirado a los ojos? No creo que esos dos sean de los que se dejan engañar.

—No se te despinta ni una, ¿eh?

—Intentaré no perderlos de vista, no sea que intenten jugármela. ¿Crees que tienen problemas?

Lamb se encogió de hombros.

—Creo que lo mejor será seguir tratando a la gente como tú sabes y dejarles a ellos sus problemas. Todos los tenemos, de un tipo u otro. Puedo asegurarte que la mitad de todas estas personas podrían contarnos alguna historia triste. ¿Por qué otro motivo querrían aventurarse por estos sitios solitarios, teniendo a gente como nosotros de compañía?

Aunque lo único de lo que Raynault Buckhorm podía hablar se resumiera a las esperanzas que había puesto en aquel viaje, tartamudeaba un poco. Compartía con la caravana la mitad de su ganado, a cambio de que los demás le cedieran algunos hombres para conducirlo, y era la quinta vez que viajaba a Arruga, donde sabía que siempre necesitaban carne. Aquélla era la razón de que lo acompañaran su mujer y sus hijos, porque quería establecerse definitivamente en aquella ciudad. No era fácil saber el número exacto de los hijos que tenía, aunque resultaba evidente que era elevado. Buckhorm preguntó a Lamb si había visto la hierba de las Tierras Lejanas. Era la mejor hierba de todo el Círculo del Mundo. Y su agua también era la mejor. Lo peor eran el clima y los Fantasmas, por no hablar de lo espantosamente lejos que la hierba y el agua se encontraban en aquel momento. Cuando Shy le preguntó por Grega Cantliss y su banda, él denegó con la cabeza y respondió que aún le sorprendía ver lo bajos que podían caer algunos hombres. Luline, la esposa de Buckhorm, que, dicho sea de paso, tenía una sonrisa gigante y un cuerpo enano, tan pequeño que uno apenas podía creer que hubiera conseguido engendrar tan numerosa descendencia, también denegó con la cabeza y dijo que era la cosa más espantosa que jamás hubiese oído, y que le hubiera gustado poder hacer algo; de no ser por el caballo que se interponía entre ella y Shy, seguro que habría acabado por abrazarla. Luego le regaló una pequeña empanada y le preguntó si había hablado con Hedges.

Hedges era un individuo taimado que tenía una mula a punto de morir de agotamiento, unas cuantas herramientas y el desagradable hábito de bajar el cuello al hablar. El hecho de que nunca hubiera oído hablar de Grega Cantliss no le impidió señalar con un dedo su pierna lisiada y afirmar que se le había quedado así tras encabezar una carga en la batalla de Osrung. Y aunque a Shy le pareciese que no daba el tipo de héroe que uno espera encontrar al frente de una carga, como su madre solía decir que siempre hay que ver lo mejor de la gente, axioma que nunca se aplicaba a sí misma, ofreció a Hedges la empanada que le había regalado Luline. Él la miró a los ojos y dijo:

—Es muy amable.

—Que no le engañe una empanada. —Pero cuando Shy se fue, él aún seguía mirando la empanada que tenía en aquella mano llena de porquería, como si significara tanto para él que no pudiera decidirse a comérsela.

Shy siguió hablando con la gente hasta que se volvió ronca por contar la misma historia y le zumbaron los oídos de escuchar los sueños y los problemas de los demás. Le pareció que aquella caravana era, realmente, una comunidad, porque, en líneas generales, venía a ser un grupo de gente bienintencionada que compartía las cosas. Y aunque algunos fueran secos, raros y excéntricos, todos buscaban un mañana mejor. Incluso Shy sentía lo mismo que ellos, por mucho que le preocuparan el tiempo que no dejaba de correr y los problemas, el trabajo y la climatología, el futuro de Pit y de Ro y el pasado de Lamb. Un viento nuevo soplaba en su rostro y una nueva esperanza campanilleaba en sus oídos mientras una sonrisa bobalicona reptaba por su rostro cada vez que se abría paso entre los carros, saludaba con un movimiento de cabeza a gente que no conocía y daba una palmada en el hombro a aquellos a quienes acababa de conocer. No obstante, cuando recordó por qué estaba allí, la sonrisa se borró de su rostro y las preocupaciones volvieron como los pichones que reclaman, piando, el campo recién sembrado.

Pero luego dejó de preocuparse, porque, aunque los pichones puedan acabar con la cosecha, ¿qué daño puede hacer una sonrisa?

Así que dejó las cosas tal y como estaban. Y se sintió en paz.

—Mucha cordialidad —dijo, después de que hubieran hablado con casi todo el mundo y de que el sol, al ponerse, se asemejase a una rodaja dorada que les mostraba el camino, iluminado para entonces por las antorchas que aún permitirían a la caravana hacer otro kilómetro más antes de acampar—. Mucha cordialidad, pero poca ayuda.

—Al menos es algo —dijo Lamb. Y ella esperó a que siguiera hablando, pero el norteño se limitó a agacharse en la silla, acompañando con la cabeza el paso lento de su caballo.

—Todos me parecen buena gente. Bueno, la mayoría —dijo, por decir algo, sintiéndose un tanto molesta por tener que darle conversación—. No sé cómo se comportarán si aparecen los Fantasmas y las cosas van a peor, pero no me caen mal.

—Mejor será que no tengas que saber cómo se comporta esa gente si las cosas van a peor.

—En eso tienes mucha razón —dijo ella, mirándole de soslayo.

Él mantuvo su mirada durante un instante y luego la apartó, sintiéndose culpable. Shy abrió la boca, pero, antes de que pudiese decir nada, la profunda voz de Sweet resonó en la oscuridad, ordenando el alto con el que finalizaba aquel día.