Conciencia y polla podrida

Conciencia y polla podrida

—¿Rezando?

—No —Sufeen suspiró—, sólo estoy aquí arrodillado, con los ojos cerrados mientras preparo unas gachas. Pues claro que estoy rezando. —Abrió un ojo, casi era una rendija, y miró con él a Temple—. ¿Quieres rezar conmigo?

—No creo en Dios, ¿lo recuerdas? —Temple fue consciente de que agarraba el dobladillo de su camisa y lo soltó—. ¿Puedes decirme, con toda sinceridad, si movió alguna vez un dedo para ayudarte?

—Dios no tiene que gustarte para que creas en Él. Además, sé que ya no puede ayudarme.

—Entonces, ¿por qué rezas?

Sufeen apartó parte de la tela que le velaba el rostro, la cual se había puesto para rezar, y miró a Temple por el hueco.

—Rezo por ti, hermano. Porque tienes toda la pinta de necesitarlo.

—Me he estado sintiendo… un poco nervioso. —Al comprobar que acababa de pasar del dobladillo a una manga, Temple apartó la mano. Por el amor de Dios, ¿es que sus dedos no pararían hasta deshilachar todas las camisas que se ponía?—. ¿En alguna ocasión has sentido como si un peso terrible pendiese encima ti…

—A menudo.

—… y fuera a caer en cualquier momento…

—Todo el tiempo.

—… y no sabes cómo apartarte?

—Pero tú que lo sabes, ¿verdad? —Ambos se miraban en silencio.

—No —dijo Temple, dando un paso atrás—. No, no.

—El Viejo te hace caso.

—¡No!

—Puedes hablar con él, hacer que detenga esta…

—¡Lo intenté, pero no quiso escucharme! —Temple se tapó los oídos con las manos, y Sufeen se las apartó.

—¡El camino fácil no lleva a ningún sitio!

—¡Pues habla tú con él!

—¡Sólo soy un explorador!

—¡Y yo un abogado! Jamás dije que fuese un hombre justo.

—Ningún hombre justo dice tonterías cuando habla de sí mismo.

Como Temple quería huir de aquella situación tan incómoda, comenzó a caminar a grandes pasos, dirigiéndose hacia la arboleda.

—¡Si Dios quiere detenerlo, lo detendrá! ¿No es el Todopoderoso?

—¡No dejes para Dios lo que tú puedas hacer! —le dijo Sufeen, y entonces Temple se encogió de hombros, como si aquellas palabras fuesen piedras que le lanzaba con una honda. Aquel hombre comenzaba a parecerse a Kahdia. Temple sólo quería que las cosas no salieran tan mal como con él.

Era evidente que nadie de la Compañía parecía dispuesto a escatimar la violencia. Los bosques estaban llenos de hombres ansiosos por combatir que ajustaban vigorosamente las correas, afilaban las armas, encordaban los arcos. Dos norteños se abofeteaban mutuamente, con sus rosados rostros llenos de excitación. Dos mercenarios kantic ejecutaban sus particulares ritos, arrodillados ante la piedra sagrada que habían dispuesto con sumo cuidado encima del tocón de un árbol. Todos aquellos hombres creían que Dios era su aliado, independientemente del camino que hubieran elegido.

Habían llevado el carruaje reforzado hasta un claro, y sus caballos comían de los morrales. Cosca se apoyaba en una de sus ruedas, dando su interpretación personal del ataque que iban a realizar contra Averstock a la asamblea formada por los miembros más notorios de la Compañía, que pasaban sin problemas de la lengua estiria a la común, haciendo con las manos unos gestos muy expresivos para beneficio de quienes no hablaban ninguna de las dos. A su lado, Sworbreck se encogía encima de un peñasco, con el lápiz listo para anotar las palabras más memorables que dijera el gran hombre.

—… de suerte que el contingente de la Unión, mandado por el capitán Dimbik, pueda barrerlos desde el oeste a lo largo del río.

—Sí, señor —dijo Dimbik, llevando hacia atrás con el dedo meñique algunas de sus greñas bien aceitadas.

—Brachio cargará simultáneamente desde el este con sus hombres.

—¿Simulta… qué? —preguntó el estirio con un gruñido, mientras se chupaba un diente podrido.

—Al mismo tiempo —explicó Amistoso.

—¡Ah!

—¡Y Jubair bajará colina abajo desde la arboleda, completando el cerco! —La pluma que Cosca llevaba en el sombrero se meneó mientras él conseguía, metafóricamente hablando, una victoria total contra las fuerzas de la oscuridad.

—Que no escape nadie —masculló Lorsen—. Hay que interrogarlos a todos.

—Por supuesto. —Cosca echó hacia delante su mandíbula inferior e, inconscientemente, se rascó el cuello, en el que ya comenzaba a insinuarse un leve sarpullido—. Y luego se declarará el botín aprehendido, para que quede bien registrado a efectos del posterior reparto según la Regla de los Cuartos. ¿Alguna pregunta?

—¿A cuánto ascenderá el número de las personas que el Inquisidor Lorsen piensa torturar hoy mismo hasta morir? —preguntó Sufeen, levantando la voz. Temple se lo quedó mirando con la boca abierta, y no fue el único.

Cosca comenzó a rascarse el sarpullido.

—Me refería a preguntas que tuvieran que ver con la táctica…

—Al que sea necesario —le interrumpió el Inquisidor—. ¿Cree que me divierte? El mundo es un lugar gris. Un lugar de medias verdades. De cosas medio buenas y medio malas. Pero son cosas por las que vale la pena luchar y en las que debemos emplear todo nuestro vigor y nuestro compromiso. Las medias tintas no sirven para nada.

—¿Y si ahí abajo no hubiera rebeldes? —Sufeen dio un manotazo a Temple para que dejara de tirarse de la manga—. ¿Y si usted estuviera equivocado?

—En ocasiones suelo equivocarme —concedió Lorsen, sin darle mayor importancia—. El coraje reside en soportar el precio del error. Aunque todos tengamos remordimientos, ninguno de nosotros puede permitirse verse afectado por ellos. En ocasiones hay que cometer pequeños crímenes para evitar otros mayores. En ocasiones, el mal menor supone el bien mayor. El hombre con principios debe hacer elecciones difíciles, y luego sufrir las consecuencias. O sentarse a llorar por lo injusto que todo le parece.

—A mí me funciona —dijo Temple, lanzando una risotada que sonó falsa.

—Pues a mí no. —Sufeen tenía una expresión extraña, como si a través que los que estaban allí pudiera ver a alguien que estaba muy lejos, y Temple tuvo un mal presentimiento. Mucho peor que los que solían asaltarle—. General Cosca, quiero bajar a Averstock.

—¡Todos lo haremos! ¿Acaso no has escuchado mis directivas?

—Antes del ataque.

—¿Para qué? —preguntó Lorsen.

—Para hablar con la gente de la ciudad —explicó Sufeen—. Para darles la oportunidad de entregar a los rebeldes. —Temple bizqueó. Dios, qué ridículo sonaba. Noble, legítimo, valiente… y ridículo—. Para no repetir lo que sucedió en Tratojusto…

—Creo que nos comportamos extremadamente bien en Tratojusto. —Cosca estaba desconcertado—. ¡Una compañía de gatitos no habría sido más gentil! ¿No le parece, Sworbreck?

El escritor se ajustó las gafas y dijo:

—Se refrenaron de una manera admirable.

—Esa ciudad es pobre. —Sufeen señalaba la arboleda con un dedo tembloroso—. No tiene nada que valga la pena saquear.

—Eso no podremos saberlo hasta que no la veamos de cerca —dijo Dimbik, encogiéndose de hombros.

—Sólo le pido una oportunidad. Se lo ruego. —Sufeen juntó las manos y miró a Cosca a los ojos—. Rezo por ello.

—Rezar es un acto de soberbia —dijo Jubair—. Al rezar, el hombre cree que puede cambiar la voluntad de Dios. Pero Dios ya ha dispuesto Su plan y pronunciado Su palabra.

—¡Pues entonces, que se joda! —exclamó Sufeen, sin poder aguantarse.

Jubair se limitó a enarcar lentamente las cejas y a decir:

—Ya verás como Dios te jode a ti.

Hubo una pausa mientras los ruidos metálicos que delataban los preparativos marciales se filtraban entre los troncos de los árboles, junto con el cántico de la madrugadora alondra.

El Viejo se rascó el caballete de la nariz y suspiró.

—Pareces muy decidido.

Sufeen repitió como un eco las palabras de Lorsen:

—El hombre con principios debe hacer elecciones difíciles, y luego sufrir las consecuencias.

—Si accedo a lo que me pides, ¿qué pasará después? ¿La conciencia seguirá picándonos en el culo cuando recorramos el País Cercano y luego regresemos? Porque eso puede ser algo muy molesto. La conciencia puede resultar tan dolorosa como tener la polla podrida. Un hombre hecho y derecho sufre sus aflicciones en privado y no permite que resulten inconvenientes para sus amigos y camaradas.

—Comparar la conciencia con la polla podrida no me parece muy acertado —dijo Lorsen.

—Así es —repuso Cosca, muy convencido—. La polla podrida raramente resulta fatal.

El rostro del Inquisidor parecía más lívido de lo usual.

—¿Debo considerar que se está tomando en serio esta estupidez?

—Usted lo considera, y yo lo considero. A fin de cuentas, la ciudad está rodeada, y nadie va a salir de ella. Quizá eso haga que nuestras vidas sean un poco más cómodas. ¿Tú qué piensas, Temple?

—¿Yo? —Temple parpadeó.

—Te miro mientras pronuncio tu nombre.

—Sí, bueno, pero… ¿yo? —Había una buena razón para que hubiese dejado de plantearse opciones. Siempre había seguido las malas. Tal y como ponía de manifiesto el apuro por el que estaba pasando, tras treinta años de escarbar entre la miseria y sentir miedo en medio de todo tipo de desastres. Su mirada pasó de Sufeen a Cosca para detenerse en Lorsen y recorrer luego el camino contrario. ¿Dónde estaba el máximo provecho? ¿Dónde el riesgo menor? ¿Qué era en aquellos momentos… lo correcto? Le resultaba tremendamente difícil encontrar el buen camino en medio de toda aquella maraña—. Bueno…

Cosca hinchó los mofletes y luego soltó el aire.

—El hombre con conciencia y el hombre con dudas. Que Dios nos ayude. Tienes una hora.

—¡Debo protestar! —Lorsen aullaba.

—Hágalo, si insiste. Pero no creo que pueda escucharle con todo este ruido.

—¿Qué ruido?

Cosca se metió los dedos en los oídos.

—¡Blah-li-lah-li-lah-li-lah-li-la…!

Aún seguía emitiendo tan singular cacofonía cuando Temple echó a correr entre aquellos árboles tan altos para seguir a Sufeen en medio del ruido que hacían sus botas al pisar las ramas caídas, las piñas podridas y las agujas renegridas, el cual fue atenuándose por los crujidos y roces de las ramas más altas, así como por los gorjeos y trinos de los pájaros.

—¿Te has vuelto loco? —dijo Temple, mascullando las palabras mientras intentaba no quedarse atrás.

—He recobrado la cordura.

—¿Qué piensas hacer?

—Hablar con ellos.

—¿Con quiénes?

—Con quienes quieran escucharme.

—¡No pensarás arreglar este mundo hablando!

—¿No es lo que tú haces?

Dejaron atrás al último grupo de centinelas, que los miraron sorprendidos. Bermi, que era uno de ellos, los interrogó con la mirada, recibiendo a cambio unos hombros encogidos por parte de Temple. No tardaron en salir a campo abierto, sintiéndose cegados al recibir la luz del sol. Las casas de Averstock, apenas unas pocas docenas, se aferraban a una de las curvas del río situado más abajo. Pero llamarlas «casas» resultaba un término más que generoso. Porque apenas eran unas barracas cochambrosas. Sufeen comenzaba a bajar por la colina a grandes pasos, dirigiéndose hacia ellas.

—¿Qué demonios quiere hacer? —susurró Bermi desde la seguridad que le proporcionaba la sombra de los árboles.

—Creo que seguir lo que le dicta su conciencia —contestó Temple.

—La conciencia es un navegante desastroso. —El estirio no parecía muy convencido.

—Eso mismo le he dicho yo muchas veces. —Pero Sufeen no daba muestras de detener su carrera—. Oh, Dios —musitó Temple, mirando el cielo azul—. Oh, Dios. Oh, Dios. —Y, de un salto, echó a correr tras él, mientras sacudía de sus pantorrillas las hierbas y las florecillas blancas cuyo nombre desconocía.

—¡El sacrificio de uno mismo no sirve para nada! —dijo cuando lo alcanzó—. ¡Lo he visto muchas veces, y es algo desagradable e inútil que nadie suele agradecer!

—Quizá Dios sí que lo agradezca.

—¡Si hay un Dios, seguro que se preocupará por cosas más importantes que por dos tipos como nosotros!

Sufeen apretó el paso sin mirar a derecha ni a izquierda.

—Vuelve, Temple. Éste no es el camino fácil.

—¡Joder, ya lo veo! —exclamó, agarrando a Sufeen por la manga—. ¡Volvamos los dos!

Sufeen se soltó y siguió corriendo.

—¡No!

—¡Pues voy contigo!

—Bien.

—¡Joder! —Temple intentaba llegar nuevamente hasta él, porque la ciudad estaba cada vez más cerca y cada vez le apetecía menos arriesgar su vida por ella—. ¿Cuál es tu plan? Porque tienes un plan, ¿o no?

—Forma… parte de uno.

—Eso no parece muy tranquilizador.

—Que te tranquilices no entra en mis planes.

—Entonces, amigo mío, esperemos que todo salga cojonudamente bien. —Pasaron bajo el arco de vigas de madera sin desbastar que servía de puerta de entrada y luego bajo un cartel medio roto en el que podía leerse Averstock. Evitaron las zonas más embarradas de la embarrada calle principal y contornearon los pequeños edificios medio derruidos, la mayoría construidos con maderas torcidas de pino, que sólo tenían una planta, y algunos ni siquiera eso.

—Dios, este sitio es muy pobre —murmuró Sufeen.

—Me recuerda los lugares donde he vivido —susurró Temple. Lo que distaba mucho de ser algo bueno. La ciudad baja de Dagoska, tostada por el sol; los barrios bajos de Estiria, donde uno se cocía; las aldeas de las Tierras Cercanas, arracimadas entre sí. Todas las naciones eran ricas a su manera, pero la pobreza terminaba por hacerlas a todas iguales.

Una mujer despellejaba una carcasa contaminada que podía haber sido de conejo o de gato, y Temple tuvo la impresión de que a ella no le importaba de cuál de los dos animales pudiera ser. Un par de niños semidesnudos jugaban despreocupadamente con espadas de madera en la calle. Desde lo alto de la escalinata de una de las pocas casas de piedra, apoyando la espalda en la pared del porche, un anciano de larga cabellera afilaba un palo con una espada que, ciertamente, no era ningún juguete. Toda aquella gente observaba a Temple y a Sufeen con cierta suspicacia teñida de resentimiento. Cuando sonaron algunas contraventanas, el corazón de Temple comenzó a latir a toda prisa, y cuando ladró un perro, a punto estuvo de estallarle en el pecho, mientras una brisa maloliente enfriaba el sudor que ya mojaba sus cejas. Se preguntó si no estaría haciendo la cosa más estúpida de todas las que había hecho en aquella vida suya tan llena de estupideces. Sabiendo que aún tendría tiempo para ponerla en el primer puesto de la lista, decidió asignarle provisionalmente uno de los más importantes.

El rutilante corazón de Averstock venía a ser un cobertizo con un pichel pintado en el tablón que colgaba encima de su entrada y una clientela desdichada. Una pareja de parroquianos, posiblemente un granjero y su hijo, ambos huesudos y pelirrojos, el chico con una mochila en el hombro, se sentaban junto a una mesa, tomando una ración de queso un tanto reseco. Un individuo de aspecto trágico, engalanado con unas cintas deshilachadas, se inclinaba sobre una copa. Temple lo tomó por algún bardo itinerante, quizá especializado en canciones tristes, porque su mera apariencia ya daba por sí sola ganas de llorar. Una mujer, que cocinaba en unos fogones renegridos, obsequió a Temple con una mirada agria nada más entrar.

La barra era una tabla alabeada que tenía una hendidura reciente a lo largo de ella, así como una mancha muy grande en el medio, la cual tenía la desagradable apariencia de la sangre seca. Detrás de ella, el tabernero limpiaba con mucho cuidado unas copas, ayudándose con un trapo.

—Aún no es tarde —susurró Temple—. Nos tomamos una copa de los meados que deben de servir en este sitio y nos largamos sin problemas.

—Hasta que el resto de la Compañía pase por aquí.

—Quería decir sin problemas para nosotros… —Pero Sufeen ya se acercaba a la barra, dejando que Temple maldijera en silencio desde la entrada para luego seguirle con la mayor desgana.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó el dueño.

—Hay unos cuatrocientos mercenarios que rodean su ciudad antes de atacarles —dijo Sufeen, y la esperanza que Temple albergaba de poder evitar la catástrofe sufrió un duro golpe.

Se hizo una pausa preñada de silencio. Muy preñada.

—No ha sido una buena semana —comentó el tabernero con un gruñido—. No estoy de humor para bromas.

—Si hubiéramos querido hacerle reír, le habríamos dicho algo más divertido —musitó Temple.

La voz de Sufeen se sobrepuso a la suya.

—Pertenecen a la Compañía de la Graciosa Mano, comandada por el infame mercenario Nicomo Cosca, y la Inquisición de Su Majestad los ha contratado para erradicar de las Tierras Cercanas a todos los rebeldes. A menos que ustedes colaboren con ellos, las consecuencias serán horrendas.

Aquellas palabras sí que atrajeron la atención del tabernero, así como la de todos los parroquianos de la taberna. Si había sido o no una buena idea, era algo que no tardaría en verse.

—¿Qué pasaría si hubiera rebeldes en la ciudad? —El granjero se apoyó en la parte de la barra situada detrás de ellos y comenzó a remangarse lentamente. El tatuaje de su antebrazo decía: Derechos, libertad, justicia. Temple observó su rostro macilento. Acababa de ver al azote de la poderosa Unión, al insidioso enemigo de Lorsen, al terrible enemigo en carne y hueso.

Suffen escogió las palabras con sumo cuidado:

—Pues que tendrían menos de una hora para rendirse y evitar a la gente de la ciudad un derramamiento de sangre.

El individuo huesudo exhibió una sonrisa sin alegría y sin la mitad de los dientes.

—Voy a llevaros ante Sheel. Él verá si os cree o no. —Por su parte, era evidente que no se creía nada de lo que le habían dicho. Quizá ni siquiera lo había comprendido del todo.

—Entonces, llévanos ante Sheel —dijo Sufeen—. Me parece bien.

—¿Te lo parece? —murmuró Temple, a quien, para entonces, la sensación de que el desastre era inminente no le dejaba respirar.

—Tendréis que entregar vuestras armas.

—Con el mayor de los respetos —dijo Temple—, no estoy convencido de…

—Entregadlas. —Temple se sorprendió al ver que la mujer de los fogones acababa de sacar una ballesta cargada que apuntaba hacia él con mano firme.

—Ya estoy convencido —dijo con voz cascada, quitándose el puñal que llevaba al cinto y cogiéndolo cuidadosamente con el pulgar y el índice—. Es muy pequeño.

—El tamaño no importa —comentó el tipo esquelético mientras lo cogía de la mano de Temple—, sino dónde lo clavas. —Sufeen se quitó el cinturón de la espada para que también lo cogiera—. Adelante. Y mejor será que no hagáis movimientos bruscos.

—Siempre intento evitarlos —replicó Temple, levantando las manos.

—Por lo que recuerdo, no los evitaste para seguirme hasta aquí —dijo Sufeen.

—Y no te imaginas cuánto lo lamento ahora.

—Cerrad el pico. —El huesudo los llevó hasta la puerta mientras la mujer los seguía a una distancia prudencial, sin bajar la ballesta. Temple observó en la parte interior de su muñeca el color azul de un tatuaje. El chico se montó en su espalda, metiendo los pies por un tirante y apretando con fuerza la mochila contra su pecho. Si no hubiera sido por la amenaza de la muerte, aquella procesión habría resultado cómica. Siempre le había parecido a Temple que la amenaza de la muerte era un antídoto infalible contra la comedia.

Sheel resultó ser aquel hombre mayor que había estado vigilándolos desde que entraran en la ciudad. Qué felices le parecían aquellos momentos. Siguió erguido hasta que espantó a una mosca, y luego, como si acabara de tener una súbita inspiración, cogió su espada y bajó del porche, aún más erguido que antes.

—¿Qué sucede, Danard? —preguntó con una voz llena de flemas.

—Hemos cogido a estos dos en la taberna —respondió el tipo esquelético.

—¿Cogido? —dijo Temple—. ¡Pero si entramos en ella y preguntamos por usted!

—Cierra el pico —dijo Danard.

—Ciérralo tu —replicó Sufeen.

Sheel emitió un sonido que se encontraba a medio camino entre la arcada y el carraspeo, y luego deglutió penosamente el resultado de tanto esfuerzo.

—A ver si somos capaces entre todos de ver la diferencia que existe entre hablar demasiado y no decir ni pío. Me llamo Sheel y hablo en nombre de los rebeldes que vivimos en este sitio.

—¿Por los cuatro? —preguntó Temple.

—Éramos más. —Parecía más triste que enfadado. Agotado y a punto de derrumbarse, aunque quizá sólo fuese la impresión que daba.

—Me llamo Sufeen y he venido a advertiros…

—Al parecer, estamos rodeados —dijo Danard, burlándose—. Si nos rendimos a la Inquisición, Averstock seguirá en pie otro día más.

Sheel volvió hacia Temple sus ojos grises, que parecían deslavados.

—Estaréis de acuerdo en que vuestra historia parece cogida por los pelos.

Tras aquellas palabras sólo había una manera de salir del atolladero, y era convencer a aquel hombre de que le estaban diciendo la verdad. Temple le miró de la manera más convincente que podía. La misma que había empleado para convencer a Kahdia de que no volvería a robar, la misma con la que había convencido a su esposa de que todo iría bien, la misma que solía emplear con Cosca para que le otorgase su confianza. ¿Acaso no le había servido para convencerlos a todos?

—Mi amigo dice la verdad. —Hablaba lenta y cuidadosamente, como si sólo estuvieran los dos en aquel sitio—. Ven con nosotros y se salvarán muchas vidas.

—Está mintiendo. —El individuo esquelético empujó a Temple en un costado con el pomo de la espada de Sufeen—. Ahí arriba no hay nadie.

—¿Y por qué íbamos a molestarnos en bajar hasta aquí para mentiros? —Temple ignoró el empujón y no apartó su mirada de la de aquel hombre mayor—. ¿Qué ganábamos haciéndolo?

—Entonces, ¿por qué lo habéis hecho? —preguntó Sheel.

Temple se quedó boquiabierto durante un instante. ¿Por qué no decir la verdad? Al menos sería una novedad para él.

—Pues porque quedarnos sin hacer nada nos hacía sentirnos mal.

Uh. —Al parecer, aquellas palabras habían tocado alguna fibra sensible. El anciano apartó la mano de la empuñadura de su espada. Aunque eso no quisiera decir que fuera a rendirse, ya era algo—. Si nos rendimos, suponiendo que estéis diciendo la verdad, ¿qué pasará?

Nunca sale bien decir muchas verdades al tiempo. Pero Temple quiso aferrarse a la verdad.

—Os prometo que se respetará a la gente de Averstock.

El hombre mayor volvió a aclararse la garganta. ¡Dios, cómo le sonaban los pulmones! ¿No sería que comenzaba a creer que decían la verdad? ¿No sería que todo comenzaba a ir mejor? ¿Sería posible que, aunque ellos no fueran a vivir ni un día más, consiguieran salvar la vida de aquella gente? ¿Sería posible que consiguiera hacer algo de lo que Kahdia se hubiese sentido orgulloso? Aquel pensamiento le hizo sentirse realmente orgulloso, aunque sólo fuera durante un instante. Por eso se aventuró a sonreír. ¿Cuándo había sido la última vez que se había sentido orgulloso? ¿Se había sentido así alguna vez?

Sheel abrió la boca para hablar, para asentir, para rendirse… Y entonces se contuvo, frunciendo el ceño al mirar por encima de los hombros de Temple.

El viento arrastraba un sonido casi imperceptible. El de unos cascos de caballo. Al seguir Temple la mirada del viejo rebelde, vio que un jinete llegaba a galope tendido por la parte del valle que estaba cubierta de hierba. Sheel también lo vio, y su frente se llenó de arrugas por la sorpresa. Otros jinetes aparecieron tras él, bajando por la pendiente, al principio una docena, luego más.

—No —musitó Temple.

—¡Temple! —masculló Sufeen.

—¡Bastardos! —Sheel abría unos ojos como platos.

Temple levantó una mano.

—¡No!

Escuchó su gruñido, y cuando se volvió para decir que apenas quedaba tiempo, vio a su amigo y a Danard luchando a brazo partido. Y entonces se quedó mirándolos, boquiabierto.

No habían respetado el plazo de una hora que les habían dado.

Sheel desenvainó torpemente su espada con un chirrido de metal, y Temple lo agarró de la mano antes de que pudiera herirle con ella y le propinó un puñetazo.

Lo había hecho sin pensar.

Todo vibró a su alrededor cuando el sibilante y cálido aliento de Sheel alcanzó su mejilla. Ambos se agarraban, zurrándose de lo lindo. Un puño alcanzó la cara de Temple, haciendo que le zumbaran los oídos. Volvió a la carga, sintió que el cartílago de su nariz se reventaba contra la frente de él, y entonces Sheel tropezó y Sufeen apareció al lado de Temple con la espada en la mano, al parecer muy sorprendido.

Temple permaneció un instante sin saber qué hacer, preguntándose cómo habían llegado hasta ahí. Y qué tendrían que hacer ahora.

Escuchó la cuerda de una ballesta y el susurro de un dardo al pasar junto a él, o eso le pareció.

Entonces vio que Danard intentaba levantarse.

—Cabrón de… —y su cabeza cayó al suelo.

Temple parpadeó a causa de la sangre que le corría por la cara. Vio a Sheel intentando coger un cuchillo. Sufeen lo apuñaló, y el anciano emitió una tos quejumbrosa cuando el metal le entró por un costado, agarrándose la herida mientras su rostro se llenaba de convulsiones y la sangre se colaba entre sus dedos.

Murmuró algo que Temple no pudo comprender, y, cuando intentó empuñar nuevamente su cuchillo, la espada le alcanzó justo encima de los ojos.

—Oh —dijo él. Las gotas de sangre salpicaban el barro mientras el anciano se desplomaba hacia un lado, rebotaba en su propio porche y, agitando una mano, caía rodando por debajo del arco.

Sufeen le miró fijamente.

—Habíamos venido para salvar a la gente —murmuró. Tenía sangre en los labios. Se dejó caer de rodillas y la espada cayó de su mano sin fuerza, rebotando en el suelo.

Temple le agarró.

—¡Qué…!

El cuchillo que antes había entregado a Danard lo tenía clavado Sufeen en las costillas, hasta la empuñadura, de suerte que su camisa se iba oscureciendo poco a poco. A cualquiera le hubiera parecido un cuchillo muy pequeño, pero era más que suficiente para matar.

El perro que antes habían visto seguía ladrando. Sufeen se inclinó para mirarlo. La mujer de la ballesta se había ido. ¿No estaría recargándola en algún sitio para dispararla de nuevo? Temple debía guarecerse donde pudiera.

Pero no lo hizo.

El sonido de los cascos se acercó. La sangre, que seguía brotando de la herida de Sheel, ya formaba un espeso charco alrededor de su cabeza abierta. El chico retrocedió lentamente y echó a correr como un pato, arrastrando consigo su pierna lisiada. Temple vio cómo huía.

Entonces Jubair se acercó a uno de los costados de la taberna, en medio del barro que levantaban los cascos de su enorme caballo, con la espada en alto. El chico intentó retroceder y, presa de la desesperación, adelantó un pie antes de que la hoja lo alcanzara en un hombro y lo enviase rodando por la calle. Jubair pasó como un rayo, gritando. Llegaban más jinetes. Los lugareños corrían. Gritaban. Apenas se los oía a causa del ruido que hacían los cascos de los caballos.

No habían respetado el plazo de una hora que les habían dado.

Temple se arrodilló al lado de Sufeen para darle la vuelta, cuidar de sus heridas, ponerle una venda… en resumen, para hacer todas esas cosas que Kahdia le había enseñado. Pero en cuanto le miró a la cara, supo que había muerto.

Los mercenarios cargaban por toda la ciudad, ladrando como una manada de perros, agarrando sus armas como si éstas fuesen los naipes de una mano ganadora.

Temple notó un olor a humo. Agarró la espada, cuya mellada hoja estaba manchada de gotitas rojas, se levantó y fue a donde estaba el chico lisiado. Lo vio arrastrarse hacia la taberna, apoyándose en un brazo. Al ver a Temple, gimoteó e hizo unas bolas de barro con la mano buena. La mochila que llevaba estaba abierta, liberando las monedas que guardaba en su interior. Plata que se dispersaba por el barro.

—Ayúdame —dijo el chico, con voz apagada—. ¡Ayúdame!

—No.

—¡Me matarán! ¡Me…!

—¡Cierra la puta boca! —Mientras se ahogaba, Temple empujó al chico con su espada en un hombro y se agachó. A medida que se agachaba, más ganas le entraban de meterle la espada por el cuerpo. Como el chico le vio las intenciones pintadas en la cara, gimió y se encogió aún más, y Temple volvió a empujarlo con la espada.

—¡Cierra la boca, cabrón! ¡Cierra la boca!

—¡Temple! ¿Estás bien? —La alta silueta gris de Cosca le dominaba—. ¡Estás sangrando!

Temple bajó la mirada y vio que una de las mangas de su camisa estaba desgarrada y que la sangre le caía por la palma de la mano. No estaba seguro de cómo se podía haber herido.

—Sufeen ha muerto —murmuró.

—¿Por qué se llevan siempre los hados a los mejores de…? —Cosca acababa de fijarse en el brillo de las monedas caídas en el barro. Hizo una señal a Amistoso, y el sargento le ayudó a bajar de su silla sobredorada. El Viejo se agachó para apartar con mucha ansia el barro y pescar con el pulgar y el índice una de las monedas. Una sonrisa iluminó su rostro.

—Sí —dijo en voz baja, aunque no tanto para que Temple no lo escuchara.

Amistoso arrancó de un tirón la mochila que el chico seguía llevando a la espalda. El sonido que hizo le confirmó que aún quedaban monedas en ella.

Blam, blam, blam. Era el ruido de las patadas que un grupo de mercenarios propinaba a la puerta de la taberna. Cosca se agachó.

—¿Dónde conseguisteis este dinero?

—Hicimos una incursión —explicó el chico en voz baja—. Todo salió mal. —El ruido de la puerta de la taberna al reventar, seguido de una andanada de gritos cuando los mercenarios entraron por ella.

—¿Todo salió mal?

—Sólo regresamos cuatro. Por eso nos quedamos con dos docenas de caballos que ya no necesitábamos. Un hombre llamado Grega Cantliss nos los compró en Greyer.

—¿Cantliss? —Las contraventanas saltaron por los aires cuando una silla salió volando por la ventana de la taberna y cayó en la calle, muy cerca de donde estaban. Amistoso arrugó la frente al mirar a la ventana, pero Cosca ni se inmutó. Como si sólo existiesen él, el chico y las monedas—. ¿Qué tipo de hombre es el tal Cantliss? ¿Un rebelde?

—No. Lleva unas ropas muy bonitas. Lo acompañan unos cuantos norteños que tienen mirada de locos. Cogió los caballos y nos pagó con estas monedas.

—¿Y de dónde las sacó él?

—No nos lo dijo.

Cosca le levantó la manga para ver su tatuaje.

—Pero, a fin de cuentas, ¿no era uno de vuestros rebeldes?

El chico se limitó a negar con la cabeza.

—Al Inquisidor Lorsen no le gustará esa respuesta —comentó Cosca, asintiendo al mirar a Amistoso, que cerró sus manos alrededor del cuello del chico. El perro seguía ladrando. Ladraba, ladraba y ladraba. A Temple le hubiera gustado que alguien le cerrase la boca. Al otro lado de la calle tres mercenarios kantic golpeaban salvajemente a un hombre bajo la mirada de una pareja de niños.

—Deberíamos detener esto —dijo Temple, sentándose en la calle.

—¿Y cómo? —Cosca llevaba en la mano la mayor parte de las monedas, que ya comenzaba a contar lentamente—. Soy general, no Dios. Muchos generales suelen confundir ambos conceptos, pero hace tiempo que me curé de eso, créeme. —A una mujer la estaban sacando a rastras de un edificio cercano, agarrándola por el pelo—. Los hombres están trastornados. Esto es como una inundación, en la que es más seguro dejarse llevar por la corriente que intentar contenerla. Si no encuentra un canal por donde desahogar su ira, se desbordará por cualquier sitio. Incluso llevándome a mí por delante. Y no creo que yo tenga la culpa de todo esto, ¿lo comprendes?

A Temple le palpitaba la cabeza. Se sentía tan cansado que apenas podía moverse.

—¿Crees que la tengo yo? Sé que querías hacer bien las cosas. —Las llamas comenzaban a lamer con furia los aleros del tejado de la taberna—. Pero eso es lo que pasa con las buenas intenciones. Espero que todos hayamos aprendido bien la lección de hoy. —Cosca sacó una petaca de su casaca y comenzó a desenroscar lentamente el tapón—. Yo, la de ser indulgente contigo. Y tú, la de ser indulgente contigo mismo. —Se la llevó a la boca y comenzó a beber lentamente.

—¿Ha vuelto a beber? —musitó Temple.

—Eres demasiado remilgado. Un sorbito nunca le hizo daño a nadie. —Cosca relamió las últimas gotas antes de lanzarle a Amistoso la petaca vacía para que la rellenase—. ¡Inquisidor Lorsen! ¡Qué alegría verlo con nosotros!

—¡Le hago responsable de este desastre! —le espetó Lorsen mientras refrenaba salvajemente a su caballo.

—No es el primero —dijo Cosca—. Tendré que vivir con la vergüenza que me produce.

—¡No es el momento de hacer bromas!

El Viejo chasqueó la lengua antes de responder.

—Mi antiguo comandante Sazine me dijo en cierta ocasión que hay que reír en todas las circunstancias de la vida, hasta que llegue ese momento en el que ya no le apetecerá a uno seguir haciéndolo. Creo que hubo alguna confusión con las señales. Suele suceder en las guerras. Por mucho cuidado que uno ponga en planificar las cosas, siempre hay sorpresas. —Y, como si quisiera ilustrar aquel aserto, un mercenario gurko pasó ante ellos, haciendo cabriolas mientras llevaba puesta encima la adornada chaqueta del bardo—. Pero ese chico consiguió decirnos algo antes de morir. —La plata brillaba en la palma enguantada de Cosca—. Monedas imperiales. Se las entregó a estos rebeldes un tipo llamado… —y enarcó las cejas.

—Grega Cantliss —dijo Amistoso.

—Eso, y se las entregó en la ciudad de Greyer.

—¿Está usted diciendo que los rebeldes tenían dinero imperial? —Lorsen frunció el ceño—. El Superior Pike fue muy claro respecto a evitar cualquier confrontación con el Imperio.

Cosca levantó una moneda para que la viera bien.

—¿Ve esta efigie? Es del Emperador Ostus II. Murió hace cerca de cuatrocientos años.

—No sabía que tuviese tan gran devoción por la historia —comentó Lorsen.

—Mi devoción tiene que ver con el dinero. Son monedas antiguas. Quizá los rebeldes se tropezaran con una tumba. Antes solían enterrar a los grandes hombres con sus riquezas.

—Los grandes hombres de antaño no nos conciernen —repuso Lorsen—, sino los rebeldes que llegaron después.

Un par de mercenarios de la Unión estaban chillando a un hombre arrodillado. Le preguntaban dónde tenía el dinero. Uno de ellos le golpeó con un largo madero procedente de su propia puerta, que antes habían destrozado. Para cuando pudo levantarse, titubeando, la sangre le corría por la cara. Volvieron a preguntárselo. Y a atizarle una, dos, tres veces.

Sworbreck, el biógrafo, los observaba. Luego, sin quitarse la mano de encima de la boca, murmuró:

—¡Dios mío!

—Como todo en este mundo —explicaba Cosca—, una rebelión cuesta dinero: alimentos, ropas, armas, alojamiento. Los fanáticos siguen necesitando lo mismo que nosotros. Quizá un poco menos, puesto que sus altos ideales también los alimentan, pero necesitan todo lo demás. Si seguimos la pista del dinero, daremos con sus jefes. Greyer aparece en la lista del Superior Pike, ¿no es así? Así que quizá el tal Cantliss nos conduzca hasta el tal… Contus de ustedes.

—Conthus —rectificó Lorsen.

—Eso. —Cosca señaló a los cadáveres de los rebeldes con un meneo indolente de su espada, que a punto estuvo de dejar desnarigado a Sworbreck—. Dudo que esos tres puedan darnos más pistas. En muy pocas ocasiones la vida resulta como esperábamos. Debemos doblegarnos a las circunstancias.

Lorsen gruñó de disgusto.

—De acuerdo, pues seguiremos la pista del dinero. —Hizo dar media vuelta a su caballo y, a voz en cuello, dijo a uno de sus Practicantes—: ¡Buscad tatuajes en los cadáveres, maldición, y traedme a todos los rebeldes que sigan con vida!

Tres puertas más abajo, el mercenario que se había subido al tejado de una casa acababa de quedarse atascado en la chimenea por querer bajar por ella, mientras varios más se arracimaban ante su puerta. Cosca insistía ante Sworbreck:

—Comparto su disgusto por todo esto, créame. He estado involucrado muy de cerca en la quema de algunas de las ciudades más hermosas y antiguas del mundo. ¡Tendría que haber visto Oprile en llamas! ¡Iluminaba el cielo en varios kilómetros a la redonda! Esto apenas ilumina nada.

Jubair colocó varios cadáveres en fila y comenzó a decapitarlos como si nada. Tac, tac, tac, cantaba su espadón. Dos de sus hombres habían hecho trizas el arco que cruzaba la calle y afilaban los extremos de sus vigas. Ya habían puesto una en el suelo, clavando en su extremo superior la cabeza de Sheel, que, cosa extraña, parecía hacer pucheros.

—¡Oh, Dios! —volvía a decir Sworbreck.

—Las cabezas cortadas —le explicaba Cosca— nunca se pasan de moda. Usadas con moderación y cierta sensibilidad artística, suelen ser más elocuentes que las que aún permanecen unidas a sus cuellos. Apúntelo. ¿Por qué no está escribiendo?

Una anciana había salido, arrastrándose, de su casa en llamas, con el rostro cubierto de hollín, y varios mercenarios acababan de formar un círculo a su alrededor para observar cómo se movía.

—Qué desperdicio —decía Lorsen a uno de sus Practicantes, quejándose con cierta amargura—. Qué magnífica podría llegar a ser esta tierra con una gestión adecuada. Con un gobierno firme y las últimas técnicas agrícolas y forestales. En las Tierras del Medio tienen una máquina trilladora que sólo con un operario puede hacer en un día lo que doce campesinos en una semana.

—¿Y que hacen mientras tanto los otros once? —preguntó Temple, cuya boca parecía tener vida propia.

—Buscar otro trabajo —le espetó el Practicante.

A sus espaldas, otra cabeza de cabellos lacios acababa de aparecer encima de otra estaca. La casa chamuscada comenzaba a arder alegremente. Las llamas se agitaban, el aire rielaba, los mercenarios se apartaban, tapándose la cara con las manos para protegerse del calor, dejando que la anciana siguiera arrastrándose.

—Buscar otro trabajo —repitió Temple, hablando consigo mismo.

Cosca cogía a Brachio por el codo y le gritaba al oído en medio de todo aquel ruido:

—¡Tienes que reunir a tus hombres! ¡Tenemos que ir hacia el noreste, a Greyer, para recabar noticias acerca del tal Grega Cantliss!

—¡Tardaré algún tiempo en calmarlos!

—¡Una hora, y luego le diré al sargento Amistoso que me traiga a los rezagados, aunque sea a pedazos! ¡La disciplina, Sworbreck, es vital en un cuerpo de combatientes!

Temple cerró los ojos. Dios, cómo apestaba. A humo, a sangre, a furia y otra vez a humo. Necesitaba agua. Se volvió para preguntarle algo a Sufeen y vio su cadáver en el barrizal a unos pocos pasos por delante de ellos. Un hombre con principios tiene que hacer elecciones difíciles y sufrir las consecuencias.

—Ahora traeremos tu caballo —dijo Cosca, como si aquello pudiera hacerle olvidar algunos de los malos tragos por los que acababa de pasar aquel día—. Si quieres un consejo, mantente ocupado. Olvida este sitio en cuanto puedas.

—¿Cómo puedo olvidar lo sucedido?

—Oh, eso es pedir demasiado. El truco consiste en saber la manera de… —Cosca dio con mucho cuidado un paso atrás cuando uno de los estirios pasó a caballo, arrastrando con su caballo un cadáver que se bamboleaba—. No importa.

—Tengo que enterrar a Sufeen.

—Sí, supongo. Pero date prisa. Tenemos luz diurna y ningún momento que perder. ¡Jubair! ¡Deja eso! —dijo el Viejo, que ya cruzaba la calle, moviendo su espada—. ¡Quema todo lo que haya que quemar y monta! ¡Vamos hacia el noreste!

Cuando Temple se volvió, Amistoso le ofreció en silencio una pala. El perro había dejado, por fin, de ladrar. Un norteño enorme, un bestia tatuado del otro lado del Crinna, había clavado su cabeza en una lanza al lado de las cabezas de los rebeldes, y señalaba hacia ella haciendo aspavientos.

Temple cogió a Sufeen por las muñecas y se lo echó al hombro, para darle la vuelta al subirlo en su asustado caballo. Aunque no fue una tarea fácil, no le resultó tan penosa como había pensado. En vida, Sufeen había sido un individuo grande en el peso, la charla, los ademanes y la risa. Pero en la muerte todo aquello lo había convertido en un peso muerto.

—¿Estás bien? —le preguntó Bermi, tocándole en un brazo.

Su preocupación casi le hizo llorar.

—No estoy herido, pero Sufeen ha muerto. —Tenía que decírselo, en justicia.

Dos de los norteños habían reventado una cómoda y registraban sus cajones y la ropa que contenían, la cual quedó hecha jirones a lo largo de toda aquella calle embarrada. El de los tatuajes había atado un palo debajo de la cabeza del perro para colgar en ella una camisa de calidad que tenía una pechera horrorosa, adoptando durante todo el proceso la concentración propia del artista.

—¿Seguro que estás bien? —Bermi se despedía desde la otra acera de aquella calle sembrada de desperdicios.

—Nunca he estado mejor.

Temple condujo el caballo hasta las afueras de la ciudad, dejando atrás la senda o, mejor, las dos roderas de barro apisonado que se confundían en una sola, las órdenes impartidas a ladridos y los incendios, hasta que los ruidos de los mercenarios que se marchaban a regañadientes fueron atenuándose para dar paso al sonido cantarín del agua. Siguió el río corriente arriba, encontrando un lugar bastante agradable situado entre dos árboles cuyas ramas más bajas rozaban el agua. Entonces bajó el cuerpo de Sufeen y le dio la vuelta.

—Lo siento —dijo, y arrojó la pala al río. Luego se subió a la silla.

A Sufeen no le hubiera importado el sitio donde lo había dejado, ni el por qué. Si había un Dios, Sufeen ya se encontraba con Él, y quizá le estuviera preguntando por qué siempre fracasaba de una manera tan estrepitosa a la hora de mejorar el mundo. Al noreste, había dicho Cosca. Temple giró su montura hacia el oeste, la azuzó con los talones y echó a galopar, alejándose de aquel sudario de humo que tras cubrir las ruinas de Averstock comenzaba a subir por el cielo.

Lejos de la Compañía de la Graciosa Mano. Lejos de Dimbik, de Brachio y de Jubair. Lejos del Inquisidor Lorsen y de su justiciera misión.

No pensaba en ningún sitio a donde ir. Le valía con cualquier lugar donde no estuviese Nicomo Cosca.