Una especie de cobarde
Nada estaba como ella lo recordaba. Todo parecía más pequeño. Más gris. Más cambiado.
Una gente que no conocía acababa de construir una casa donde antes había estado la suya, junto con un nuevo granero. Los dos campos cultivados de los alrededores parecían prometedores. Las flores crecían alrededor del árbol donde habían ahorcado a Gully. El mismo bajo el que estaba enterrada la madre de Ro.
Se quedaron subidos en los caballos, mirando cariacontecidos hasta que Shy dijo:
—Pensaba que seguiría como lo habíamos dejado.
—El tiempo sigue su curso —dijo Lamb.
—Es un sitio muy bonito —dijo Temple.
—No, no lo es —dijo Shy.
—¿Bajamos?
—¿Para qué? —Shy dio media vuelta.
Ro volvía a tener la mata de pelo de siempre. Cierta mañana, mientras tocaba la escama del dragón y pensaba en Waerdinur, cogió la navaja de afeitar de Lamb para raparse la cabeza. Pero ya no recordaba su rostro. No podía recordar su voz, ni las clases que la Mano Derecha del Hacedor le había dado con tanta dedicación. ¿Cómo podía haberse borrado todo aquello de su memoria, y tan deprisa? Por eso dejó la navaja, y ya no le importó que sus cabellos siguieran creciendo.
Y como el tiempo seguía su curso, ellos prosiguieron camino hacia Tratojusto, donde las tierras de los alrededores, limpias de matojos, aparecían saneadas y roturadas, y donde nuevos edificios habían surgido por doquier y nuevas caras iban de un sitio a otro, o se detenían, o comenzaban a instalar todo tipo de negocios.
Pero no todos habían prosperado. Clay se había ido, y un idiota borracho se encargaba de su tienda vacía, que había perdido la mitad del techo. Cuando Shy le ofreció una moneda imperial de oro y una docena de botellas de licor barato, él se la vendió. Pero había que repararla. Así que, a la mañana siguiente, todos tuvieron que trabajar como si el mundo fuera a acabarse: Shy, tan inmisericorde como un verdugo, para conseguir género; Pit y Ro, riendo mientras se echaban uno a otro el polvo que barrían; Temple y Lamb, haciendo las labores de carpintería. Y, de esta suerte, al poco tiempo todo comenzó a parecerse a como era antes. A parecerse más a como Ro lo recordaba.
Excepto en los momentos en que, recordando las montañas, rompía a llorar. Y en los que veía aquella espada que Lamb le había quitado a su padre.
Temple alquiló una habitación que daba a la carretera y puso un cartel encima de la puerta que decía: Temple y Kahdia: Contratos, Gestoría y Carpintería.
Y Ro le dijo:
—A ese Kahdia no se le ve mucho por aquí, ¿verdad?
—Nunca lo verás —dijo Temple—, porque lo he puesto para echarle la culpa si algo sale mal.
Comenzó dedicándose a asuntos legales que les parecieron cosa de magia a quienes vivían allí, y los niños le miraban por la ventana para ver cómo escribía a la luz de una vela. En ocasiones Ro iba a verle para oírle hablar de las estrellas, de Dios, de maderas y de leyes, de todos los lugares lejanos que había visitado en el transcurso de sus viajes, y para escuchar idiomas que desconocía.
—¿Quién necesita un profesor? —preguntaba Shy—. Yo aprendí con un cinturón.
—Mira en lo que se ha convertido —decía Ro—. Sabe muchas cosas.
—Para ser tan listo —Shy lanzó una risotada—, es demasiado tonto.
Pero cierta noche en que Ro se despertó y bajó a verla, porque no podía dormirse, se los encontró en la parte trasera, besándose. Y por la manera en que Shy lo tocaba, no le pareció que ella creyera realmente que fuese tan tonto como decía.
En ocasiones salían a ver las granjas, observando que, una semana tras otra, los edificios crecían en número para luego pasar de unas manos a otras. Pit y Ro daban botes en el asiento del carro, al lado de Shy, mientras Lamb cabalgaba en solitario, siempre preocupado, mirando el horizonte, y siempre con la mano en la empuñadura de aquella espada.
En cierta ocasión le dijo Shy:
—No tienes de qué preocuparte.
Y él le contestó, sin mirarla:
—Entonces es cuando más hay que preocuparse.
Un día volvieron a la hora de cerrar, justo cuando las alargadas nubes se teñían de rosa, el sol se hundía en el oeste y el viento suspiraba, lanzando una nube de polvo calle abajo y haciendo que la desvencijada veleta chirriase. Como no estaba prevista la llegada de ninguna caravana, la ciudad estaba tranquila y en silencio, excepto por las risas lejanas de unos niños, los crujidos de la mecedora de una abuela, que disfrutaba la placidez del día en su porche, y el caballo desconocido que alguien había atado por las bridas a la parte curva de la barandilla.
—Hay algunos días que no están mal… —dijo Shy, mirando la parte trasera del carro, que estaba casi vacía.
—Y otros que están peor —dijo Ro, terminando la frase por ella.
Dentro de la tienda reinaba la calma. Wist dormitaba en un sillón con las botas encima del mostrador. Cuando Shy las apartó de un manotazo, se despertó sobresaltado.
—¿Todo va bien?
—Ha sido un día poco movido —dijo el viejo, frotándose los ojos.
—Como todos los de tu existencia —apostilló Lamb.
—Porque los tuyos son demasiado acelerados. Oh, hay alguien esperándote. Dice que hicisteis negocios juntos.
—¿Esperándome? —preguntó Shy, mientras Ro oía pasos en la trastienda.
—A ti no, a Lamb. ¿Cómo dijo usted que se llamaba?
El hombre apartó hacia un lado el rollo de cuerda que colgaba del techo y penetró en la zona iluminada. Era grande y alto, pues su cabeza rozaba las traviesas más bajas, y llevaba a la cintura una espada cuya empuñadura de metal gris tenía muescas como la de Lamb. Igual que la de su padre. Una cicatriz enorme le cruzaba la cara, y la fluctuante luz de la vela se reflejaba en uno de sus ojos, como si parpadease. Era un ojo de plata. Brillaba como un espejo.
—Caul Escalofríos —dijo el recién llegado con una voz tranquila, aunque algo chillona, que a Ro le puso los pelos de punta.
—¿A qué tipo de negocios se dedica? —preguntó Shy en voz baja.
Escalofríos miró la mano de Lamb, se fijó en el dedo que le faltaba y respondió:
—Tú sí que conoces el tipo de negocios al que me dedico, ¿no es así?
Lamb asintió, adoptando un aire siniestro.
—¡Si buscas problemas, lo mejor que puedes hacer es subir a tu caballo y largarte! —dijo Shy, graznando casi como un cuervo—. ¿Me has oído, bastardo? Ya hemos tenido demasiados problemas…
Lamb puso una mano en uno de sus antebrazos, precisamente aquel en el que tenía la cicatriz con forma de serpiente, diciendo:
—Todo está bien.
—Estará bien cuando le clave el cuchillo…
—No te entrometas en esto, Shy. Se trata de una antigua deuda que antaño quedó saldada. —Y entonces se dirigió a Escalofríos en norteño—: Haya lo que haya entre tú y yo, nada tiene que ver con estas personas.
Escalofríos miró a Shy y a Ro, y entonces le pareció a Shy que su ojo sano no era más expresivo que el muerto, de metal.
—Nada tiene que ver con ellas. ¿Qué tal si salimos fuera?
Bajaron por la escalerilla que estaba a la entrada de la tienda, pero sin apresurarse, dejando un espacio libre entre ambos y mirándose el uno al otro. Ro, Shy, Pit y Wist salieron tras ellos y se quedaron en el porche, observándolos en silencio.
—¿Así que Lamb? —dijo Escalofríos.
—Es un nombre tan bueno como cualquier otro.
—Oh, no, me parece que no. Tresárboles, Bethod, Whirrun de Bligh y todos los demás nombres que ya han sido olvidados sonaban mucho mejor que ése. Pero los hombres aún entonan tus cantares, ¿por qué será?
—Porque son unos necios —respondió Lamb.
La brisa llegó hasta un cartel que estaba suelto y lo zarandeó, haciéndolo chirriar. Los dos norteños se miraban a la cara, la mano de Lamb caída junto a su costado, acariciando la empuñadura de la espada con el muñón del dedo que le faltaba, y Escalofríos echándose lentamente su chaquetón hacia atrás para tocar la empuñadura de su espada y desenvainarla rápidamente.
—¿Es ésa mi vieja espada? —preguntó Lamb.
—Se la quité a Dow el Negro —respondió Escalofríos, encogiéndose de hombros—. Supongo que todo acaba por volver, ¿eh?
—En efecto. —Lamb estiró el cuello hacia un lado y luego hacia otro—. Todo acaba por volver.
El tiempo parecía haberse detenido. Los niños seguían riendo en algún sitio, y sus risas se juntaban con el eco de los gritos con que los llamaba su madre. La mecedora de la anciana seguía crujiendo en el porche. La veleta chirriaba y chirriaba. Entonces la brisa se hizo más fuerte, levantando el polvo de la calle y haciendo ondear los chaquetones de los dos hombres, a quienes apenas separaban cuatro o cinco pasos llenos de barro.
—¿Qué pasa? —preguntó Ro en voz muy baja, pero nadie contestó.
Escalofríos enseñaba los dientes. Lamb entornaba la mirada. Shy agarraba el hombro de Ro con tanta fuerza que le dolía el brazo, mientras la sangre se agolpaba en sus sienes y apenas podía respirar, y la mecedora seguía haciendo aquel crujido tan desagradable, la veleta seguía chirriando y un perro ladraba por algún sitio.
—¿A qué esperas? —dijo Lamb, refunfuñando.
Escalofríos echó la cabeza hacia atrás, enfocando sobre Ro su ojo bueno. Posándose en ella durante un buen rato. Y Ro apretó los puños, apretó los dientes, y se dio cuenta de que quería que acabase con Lamb. Lo deseaba con todo su ser. Entonces el viento tocó sus cabellos y los desordenó, cubriéndole la cara con ellos.
Crujido. Chirrido. Ladrido.
—Será mejor que me vaya —dijo Escalofríos, encogiéndose de hombros.
—¿Eh?
—Me aguarda un largo viaje. Les diré que ese bastardo de nueve dedos ha regresado al barro. ¿No le parece, maese Lamb?
Lamb cerró la mano izquierda para ocultar el muñón de su dedo, tragó saliva y respondió:
—Sí, hace mucho tiempo que murió.
—Creo que es lo mejor, porque ¿a quién le gustaría tropezarse con él? —Y entonces fue a donde seguía su caballo y montó en él—. Me gustaría decirle: «Hasta la próxima», pero… creo que no se lo diré.
Lamb, vigilante, no se movió.
—No.
—Algunas personas no nacieron para hacer el bien —Escalofríos respiró hondo y sonrió. Algo inusual en aquel rostro destrozado—. De todas formas, uno se siente bien haciéndolo. Dejémoslo así. —Y, dando media vuelta a su caballo, comenzó a salir de la ciudad, dirigiéndose hacia el este.
Todos permanecieron inmóviles durante un largo rato, sintiendo el viento, escuchando los crujidos de la mecedora, viendo que el sol se hundía en el horizonte. Y entonces Wist lanzó un suspiro que le hizo estremecerse y dijo:
—¡Por todos los diablos, he estado a punto de hacérmelo encima!
Era como si pudieran volver a respirar. Shy y Pit se abrazaron con fuerza, pero Ro no sonreía. Miraba a Lamb, que tampoco sonreía. El norteño observó, preocupado, la nube de polvo que levantaba el caballo de Escalofríos y volvió a la tienda, subiendo por la escalerilla y desapareciendo en su interior sin decir ni una palabra. Shy fue tras él. Lamb recogía varias cosas de las estanterías como si tuviese mucha prisa. Carne seca, comida, agua y un saco de dormir. Todo lo necesario para emprender un viaje.
—Lamb, ¿qué estás haciendo? —preguntó Shy.
Levantó la mirada durante un instante, sintiéndose culpable, y siguió cogiendo los suministros.
—Siempre intenté hacer las cosas lo mejor que podía, para beneficiaros —explicó—. Se lo prometí a tu madre. En este momento, lo mejor que puedo hacer es irme.
—¿Adónde?
—Lo ignoro. —Se detuvo un momento para mirar el muñón de su dedo corazón—. Alguien acabará por llegar. Antes o después. Hay que ser realistas. Con todas las cosas que he hecho, es imposible seguir sonriendo como si nada. Los problemas siempre me perseguirán. Así que lo mejor que puedo hacer es llevármelos conmigo.
—No nos harás creer que lo haces por nosotros —dijo Shy.
—Un hombre tiene que ser lo que es. —Lamb hizo una mueca de dolor—. Despídeme de Temple. Creo que te irá bien con él.
Recogió lo que había sacado de los estantes, que no era gran cosa, y salió a la calle, metiéndolo en las alforjas y disponiéndose a partir.
—No lo comprendo —dijo Pit, con la cara arrasada por las lágrimas.
—Lo sé. —Lamb se arrodilló a su lado. Le pareció a Shy que las lágrimas se insinuaban en los ojos de Lamb—. Y lo siento. Lo siento por todo. —Se inclinó y abrazó a los tres de manera desmañada.
»Bien saben los muertos que he cometido muchos errores —añadió—. Supongo que cualquier persona puede hacer lo correcto a lo largo de su vida si toma las decisiones correctas que yo nunca tomé. Pero sabed que nunca me arrepentí de todo lo que hice por vosotros. Y no lamento haberos reunido de nuevo a los tres. Costara lo que costase.
—Te necesitamos —dijo Shy.
—No, no me necesitáis —replicó Lamb, moviendo la cabeza a uno y otro lado—. Aunque no esté orgulloso de muchas cosas, sí que estoy orgulloso de vosotros. —Y entonces se volvió y, secándose las lágrimas, montó en su caballo.
—Siempre dije que eras una especie de cobarde —dijo Shy.
Él se la quedó mirando durante un momento y asintió, diciendo:
—Nunca lo negué.
Entonces respiró profundamente y, poniendo su caballo al trote, se dirigió hacia el crepúsculo. Ro siguió en el porche, con la mano de Pit en una de las suyas y la de Shy sobre su hombro, mirándolo.
Hasta que desapareció de su vista.