El coste

El coste

Shy cogió agua y se mojó la cara, quejándose de su frialdad, porque el borde del estanque estaba lleno de hielo. Se pasó los dedos por los doloridos párpados y las mejillas así como por su magullada boca. Y allí siguió, inclinada encima del estanque, observando la imagen, la suya propia, que se formaba en su superficie, hasta que las gotas que caían de su cara la alteraron. El agua se manchó de rosa a causa de la sangre. No era fácil decir de qué herida. Porque en los últimos meses la habían zurrado tanto como a un luchador profesional. Pero como a uno de esos que nunca consiguen el título.

Además de la larga quemadura producida antaño por una cuerda, que seguía enroscada en uno de sus antebrazos, y del corte reciente en el otro, que seguía manchando de sangre las vendas, tenía despellejados el dorso y la palma de ambas manos, rotas las uñas y arañados los nudillos. Se tocó la cicatriz que tenía bajo una oreja, el recuerdo que le había dejado uno de aquellos Fantasmas de las llanuras, quien estuvo a punto de arrancársela para añadirla a su colección. Palpó los chichones, las costras de su cuero cabelludo y los cortes de la cara, algunos de los cuales ya ni recordaba cómo se los había hecho. Se encogió de hombros, sintiendo, al mover la columna vertebral, que los incontables cortes, arañazos y raspones de su cuerpo formaban un coro de vocecillas muy desagradables.

Miró a la calle y, durante un instante, observó a sus hermanos. Majud les había proporcionado ropas nuevas: un traje oscuro y una camisa para Pit, y un vestido verde con encajes en las mangas para Ro. Mejores que todo lo que Shy había podido comprarles hasta entonces. Hubieran podido pasar por los hijos de un hombre acaudalado si no hubiese sido por sus cabezas afeitadas, en las que ya comenzaba a despuntar una pelusa oscura. Curnsbick, que señalaba con el dedo su enorme y nuevo edificio, hablaba entusiasmado mientras Ro le miraba y asentía de manera solemne, como si tomase buena nota de todo lo que le decía, y Pit le daba una patada a una piedra, tirándola al barro.

Shy resopló, tragó saliva y se echó más agua en la cara. Puesto que sus ojos habían recobrado algo de humedad, ¿podría llorar? Hubiera tenido que dar saltos de alegría, porque a pesar de todo lo que había tenido en contra, las penalidades, los peligros…, los había recuperado.

Pero sólo podía pensar en el coste de todo aquello.

En los que habían muerto. En los pocos a los que echaba de menos y en los muchos que no le habían importado nada. En algunos que le parecían malvados, aunque nadie es malvado para sí mismo. Como seguían estando muertos, ya no podía hacer nada por ellos, ya fuese para bien o para mal. Personas que habían tardado toda una vida en llegar a ser lo que eran, y que luego, extirpadas de este mundo, habían vuelto al barro. Sangeed y sus Fantasmas. Papá Anillo y sus esbirros. Waerdinur y su Pueblo del Dragón. Leef, que se había quedado en las llanuras, bajo tierra; Grega Cantliss, que había bailado la danza del ahorcado; Brachio, acribillado de flechas, y…

Se pasó la toalla por la cara y se restregó con fuerza, como si quisiera quitarse de encima todo aquello, pero sin conseguirlo. Como si se lo hubiera tatuado para siempre, como las consignas que Corlin tenía en los brazos.

¿Era culpa suya? ¿Lo había provocado todo al llegar a aquella tierra, del mismo modo que uno puede provocar una avalancha de tierra con darle una simple patada a un guijarro? ¿O era culpa de Cantliss, o de Waerdinur, o de Lamb? ¿O de todos ellos? Le dolía la cabeza al buscar el hilo de su vida en la urdimbre formada por todos los sucesos acontecidos, porque buscaba la culpa como el minero enfebrecido que escarba en el fondo de un arroyo. Del que sólo sacará unos arañazos. Y aunque todo aquello ya formase parte del pasado, no podía evitar seguir mirando hacia atrás.

Se acercó cojeando a la cama y se quedó sentada en ella mientras los muelles gemían de viejos, cruzando los brazos, haciendo muecas y parpadeando a medida que los recuerdos se manifestaban, como si cobraran vida en aquel mismo instante.

Cantliss, que golpeaba su cabeza contra la pata de una mesa. El cuchillo de ella metiéndose por su carne. Gruñendo. Las cosas que había tenido que hacer. Luchando contra un Fantasma enloquecido. Leef sin orejas. La cabeza de Sangeed que se separaba de su tronco y caía al suelo con un sonido sordo. Eran ellos o ella. Volvía a ver otra vez a la chica a la que le había disparado una flecha, que no era mucho mayor que Ro. La flecha que le había disparado a un caballo, y su jinete que caía. No tenía elección, no la tenía. Lamb, que la lanzaba contra la pared. El cráneo de Waerdinur, partiéndose en dos con un clic, y ella, que salía volando del carruaje. Y luego todo volvía a repetirse una y otra vez…

Levantó la cabeza al oír que alguien llamaba a la puerta. Se subió la manga de la camisa y se secó las lágrimas con la venda.

—¿Quién es? —dijo, intentando que su voz sonara como si fuese una mañana cualquiera y no aquélla en particular.

—Tu abogado. —Temple abrió la puerta, con aquella expresión tan seria que Shy nunca sabía si era real o fingida—. ¿Estás bien?

—He tenido años mejores.

—¿Algo que yo pueda hacer?

—Supongo que ya es un poco tarde para recordarte que el carruaje no debe salir de la carretera.

—Me temo que sí. —Entró y se sentó en la cama, junto a ella. No se sintió incómoda. Cuando dos personas pasan por todo lo que habían pasado aquellos dos, eso de sentirse incómodo desaparece rápidamente del menú—. La Alcaldesa quiere que nos vayamos. Dice que le traemos mala suerte.

—No es fácil discutir con ella. Me sorprende que no te haya asesinado.

—Supongo que aún puede hacerlo.

—Pues esperemos sólo un poquito más. —Hizo una mueca al retorcer el tobillo para meter el pie en la bota. El dolor que sintió le hizo desistir—. Hasta que Lamb venga a buscarnos.

Se hizo el silencio. Un silencio en el que Temple estuvo a punto de preguntar: «¿De veras crees que vendrá a buscarnos?». Pero se calló y asintió como si ya lo diera por hecho, y ella se lo agradeció.

—Y luego, ¿adónde pensáis ir?

—Buena pregunta. —La nueva vida en el Oeste no le parecía muy diferente de la antigua. No había en ella ningún atajo que le permitiera enriquecerse de repente o, al menos, ninguno que pudiera tomar cualquier mujer en su sano juicio. Tampoco había sitio para los niños. Y aunque siempre hubiese pensado que el oficio de granjera era la opción menos cómoda, todo daba a entender que era la única que le quedaba. Así que, encogiéndose de hombros, dijo—: Supongo que a las Tierras Cercanas. No será fácil, pero no se me ocurre nada mejor.

—He oído que Dab Sweet y Roca Llorona preparan una caravana para el viaje de regreso. Majud ya se ha apuntado, porque quiere hacer unos negocios en Adua. Y también Lord Ingelstad.

—Si sale algún Fantasma, ya se encargará su mujer de espantarlo.

—Ella se queda. Dicen que ha comprado la posada de Camling a muy buen precio.

—Mejor para ella.

—Los demás se irán esta misma semana.

—¿Tan pronto? ¿Antes de que mejore el tiempo?

—Sweet dice que ahora es el momento apropiado, antes de que el deshielo desborde los ríos y los Fantasmas se pongan picajosos otra vez.

Shy respiró profundamente. Aunque hubiera preferido pasar un año o dos en la cama, la vida solía ignorarla. Por eso dijo:

—A lo mejor me apunto.

—¿Qué tal… si voy contigo? —Temple parecía nervioso.

—No puedo impedírtelo.

—¿Te gustaría impedírmelo?

Ella se lo pensó durante un instante y respondió:

—No. Porque a lo mejor necesitamos a alguien en la retaguardia. O para que salte por una ventana. O para que vuelque un carro lleno de oro.

—Al parecer, soy experto en esas tres cosas. —Temple vació de aire los carrillos—. Voy a decir Sweet que os acompañaré. Y como no creo que valore mis aptitudes tanto como tú… tendré que pagarme el viaje.

Ambos se miraron.

—¿Andas escaso de fondos?

—No me diste tiempo para coger algo. Sólo tengo lo puesto.

—No sabes lo afortunado que eres por poder contar conmigo. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó las pocas monedas antiguas que había cogido cuando el carruaje corría a toda velocidad por la meseta—. ¿Bastará con esto?

—Supongo. —Las cogió entre el índice y el pulgar, pero ella no las soltó.

—Creo que me debes doscientos marcos.

—¿Estás intentando ponerme nervioso? —dijo él, mirándola fijamente.

—No me hace falta intentarlo —respondió Shy, dejándole coger las monedas.

—Supongo que las personas se agarran a lo que les hace sentirse bien —dijo Temple, sonriendo, y luego lanzó una moneda al aire para cogerla al vuelo—. Al parecer, sólo me siento bien cuando le debo algo a alguien.

—Ni que lo digas —replicó ella, agarrando la botella que tenía en la mesita de noche y metiéndola en el bolsillo de su camisa—. Te pagaré un marco si me ayudas a bajar por la escalera.

Fuera caía una especie de aguanieve que se oscurecía al llegar a las humeantes chimeneas de la tienda de Curnsbick, caminaban con pasos pesados al otro lado de la calle. Temple la ayudó a acercarse a la barandilla y Shy se agarró a ella para mirar. Le resultaba curioso darse cuenta de que no quería abandonarlo.

—Me aburro —decía Pit.

—Algún día, jovencito, aprenderás que aburrirse es un lujo. —Temple le tendió una mano—. ¿Por qué no me ayudas a buscar a ese célebre explorador y hombre de la frontera llamado Dab Sweet? A lo mejor te ganas un poco de pan de jengibre, porque acabo de conseguir algo de dinero.

—De acuerdo. —Temple cargó al chico sobre los hombros y se echó un trotecillo hacia los porches, que tintineaban por todo lo que caía, mientras Pit se reía por los botes que daba.

Era evidente que a Temple se le daban bien los niños. Al parecer, mejor que a ella. Shy se subió de un salto al banco que estaba al lado de la casa y se dejó caer en él, estirando la pierna que le dolía para luego llevarla lentamente hacia atrás y resoplar mientras sus músculos comenzaban a recobrar la elasticidad, para luego quitar el corcho con la boca y sentir que el taponazo le hacía relamerse de antemano. Oh, qué alegría más tonta la de no tener que hacer nada. La de no tener que pensar en nada. Se dijo que bien podía permitirse un descanso.

Había trabajado mucho durante aquellos últimos meses.

Se acercó la botella a la boca mientras miraba a la calle, y el licor le cauterizó las heridas que tenía en ella, y eso le gustó. Entonces vio al jinete que avanzaba entre la bruma creada por el humo y la llovizna. Era un jinete que cabalgaba al paso, como desganado y sin prisa, cuya silueta comenzó a definirse a medida que se acercaba: grande, viejo y baqueteado. Su chaquetón, manchado de mugre y de cenizas, estaba destrozado. Como no llevaba sombrero, su cabeza estaba cubierta por una mata gris de pelo corto, manchado de sangre y empapado por el agua de la lluvia; y su rostro, hinchado y manchado de barro, estaba lleno de costras y arañazos.

—Me preguntaba cuándo volverías —dijo Shy, echándose otro sorbo de la botella.

—Pues ya puedes dejar de preguntártelo —dijo Lamb, refunfuñando como siempre antes de detener su cabalgadura, la cual no parecía capaz de dar un paso más—. ¿Los niños están bien?

—Siguen igual que cuando te fuiste.

—¿Y tú?

—Aunque ahora no recuerdo cuándo fue la última vez que estuve bien, al menos sigo con vida. ¿Y tú?

—Voy tirando. —Agarrándose al caballo y apretando los dientes, bajó de él, sin molestarse luego en atarlo—. Ya sabes… que soy un superviviente. —Se llevó una mano a las costillas mientras subía cojeando los escalones, y entró en el porche. Miró el banco, luego su espada, y al comprender que no podría sentarse en él con el arma encima, comenzó a desabrocharse el cinturón que la sostenía, peleándose con la hebilla. Tenía los nudillos en carne viva y dos dedos tiesos, sujetos por una venda.

—Hay… que… joderse…

—Siéntate aquí. —Cuando Shy se agachó para desabrocharle el cinturón, Lamb dejó la espada encima de los tablones al no encontrar otro sitio mejor. Entonces se dejó caer lentamente en el banco y acercó sus piernas a las de Shy.

—¿Y Savian? —le preguntó Shy.

Lamb movió la cabeza muy despacio a uno y otro lado, como si aquel simple movimiento le produjese un gran dolor, y preguntó a su vez:

—¿Dónde está Cosca?

—Se ha ido —respondió ella, pasándole la botella—. Temple le aplicó la ley y lo expulsó.

—¿Le aplicó la ley?

—Con el concurso de la Alcaldesa y el de una magnífica escenografía.

—Vaya, yo nunca lo habría conseguido. —Lamb se echó un largo trago y pasó una de sus manos por sus labios agrietados, mirando el establecimiento de Curnsbick que estaba al otro lado de la calle. Un par de puertas más abajo, encima de un antiguo salón de juegos, habían colgado un cartel en el que podía leerse: Valint y Balk, Banqueros. Lamb se echó otro trago—. Ahora sí que estoy seguro de que los tiempos están cambiando.

—¿Te sientes fuera de lugar?

La miró con un ojo inyectado en sangre que mantenía medio cerrado a causa de los golpes, y le ofreció la botella.

—Quizá un poco.

Y allí siguieron los dos, mirándose el uno al otro como si fuesen los únicos supervivientes de una avalancha.

—Lamb, ¿qué sucedió?

Abrió la boca como si tuviera que pensar en la respuesta y se encogió de hombros, dando la impresión de estar más cansado y lleno de golpes que Shy.

—¿Acaso importa ya?

Y como no vale la pena molestarse en hablar cuando lo que se va a decir ya nada importa, Shy levantó la botella y respondió:

—No. Supongo que no.